PRÓLOGO. MESES DE FUEGO
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“Para liquidar a las naciones,
lo primero que se hace es quitarles la memoria.
Se destruyen sus libros, su cultura, su historia.
Y luego viene alguien
y les escribe otros libros, les da otra
cultura y les inventa otra historia.
Entonces la nación comienza otra vez
a olvidar lo que es y lo que ha sido.”
MILAN KUNDERA, El libro de la risa y el olvido
Este año se cumple el cuarenta aniversario del inicio del golpe de Estado que dio nacimiento al mal llamado “Proceso de Reorganización Nacional”. Afirmo lo que afirmo, como escribí en Fuimos todos (2007), porque de reorganización nacional no tuvo nada, y los ambiciosos objetivos que se enunciaron en la proclama del golpe —“orden”, “trabajo”, “principios éticos y morales”, de “justicia”, respeto a los “derechos y dignidad” de los ciudadanos— no se cumplieron. El golpe intentó un “tiempo fundacional” y al cabo de unos pocos años, y de un conflicto bélico internacional, se volvió al “tiempo” inicial… en peores condiciones.
Como mis lectores conocen, hace una década publiqué Nadie Fue. Crónica, documentos y testimonios de los últimos meses, días y horas de Isabel Perón en el poder.1 Fue una edición de autor que, a su vez, había nacido de la experiencia de unas separatas publicadas en el diario Ámbito Financiero entre el lunes 19 y el viernes 24 de marzo de 2006. El libro —en su inicio apoyado económicamente por un consejo de sabios— surgió con verdades de puño sobre cómo mi generación debió atravesar los caóticos días de la presidencia de Isabel.
Fue un best seller, una mosca en medio de una catarata de textos y ceremonias que solo tenían como destino buscar a los responsables del hecho cívico-militar, y no las causas que le dieron origen. Primaba la venganza sobre la verdad. Con la tenacidad del salmón —y cierto coraje— les conté a los lectores los violentos tiempos que viví (vivimos) tras la muerte del teniente general Juan Domingo Perón. Lo hice mientras desde el gobierno de Kirchner maldecían en privado al mismo Perón.
Aquellos fueron los tiempos de una sociedad a la deriva en la que “cada cinco horas asesinan a un argentino”2 como bien informó en su tapa La Tarde, el vespertino dirigido por el olvidadizo Héctor Marcos Timerman y el Servicio de Inteligencia Naval. O las horas del “cuanto peor mejor” que clamaba desde su cómoda clandestinidad el jefe montonero Mario Eduardo Firmenich (en ese momento convertido en un peón del castrismo y hoy también cómodamente instalado en Villanueva y Geltrú, provincia de Barcelona, España) antes de escaparse de la feroz represión que había ayudado a desatar. Eran los días en que el político radical Ricardo Balbín, en su impotencia, solo atinaba a decir: “Me duele el país”, y los insolentes que nunca faltan se mofaban calificándolo de guitarrero.
Tiempos de angustia, de agonía, en los que Raúl Alfonsín, contra sus convicciones, se atrevió a increpar, en Chascomús, a los militares Ibérico y Alfredo Saint Jean al preguntarles qué esperaban para sacar de la Casa Rosada a María Estela Martínez Cartas de Perón. Mientras el ex presidente Arturo Illia le pedía a la primera mandataria “un renunciamiento patriótico” y el gobernador bonaerense Victorio Calabró opinaba muy suelto de cuerpo que “así no llegamos” a las próximas elecciones presidenciales, imitando palabra por palabra el “así no llegamos al 77” del canciller peronista Manuel Guillermo Arauz Castex, dirigidas al presidente interino Ítalo Argentino Luder. Eran momentos en que una clase dirigente no enfrentó sus responsabilidades y le soltó la mano a una ciudadanía agobiada. Silente pero desesperada.
