Tristes tardes del Diario de la Argentina. Pozo inerte, cono de absurdos, simplemente la nada; la pérfida sensación de una muerte lenta, interminable. Semanas enteras de desperdicio total, las excusas eran inútiles pero transitoriamente conformaban. Porque no había espacio, por ejemplo, y los avisos se publicaban a doble página; los textos —parecía— se escribían para rellenar el espacio que dejaba libre la publicidad, o para no dejar blancos.
—Entendelo, mirá las páginas —decía Papito, cuando lo avasallaban—. No trabajés, pasala bien, ¿de qué te quejás?
Sin embargo, Papito igual lo quería ahí, en la cuadra, disponible detrás del escritorio, a mano en el buffet, pero adentro de la red. Por supuesto que no siempre los inconvenientes se limitaban a la carencia de espacio, tal vez ocurría apenas que no le daban importancia, lo mantenían relegado, desplazado, haciendo tiempo, juntando orín, en jornadas repetidas hasta la memoria; ponía una carilla en la máquina tan solo para fingir, porque le daba cierta vergüenza que los compañeros que tecleaban sin respiro lo vieran así, sin tareas, “robando” el sueldo, esperando sobre todo el apresuramiento de las infernales agujas del reloj colgante, un cable desde el techo. Opaca tierra de nadie, Rivarola, asumirse como parásito, estropearse. Llegar a las cinco de la tarde, ir a buscar el paquete de los diarios, leerlos hasta las seis, bajar a las seis al buffet con el dramático Gitano Cuevas, con el menos problemático —pero también postergado— Milutinovich. Compadecerse y confraternizar alrededor de una mesa, el Gitano dejaba enfriar su café con leche porque tampoco quería subir. Pero subir finalmente a la cuadra, a eso de las siete, para mentir con un poco de pudor. Por ejemplo Cuevas también ponía una carilla en su Lexicon (que trababa con candado), pero para responder una carta hasta al último lector que se había maravillado con las brillosas imágenes —sus floripondios, decía Papito— de alguna de sus notas editada vaya a saberse hacía cuánto, en la revista antigua de los domingos. Por su parte, el equivocado Rivarola se dedicaba a creer que con un bosquejo argumental podría iniciar una próxima novela (que nadie le editaría). ¿Cuántos bocetos de novelas habrás construido en horas de trabajo, caído Rivarola? En cambio, Milutinovich era mucho más seguro, más sólida su decadencia coyuntural, no necesitaba fingir con ninguna carilla para entregarse a la continua profundidad de su nirvana; sentado, se cruzaba de brazos, y se disponía a esperar. Podía así sorprenderlo parsimoniosamente la muerte. No obstante, en general cabía la posibilidad del comentario, o de la conversación, algunos de los tantos que desfilaban por la cuadra podían detenerse. Y no se trataba exclusivamente de Murphy, el de los artículos nacionales, en una interrupción de su persistente peregrinar de ida y de vuelta, desde Políticas a la Mesa del Pecado. Aparte, los tres redactores estrella tenían otras ventajas, por ejemplo podían hablar por teléfono. Cuando Cuevas recibía un llamado, hacía lo imposible para que su interlocutor no le cortara nunca. Ocurre que el teléfono suele ser el recurso ideal para demostrar que uno está ocupado, para que pasen los difíciles minutos, Cuevas pasaba tal vez media hora hablando, y entonces, si alguien intentaba llamar a Milutinovich o a Rivarola, debían pasarles las comunicaciones a otros internos, generalmente al del tío Repetto, del escritorio de al lado, atareado el viejo coordinador con el “mono”, y con la distribución del espacio.
