Contigo, siempre

Sarah Dessen

Fragmento

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CAPÍTULO 1

Vaya, aquello nunca me había pasado.

—¿Deborah? —dije, y llamé a la puerta con suavidad, aunque también con la intensidad suficiente como para transmitir el grado de urgencia adecuado—. Soy Louna. ¿Te puedo ayudar en algo?

Según mi madre, esa era la regla principal en ese tipo de situaciones: no proyectar el problema en el otro. Es decir, no le preguntes si le pasa algo a menos que estés completamente segura de que es así, y de momento, yo no lo estaba. Aunque bien es cierto que una novia encerrada en el despacho parroquial de la iglesia cinco minutos después de la hora prevista para el comienzo de su boda no augura nada bueno.

Al otro lado de la puerta, escuché un movimiento. Luego, un sollozo. De nuevo deseé que William, el socio de mi madre y nuestro hombre que susurraba a las novias oficial, estuviera aquí en mi lugar. Pero él andaba resolviendo otra crisis que implicaba a la madre del novio, que estaba enfadada porque tenía que desfilar delante de la madre de la novia hacia el altar, aunque todo el mundo sabe que así lo dicta el protocolo. Ahora bien, si llevas el tiempo suficiente trabajando en el negocio de las bodas, eres muy consciente de que cualquier cosa constituye un problema en potencia, desde la feliz pareja hasta las servilletas. Nunca se sabe.

Carraspeé.

—¿Deborah? ¿Quieres un poco de agua?

El agua no arreglaría nada, pero nunca viene mal; era otra de las máximas de mi madre. En lugar de una respuesta, oí el chasquido del cerrojo y el chirrido de la puerta. Volví la vista hacia la escalera que tenía detrás y le rogué al cielo que William apareciese al fondo, pero no, todavía estaba sola. Inspiré hondo y, armada con el botellín de agua del que había echado mano antes, entré. Hidratación al poder.

Nuestra clienta, Deborah Bell (que pronto se convertiría en Deborah Washington, cabía esperar), una hermosa chica negra peinada con un recogido alto, estaba sentada en el suelo de la pequeña habitación rodeada por el abultado vestido. Había pagado cinco mil dólares por él; lo sabía porque nos lo había repetido hasta la saciedad a lo largo de los diez meses que llevábamos preparando ese día. Intenté no pensar en ello mientras me apresuraba, sin correr demasiado, hacia ella. («¡Jamás corras en una boda a menos que alguien esté en peligro de muerte!», escuché la voz de mi madre en mi cabeza.) Acababa de abrir la botella de agua cuando caí en la cuenta de que la novia estaba llorando.

—Ay, no hagas eso. —Me agaché en una postura que pretendía ser profesional, con las rodillas a un lado, y le ofrecí el paquete de pañuelos que llevaba en el bolsillo—. Tu maquillaje está genial. Vamos a intentar no estropearlo, ¿vale?

Deborah, con una pestaña postiza ya despegada —a veces es necesario mentir—, me miró parpadeando y otra avalancha de lágrimas se derramó por su rostro ya sembrado de churretones.

—¿Te puedo preguntar una cosa?

«No», pensé. Llevábamos nueve minutos de retraso. En voz alta respondí:

—Claro.

Tomó aire a trompicones, como sucede a veces cuando llevas un buen rato llorando a mares.

—¿Tú…? —se interrumpió cuando otra tanda de lágrimas le desbordó los ojos y resbaló hacia sus mejillas, esta vez llevándose por delante la pestaña suelta—. ¿Tú crees que el amor verdadero dura para siempre?

Alguien subía por las escaleras. A juzgar por los ruidos —andares lentos y pesados acompañados de abundantes bufidos y resuellos audibles—, no era William.

—¿El amor verdadero?

—Sí. —Levantó una mano («¡No, por Dios!», pensé demasiado tarde para detenerla), se frotó los ojos y se emborronó el delineador hasta la sien. Los pisotones sonaban más cerca; quienquiera que fuese no tardaría en entrar. Mientras tanto, Deborah me estaba mirando con los ojos muy abiertos y una expresión suplicante, como si los próximos acontecimientos dependieran por entero de mi respuesta—. ¿Lo crees?

Yo sabía que esperaba un sí o un no, algo concreto y específico, y de haberme preguntado cualquier otra cosa, seguramente la habría complacido. No obstante, me quedé acuclillada en silencio en lugar de contestar, mientras intentaba traducir en palabras la imagen que había acudido a mi mente: un chico enfundado en una elegante camisa blanca en una playa oscura, riendo, con la mano tendida hacia mí.

—¡Deborah Rachelle Bell! —atronó una voz a nuestra espalda. Al momento apareció el padre de la novia, el reverendo Elijah Bell, cuya figura llenó el vano de la puerta abierta. El traje le quedaba demasiado ajustado, llevaba el cuello de la camisa desabrochado y su mano aferraba un pañuelo que ahora se llevaba a la sudorosa frente—. ¿Se puede saber qué estás haciendo? ¡La gente está esperando ahí abajo!

—Lo siento, papá —gimió Deborah, y entonces vi que por fin William subía las escaleras. Sin embargo, desapareció de mi vista con idéntica rapidez tras los contornos del reverendo—. Me ha entrado miedo.

—Bueno, pues espabila —le espetó él según entraba en el despacho. Llegaba sin aliento y se paró un momento para respirar un par de veces antes de seguir avanzando—. Me he gastado en esta boda treinta mil dólares no reembolsables, ganados con el sudor de mi frente. Si no desfilas por ese pasillo de inmediato, yo mismo me casaré con Lucas.

Al oír eso, Deborah estalló en lágrimas nuevamente. Mientras yo le daba palmaditas en el hombro por hacer algo, William se las arregló para abrirse paso junto al reverendo y acercarse a nosotras. Sin volver la vista hacia mí y con la tranquilidad que lo caracterizaba, clavó los ojos en la novia al tiempo que se inclinaba para hablarle al oído. Cuando ella respondió en susurros, William le masajeó la espalda con lentos movimientos circulares, igual que harías para tranquilizar a un bebé.

Yo no alcanzaba a oír nada de lo que decían, tan solo oía la respiración del reverendo. En la escalera se escucharon nuevos pasos, seguramente de las damas de honor, los padrinos y otras personas que venían a curiosear. Todo el mundo quería formar parte de la historia, por lo visto. Antes yo también pensaba así, pero ya no.

Lo que fuera que le dijo William le arrancó una sonrisa a Deborah, aunque temblorosa. No obstante, surtieron efecto: la novia permitió que la tomara por el codo y la ayudara a levantarse. Mientras la chica inspeccionaba su vestido arrugado e intentaba alisar los pliegues a manotazos, él se asomó al pasillo y llamó con gestos a alguien que esperaba en la escalera. Al cabo de un momento apareció la maquilladora con su estuche en ristre.

—Muy bien, vamos a darle un respiro a Deborah para que se recomponga —anunció William a los presentes. En ese preciso instante, como cabía esperar, una dama de honor y luego otra asomaron la cabeza—. Reverendo, ¿puede decirles a todos que vuelvan a sus puestos? Bajaremos en dos minutos.

—Eso espero —gruñó el reverendo, que obligó a William a apartarse para acceder a la puerta, donde las damas de honor se escamparon entre ráfagas de color lavanda—. Porque no pienso volver a

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