Vicisitudes

Luis Mateo Díez

Fragmento

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1. Nupcias

 

 

 

Nadie se había percatado de que Ezequiel no estaba cuando llegó la novia.

Por la alfombra tendida en la escalinata del Santo Reducto, en aquel mediodía en que la primavera de Solba hacía brillar el ramo nupcial como una perla, la novia ascendió reposando la mano en el brazo de su padre, con algunas damas revoloteando detrás, y según alcanzaban el atrio hubo un imprevisto revuelo entre quienes allí aguardaban.

No estaba Ezequiel, no estaba el novio al lado de la madrina, para recibir a la novia, y componer la comitiva que ya debía ir desfilando hacia el interior de la iglesia, donde el órgano arrancaba las primeras notas de la marcha nupcial.

 

Nadie se había percatado entre los familiares y amigos más cercanos, como si en el nervioso bullicio que unos y otros protagonizaban, con la madre de Ezequiel en el centro de atención y su padre a un lado, la presencia crucial se hubiese esfumado o la ausencia del novio perteneciera a uno de esos números de magia que suscitan improvisadas desapariciones.

Alguien pudo llegar a pensar burlonamente que el novio ni siquiera existía. Probablemente alguno de los taimados amigos de Ezequiel, acaso acostumbrados a las ausencias que denotaban las fugas o al juego de sus inventos y malabarismos.

 

El novio llegó con el movimiento escurrido de quien viene sin que nadie adivine de dónde, tomó del brazo a la madrina, que era la que apenas había reaccionado en el desconcierto, y se sumaron a la comitiva.

La ceremonia discurrió según lo previsto. Nada alteraba la solemnidad de un acto en el que los novios intercambiaban algunas sonrisas cómplices.

Los invitados, que llenaban las naves del Santo Reducto, asistían encantados, con ese gesto común que atestigua un deseo colectivo de felicidad.

 

Apenas hubo otro diminuto revuelo al final de la ceremonia, tras las últimas fotos en el altar, mientras la novia descendía y recibía los primeros besos y felicitaciones de los familiares más allegados y alguna amiga, cuando los novios eran reclamados para ir a la sacristía con sus testigos, y Ezequiel tampoco estaba.

Del interior de la sacristía a los peldaños del altar, en el voy y vengo confuso en que se solicitaba la presencia de los contrayentes, fue el nombre de Ezequiel el más insistentemente pronunciado.

El novio no estaba al lado de la novia y, aunque el desconcierto fue menos aparente, el padre de Ezequiel sintió un amago de congoja que reiteraba su inquietud.

 

El padre de Ezequiel era, entre todos los presentes, el más preocupado, sin duda porque conocía mejor que nadie a su hijo, sobre todo en las ocasiones inesperadas en que tantos disgustos había tenido que sobrellevar.

 

Siempre en Ezequiel había algo sorprendente, igual en sus estudios o en sus trabajos, que en sus enfermedades y ocurrencias.

Algo podía suceder cuando menos se esperase. Una matrícula de honor en vez de un suspenso o la expulsión del Colegio cuando era el primero de la clase; la mejor oferta al ejecutivo más brillante y el fiasco de una operación financiera maravillosamente planeada. Las peores inversiones en el negocio familiar, a las que el progenitor se había negado, y, a la vez, las mejores transacciones que Ezequiel asesoraba. Una salud de hierro, refrendada en sus cualidades deportivas, y el límite de la septicemia o las úlceras alborotadas.

 

Un chico contradictorio, podía haber dicho su padre en algún momento, si se hubiera avenido a entender lo que el hijo significaba en el desorden familiar, con el grado de generosa comprensión que hubiese sido necesario, pero don Bento había padecido demasiado, y en el destino del vástago constataba por encima de todo el desatino, y la conciencia de la contradicción ya no era suficiente.

Por eso fue el primero en percibir las solapadas ausencias de Ezequiel en aquella mañana, cuando todavía apenas indicaban un descuido, sin que nadie se percatase, pero que él comenzó a advertir, orientado en el presentimiento de sus congojas y, por supuesto, avalado por la inquietud.

 

Los novios fueron a hacerse las fotografías al Estudio de Benamar, que era el fotógrafo más clásico de Solba, el único retratista superviviente de otra época, y mientras los acompañantes, sobre todo las amigas de la novia, se encargaban de retocar su vestido, reordenando los tules y ajustando el velo, cuando ya el retratista se disponía a accionar el dispositivo de su máquina, el novio no se encontraba al lado de su pareja.

La extrañeza se correspondía ahora no ya con el resultado del desconcierto, sino con la sensación de un descontrol que hacía más ingrata la sorpresa.

No era posible que Ezequiel no estuviese allí. No existía ningún otro sitio donde pudiera estar, aunque en el rápido repaso a las circunstancias de con quién había venido o dónde quedaba cuando los coches se fueron del Santo Reducto, nadie podía asegurar nada a ciencia cierta.

Las fotografías de la novia solitaria, que el retratista hizo de acuerdo a la innata inspiración técnica, en repetidos disparos, lograron que los presentes sostuvieran estupefactos el mismo gesto que ella no logró evitar, a pesar de los requerimientos del fotógrafo.

 

Ninguno de los invitados, que se arremolinaban en los jardines de los Salones Encomienda, supo que el novio no había estado con la novia en el Estudio de Benamar, y en el encuentro de ambos nadie escuchó disculpas o explicaciones, apenas tenían tiempo de saludar a unos y otros, urgidos por tantos requerimientos.

El padre de Ezequiel se enteró del incidente justo en el momento en que los invitados, tras la copa en el jardín, hacían su entrada en el Salón Morado, el más grande y elegante de Encomienda, donde se celebraba el banquete, y observó a su hijo, ligeramente alejado de la novia, con la colilla de un cigarrillo en los labios, los hombros encogidos, y el gesto ausente de quien no acaba de enterarse de lo que sucede a su alrededor.

Fue entonces cuando don Bento decidió hablar con él, aunque sólo fuera un instante, antes de sentarse a la mesa donde los novios y sus allegados presidirían el banquete.

Pero no lo logró. La novia llegaba al Salón, entre aplausos, tomada del brazo por su padre y padrino, y el novio no acompañaba a su madrina y madre, que avanzaba desorientada entre las mesas, con más solicitudes que atenciones, tan perdida la mirada como los pasos.

Ezequiel se sentó el último. La novia, a su lado, había sufrido un sobresalto al verlo, como si el novio fuese una aparición que no se correspondía exactamente con el verdadero, o en la presencia de Ezequiel hubiese algún desarreglo que lo trastocaba. Posiblemente algo de lo que don Bento también se percataba, con la indignación que ya hacía reflotar la congoja.

