Entre Hitler y Perón

Juan B. Yofre

Fragmento

Cristina y Juan Bautista Yofre en el Salón Verde. Lima, Perú, 1958.

El fotógrafo pulsó su cámara y un flash nos iluminó a mi hermana Cristina, a Juanita y a mí. Al parecer iba a ser una foto más pero no fue así. Ocurrió en el Salón Verde de la residencia del embajador argentino en Lima, Perú, un día de verano en 1958. En la instantánea estoy con Juanita, una perra callejera que una noche de lluvia, en Asunción del Paraguay, se reparó en mi casa y nunca más se fue de la familia. Viajó con nosotros de Asunción a Lima, de Lima a Buenos Aires, y murió en 1969.

Con el paso de los años, esta foto se convirtió para mí en un instante simbólico. El Salón Verde era un lugar reducido, vecino al Salón Dorado de las grandes recepciones, que el arquitecto Martín Noel diseñó sobre un terreno que la República del Perú le había regalado a la Argentina en la avenida Arequipa 121.

Lo llamaban Salón Verde porque sus sillones estaban tapizados con terciopelo de ese color, y sus paredes, al mejor estilo colonial limeño, estaban revestidas con madera oscura en forma de placas que conformaban un todo.

Sólo los que vivieron allí conocen que, en un costado, una de las juntas de la madera guardaba semiescondido un pequeño pasador. Si uno sabía correrlo, la pared cedía y se abría a una pequeña habitación iluminada por una ventana que daba al jardín. En ese lugar, mi padre, Felipe Ricardo Yofre, instaló una rústica biblioteca de madera clara donde colocó algunos de sus libros personales, que ya no cabían en su despacho. Un día entré solo y comencé a mirar los lomos de sus libros. Me llamaron la atención dos tomos encuadernados en rojo. Los tomé y al abrirlos recorrí con la mirada todas las fotos que acompañaban el texto y en ese momento, a los once años, comencé a adentrarme, todavía más, en la historia de la Segunda Guerra Mundial.

Las tapas tenían un signo que me parecía extraño. Luego supe que era una esvástica. Su título era Conversaciones sobre la guerra y la paz, una colección de diálogos y opiniones de sobremesa tomadas por orden de un señor Martin Bormann a un señor Adolfo Hitler. Las fotografías fueron lo que primero llamó mi atención. En su mayoría habían sido tomadas por otro señor llamado Heinrich Hoffmann, fallecido en 1957.

A decir verdad, estimados lectores, ese día comencé a sumergirme en la historia de un pasado que a esa edad imaginaba muy lejano. Hoy, a mis casi setenta años, dos o tres lustros me parecen ayer. En ese momento, además, abandoné las lecturas clásicas de un niño de once años. A mis muy íntimos amigos les decía que mis lecturas no fueron las habituales —Julio Verne, Emilio Salgari, Edgar Rice Burroughs y otros— y eso, quizá, volvió más fáctica mi escritura. Luego mi mirada se posó en el libro Se cierne la tormenta de Winston Churchill, que mi padre recibió de regalo el 30 de noviembre de 1948, el día que cumplió treinta y nueve años, de manos de su amigo Manuel “Manucho” Mujica Lainez. El tomo tiene una dedicatoria que habla de una “tormenta distante, cuya visión, enfocada por un piloto ilustre, acaso le sustraiga del huracán vecino y cotidiano” (que para ambos era el peronismo).

Mi madre nunca supo que muchas tardes yo faltaba al colegio porque permanecía escondido en el cuarto secreto del Salón Verde. No fui un mal alumno de secundario (en aquel momento cursaba primer año). Fui un pésimo alumno, porque mientras los hermanos maristas del Champagnat, del barrio de Miraflores, me hablaban de aritmética, geometría y zoología, yo navegaba mentalmente y parecía escuchar lo que se discutía en Berlín; el Berghof de Obersalzberg; la Wolfsschanze o en la esquina de Horse Guards Road y Great George Street, cerca de la Plaza del Parlamento, donde sir Winston Churchill tenía sus Cabinet War Rooms (que luego visité varias veces).

En 1974, cuando se dividió la gran biblioteca de mi padre porque mi madre se mudaba a un departamento más pequeño, estos libros quedaron en mi poder y constituyeron los tesoros más preciados de una particular colección sobre la guerra de 1939-1945. Con el paso de los años, la biblioteca creció y los volúmenes constituyeron la base sobre la que apoyé el relato en el que se deslizan los documentos reservados, secretos y escasamente conocidos del panzerschiff Admiral Graf Spee.

A este archivo lo acompaña otro que obtuve una tarde de 1978, treinta años más tarde, cuando estaba en la redacción del diario Clarín. Un señor apareció para hablar conmigo; no sabía qué hacer con una gruesa carpeta llena de documentos que, al final, me regaló. Era el archivo del general Oscar Rufino Silva, edecán de José Félix Uriburu, fundador del GOU y embajador de la Argentina en España en 1950. Ellos me dieron la posibilidad de enriquecer la mirada de la Argentina de los años treinta, mientras se construía el acorazado Admiral Graf Spee.

Hace escasos años me topé por la calle con una gran señora que me dijo poseer el archivo de su padre, Eduardo Labougle, nuestro embajador en Berlín entre 1932 y 1939. Con el tiempo, Delia Labougle me ayudó en la tarea. Más tarde un amigo investigó el archivo diplomático del Reino Unido de la Gran Bretaña y seleccionó para mí documentos que me dieron la versión exacta de los hechos acaecidos en Montevideo respecto de la disputa diplomática sobre el destino del buque de guerra alemán. Y como queriendo coronar este libro, apareció otra señora con su envidiable colección sobre la contienda mundial y, de regalo, un pequeño trozo del Admiral Graf Spee. Al mismo tiempo, aquello que no encontré con las dos señoras me lo brindaron con eficiencia y amabilidad los funcionarios del Archivo General de la Nación y del archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto.

Finalmente, enviado por el destino, llegó el licenciado Hernán Schneider con documentación original y única sobre los marinos del Graf Spee y los secretos de los nazis en Buenos Aires, que me cedió generosamente y sin condiciones. También, el último y extenso informe de

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