¿Cuántas veces fuiste, Rivarola, hasta el baño, solamente para hacer algo? ¡Si habrás orinado sin ganas en tu vida! A lavarte la cara, a mirarte en el espejo, como diciéndote: esperá, esperá, ya vas a poder escaparte de la red, aguantá, no te vayas ahora porque sería una locura, una irresponsabilidad, aguantá hasta fin de año, qué te cuesta, el aguinaldo, las vacaciones, enseguida llega marzo y se pone en movimiento el país, a lo mejor te sale algo nuevo, mejor, una revista, tal vez la televisión, guiones de cine; pero resistí la tentación explicable de mandar el telegrama de renuncia, el Diario de la Argentina será una porquería, pero así y todo es el mejor lugar para trabajar, vas a ver que si comparás es peor, los otros sitios son todos peores, gil. Era 1979 y todavía había que esperar, saberse un desperdiciado, nadie aceptaba publicar sus libros pero después de todo aquella etapa era linda, se cargaba de justificaciones macizas, era un escritor “injustamente olvidado” que se refugiaba con un nombre falso en el periodismo, y por lo menos una vez a la semana firmaba crónicas costumbristas como “Bartolomé Rivarola”. Producía sus notas —que presuntuosamente llamaba aguafuertes— a medida que se publicaban, acostumbraba tener como tres notas en la “parrilla”, es decir, en lista de espera, de manera que también iba alejándose del periodismo (¿como de la literatura?), al divorciarse de la caliente actualidad tan olvidable; al fin y al cabo ahí adentro era una especie incierta de colaborador, pero efectivo, con aguinaldo y Médicus, que escribía textos atemporales y deterioraba su tiempo en la plácida red. Y se entregaba, también, a las mujeres, hacía grandes macanas, protagonizaba romances inocentemente terribles; se sentía un inútil, un canalla, pero protegido, la red después de todo era tibia, maternal.
Esperá. Volvía entonces al escritorio, a fumar de más; a esperar como sus compañeros, las estrellas de la sección creativa, la hora prudencial para escaparse. Vos esperá. Y el que iba a hacer de su vida una grandísima obra de arte, el inservible, el mínimo ladrón de sueldos producía tal vez otra nota, con la tranquilidad de saber que si la hacía o no era lo mismo, nadie aguardaba para editársela. Entonces no tenía la menor urgencia en entregarla, podía hacerla en tres horas y tal vez invertía tres días, la bordaba como si fuera un texto de Borges para una antología, pero al publicarse, casi seguramente un lunes, muy pocos se daban cuenta del rigor, y pasaba, creía, inadvertida. Ni escritor ni periodista, Rivarola, apenas un sobreviviente que mira el reloj. Sentía que se había acabado su ciclo, pero ¿cómo salir de la red? Vos solamente esperá. Aparte, otros le envidiaban el supuesto sitial de privilegio que le deparaba, hacia afuera, hasta cierta importancia, los profanos no tenían el menor derecho de saber que ahí adentro también era todo mentira. Largas tardes de pozo inerte, cono de absurdos, la habitualidad se había convertido en un aburrimiento cómodo, y los lunes, en días de diario muerto, eminentemente deportivo, Natalidad Infantil le sacaba, como para cumplir, algún “Rivarola” del stock, sacaba la nota del cajón de la “parrilla”, salvaba una página, para que Rivarola mantuviera el febril encanto de su escaparate, que tanto servía para amenizar la espera.
Sin embargo, de pronto podía quebrarse abruptamente la monotonía, y Rivarola por ejemplo se sentía vibrante, necesario, periodista en una palabra. Tenía demasiada energía y necesitaba, al decir de él, volcarla, porque, en caso contrario, tanta fuerza se le volvía en contra, como un búmeran, hasta deprimirse insólitamente como un estúpido del montón, convertirse en una carga o, lo que era peor, en su enemigo más cruel. En el diario uno tenía que luchar hasta lo imposible para no ser aplastado, porque, en la primera de cambio, se pasaba de la nada al todo, del desperdicio deteriorante a la utilización más feroz; después de todo, le costaba resignarse a aceptar que se trataba apenas de una pieza que Papito Aizenberg manipulaba cuándo y cómo le parecía, a su exclusivo antojo. Pero tal vez la cuestión era desmesuradamente vulgar, porque lo usaban cuando Aizenberg, en medio de tantos conflictos y tensiones, se acordaba de su existencia, o de la del Gitano Cuevas, que sufría, a su manera, mucho más. En realidad, Papito estaba tan lleno de problemas que no quería ningún otro, prefería que su elemento Rivarola se manejara solo, o sea mal, que administrara aunque sea para el demonio el ritmo de su trabajo, pero que, por favor, no lo jodiera. Entonces lo dejaba suelto, libre, sin poder ante los dueños del espacio, sin espacio, libertad envidiada que en definitiva era el congelamiento total. De