Mar Blanco

Claudio Giunta

Fragmento

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Prólogo

Al principio se ve una mancha negruzca y alargada en movimiento.

Hay que esperar unos segundos: un fogonazo, un temblor brusco de la cámara y la película se vuelve más nítida. La mancha es una larguísima hilera de personas, hombres y mujeres con las bolsas de la compra —uno piensa en bolsitas de nailon, después se acuerda de que en esas fechas no es posible—, vigilados por otros hombres y mujeres vestidos de civiles, fusil en mano. Todo el mundo sonríe, vigilantes y vigilados. Luego se ve a otra gente que baja de una barca, solo hombres en esta ocasión, encorvados bajo el peso de cestas y fardos que cuelgan de sus hombros. Alguien mira a la cámara, pero ahora nadie sonríe. Y todos, los hombres, las mujeres, los guardias, pasan a través de una verja coronada por una inscripción en cirílico. Dentro, en una explanada enfrente de un edificio oscuro y alargado que podría ser un dormitorio, están todos en fila y se numeran. Uno por uno, se giran hacia el vecino de su izquierda, dicen algo —la película es muda, pero está claro que cada uno de ellos dice un número o un nombre— y luego le toca al siguiente.

Otro fogonazo. La cámara se pone en marcha, y estamos en invierno.

Los presos avanzan por la nieve con palas al hombro, hablan unos con otros y sonríen, luego miran al tipo que está filmando y saludan con la mano: se ve el aliento blanco que sale de sus bocas, las cabezas envueltas en capuchas negras que apenas dejan ver el rostro. En la secuencia siguiente aparecen dentro de un barracón y se desnudan. La cámara filma una panorámica, después se detiene en el tórax de un hombrecito oscuro de rasgos orientales. El tórax está cubierto de tatuajes. Los demás señalan uno, riéndose: un torso femenino desnudo con tres pechos, rodeado por una especie de aureola, como si fuera un icono.

En un plazo de dos años, la mitad de las personas que aparecen en esta filmación estarán muertas.

Ahora se ve a un hombre que espera a los presos delante de un portón, que sonríe a todo el mundo y que mira a la cámara mientras pone su mano sobre el hombro de un tipo alto y delgado que asiente y sonríe con timidez, o intimidado, y que entra luego por el portón. Hay un primer plano del hombre. Gordo, fornido, lleva la cabeza rapada. No es calvo, se ha rasurado el pelo, como se hacía antaño para evitar los piojos. Aunque también se hace hoy en día: para disimular la calvicie, y de hecho el hombre tiene una cara curiosamente contemporánea, no es una cara de otra época, es como si se hubiera cogido de otra película o de la vida de muchos años más tarde y hubiera sido añadido, de alguna extraña manera, en este documental fechado en 1928. Se ve que es una persona importante, puesto que la cámara, en un momento dado, hace zoom sobre su brazo izquierdo y encuadra las tres filas de galones como para decir que quien manda es él. Todos los que pasan por delante de él lo saludan con un movimiento de cabeza que, a veces, se convierte en media reverencia. A continuación, la cámara salta de nuevo y se ve una imagen aérea tomada a saber cómo, porque es extraño pensar que, en 1928, en la Unión Soviética, fuera posible obtener tomas desde un avión. Aunque el operador podía encontrarse en un globo aerostático. Se divisa el mar, luego pequeños escollos planos donde no hay árboles ni casas, después una isla más grande cubierta de abetos y, entre el bosque de abetos y el mar, un monasterio rodeado por una altísima muralla. Más adelante aparece una inscripción donde se lee, en ruso, ISLAS SOLOVKÍ.

La película es esta. La película que muchos años después Enrico Saraceno vio en la pantalla de su ordenador, en su estudio de soltero de la periferia de Florencia. La vio y decidió partir hacia las Solovkí, llevando consigo a dos de sus amigos. Y es aquí, en algún lugar entre el bosque de abetos y el mar, donde los tres desaparecieron.

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Primera parte

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I.

Todo empezó con una convocatoria en Milán, en la redacción de Fatti.

Convocar es el verbo apropiado. Yo escribía como freelance para varios periódicos locales, y en el semanario Fatti publicaba, cuando tenía suerte, breves entrevistas a personajes de segunda o tercera fila del espectáculo o del deporte, o esa especie de obsceno mejunje que se conoce con el nombre de «crónicas de sociedad». En cualquier caso, nunca artículos de portada. Y nunca artículos de más de dos páginas. Eso de trabajar como freelance suena guay, pero suena, y nada más. En realidad, significa pasar la mayor parte del día lloriqueando al teléfono mientras, al otro lado de la línea, un redactor ya en los sesenta, atontado por sus privilegios —catorce pagas, fondo de pensiones, mutualidad, dietas hasta para ir al servicio—, te explica que no, que las cuatro páginas previstas se han quedado en dos, incluidas las fotos (y no son necesarias las tuyas, basta con descargarse un par de internet), por lo que, una vez descontados los gastos, aún tienes suerte si no les debes dinero. «Pero, mientras tanto, ves que tu nombre va sonando, ¿no?» Qué hijos de puta.

Mi trabajo de verdad, después de todo, no estaba en Fatti. Vivía en Florencia, esta ciudad de provincias que van liquidando a tanto el kilo a turistas de todo el mundo, este mercado de morralla al aire libre, esta Venecia sin agua, este parque de atracciones hecho a la medida de adolescentes estadounidenses que pasean en chancletas, este Cancún renacentista donde uno siempre tiene la impresión de que, aparte de los camareros, nadie trabaja realmente…

Yo, por decirlo de algún modo, trabajaba. Escribía para periodicuchos locales que la gente leía con un solo ojo en el bar mientras tomaba el desayuno, o a la mañana siguiente en el baño, y he de confesar que esta dolorosa consciencia —la de ser leído principalmente en el baño— me acompañaba a lo largo de la preparación y la redacción de los artículos, e incluso cuando simplemente pensaba en los artículos, o en el trabajo de mierda que estaba haciendo. Eran animadas crónicas sobre el derbi Fiorentina-Siena, sobre los multimillonarios rusos a la conquista de la Versilia, sobre las docenas de absurdas ferias que el territorio toscano segrega como si fuera pus durante el año: la Feria del Boletus, la Fiesta del Jabalí, la Fiesta de la Vendimia…, y luego todos los eventos paraculturales para los que mi sólida preparación humanística —como me recordaban con recochineo los jefes de redacción— me confería un título especialísimo: los diálogos a la Versiliana, el Premio Viareggio, los conciertos del «Maggio Fiorentino», las conferencias «Leer para no olvidar», el seminario sobre arte contemporáneo de Peccioli y demás.

Y luego estaban las entrevistas. Si el entrevistado tenía un título de estudios superior a quinto de primaria y se ocupaba de cosas inútil

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