Era visible la corbata torcida del novio, un lamparón en las solapas del chaqué, el pelo revuelto y, lo peor, los ojos enrojecidos que denotaban cierta aspereza en lo que podría considerarse algo así como el malestar de la mirada.

 

A la novia le sobrevino un llanto flojo al cortar la tarta. Ezequiel acababa de dejar caer un trozo en el vestido. La crema se derramó por el tul antes de que un avispado camarero lograra evitarlo.

 

Una novia llorosa y un novio hirsuto abrieron el baile con el vals más estático que los invitados recordaran en sus existencias festivas.

Un novio que en los brazos de la novia parecía un espectro, y una novia que apenas se dejaba sostener, como si de un maniquí se tratase, ya que el novio daba la impresión de que poco a poco, en la creciente inmovilidad, se estaba diluyendo y acabaría por escurrirse dentro del chaqué, mientras ella quedaba tiesa, erguida en la figura inerte.

 

Bailaron los invitados.

Se retiraron los novios a la mesa presidencial y cuando ya don Bento estaba a punto de echarle la zarpa al espectro, Ezequiel hizo un rápido quiebro y se fue del Salón como el mismísimo fantasma que aparentaba ser.

 

Los novios se alojaron en el Hotel Conmemoración, a las afueras de Balboa.

La felicidad de la noche de bodas tuvo el contraste de un amanecer lluvioso, que depositó el frío de los cristales de la ventana en las pupilas despiertas de la novia, al tiempo que su mano rastreaba el vacío de la cama, donde el novio había dejado un hueco húmedo.

Ezequiel no estaba en la habitación, pero ella no se asustó.

La noche había colmado la felicidad de lo que recordaba como un día lleno de sensaciones extrañas, una jornada que poco a poco se disipaba en su pensamiento, como si al disiparse abriera una perspectiva distinta en lo que podría ser el futuro de su matrimonio.

 

Ezequiel regresó a la habitación cuando ella todavía no había decidido levantarse.

Venía vestido con el chaqué, chorreando agua por todas partes, y, mientras se desvestía, ella le preparó un baño de agua caliente, y lo acompañó desnudo a la bañera, mientras él tiritaba y aseguraba que el largo paseo bajo la lluvia, al amanecer de aquel día tan malo, era lo que mejor justificaba el amor que le tenía, y la promesa de hacerla feliz por encima de cualquier tentación de perderla...

 

Fue en ese momento cuando ella supo que aquella promesa no se cumpliría, y cuatro días después Ezequiel desapareció sin dejar rastro.

 

Ese chico nunca debió casarse, fue lo único que se le ocurrió pensar a don Bento para justificar lo que tanto temía, y volvió a recordar las angustias familiares causadas por el niño que no estaba en la cuna, el adolescente que no regresaba del Colegio y el joven huido al que los guardias devolvían a casa, con las narices rotas y el estupor de unos ojos vidriados que nadie se atrevía a suponer lo que podían haber visto en cualquier rincón remoto.

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2. Fortuna

 

 

 

Conocí a Piero Morral, un primo segundo de mi padre, cuando vino a Celesta, el pueblo donde veraneaba la familia cuando éramos niños, y en el enorme haiga en el que viajaba pretendió meternos a todos: mis padres, mis cinco hermanos y hasta mi tío Elodio, que nos acompañaba aquel verano para rematar la convalecencia de sus averiados pulmones.

Los niños y el tío Elodio llenamos el haiga. Mis padres nos siguieron en el coche familiar. Piero había hecho una reserva en el Restaurante Colomina, y lo que nos sirvieron fue un banquete tan exagerado que hicimos un regreso maltrecho, no muy distinto al de quienes vuelven del campo de batalla, con el incontenible mareo de mis hermanos menores, a quienes la indigestión costó varios días de cama.

 

El haiga de Piero se correspondía a la perfección con la figura exuberante del dueño, como si el salpicadero fuese el espejo de su elegancia, tan suntuosa y atildada.

Piero tenía el mismo brillo en la mata de pelo que en la tez morena y en las manos en las que bailaban los dedos con las sortijas como cascabeles.

La sonrisa era el matiz de su mirada, soñadora y complaciente. La sonrisa que expresaba con cierta inocencia cordial el favor de la fortuna o, como decía mi padre sin que pudiéramos comprenderlo entonces, el don de lo que este hombre puede conseguir: lo poco, lo mucho, y la nada más absoluta.

 

Hubo otras visitas de Piero a Celesta. Ninguna tan sonada como aquella primera. La última, en las postrimerías de un verano que dejó la huella definitiva entre las edades de los hermanos: los que se quedaban en la adolescencia como barcos a la deriva, y los que navegaban en la juventud con la bandera desplegada.

Unos y otros habíamos encontrado en las primas y en sus amigas el salvoconducto que nos permitía viajar a donde todavía no habíamos ido, o quedarnos en tierra con un documento inútil, que lo único que podía ofrecer era una expectativa en el tiempo. Los años cumplidos y los años todavía por cumplir, con el fin del verano como única referencia...

 

El haiga de Piero ya no existía y en aquella última visita el espejo del salpicadero no dejaba huella, aunque la elegancia permanecía en él más como un bien propio que como una muestra externa. La elegancia que no necesitaba ni ser suntuosa ni atildada. La sonrisa que dispersaba una mueca acaso melancólica pero también complaciente, y los dedos desnudos que hacían olvidar las sortijas, aunque permanecieran en ellos algunas marcas de círculos blanquecinos en la piel.

 

Cuando Piero Morral anunció su matrimonio, algunos años más tarde, una parte de la familia viajó a Armenta, donde quería presentarnos a su prometida y enseñarnos la casa que estaba construyendo y que sería el domicilio conyugal.

La prometida resultó ser una chica escandinava que se expresaba por señas, y con la que Piero se entendía a base de susurros. Una chica pizpireta, reidora, ruidosa. La casa estaba a las afueras de Armenta, en un terreno aislado del Alto de Espuria, desde donde se veían las torres de la ciudad como agujas prendidas en una madeja de lana.

Era una mansión de tres pisos, tamaño desorbitado, terrazas, cierta deformación de estructura o el aire caprichoso de lo que el dueño hubiese dictado al arquitecto, si es que aquella mole que llegaba a impresionar de modo más radical según la recorríamos era el resultado de una mente profesional.

Estaba en obras pero no había rastro de operarios, ni indicio de que alguien hubiese trabajado allí en los últimos meses.

Piero nos la mostraba describiendo el significado y destino de aquellas superficies vacías, apenas tabicadas, mientras su chica reía o estallaba en carcajadas.