Mientras tanto, la lista de muertes crecía de manera geométrica. Los atentados terroristas con bombas eran cosa de todos los días, al margen de los asaltos cotidianos a los cuarteles o los asesinatos a policías y militares. La Argentina se deshacía y su economía colapsaba al punto que dijo el ministro Emilio Mondelli: “Estoy tremendamente preocupado por el destino de la República. Ustedes saben positivamente que nosotros tenemos una ley de inversiones extranjeras que nos ha resguardado sin lugar a dudas de todo imperialismo y de toda invasión extraña... ahora sí, inversión no hay ninguna. Háganle un poco de fe a este hombre sencillo, que dice las cosas como son porque las ha estado viviendo hasta ayer y las tiene que vivir más dramáticamente desde hoy. No nos creen más”.
El pedido es desclasificar
Tras las presentaciones de Fue Cuba (2014) y Puerta de Hierro (2015) imaginé que debía poner mi mirada en el exterior con un texto en inglés que me ayudara a acercarme a otros públicos. Sin embargo, la editorial me solicitó que, sin repetir Nadie Fue, hiciera un libro que contuviera algunos grandes secretos que llevaron al 24 de marzo de 1976.
Quien me lo pidió me conoce muy bien e imaginaba que durante la última década de investigaciones me convertí en depositario de confesiones y diarios íntimos de algunos de los principales actores del drama argentino. También que caminando por el exterior accedí a archivos inaccesibles para un junior argentino y que debía darlos a conocer. ¿Moscú? ¿La Habana? ¿Praga? ¿Hungría? ¿Washington? Además, como si fuera poco, desclasifiqué mis propios relatos de otros escritos y los consolidé con sólidos testimonios. El desafío fue intenso por dos razones. La primera, porque debía conmover mi alma con recuerdos que suponía definitivamente dormidos. Y no es fácil convocar a los demonios, más cuando lo que sucedió me motivó a dejar mi país en medio de cierta indiferencia de algunos amigos —por la postura que yo sostenía— en 1979. El tiempo me daría la razón, pero nunca se los eché en cara. No guardo ningún mal pensamiento hacia ellos. Lo cierto es que revisando mi correspondencia para este libro me encontré con una carta que le escribí a mi amigo el embajador argentino en Copenhague: “Yo cada día tengo más miedo, por lo que va a venir y por lo que me pueda suceder. El que sabe mucho aquí corre un gran peligro”.3
La segunda cuestión que debía vencer, antes de comenzar a escribir, era cómo enfrentar el relato de un rotundo y cruel fracaso argentino sin caer en la depresión. Tras unas horas, acompañado por la voz de Merle Ronald Haggard (y su “I take a lot of pride in what I am”4), que me acompaña en mis alegrías y tristezas desde hace 46 años, acepté el desafío. Como he sostenido en algunos de mis textos, no es académico apoyar una decisión de este tipo en personajes como Haggard, pero a mí me sirve (su foto dedicada está en mi escritorio al lado de grandes personajes de la historia). Entonces me dije: bueno, es hora de que muchas cosas salgan a la luz y que cada uno asuma su parte en el todo. Hasta ese momento pensaba que el mejor destino que debía tener todo este material documental inédito era el fuego o la library de una universidad yanqui, pero el fuego esconde, no purifica.
Este libro que les presento no es Nadie Fue “sin repetir y sin soplar”. Es otra cosa. Es la historia de la conspiración que llevó al 24 de marzo de 1976, por lo menos hasta donde pude llegar, que es bastante. Es la radiografía de uno de los círculos del infierno de La Divina Comedia de Dante Alighieri y es bueno que se conozca.
En homenaje a los lectores —a los cientos que me siguen porque saben que no les hablo dolosamente— les cuento algo muy íntimo. Lo relato porque formó parte de la toma de la decisión de hacer el libro. No es una historia feliz. Mi padre falleció en Lima, Perú, el 11 de enero de 1960.5 Tenía cincuenta años recién cumplidos y todo un destino manifiesto —porque así se lo había impuesto quien lo educ