manera que el redactor estrella no tenía espacio asignado y firme, porque no iba con la “línea del diario”, debía entonces depender de la displicencia o mezquindad profesional de Natalidad Infantil, que le publicaba, como por compasión, los lunes. Y la única alternativa era esperar, Papito se encontraba en feroces y sutiles batallas con los evolucionistas, en la lucha por el gran poder, no podía preocuparse por el poder menor que lenta pero consistentemente iba perdiendo uno de sus hombres, el pobre Rivarola que toleraba semanas enteras fumando de más, juntando orín, entibiando sillas, exhibiéndose, ponía entonces el desplazado una hoja en la Lexicon para hacer literatura que nunca, en horas de trabajo, con culpas, podía salirle bien. No obstante, lo dijimos, a veces uno se elevaba raudamente desde el pozo inerte hacia las alturas, una horrible metáfora pero ilustrativa, por ejemplo para contar que perfectamente Rivarola podía llegar una tarde, algo pasmado con el destino y con la vida, saturado de un oficio que pesaba como un remordimiento, y encontrarse con su pasaporte en las manos del correntino Salvatierra, el Jefe de Noticias, urgiéndolo a los gritos pelados para que fuera a visarlo a una embajada, porque pronto tenía que partir hacia el país más extraño, acaso sencillamente porque Papito se había acordado de su existencia, y decidía utilizarlo. Para ir a Nicaragua, por ejemplo, donde se libraba una contienda civil que Rivarola seguía, alternadamente, sin mayor interés, por los diarios, lo que significaba que tenía una visión extraordinariamente vaga del asunto de la guerra, aunque su máxima virtud podía representarla su capacidad de improvisación, su audacia casi sin límites: consultaría el sobre de Nicaragua en el archivo y con leer tres o cuatro artículos se lanzaría a pontificar como un meticuloso especialista en la materia.
Nicaragua entonces fue una sorpresa para el alicaído Rivarola, a lo mejor una especie de velado castigo que le imponía Papito. Le habrían llegado, con absoluta seguridad, sus quejas últimas; su puntual servicio de informaciones, eficaz e interno, lo tenía al tanto de lo que ocurriera o se dijera en la redacción, casi al minuto. Podríamos decir que hasta se enteraba de los comentarios circulantes antes de que se produjeran. Se dijo entonces Rivarola: se enteró de que me quejo y por eso me manda a este viaje terrible. ¿Otro escarmiento, Rivarola? Para que aprendas a doblegarte sin ruido, la rebeldía interior de nada sirve, hay que acatar y callar, que agradecer, vivir adentro de la red también tiene que ser como una bendición, de tan segura. A Nicaragua, pero como forro, aunque para la tropa desinformada, o para los giles que compren el diario, cabía la posibilidad del acto de arrojo heroico. Porque Rivarola no se iría a Managua en la condición de corresponsal de guerra, como había ido el rusito Steinberg y regresado con la solidez profesional de haber demostrado que su cobertura fue brillante, o mejor, osada y austera. A Steinberg entonces lo invitarían desde los subproductos del periodismo: hablaría como un experto en trajinados programas radiales de la televisión, analizaría desde la radio. Siempre serio Steinberg, riguroso, idóneo, más responsable en realidad que Rivarola, menos confiable y creíble porque arrastraba la pesada carga de la literatura, y por tal motivo ineludiblemente trocaba la información precisa por la dictadura de su fantasía. Rivarola no es un periodista, decían; Rivarola es un escritor que como tiene hambre trabaja en un diario. El oficio, para él, es una transitoriedad; somos todos provisorios en su vida. ¿Cómo entonces le iban a confiar Nicaragua? ¿Y si se extraviaba hablando del cielo, del humo, en la descripción de un solo cadáver? Rivarola iría a Nicaragua nada más que para hacer literatura; y aparte lo primordial: no pertenecía a Internacionales, la sección que manejaba Guaraglia como a una secta, pero no era para condenarlo, porque el diario era una sucesión de sectas. En el caso de Guaraglia era más comprensible, vivía con el desconcertante temor de que Dimant, el hombre que la embajada israelí le había puesto enfrente, en Información General, lo desplazara. Sin embargo, ya se había ido Dimant, en realidad había huido, un telegramazo de renuncia bastó para que de un día a otro escapase de las difamaciones incontenibles que cesaron curiosamente cuando no lo tuvieron más ahí enfrente. Al contrario, a la semana comenzaba a crecer una carpeta de simpatía hacia Dimant, menos Malazzo —el que más lo odiaba— todos agregaban hojas: era buen tipo el ruso, decían al final, y los más atrevidos exaltaban hasta sus obras de teatro que difícilmente escribiera con la complicidad del embajador