Había diecisiete habitaciones, ya que la previsión matrimonial era de familia numerosa, salas de juego, salones, comedores, cocina en cada planta y, lo más extraordinario, una capilla que aprovechaba en un límite del tercero una extraña abertura por donde ascendería su picudo tejadillo rematado con una cruz y que dejaba a la vista la intemperie y mostraba los derretidos muros castigados por la lluvia, justo en el sitio donde Piero calculaba el altar.

 

La mansión de Piero quedó como la vimos, inconclusa y malbaratada por el viento, anclada en el Alto con su prestancia de despojo. No fue otra cosa que la Obra de Piero, en la referencia irónica de quienes le conocían, hasta que los acreedores la reconvirtieron en una suerte de almacén que tampoco se sostuvo.

En las contadas ocasiones en que me crucé en el coche con mi padre por aquellas afueras de Armenta, él siempre miró la Obra con amargura y, cuando una vez me hizo detener el coche un momento, dijo afligido que del don de ese hombre sólo restaba la nada más absoluta.

 

Esa nada se correspondía muy bien con la desaparición de Piero. Nada se supo de él, nadie lo recordaba en la familia.

Los años hicieron de mi padre un viejo taciturno, y cuando un día mi hermano Beltrán llamó desde el Castro para decir que había reconocido a Piero en la Estación de Autobuses, pidiendo dinero para obtener un billete, decidimos no contárselo a mi padre.

Beltrán no se atrevió a darle unas monedas ni, por supuesto, se dio a conocer. Piero estaba envejecido, aunque el aspecto desastrado no restaba la totalidad de su prestancia o, como remarcó Beltrán, se apreciaba el esfuerzo de una entereza que reducía la indigencia.

 

Fue en la boda de Corina, la hija mediana de mi hermano Belisario, una de las pocas ocasiones en que todavía la familia pudo reunirse al completo, con mi padre muy mayor y el tío Elodio de superviviente desahuciado en el límite de sus posibilidades, cuando volvió Piero.

Los novios recibieron una vajilla maravillosa, y el nombre de Piero Morral figuraba en la tarjeta que la acompañaba, con la referencia de una corporación financiera taiwanesa ubicada en el madrileño Paseo de la Castellana. Felicitaba a los novios y prometía una visita cuando sus ocupaciones se lo permitieran.

Volvió el día de la boda. La novia entusiasmada se había encargado de localizarle y exigirle que asistiera al festejo, asegurándole que la sorpresa suponía una gran alegría para todos. Corina se había emocionado y los demás intentábamos olvidar lo que el rastro de Piero dejaba en los avatares de la fortuna y el infortunio, lo que el dichoso don al que se refería mi padre involucraba en el destino de aquel hombre del que, en realidad, tan pocas cosas definitivas habíamos conocido.

 

El haiga era ahora un Mercedes deportivo, con salpicadero de caoba y asientos de cuero blanco. A la escandinava la sustituía una sudafricana igual de reidora y pizpireta que también se entendía por señas y susurros.

En la elegancia de Piero sobresalía el cabello canoso como una mata altiva o la cresta de la torre mejor peinada. Era ostentosa la comparación de tantas calvicies, incluida la mía, y el contraste del corte preciso de un chaqué que le sentaba como un guante, y enaltecía y estiraba su figura.

En la mirada soñadora de Piero no había otro rastro que el de la propia ensoñación, un matiz de lejanía o ausencia que se correspondía muy bien con la sonrisa y el gesto de cordialidad, como si un aire de fantasía soplara desde el beneficio de su presencia o el aroma de algún perfume caro hiciese especialmente grata su compañía.

 

No hubo más noticias.

La incidencia de un desfalco o de una falsificación nada tenía que ver con el pariente desaparecido, en ningún caso se podía tratar de Piero, nadie iba a creerlo aunque las habladurías lo constataran. De él apenas quedaba el recuerdo del despojo desarbolado por el viento en el Alto de Espuria, la Obra que no acababa de desmoronarse por completo.

El día que finalmente enterramos al tío Elodio, mi padre había muerto años atrás, alguien mencionó el haiga en el que Piero nos había llevado en Celesta al Restaurante Colomina. Una carga de críos excitados y un enfermo del pulmón.

 

El haiga era un Chevrolet descapotable que parecía un platillo volante en el que un ser del espacio volaba sin posar siquiera las manos en el salpicadero. Un ser que olía a lavanda y al que el pasador de la corbata le sujetaba la estatura con el brillo de un meteorito.

 

Los hermanos teníamos el mismo recuerdo de aquel vuelo en la estratosfera: el vértigo de rutas siderales y el consabido mareo de las curvas y las cunetas que nos perseguían en las ventanillas, amenazados por la felicidad de arribar a otro planeta, donde Piero hacía negocios con los alienígenas y presentaba a sus sobrinos como los mejores avalistas de su reputación.

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3. Estación

 

 

 

Ángel Riello no reconoció a Abel Mejuto en el andén de la Estación de Balbar, cuando paseaban acarreando sus maletines, todavía indecisos ante el anuncio del altavoz que comunicaba el retraso del Astur, que ambos pretendían coger para continuar sus respectivos viajes.

Ángel había llegado en el correo desde Armenta y Abel, en el expreso de Ordial.

La reiteración del retraso en el altavoz se incrementó en los minutos en que ambos posaron los maletines con el mismo gesto de fastidio, a uno y otro extremo del andén. Un retraso calculado de setenta minutos, y no de media hora, decía la voz metálica, producido por una incidencia técnica que nada aclaraba.

 

Tampoco se reconocieron en la barra de la cantina, a la que se habían acercado dispuestos a tomar un café.

Entre los clientes, no muchos pero mayoritariamente afectados por el retraso, cundía el desánimo en consonancia con el malestar, que poco después pasó a la indignación cuando el aviso hizo una nueva previsión de no menos de ciento veinte minutos, determinando la incidencia técnica como una avería en los frenos de la locomotora del Astur, que debería ser sustituida.

 

Ángel Riello y Abel Mejuto fueron por el andén, uno tras otro, encaminados a la Sala de Espera, ya más pesarosos que enfadados, con esa resignación que se amolda a lo irremediable como un forzado alivio.

La noche, en cualquier caso, no afectaba a la razón de sus viajes, por paralelos motivos de trabajo, siempre que las previsiones ferroviarias no se complicaran más y antes de la media mañana hubieran llegado a donde debían.

La incomodidad no era lo peor para ninguno de ellos, probablemente porque en la vida de ambos las dificultades habían tenido un lugar común.

Ni Ángel ni Abel habían logrado labrarse un futuro ajeno al esfuerzo y al merecimiento de sus pretensiones, y en la lejanía de sus orígenes también los unía la misma circunstancia de una orfandad que acució sus existencias muy temprano.

