Que no muera la aspidistra

George Orwell

Fragmento

Capítulo I

I

El reloj dio las dos y media. En la pequeña trastienda de la librería del señor McKechnie, Gordon Comstock, el último miembro de la saga de los Comstock, a quien a sus veintinueve años se le veía bastante avejentado, estaba recostado sobre el escritorio y mataba el aburrimiento jugando con un paquete de cigarrillos Player’s Weights de cuatro peniques, que abría y cerraba con el pulgar.

El sonido de las campanadas de otro reloj más lejano, el del Prince of Wales, un pub situado al otro lado de la calle, sacudió el aire estancado de la tienda. Gordon hizo un esfuerzo, se enderezó en la silla y se guardó el paquete de cigarrillos en el bolsillo interior de la chaqueta. Se moría de ganas de fumar, pero solo le quedaban cuatro pitillos. Era miércoles y no dispondría de dinero hasta el viernes. La perspectiva de verse privado de tabaco aquella noche y durante todo el día siguiente se le antojaba un fastidio.

Malhumorado de antemano por las horas sin fumar que le esperaban, se levantó y se encaminó hacia la puerta; su figura era pequeña y frágil, de huesos delicados y movimientos nerviosos y desabridos. A su chaqueta le faltaba el botón de en medio y el codo de la manga derecha estaba muy desgastado; sus pantalones de franela, de confección, estaban manchados y deformados, y a sus zapatos, incluso mirándolos desde arriba, se notaba que les hacía falta suelas nuevas.

Al ponerse de pie, las monedas resonaron en el bolsillo de sus pantalones. Sabía con exactitud cuánto dinero tenía: cinco peniques y medio, en monedas de un penique, medio penique y un joey.* Se detuvo a pensar, sacó del bolsillo el diminuto joey y lo contempló. ¡Qué cosa tan espantosa e inútil! Y qué idiota había sido al aceptarla. Fue el día anterior, cuando compró los cigarrillos. «No le importa que le dé una moneda de tres peniques, ¿verdad, señor?», le espetó con un gorjeo aquella pequeña bruja de la tienda. Y, naturalmente, él no se había negado: «No, claro que no», le contestó. ¡Qué imbécil, qué maldito imbécil!

Sintió náuseas al pensar que solo tenía cinco peniques y medio por todo capital, tres de ellos inservibles. ¿Cómo iba a comprar nada con un joey? No es una moneda, sino una sorpresa que sale de una tarta. A menos que la des con otras monedas, te sientes un auténtico idiota cuando la sacas del bol sillo. «¿Cuánto es?», preguntas. «Tres peniques», responde la dependienta. Y después de rebuscar hasta en el último rincón de los bolsillos, te topas con esa cosa ridícula y absurda, que sin ayuda de nadie se te adhiere a la punta del dedo como el confeti. La dependienta suspira con desdén; se percata al instante de que es la última moneda que te queda. Observas la mirada fugaz que dirige a la moneda y sabes que se está preguntando si todavía tendrá pegado algún trozo de pudin de Navidad. Y entonces sales por la puerta con ademán airado y la nariz apuntando al cielo, sabiendo que nunca más regresarás a esa tienda. ¡No!, no se gastaría el joey. Dos peniques y medio, ¡dos míseros peniques y medio hasta el viernes!

Era la hora solitaria de después de comer, en la que pocos clientes entraban en la librería, si es que entraba alguno. Estaba solo con siete mil libros. Contiguo a la trastienda, el habitáculo, pequeño y oscuro, que olía a polvo y a papel húmedo, se hallaba abarrotado de libros, la mayoría viejos e invendibles. En las estanterías superiores próximas al techo se encontraban los volúmenes en cuarto de enciclopedias desfasadas, apiladas de costado como ataúdes en una fosa común. Gordon apartó las cortinas azules y polvorientas, que hacían las veces de puerta a la sala contigua. En esta estancia, mejor iluminada que la anterior, se encontraba la sección de préstamos. Era una de esas bibliotecas de «a dos peniques, sin depósito» que tanto gustaba a los lectores tacaños. Por supuesto, solo había novelas, ¡y qué novelas! Pero eso era lo que el público esperaba.

Un total de ochocientos volúmenes forraban tres de las cuatro paredes de la habitación, hilera tras hilera de llamativos lomos rectangulares, como si las paredes hubiesen sido construidas con ladrillos de diversos colores dispuestos en vertical. Los libros estaban colocados en orden alfabético: Arlen, Burroughs, Deeping, Dell, Frankau, Galsworthy, Gibbs, Priestley, Sapper, Walpole... Gordon los contempló con un odio sereno. En esos momentos detestaba todo tipo de libros, en especial las novelas. ¡Qué espanto pensar en toda esa masa de basura húmeda y sin sentido amontonada en un mismo sitio! Pudin, pudin pringoso. Ochocientas porciones de pudin emparedándole bajo una bóveda hecha de un conglomerado parecido al pudin. La idea le resultaba agobiante. Se encaminó hacia la parte delantera de la tienda, que daba a la calle, atusándose el pelo. Era un gesto habitual. Después de todo, podía haber alguna chica al otro lado de la puerta de cristal. Gordon no era especialmente atractivo. No llegaba al metro setenta y, como solía llevar el pelo demasiado largo, daba la impresión de tener la cabeza ligeramente desproporcionada con relación al cuerpo. Siempre había sido consciente de su corta estatura. Cuando notaba que alguien lo miraba, se erguía muy tieso, sacando pecho, con un aire de indiferencia que a veces conseguía engañar a gente poco sagaz.

Sin embargo, nadie miraba el escaparate. A diferencia del resto de las salas de la librería, la zona principal era elegante y lujosa. Albergaba unos dos mil volúmenes, sin contar los del escaparate. En la parte derecha había una vitrina que contenía los libros infantiles. Gordon apartó la mirada de una espantosa sobrecubierta, con ilustraciones al estilo de Arthur Rackham, en la que unos niños, cual pequeños elfos, saltaban, como la Wendy de Peter Pan, por un prado de campanillas azules. Contempló la calle a través de la puerta de cristal. Hacía un día desapacible y el viento soplaba con fuerza. El cielo tenía un color plomizo, el adoquinado de la calle parecía cubierto de lodo. Era 30 de noviembre, día de San Andrés. La librería McKechnie se hallaba situada en la esquina de una especie de plazoleta de forma irregular en la que confluían cuatro calles. Desde la puerta podía verse, a la izquierda, un olmo robusto, por entonces sin hojas, cuyas numerosas ramas, a contraluz, entretejían encajes de color sepia. Enfrente y próximas al Prince of Wales, había unas enormes vallas publicitarias con anuncios de comida y medicamentos, que a todas luces te exhortaban a destrozarte las entrañas con tal o cual basura sintética; toda una galería de monstruosas caras de muñecas, inexpresivas y rosadas, rebosantes de estúpido optimismo: «Salsa QT»; «Cereales Truweet, los niños los piden a voces para el desayuno»; «Borgoña Canguro»; «Chocolate Vitamalt»; «Extracto de carne Bovex...». De todos aquellos carteles, el de Bovex era el que más le irritaba: un tipo con gafas y expresión ratonil, con el pelo brillante como el charol, sentado a una mesa de café, sonriendo abiertamente ante un tazón blanco de un caldo Bovex. «Roland Butta disfruta de sus comidas con Bovex», rezaba el eslogan.

Gordon dejó de observar l

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