de Israel. Pero estamos en Nicaragua, y no en Israel, aunque los jerarcas de Israel enviaran armas a Nicaragua, es otra historia que nada tiene que ver con Guaraglia ni Dimant. Aquí lo importante es destacar que Rivarola no iba a Managua para quedarse, como Steinberg; participaría de un misterioso operativo de rescate y de solidaridad, vaya a saberse con quién. Y ni le daban instrucciones; ni Papito ni Guaraglia siquiera lo llamaron para explicarle algún detalle de su cobertura, él llegó pasmado con la vida a la redacción, como últimamente acostumbraba, y lo esperaba el correntino Salvatierra con su aspecto tenso y con el pasaporte (de Rivarola) en la mano, que había mandado a buscar urgente a su casa mientras el caído, el bandeado Rivarola, deambulaba por la ciudad, preguntándose qué cosa extraña podría hacer con su vida, en qué lugar recóndito podría encontrarse medianamente a gusto su desubicada osamenta. Y se enteró al llegar: de la lona a Nicaragua. La información que le proporcionaban del viaje no era, en rigor a la verdad, muy precisa; más bien era escasa, por no decir prácticamente nula. Se trataba en apariencia de un vuelo humanitario, con lo cual caíamos fácilmente en el optimismo de suponer que teníamos algo que ver con el humanismo, o tal vez con la humanidad. El viaje lo orquestaba Cancillería, en una furtiva combinación con la Fuerza Aérea, pero no caeríamos tampoco en la desmesura al afirmar que a un vuelo semejante le sentía mal olor hasta el último cortador de cables, con el respeto que merecen, porque ninguno que estuviera entonces en una redacción podría hoy alegar cierta inocencia: cualquiera sentía mal olor al supuesto humanitarismo de los militares. Sin embargo, en el tiempo casi desconocido de que aquí se habla, las sospechas apenas debían, a lo sumo, pensarse, nada de avanzar un poco más allá con ellas, sucedía en realidad que las paredes no solamente oían, sino que hablaban, eran paredes delatoras que obligaban a las sospechas a ser deslizadas exclusivamente en voz baja, entre incondicionales. De manera que no había que darse el lujo de sospechar, ni cuestionar, la impugnación y la crítica entraban en el terreno impreciso de lo ilusorio, lo que pronunciara un funcionario de uniforme se movía en el sutil reducto de lo inexpugnable, porque sí, las cartas estaban echadas y si no eran tomadas pasaban con las cartas por encima; lo peor era que se habían habituado a tal aceptable normalidad, tenían que aceptar entonces calladitos y sin el menor resabio de duda que el gobierno del general Videla producía un acto altamente humanitario, de ayuda al semejante en desgracia, desde los desgraciados, y deslizar, en todo caso, el mal olor en un susurro pestilente, pertinaz, en oportunidades bastaba apenas con una mueca resignada de complicidad, una mirada rápida, un gesto grave, un silencio justo. Había sido designado por un dedazo de Papito el redactor estrella Rivarola, así que el elegido tampoco tenía siquiera tiempo para dudar, era una orden y desobedecer implicaba, aparte de una falta de disciplina, un acto de cobardía, podría pensarse que la gran estrella en el fondo era un timorato, y eso nunca. Entonces, en un móvil, Renault 12 de la tropilla que obedecía a Flipper, un punto de Bagnatto, Rivarola se encaminó hacia el consulado de Nicaragua; un funcionario triste le visó el pasaporte, con adecuado rostro de dolorido: el que tenía enfrente era un periodista (Rivarola) y podría, en un descuido, escribir. Por supuesto que el burócrata de carrera se encontraba incapacitado para suponer, por ejemplo, que Rivarola, mientras tanto, entendía un pepino, aunque trataba, sin mayor éxito, de sentirse un héroe, de emocionarse, de fantasear módicamente con la probabilidad de una próxima cobertura impecable, aunque, sobre todo, desconociera el detalle más accesorio del enigmático viaje. Al volver a la redacción, con un sellito en el pasaporte y con varias preguntas para formularle a nadie, Papito Aizenberg, como después de todo era previsible, no lo recibió, aparte tenía en la antesala a un racimo de secretarios y pros que necesitaban también de sus palabras. Pero a falta de Papito había que conformarse con Pedrozza, quien, con una espaciosa sonrisa, le dijo, en su medio tono, oscilante de la broma, que el secretario general solo trataba temas importantes y no tenía tiempo para pavadas de vedettes. Y Pedrozza, grotesca, sinceramente, reía, carcajada fresca que estimulaba en Rivarola la idea de que le tiraban el viaje para condenarlo sin piedad. No lo recibió Papito, es cierto, pero a su manera se acordó de él, digámoslo tan solo para rescatarlo: le mandó, por intermedio de Pedrozza, quinientos dólares, crocantes casi de tan nuevos.