 

En la Sala de Espera, con la luz mustia de una lámpara sucia y el resplandor velado que a través de la puerta acristalada venía de los andenes, Ángel Riello y Abel Mejuto se sentaron de espaldas en el mismo banco, no muy concurrido, dejaron los maletines al lado y, sin apenas percatarse el uno del otro, sintieron el roce de sus hombros y reaccionaron con la presteza de quien no quiere molestar y está a punto de pedir disculpas.

 

Ángel pensó en Maribel, su esposa, y Abel en Nadia, con quien llevaba viviendo unos meses. Había una coincidencia en la esfera familiar, desconocida entre ambos: cada uno tenía tres hijos, dos varones y una mujer, y los tres prácticamente de las mismas edades. Los de Ángel estaban casados, aunque todavía no le habían dado nietos, y los dos mayores de Abel también; el único soltero y sin pareja era el pequeño, y también el único que había sido padre de una niña que Abel adoraba.

 

El tiempo en la Sala en seguida se hizo tan espeso como la atmósfera. Ángel rehuyó mirar el redondo reloj de pared cuya esfera podía distinguirse con dificultad, y Abel percibió que las agujas no se compaginaban con la realidad horaria, o que aquella hora improbable que marcaban estaba sustraída en otro tiempo, lo que resultaba el colmo de la contradicción.

 

Cuando uno y otro cerraron los ojos, los invadió el mismo pensamiento. El lugar pertenecía al sueño, no era en Balbar donde estaban, ni el vértigo de un convoy que atravesaba la Estación por alguna vía lejana correspondía a la realidad inmediata, acaso al eco de ese mismo pensamiento que llenaba su conciencia de una quietud placentera.

Un sueño reparador que uno se imagina para que la verdad del tiempo deje de existir, y sea el pensamiento el que acomode esa circunstancia de verse allí sentado, ajeno por un momento a lo que supone el intermedio de la espera, como si el interior untuoso de la atmósfera de la Sala contuviese un espesor de sombras submarinas tan fluctuantes como estupefacientes.

 

Nada ni nadie se movía.

La mente de Ángel detalló un recuerdo en la juventud lejana. Lo que semeja una chispa que salta cuando la paciencia está mezclada con el sosiego y en el inesperado destello hay una sacudida.

El roce de la nuca de quien estaba sentado a sus espaldas tuvo un efecto parecido, que podía corresponder a la molestia de sentirlo como un inadecuado contagio.

En ese roce, que por un instante pudo presagiar casi la fricción de un choque diminuto, la chispa del recuerdo de Ángel encendió la imagen de un viejo amigo, tan querido como olvidado, tan aborrecido después, cuando de pronto alguien descubre y delata el precio de una traición, lo que el afecto esconde en la avaricia de los sentimientos, cuando lo que finalmente emerge como única y dolorosa justificación no es otra cosa que la envidia. De un sentimiento sucio se trataba, de una suciedad que hacía más aborrecible la imagen del viejo amigo, tras tantas cosas compartidas y que ahora, al rememorarlo de modo imprevisto, todavía destilaba lo más parecido a un hedor enojoso.

 

En la cabeza de Abel, ligeramente movida en el roce de quien estaba sentado a sus espaldas, también un indeciso recuerdo entreverado en la ensoñación comenzó a fluir hacia la juventud lejana, y la imagen de Ángel Riello subió como si emergiera de una incontrolada profundidad, con el rostro y el nombre restallando del modo más tangible y odioso.

El nombre se detuvo en sus labios, que lo musitaron con la animadversión con que tantas veces lo hubiera hecho en aquellos tiempos, cuando el dolor contrastó la deslealtad, y supo por primera vez en su vida lo que un amigo engañoso restaba al afecto más limpio y desinteresado.

Había resultado muy costosa la decisión de romper con él sin haber llegado siquiera a una conversación entre ambos, aunque otros amigos comunes contribuyeron a justificar la ruptura, con la comprensión suficiente y las evidentes razones.

 

Ángel Riello y Abel Mejuto llevaban cerca de treinta años sin verse.

 

La incidencia de los rostros juveniles en la memoria, igual desde la chispa que en la ensoñación, obtenía un residuo de intemporalidad que contrastaba con la imprevista urgencia de los sentimientos, tan radicales e incontaminados tanto tiempo después, aunque era más que probable que ni uno ni otro se hubieran complacido en el penoso recuerdo personal demasiadas veces a lo largo de esos treinta años. El olvido entre ambos estaba muy atado a las justificaciones de su separación, y las culpabilidades que mutuamente se achacaban habían contribuido mucho a él, además de la distancia de sus ciudades y trabajos.

 

El reloj de la Sala de Espera tampoco parecía haberse movido o, como Abel pensó, sus agujas no se compaginaban con la realidad horaria, y era absurdo siquiera reparar en ellas.

 

El hombre que estaba sentado a las espaldas de Ángel se había puesto de pie y lo sintió caminar hacia la puerta, con el maletín en la mano. Hizo un leve giro casi inconsciente para observarlo también de espaldas, embutido en una gabardina ajustada con un cinturón. Al salir al andén se había puesto el sombrero.

Ángel pensó de nuevo en Maribel.

La cabeza se le fue hacia atrás y estiró los brazos y las piernas.

Dormitó unos minutos sintiendo el vacío en la nuca, una oquedad de inconsciencia y sueño que retraía la inquietud de un roce o una caricia.

 

Abel siguió caminando por el andén. Se paró un instante y se quitó el sombrero para rascarse la cabeza.

Entre el vapor que humedecía sus pasos presentía la suciedad de la carbonilla y el resto de alguna adherencia enojosa, que le hizo de nuevo detenerse, quitarse el sombrero y volver a rascarse la nuca.

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4. Mal

 

 

 

Tuve que leer tres veces la esquela para percatarme de que la muerte que anunciaba se refería al Ventura Celdrán con quien había compartido un tiempo de mi juventud, cuando preparamos juntos las oposiciones en la Pensión Miralba de Armenta. Andábamos mal de dinero y alquilamos una habitación doble, lo que iba a permitirnos también mayor intensidad en la preparación y que el ánimo de ambos se fortaleciera en la emulación y el mutuo compromiso.

 

La noche anterior al último ejercicio, cuando sólo quedábamos seis aspirantes a las cuatro plazas, decidimos acostarnos temprano.

Ventura tenía quebrada la salud y en los últimos tiempos el esfuerzo restaba capacidad a su dedicación, aunque en ningún momento bajaba la guardia y su excelente memoria, al decir los temas, no se resentía.

Esa noche estalló una tos rota en la cama de al lado, algo que al repetirse parecía un estertor metálico y que también podría ser lo más semejante al lamento mortal de la expiración, si es verdad que a veces la muerte rompe lo que somos del modo imprevisto en que estalla el muelle del somier o cruje la madera del suelo.

Ventura estaba tieso, con la boca abierta y la cabeza caída hacia un lado, y yo, que di la luz de la mesita con la alerta de que algo tan inesperado como extraordinario acababa de suceder, lo observé sin hacerme a la idea de que también la muerte pudiera sobrevenir como la tala de un árbol, cuando en la noche el leñador furtivo es el dueño del bosque.

Y en aquellos momentos, entre la sorpresa y la incertidumbre, antes de cualquier otra reacción, pensé que la baja de Ventura reducía a cinco a los aspirantes convocados para el último ejercicio de la oposición. Cinco para cuatro plazas, siendo Ventura un contrincante de mucho peso.

 

No sé si fue una reacción interesada, de esas que disimulan la complacencia o la previsión ante lo que el mal ajeno supone para el bien propio, pero no pude reconocer mayor culpabilidad que la del extravío en la mente opositora, tan determinada por la competitividad y el egoísmo.

Me hice a la idea de que Ventura había muerto, pensé que el destino tiene encomiendas así de imprevistas y que la fatalidad es también el resultado de un sorteo que encadena los sucesos y las aspiraciones.

Apagué la luz y, aunque dormí con dificultad el resto de la noche, no me alteró la mala conciencia. Nada podía hacer por Ventura, y el pesar no debía contraponerse a la expectativa del ejercicio definitivo, ante un tribunal que no admitiría excusas.

 

Saqué la oposición con el número uno.

Dejé el cuerpo de Ventura en la cama. Me fui de la pensión aquella misma mañana, antes de que nadie se levantase. Los cinco temas del ejercicio oral, que tan brillantemente pude culminar, eran los que mejor habíamos preparado y los que Ventura hubiese elegido para lucirse con su elocuencia y conocimiento.

No volví a saber nada de él.

La muerte que había imaginado facilitaba mi huida y abandono. Era la mejor de todas las coartadas, y en la Pensión Miralba lo atenderían como a cualquier otro huésped que cayera enfermo. Nunca falta caridad en los precarios alojamientos donde el pupilo es habitualmente un ser solitario que hace lo posible por disimular la orfandad o el desamparo.

 

La esquela indicaba que Ventura Celdrán Rocedo falleció a la edad de treinta y cinco años, anotaba los nombres de su desconsolada esposa y sus dos hijos e informaba de su trabajo de administrativo en una ferroviaria.

La volví a leer por cuarta y quinta vez, luego cerré el periódico y evité el desconsuelo de un pensamiento que se traduce en la figuración de su cadáver anticipado.

 

El muerto que quise, el muerto al que me acomodé desde la necesidad y la opción de mi futuro. El muerto que suma tantos otros muertos posteriores, relacionados con mi ambición, que acaso no sea más delictiva que la de los demás, ya que la propiedad del bien implica en muchas ocasiones el mal ajeno, y siempre sobrellevamos la compañía de nuestros cadáveres.

 

No vivo en paz conmigo mismo, no soy tan cínico como para no reconocer las cavidades interiores donde gotean los hechos consumados de mi ambición y banalidad, pero nadie sabe de mí lo suficiente para achacarme nada, ni siquiera mi esposa y mis hijos.

 

Tiempo después, un día en que volví a Armenta para hacer algunas gestiones, me acerqué a la Calle Cervera, donde estaba la Pensión Miralba, ahora transformada en hostal.

La seguía regentando la misma familia, aunque nadie podía recordarme y nada quise preguntar, pero cedí a la tentación de quedarme una noche y escogí la habitación en que había estado con Ventura, muy cambiada en el mobiliario y sin embargo tan exacta y anodina, con las dos camas y la mesilla que las separaba.

 

Un sueño vale de poco, y un mal sueño no suele ofrecer recompensa suficiente para que, al menos, la mala conciencia se satisfaga, o el amargor de la saliva ponga en la boca lo que puede reconocerse como el veneno que más nos gusta.

Ése es uno de mis mayores secretos, y algo que nadie sabe ni sospecha de mí. El gusto por las cosas venenosas, el aprecio por lo que la mala acción deja en el ánimo, contribuyendo a que el carácter se fortalezca, quiero decir a que uno sea el beneficiario fatal de sus actos más miserables.

 

Soñé que la Pensión Miralba estaba llena de los cuerpos inanimados de sus antiguos pupilos, todos quietos y esparcidos tanto en las camas como en el comedor y en los aseos y pasillos. Yo los iba reconociendo y enumerando, y apuntaba algo de cada uno en una libreta.

El sueño resultó bastante agitado, pero lo suficientemente piadoso como para que entre los cuerpos no estuviese el de Ventura.

Nada insospechado quedaba en la pensión, ahora transformada en hostal. Una mayor higiene y, sin embargo, el mismo aroma de las hortalizas hervidas y ese eco de la televisión encendida donde cualquier noticia parece congelada, mientras los clientes se ahorran el último comentario.

 

Desperté con la paralela impresión de aquella mañana, el desasosiego del opositor, la respiración alterada por el trance que se avecinaba al sacar la papeleta con los temas.

 

Miré la cama vacía de Ventura y en vez de la papeleta que aseguraba mi futuro, leí la esquela que recordaba su muerte, un ligero atasco en la memoria que motivó el gesto inquieto de los miembros del tribunal, complacidos por el desarrollo de mi brillante exposición.

 

Eran cinco temas redondos. La memoria de Ventura los detallaba casi con puntos y comas, complacido y crecido en esa suerte con que el opositor refrenda su esfuerzo. Era como si yo estuviese repitiendo lo que él me decía al oído y que mi voz modulaba con sabiduría y entusiasmo.

Bajé del estrado donde el tribunal hacía un gesto común de felicitación y recibí otros admirativos parabienes de quienes en la sala me habían escuchado.

La soberbia no era la pieza de un delito, ni siquiera el certificado de una vanagloria llena de culpabilidad.

 

El pesar llegó más tarde, pero ahora que Ventura Celdrán ha muerto de veras, me parece que su muerte me justifica, quiero decir que todos los homicidios morales de mi vida son el mejor aval de una ambición razonablemente recompensada.

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5. Mirada

 

 

 

La mirada de Eloy supuraba el veneno de un deseo que nadie percibía como tal. Un brillo de fiebre seca. El fuego oculto de lo que se quema en el monte sin que el humo delate la hoguera. Ese movimiento afectivo que marca una apetencia secreta y bastante recovecosa.

Y lo mismo le sucedía a la mirada de Lidia, con la única variante de que el deseo se sumergía en un temblor que a veces casi la hacía tambalearse. Ella intentaba disimular aquel impulso que desordenaba sus pasos, se esforzaba por contener la alteración y, cuando ya no podía más, se ocultaba desasosegada. Entonces, en algunas ocasiones, resarcía la apetencia con un gusto vergonzoso.