—Tomá, estrella. —Pedrozza siempre reía, atravesaba la novela de la cuadra con su risa, le dio los cinco billetes verdes de cien, olían a grandeza, eran magníficos, los amaba—. Dice el secretario general que ojalá te maten. —Y a las carcajadas limpias Pedrozza se fue a disfrutar del privilegio de penetrar en el recinto de Aizenberg, de escuchar y callar, ser efectivo pero silencioso, con la discreción como máxima virtud, su gran capital, el día que Pedrozza hable temblará el Diario de la Argentina, de la Basualdo para abajo, pero él no es un traidor como Rivarola y jamás hablará: lo aguarda también una jubilación discreta. En cambio, Rivarola se fue, con las preguntas sin respuesta y con los quinientos dólares en el bolsillo, hacia el archivo, a ponerse al día con Nicaragua; le pidió el sobre a Aarón, demasiado ajustado el Diario a la tutela errónea de los compartimentos estancos, o las sectas, como para que alguien pensara que pudieran entregarle Nicaragua a Rivarola, un tema para los especialistas —picadores de cables— de Internacionales, los de Guaraglia y su ballet, y no para él que se dedicaba por comodidad a los aguafuertes pintorescos sobre Buenos Aires —sin tocar, eso sí, a Cacciatore, el intendente con quien se vivía un sabroso romance—, que salían publicados tan solo en el basurero atómico de Información General, en especial los lunes despreciables, cuando sobraba espacio y podían utilizar un “Rivarola”, es decir, una sanata sobre un personaje de la ciudad, cantor o sepulturero, otro marginal de la ciudad que cada vez tenía más márgenes. Levó un par de notas, fotocopió otras, se empapó de guerra civil, hurtó algún razonamiento. Por lo rápidamente leído, interpretó que Somoza solo podría resistir en su búnker, durar en la red de su búnker porque también —¿como Rivarola?— el dictador estaba vencido, los sandinistas se encontraban en la impetuosa plenitud de la sangrienta ofensiva y apenas les faltaba entrar, victoriosos, cinematográficamente, a la capital. En algún lugar del mundo, las revoluciones todavía eran posibles, Rivarola. Se largó, parado frente a la fotocopiadora, a rastrear su obstinada fantasía: ¿y si los modernos sandinistas, a los que cantarían tantos malos e infaltables poetas, ingresaban triunfantes a Managua y él estaba ahí para contarlo? El pueblo raquíticamente feliz en las calles seguramente empinadas, saltando de alegría sobre los charcos de sangre y los cadáveres, inexistentes sombreros por el aire atosigado de pólvora justiciera, los revolucionarios flacos con el poder que proporcionaba la punta del fusil que se ganaban la adhesión de la militancia progresista del continente entero, con sus cantantes mercantiles de protesta incluidos, con sus representantes astutos, y con la simpatía interesada de los mufas de la totalidad de las revoluciones, las satrapías intelectuales que los recibirían calurosamente hasta que profundizaran la revolución, para, casi con seguridad, apartarse ante el menor asomo de arbitrariedad; ellos quieren revoluciones limpias, en el fondo el sustento ideológico se lo brindan las desabridas canciones, a la frivolidad de gauche en definitiva le molesta ineludiblemente una revolución, aunque vivan, de la boca para afuera, de ellas. Entonces los sandinistas representaban el símbolo de quienes todavía podían luchar contra una dictadura hasta derrocarla, eran el cuaderno nuevo de la ideología, la atención, la moda transitoria, pronto vendría el turno del señalamiento de defectos, del apoyo crítico primero, de la crítica sin apoyo después, del ataque más tarde. Sin embargo, ahora eran el emblema de la justicia popular que se alzaba contra la opresión, contra el autoritarismo que tenía tantos puntos de