 

El deseo tenía, sin embargo, la misma consistencia en ambos, y se deslizaba dentro de ellos como una serpiente que se iba enroscando para defenderlo, temerosos de que un ápice del mismo pudiera malgastarse. Eran tremendamente avariciosos con el patrimonio de ese impulso que se cobraba la radicalidad de su cuerpo y de su ánimo, como si el peso de la carne fuese el mayor tesoro de su imaginación.

 

Eloy y Lidia se conocieron en la Cafetería Centenario, una tarde de invierno, cuando él tenía diecinueve años y ella dieciocho.

Ambos vivían en Balboa y no muy lejos el uno del otro, aunque jamás se habían visto.

En aquel momento, Eloy estaba en la barra de la cafetería y Lidia en una mesa, esperando a una amiga. Las miradas se cruzaron y el deseo irrumpió como un veneno instantáneo y un temblor que en la conmoción evitó cualquier disimulo, como si por primera vez el impulso no necesitara de ningún encubrimiento, y la apetencia se hiciese irresistible en la complicidad de verse.

La serpiente enroscada comenzó a ceder, y en sus anillas hubo lo que más pudiera parecerse a la electricidad sibilante de un chasquido que abrasaba la piel, mientras Eloy y Lidia se seguían mirando.

 

Fue en la misma Cafetería Centenario, en lo que había sido un reservado que se usaba de improvisado almacenillo, donde Eloy y Lidia, apenas diez minutos después de que él la requiriera sin apenas palabras, y ella sintiese el contagio de la fiebre seca, ambos con parecido temblor e igual alteración, saciaron por vez primera su deseo o, mejor, satisficieron lo que sus miradas reclamaban.

 

Uno y otro supieron, antes de que la relación allí comenzada se afianzase hasta el límite de lo perdurable, en el tenaz noviazgo y en lo que sería un matrimonio contraído a perpetuidad, que el sostén de sus existencias se compaginaba con la codicia de su deseo, que no había otras razones para el amor que las requeridas por la necesidad de un apetito incandescente y un deleite inagotable.

 

Los años discurrían sin que en los lugares más inesperados de Balboa, a veces en los más secretos pero también en los menos discretos, cuando acuciaba el deseo y el fuego alzaba una llama improvisada, la pareja hubiese colmado su ansia, expandiendo la lascivia, acrecentando sin el más mínimo miramiento lo que la lujuria recababa en sus vidas, que no era otra cosa que el propio sentido de las mismas.

Unos cuerpos tirados donde alguien, si no fuese por el recato de las ramas que cubrían la cuneta de la carretera comarcal de Ozares o de Morabo, pudiese haberlos pisado, o en la consigna de la Estación de Aliste o en el cenador de Parral y los bajos de la Delenda.

La esquina sombría, el ascensor averiado, los servicios o el mismo eremitorio de Santa Sina, los palcos de la platea del Teatro Somiedo y la última fila del Cine Armedo, donde la carne estaba arracimada en la sesión de noche como un grumo de supuraciones que alumbró temerosa la linterna de un acomodador, única ocasión en que fueron descubiertos, aunque no delatados.

 

Los cuerpos que el deseo fustigaba con la mayor codicia, siempre alterados, jamás desfallecientes, poseídos por ese don de la ansiedad hambrienta, que estiraba la serpiente como una vara estremecida, para volverse a enroscar con el veneno ya inoculado y la saliva sucia que desgastaba las lenguas sobre la piel desnuda.

 

Hubo cierto recelo en las familias de Eloy y Lidia.

El amor, que era la previsión con que las familias contaban, un enamoramiento acaso radical y, en tal sentido, excesivo, se ajustaba mal con la extrema soledad de la pareja, su desinterés por el entorno, la lejanía de las amistades, una imagen de extrañeza y desapercibimiento que los hacía raros, antipáticos, como dos seres que a nadie ni nada necesitaban.

 

Se casaron, se fueron de Balboa, no hubo otras noticias de ellos que las mínimas de un avatar familiar, ni siquiera volvieron para ninguna celebración, y diez años más tarde tampoco existía la referencia de un domicilio.

 

Vivieron hasta una edad tardía, ajustado el sentimiento a la preeminencia del deseo o, para decirlo con mayor exactitud, sin que el afecto surgiera del apetito y el deleite, como si el espíritu nada pudiera añadir a la carne soliviantada, y en la mirada, que siempre supuró el tóxico de su placer, se equilibrase la felicidad, como el estado de ánimo complacido en la posesión de sus cuerpos.

 

Eloy murió antes que Lidia.

Ella se dio cuenta de la ausencia de él, de su verdadera desaparición, cuando comenzó a sentir que su recuerdo la turbaba y que el vacío de la lujuria incrementaba la desazón de haberlo conocido.

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6. Confesión

 

 

 

El padre Autil sintió una punzada en el estómago cuando el hombre al que confesaba no pudo evitar un sollozo, tras las palabras que detallaban el peso de una culpa tan grande o el resultado de una bruma terrible en la conciencia.

—Sé que su muerte es mía y no de quien la padeció, de quien sufrió el castigo que no merecía, un inocente condenado cuando el cobarde se calla... —dijo el hombre, con la voz dolida.

La punzada se repitió en el momento de alzar la mano para darle la absolución, tras la concisa advertencia de que el perdón todavía debía ganarlo con la penitencia y el firme propósito del arrepentimiento.

El hombre volvió a sollozar, ahora con el alivio que liberaría la compunción en las lágrimas, y el padre Autil tardó un rato en poder salir del confesionario, ya que no era capaz de moverse, estaba paralizado como si una espina hubiese atravesado su corazón.

 

La punzada dejaba en el estómago el filo del cuchillo, la incisión de las úlceras sangrantes, un dolor comprimido que le haría caminar con el mismo temblor y sigilo con que la voz del hombre detallaba el peso de la culpa que lo abatía.

La enfermedad del padre Autil acumulaba ese peso, y los efectos de la misma, cada día más evidentes en el sufrimiento con que la sobrellevaba, eran disimulados en su vida comunitaria sin demasiado esfuerzo, ya que su carácter recatado y la disposición de las reglas de la Orden a la que pertenecía, que dictaban la discreción y el silencio como virtudes monásticas, ayudaban a su soledad y secreto.

 

Fue un dolor muy intenso en el hombro izquierdo, cuando confesaba a una mujer que apenas podía expresar la vergüenza de sus actos, reiterados y escabrosos en las particularidades de un adulterio, el que motivó una momentánea parálisis y, por un instante, la sensación de que perdía el conocimiento, como si la contracción incisiva y ardiente no tuviera otro límite posible que el desmayo.

—Ni por mis hijos, padre, ni por lo más sagrado, por nada que pudiera sacarme de esta pasión y suplicio. Una vez y mil veces, con unos y con otros, amigos y desconocidos, cualquiera que me llame.

La mujer aguardó inquieta la absolución, y el padre Autil apenas pudo pronunciar las palabras rituales, como un susurro de extremada penalidad. Se quedó inconsciente, perdida la cabeza cuando ella se fue, como si la turbación de aquellos insistentes y lujuriosos pecados le robara la mínima claridad y su voluntad se desvaneciera.

 

Fue entonces cuando sintió que la enfermedad suponía algunas responsabilidades que debería atender, ya que le estaba conduciendo a un estado de abatimiento no sólo físico sino moral y, aunque acrecentó el disimulo de la misma en la convivencia comunitaria, ese sentimiento también alimentó su inquietud.

 

Las noches del padre Autil incidían en el tormento de aquellas conciencias que tan costosamente imploraban el perdón. Lo hacían unas veces menos atribuladas de lo preciso y, en otras ocasiones, torpemente prevalecidas, como si el perdón fuese, en cualquier caso, un fruto merecido, por trabajoso que resultara obtenerlo.

El desasosiego comprimía las décimas de una infección que no se expandía por el cuerpo, menos maltrecho de lo que la enfermedad pudiera recabar, sino por el espíritu, como si el alma del padre acumulara la fiebre de las culpas y las compunciones, el reiterativo proceso de la absolución y el pecado, ya que no había penitentes que no reincidieran.

 

Fue la cabeza la que estuvo a punto de estallarle, en la confesión de un adolescente que se resistía a contar el deleite de una depravación que minaba la salud de su cuerpo, y el impío ataque de un cólico nefrítico, que casi lo derribó en el confesionario, durante la confesión de una anciana que hacía el repaso general de una existencia llena de miserias morales, egoísmos y aborrecimientos, con alguna imprecisa complacencia según avanzaba su penoso relato.

—Porque los odio a todos, padre —decía la anciana, tan irritada como resuelta—, y, aunque al confesar no pueda hacer otra cosa que intentar olvidar el comportamiento que tuvieron, no me resigno a que no tengan el castigo que merecen.

El padre Autil no logró pronunciar la absolución y, en ambos casos, los penitentes aguardaron indecisos, como si el esfuerzo de la confesión no hubiese merecido la pena, o la vergüenza de hacerla no obtuviera rendimiento, lo que en cualquier caso contribuiría a justificar la mala conciencia. La cabeza del padre se hinchaba con la percusión de los pecados, y en el límite que antecedía al estallido hubo el mismo vacío sonoro que precede a la explosión de la dinamita.

 

Finalmente, la enfermedad del padre Autil fue reconocida en la Comunidad.

Dos o tres veces no había comparecido en el Refectorio y en una ocasión estuvo desaparecido durante la noche. Lo habían encontrado a la mañana siguiente, desvanecido en el confesionario, con el lastre de las úlceras sangrantes y una lividez que presagiaba la galopante anemia.

 

Sólo pido poder seguir administrando el sacramento de la penitencia, suplicó el padre Autil cuando el padre prior fue a consolarlo a la enfermería.

 

Fue un infarto lo que acabó con su vida.

Un matrimonio, que celebraba las bodas de plata, acudió a confesarse, dispuesta la pareja a comulgar en la misa de la conmemoración en compañía de sus hijos y familiares.

El padre Autil los confesó uno tras otro, sobrecogido por el dolor que descoyuntaba su cuerpo, mientras las voces unificaban seguidas un mismo relato de abyecciones y engaños que iba a absolver compadeciendo lo que su propia conciencia le dictaba, pues él mismo fue quien bendijo la unión de aquellos cínicos pecadores veinticinco años atrás.

 

El cuerpo descoyuntado parecía un despojo.

Era la misma disposición destartalada de los cadáveres que se oprimen y retraen, retorcidos y enderezados, en el trance de su agonía.

Daba la impresión de que el padre Autil había experimentado también la congoja de verse aprisionado en el confesionario, como si el habitáculo penitencial no le hubiese permitido un alivio final en la respiración, cuando todavía la resonancia de los últimos pecados martilleaba su corazón enfermo.

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7. Aura

 

 

 

Las desavenencias con mi madre provenían en su mayor parte de las desavenencias con mi padre. Un mal entendimiento familiar que, además, lastró la propia relación de los tres hermanos, como si en la atmósfera viciada nadie pudiera liberarse de la contaminación.

Nunca supe a ciencia cierta la razón de que Cosme, mi hermano mayor, dejara de hablarme, ni de la lejanía de Marita, que se había casado con un amigo de la infancia con quien ambos habíamos compartido muchas cosas y que al fin, a su lado, también mantenía esa distancia que hace ostensible lo que más puede parecerse a una enemistad.

Mi padre vivía ajeno a sus hijos y mi madre lógicamente lo acompañaba, sin que en mi caso hubiese el más mínimo gesto de acercamiento, tampoco en el de Cosme, apenas Marita recibía alguna muestra de atención, más efusiva al parecer cuando nacieron sus hijos gemelos.

 

Yo había borrado el recuerdo de mi padre con cierta destemplanza. El eco de alguna discusión solía corresponderse con la mirada de aborrecimiento que él administraba sin tregua.

La vitalidad de mi padre se expresaba en la explosiva dureza de su carácter, también en la capacidad para el trabajo, la incansable dedicación que no admitía pausas laborales, y, probablemente, una inteligencia utilitaria que hacía de ese trabajo la mejor y más rentable inversión de sus negocios.

Mi madre se expresaba en el silencio, pero no era una mujer abatida, aunque la discreción la sumía en la sombra de mi padre, quiero decir que en el reflejo de él se mantenía la soledad de ella, lo que pudiera atesorar como un secreto que guardaba sin que nadie pudiese ni siquiera advertirlo.

En el recuerdo de mi madre, que nunca borré ni tampoco hice nada por alimentar, radicaba ese débito de su presencia, lo que ella pudiera sumar a la convivencia con mi padre, no sé si la entrega de un amor o la rutina de un acompañamiento, en cualquier caso un compromiso o una compartida devoción que pertenecería a la intimidad de la pareja y de la que ninguno tendría derecho a saber nada.

 

Fue Marita la que me llamó para decirme que mi madre había muerto.

De la enfermedad que se la llevó no tuve ningún conocimiento previo, el cáncer de estómago había resultado muy doloroso y las sucesivas operaciones y quimioterapias apenas habían contribuido a una destrucción más cruenta, pero mi padre no se resignaba a que la muerte cumpliera su sino, aquello de algo siempre queda por hacer era una especie de lema en su vida, como si el trabajo o la fortuna o la existencia tuvieran igual sentido.