contacto con el que se padecía más abajo, en el olvidado zapato del mundo, países prácticamente perdidos para la justicia, donde había también desaparecido hasta el afán confuso de igualdad, como, por qué no decirlo, la Argentina, donde habían pasado con una aplanadora, y los aplastados ya no podían ni siquiera atreverse a pensar en luchar, en derrocar ni a la suegra, apenas resistían el autoritarismo los más dignos con la impotente canallada del silencio, tapiándose las orejas con evasiones y sobreviviendo por mil motivos explicables; la aplanadora con su terror había domesticado, humillado, ofendido. Andabas muy caído, Rivarola, escéptico, te lo reprocharían después, tenías que mostrar más optimismo, animal, no se puede llevar la falta de fe como si fuera una flor antigua en la solapa, es necesario ser un profesional del entusiasmo aunque en el fondo no creas ni en el nombre de tu cédula, quién es, después de todo, Rodolfo Zalim, un intruso, un forastero que se apoderó del pueblo salvaje de tu cuerpo. Abandonó entonces la fantasía tan perjudicial en la fotocopiadora, volvió a la cuadra y fue a encararlo directamente a Steinberg, el silencioso rusito de Internacionales había vuelto de Managua, había sido entrevistado en “Videoshow” y ahora picaba, otra vez, cables abúlicos; lograr que levantara la cabeza era, de por sí, un considerable triunfo. Le contó lo que Steinberg ya sabía: se iba a Managua, pero no tenía instrucciones para quedarse, en realidad no tenía instrucción para nada, pero tenía quinientos flamantes dólares y la fabulosa pretensión de redactar una crónica histórica desde el hotel Intercontinental, la imaginaba editada, pondría en mayúsculas MANAGUA, y entre paréntesis: (de nuestro enviado especial), un punto y un guión; siempre lo obstaculizó su fantasía, se sentía a su pesar un próximo protagonista de la historia, aunque tampoco descartaba la posibilidad de que lo bajaran de un balazo que podría partir de cualquier recámara, como a ese periodista yanqui, cuya muerte vio, con horror, en un noticiero de la televisión.
—Tenés razón, Somoza se cae ya, es una cuestión, a lo sumo, de semanas —le dijo Steinberg, que también, aunque no lo transmitía si no hacía falta, sentía el mismo mal olor por el viaje de Rivarola—. Si podés, tratá de llegar, como sea, al Intercontinental. —Y le dio, generosamente, contactos: Kleimans, un corresponsal de EFE, afamado y gaucho, otro de El País, de Madrid, González Yuste. Sí, Steinberg, sería formidable estar en Managua y cubrir el cuaderno nuevo de la revolución, antes de los manchones, en la época de la fiesta, pero el loco Rivarola no tenía la más remota idea de cuáles serían los límites, los códigos, del vuelo supuestamente humanitario; Cancillería apenas había invitado a tres o cuatro medios para que ilustraran la desinteresada entrega de víveres y medicamentos, para testimoniar acerca de la solidaridad del “gobierno y del pueblo argentino” con los necesitados, con los hermanos nicaragüenses, y otras emotivas exaltaciones que nadie, pero nadie, creía. Se saldría desde la Base Aérea de El Palomar, en un Hércules, seis de la mañana en el hangar cinco, y Rivarola no pudo ni dormir aquella noche, no por miedo de que lo mataran ni por la emoción anticipada de cubrirse de gloria profesional por su cobertura, sino, en realidad, por su adulta sospecha, cada vez más maciza, por su temor de ser utilizado como forro, por si no bastara condenado por Papito, porque ninguno que tuviera un poco de información, mercadería nunca publicable, o de sentido común, podía dejar de pensar que no se llevarían víveres, sino armas, caños y dinamita para tratar de sostener, de cualquier manera, al dictador que, insoslayablemente, caía.