El entierro se celebró en el pueblo de nuestros abuelos, en cuyo cementerio el panteón familiar había perdido algunas placas de mármol y algunas letras y números de nombres y fechas funerarias.

 

Regresamos a Doza al atardecer.

Marita había previsto que todos durmiéramos en el piso de mis padres, antes de que cada cual se fuera al día siguiente.

Mi padre mantenía la insegura postración que lo fue reduciendo tras volver del cementerio. Era sin duda el anticipo de lo que serían sus seis años posteriores, una pérdida absoluta de la confianza en sí mismo, la falta de resignación ante la condición de viudo, y el incremento del desprecio a sus descendientes.

Cosme ni siquiera me dirigió la palabra, apenas su mujer, Malva, estrechó mi mano y rozó con torpeza mi mejilla con sus labios.

Marita y Braulio hicieron un esfuerzo de cordialidad que yo no logré corresponder como hubiese querido. Estaba desconcertado, todo me parecía ajeno, la misma noticia de la muerte de mi madre no restituía nada, tampoco concitaba la rotura de lo que pudieran ser ineludibles afectos, amargas emociones.

El desconcierto me embargaba hasta dificultar las palabras, y lo que más deseaba era irme lo antes posible, por eso la idea de que todos nos quedáramos a dormir en el piso de mis padres me molestó sobremanera, aunque no fui capaz de rechazarla.

Los esfuerzos de Marita y Braulio sirvieron de poco en aquellas horas de una noche que alargaba el desánimo, como si nuestro desaliento y turbación llenasen la atmósfera doméstica de un humo que podía intoxicarnos.

Las palabras eran tan escuetas como innecesarias, o el sinsentido de las mismas resultaba igual que el eco de su extrañeza, pues nadie tenía nada que decir, nada que comunicar, más allá de la obsequiosa pretensión de mi hermana, que una y otra vez se acercaba a mi padre, con intención de cogerle las manos y, sin llegar a atreverse, presentía el rechazo.

 

Dormí en la habitación de mis padres, en la cama donde mi madre había muerto y padecido el último tramo de la enfermedad.

Marita, de un modo tan oficioso como discreto, nos había repartido, valorando la idea de que, al menos en esa noche, mi padre durmiera en otra habitación, como si el necesario descanso precisara de esa alternativa a la inminencia del sufrimiento y el desenlace, y mi padre accedió sin rechistar, guiado por ella o reconducidos sus pasos sin orientación en el extravío del pasillo.

 

Tardé un rato en acostarme.

No me resistí a abrir el armario, a mirar la ropa de mi madre y sentir el aroma del perfume que la identificaba, pero no hice ningún intento de tocar aquellas prendas, ni siquiera se me ocurrió pensar en el cuerpo menudo que las había habitado, lo que esos volúmenes tan aniñados podían reclamar o sugerir, la ligereza juvenil que ella mantuvo como otro atributo de su belleza, una brisa en la delgadez y en la elegancia de sus movimientos.

Estaba cansado y quería madrugar, volver a Madrid en el primer tren, a ser posible sin engorrosas o inútiles despedidas.

 

Me dormí, pero no tardé en volver a abrir los ojos.

Las siguientes horas, hasta que las primeras luces de Doza rozaron la ventana, con el mismo parpadeo ceniciento con que hubieran intranquilizado a mi madre enferma, estuve sumido en una incierta duermevela, como si la imaginación y el sueño concentraran un sentimiento donde la memoria se diluía entre intangibles percepciones.

Un sentimiento que poco a poco deslizó la emoción de una maravillosa placidez, la sensación de un reposo en el que el espíritu doblegaba al cuerpo y el fulgor envolvía la quietud de los pensamientos y de los recuerdos.

 

Entre las sábanas, que también podían retener la huella de la fragancia de mi madre, sentí la salvaguarda de un sudario consolador, no el paño de la muerte sino el lino que vivificaba la ilusión de la vida entre sus manos, que bordaban ensimismadas cuando yo era un niño sentado a su lado.

El aura de su cuerpo era lo que el entrevelado sueño rescataba como un pronunciamiento de felicidad o un camino de plenitud, en lo que resultaba su herencia, lo que yo recibía esa noche y jamás habría de olvidar.

El aura de su cuerpo era el halo de su alma, también el vacío que aquellas prendas colgadas en el armario atestiguaban, lo que en su existencia pudo haber de oquedad y desengaño.

 

Madrugué y, según mis previsiones, nadie se había levantado todavía. Evitaba las engorrosas o inútiles despedidas.

 

El expreso de Doza circulaba un buen trecho al pie del río Nega.

La corriente de sus aguas restallaba en la luz de un bordado que reconducía mis ojos a la destreza de las manos con que mi madre alguna vez me había acariciado.

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8. Buda

 

 

 

El último huésped de la Pensión Buda, en el Barrio de Odesa de la ciudad de Armenta, se llamaba Emerio y era un jubilado de la Compañía Harinera.

Sobrevivió los quince días que antecedieron al cierre de la Pensión, agotando el plazo que los hijos de la dueña fallecida le concedieron en atención a sus treinta años de hospedaje, sin resolver la encomienda de encontrar un nuevo acomodo, como si a la falta de resignación por el cierre de Buda se añadiera la absoluta falta de voluntad para remediar su situación.

 

Era difícil para Emerio romper la rutina de una vida reglamentada, hacerse a la idea de que esa vida necesitaba cambiar el cobijo y el amparo de su escena, como si hacerlo alimentara el presentimiento de un destino roto, el riesgo y la desnudez de lo desconocido.

 

Esos quince días en la Pensión nutrieron una suerte de desamparo en el que la condición de viudo de Emerio y su situación de jubilado, ambas coincidentes desde muchos años atrás, incidieron en una pertinaz postración.

Emerio apenas salió de la habitación para las colaciones, que en esos días se fueron restringiendo en el comedor, según se había avisado a los últimos huéspedes fijos que habían abonado la manutención hasta el cierre, y apenas abandonó la cama, forzando sin tino el sueño que lo mantuviera entre las sábanas, como si la intención del durmiente contuviese una huida mental o una disolución que anegara el ánimo.

 

La Pensión Buda estaba en el número trece de la Calle Hemisferio del Barrio de Odesa, en el tercer piso.

La habitación de Emerio, en la que los años de ocupación no se compaginaban con ningún apreciable patrimonio, muy en consonancia con la frugalidad de su vida, ajena a cualquier interés de coleccionismo o consumo, daba al patio trasero del edificio. Sus propiedades, algunos libros y el

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