Silvia, su compañera, lo despidió como si fuera hacia donde auténticamente tal vez iba, a la guerra; la flaca era lo suficientemente inteligente como para no decirle, por ejemplo, cuidate; pero se lo dijo igual. Y agregó: toda la suerte, si podés llamá. Un beso, y otro a cada hijo, ambos dormían. La flaca lo acompañó hasta la puerta, en camisón y con la panza del embarazo, mirada de preocupación. Cinco y cuarto de la mañana, un Renault 12 del Diario, rojo, un chofer afortunadamente silencioso, de los pocos que no opinaban ni preguntaban: era Pajarito, que aparte de calladito era simultáneamente bocón, no hablaba pero escuchaba, era un alcahuete incondicional de Flipper, quien a su vez era punto de Bagnatto, el gerente que pugnaba por olvidar su pasado de Chivilcoy, sus iniciaciones, los primeros escalones que lo llevarían al poder; pero él no es el tema, demasiado corta es su historia, como corresponde. A las seis menos diez el Renault ingresaba en la Base de El Palomar; antes le había dicho Pajarito al de la guardia:
—Del Diario de la Argentina.
Hangar cinco, los muchachos de uniforme trataban de acomodar los últimos cajones, en el Hércules C 130 que aún Rivarola no podía ver, aunque descontaba que sería imponente y verde. Pajarito se fue, también le deseó suerte. Visto de afuera, un hangar es una especie de galpón, como los tantos que tenía el griego Karamanlis allá en el Sur; entró. En tanto soportaba el frío y sobre todo los presagios, Rivarola se encontró en una salita tibia, donde le ofrecieron un té. Había otro civil, un hombre mayor al que conocía por verlo deambular a menudo por la redacción, tenía rostro de abuelo sereno y una sonrisa fácil, fue el primero en llegar.
—Usted es Rivarola —le dijo Kossi, el abuelo, y le dio la mano—. Yo soy Antonio Kossi, de la delegación de la OEA en la Argentina.
Veía que llegaba otro tripulante civil. Rivarola y Kossi se restregaban las manos, por el frío, el viejo tendría que fiscalizar la entrega de la mercadería, en nombre de la organización americana, pero no habían tenido la gentileza de mostrarle, por ejemplo, el contenido de los cajones, herméticamente cerrados y acomodados ya en el avión. El viejo Kossi no entendía muy bien cómo era la situación, pero lo sospechaba; tal vez también, como a Rivarola, lo habían mandado castigado; se llevaba para el demonio con Montero, el titular de la OEA en Buenos Aires; menos que un representante del organismo internacional, Montero se comportaba como funcionario del gobierno militar de la Argentina. Sin embargo, el hombre se inflamaba de latinoamericanismo, y despreciaba con tanto énfasis a su encargado de prensa, es decir, de manguear gacetillas y espacio en las publicaciones, que lo designó para viajar a Managua. El nuevo tripulante civil se les acercó:
—Encantado, Enrique Leguía, de la Dirección de Desgracias y Calamidades del Ministerio de Bienestar Social.
—Rivarola, del Diario de la Argentina.
—Kossi, soy OEA.
Leguía era solemne, estampa de funcionario cordial, en otro tiempo Rivarola lo hubiera definido como un civico; ojo, no cívico, sino civico, es decir un civil que trabaja para los milicos. Alto, el pelo gris, cincuentón y serio. Y prácticamente juntos llegaron los otros dos, también tripulantes civiles, periodistas: Linares Padilla, de El Nacional, que tenía los tonitos y los modales típicos de su medio y, sobre todo, de muchos de sus lectores; y Martinoli, de El Reporter Mercantil, un sonriente macanudista que no podría desprenderse en la vida de un aerosol pequeño que llevaba a su boca, aproximadamente, cada media hora. El de los tonitos de El Nacional, Linares Padilla, un provinciano que a lo mejor se apellidaba solamente Linares pero se agregó el Padilla para engatusar a los tilingos que se suponían de la clase alta, lo trató de entrada a Rivarola con cierta distancia o, en todo caso, con respetuosa frialdad, pero tal vez se trataba de su característica personal: acreditado en Cancillería el muchacho, y a lo mejor, por contagio, se creía un diplomático, vivía como en un eterno cóctel, como si la vida se limitara a ser apenas una recepción, sonrisas y abrazos efusivos a los que servían para la fascinación de escalar, distribución de tarjetas cuando correspondía, contactos de conveniencia recíproca, confidencias off the record, la frase oportuna en el momento justo, alta la copa, el vigor, el ingenio y la tenacidad. Rivarola intuyó que se gestaba repentinamente en Linares Padilla —¿o en él?— el mismo mercantil sentimiento de competencia que se reflejaba en las empresas que representaban, a pesar de que fueran socias, junto con Raciocinio y, sobre todo, el Estado, en la monumental Papelera Argentina que se había convertido, al fin y al cabo, en un monopolio, y muy probablemente, en un par de años, en un escándalo de proporciones insospechadas. Fuera de las recepciones de embajadas, Linares Padilla era escasamente simpático y comunicativo, en apariencia no era partidario de hacerse inmediatamente de compinches o de amigos, ni de formar siquiera, para sobrevivir a la defensiva, un bloque sólido con periodistas similares; prefería, en cambio, estimular la relación con los funcionarios, aunque cuando comprobó, muy pronto, que ni Kossi ni Leguía eran importantes y que además carecían de la información más elemental, dejó de llevarles el apunte; o dar la espalda en la recepción, porque se acercaba para saludarlo otro conocido o con el pretexto de sonreír a otro notable en el cóctel fugaz que es, en definitiva, la vida. Decidió entonces cultivar hasta la devoción sus maneras amables con los militares, sobre todo con los altos, los gordos, los vicecomodoros quizá que ni siquiera les otorgaban bolilla a los civiles; a tratar apenas con los hombres de uniforme y forjar, pacientemente, su exclusivo rancho aparte: alejarse a veces es la mejor manera de hacerse notar. El asmático de El Reporter Mercantil era, como correspondía, un atorrante, un chico grande de barrio como Rivarola que se encontraba más allá de las sorpresas; estableció de movida un intenso puente de complicidad con el periodista estrella, como una campana autodefensiva, aunque a Rivarola lo impresionaba desfavorablemente el ritmo agitado, a veces entrecortado, interrumpido, de su malherida respiración. Sin embargo, flotaba en el aire la formalización de un tándem, acaso se trataba apenas del espléndido sentido de secta gremial que se apodera de los periodistas en situaciones semejantes, sobre todo cuando no se sabe a ciencia cierta para qué se va a tal parte, ni con quiénes, aunque, desde el preciso instante en que subían la escalinata hacia el Hércules —imponente, verde— quedaban a merced de los otros, los dueños, los uniformados que sí sabían pero, acaso simplemente porque les faltaban el respeto, ni informaban. ¿Y para qué informar?, si en realidad en el periodismo de entonces lo que se imponía era dictar, serían muy pocos en todo caso los que no escribieran exactamente el dictado y con la mejor letra. Había que conformarse tan solo con saber que participaban de un misterioso operativo de rescate y, eso sí, humanitario, como si con las teclas de las máquinas los periodistas debieran convertirse en soldados, o mejor, dragoneantes, cadetes o forros. Pero no seríamos exageradamente chupamedias al aceptar que aquellos militares de la Fuerza Aérea no eran profundamente desagradables, incluso uno de ellos era hasta simpático, gentil, sonreía sin la menor culpa y era muy parecido a un ser humano, se llamaba Maidana y era mayor, de edad y de grado, pero se encontraban en la etapa previa del estudio recíproco, y por despegar, y crean que era hasta grato, por ejemplo, para Rivarola saber que iba a despegar en un Hércules, y que cuando estuviera allá arriba no iba a ser arrojado al vacío, atado como un matambre, como se estilaba y callaba. Pero Maidana no, con esa sonrisa y tal bonhomía el mayor Maidana no podría empujar a nadie, él sabía hablar, colocar puntualmente adjetivos, sonreír, era ideal para las relaciones públicas, sabría conducir hasta los difíciles cubiertos en una mesa con el conde de Chikoff, o, sin ir más lejos, con el apartado Linares Padilla. Era entonces la hora del despegue, y claro que en el Hércules no había azafatas inexpresivas, con instrucciones inútiles, ni siquiera había que ajustarse los cinturones de seguridad, debían permanecer parados, en el estrecho espacio libre que les dejaban las cajas selladas, posiblemente de remedios o alimentos, sostenerse en el momento del carreteo, del despegue, y con todas las fuerzas, de una cuerda de acero que se encontraba en el sitio que debía corresponder a las ventanillas que no existían; el Hércules era una inmensa lata de conservas. No obstante, el ruido fue ensordecedor pero tolerable, Rivarola y Martinoli se miraban, estaban jugados, no hacía falta hablar. El viejo Kossi cerraba los ojos y quizá rezaba, Leguía también se sostenía de la cuerda con su seriedad abismal, y fue en realidad un atropello que tendrá que ser tenido en cuenta, por ejemplo, que aquellos militares no tuvieran la menor consideración especial a los modales y tonitos de Linares Padill