El libro de los muertos (Doctora Kay Scarpetta 15)

Patricia Cornwell

Fragmento

Roma

Roma

Borboteo de agua. Una tina de mosaico gris empotrada en un suelo de terracota.

El agua mana lentamente de una antigua espita de latón, y la oscuridad se derrama por la ventana. Del otro lado del antiguo vidrio ondulado están la piazza y la fuente, y la noche.

Ella está sentada en silencio en el agua, y el agua está muy fría, con cubitos de hielo a medio disolverse, y no hay gran cosa en sus ojos; ya no queda apenas nada en ellos. Al principio, sus ojos eran como manos tendidas hacia él, suplicándole que la liberara. Ahora sus ojos son del azul amoratado del anochecer. Lo que había en ellos, fuera lo que fuese, casi se ha desvanecido. Pronto estará dormida.

—Toma —le dice él, al tiempo que le alcanza un vaso soplado a mano en Murano, ahora lleno de vodka.

Está fascinado con zonas de ella que nunca han visto el sol; son pálidas como la caliza. Cierra el grifo casi por completo y el agua cae en un hilillo. Él observa su respiración rápida y oye el castañeteo de sus dientes. Sus pechos blancos flotan a ras del agua, delicados cual flores blancas. Los pezones, erectos por efecto del frío, son prietos capullos rosas.

Entonces él piensa en lápices. En cómo les arrancaba de un mordisco las gomitas rosas cuando estaba en el colegio, y le decía a su padre y a veces a su madre que no necesitaba gomas porque no cometía errores, cuando lo cierto era que le gustaba mordisquearlas. No podía evitarlo, y eso también era cierto.

—Te acordarás de mi nombre —le dice.

—No me acordaré —responde ella—. Puedo olvidarlo. —Le castañetean los dientes.

Él sabe por qué lo dice: si ella olvida su nombre, él podría reconsiderar el destino de la mujer.

—¿Cuál es? —la insta—. Dime cómo me llamo.

—No lo recuerdo. —Solloza, temblorosa.

—Dilo —insiste él mientras le mira los brazos bronceados, recubiertos de bultitos debidos a la carne de gallina, el vello rubio erizado, sus jóvenes senos y la oscuridad entre sus piernas bajo el agua.

—Will.

—¿Y el resto?

—Rambo.

—Y te parecerá gracioso —dice él, desnudo, sentado en la tapa del retrete.

Ella menea la cabeza rotundamente.

Miente. Se había reído de él cuando le dijo su apellido. Se rio y dijo que Rambo era un nombre ficticio, un nombre de película. Él le aseguró que era un nombre sueco. Ella le contestó que no era sueco. Él insistió en que era sueco. ¿De dónde se creía ella que procedía? Era un apellido auténtico. «Claro —se burló ella—. Como Rocky», y rio. «Búscalo en internet —le dijo él—. Es un apellido auténtico», repitió, y no le hizo gracia tener que explicar su apellido. De eso hacía dos días, y no le guardaba rencor por ello, pero lo tenía presente. La perdonaba porque, a pesar de la opinión de todo el mundo, ella sabe sufrir hasta lo insoportable.

—Saber que mi nombre será un eco... —dice él—. No supone la menor diferencia, en absoluto. Nada más que un sonido ya pronunciado.

—Yo no lo pronunciaría nunca. —Pánico.

Tiene los labios y las uñas azulados, y tiembla de manera incontrolable. Se queda mirándolo fijamente. Él la insta a beber más, y ella no se atreve a negarse. El más leve acto de insubordinación, y ya sabe lo que ocurre. Un gritito siquiera, y ya sabe lo que ocurre.

Está tranquilamente sentado en la tapa del retrete, con las piernas abiertas para que ella pueda ver su excitación, y temerla. Ya no suplica ni le dice que haga lo que quiera con ella, si es que la retiene por eso. Ya no lo dice porque sabe lo que ocurre cuando le insinúa que le haga lo que quiera: eso da a entender que ella no se prestaría de buen grado ni lo desearía.

—Eres consciente de que te lo pedí con educación, ¿no? —le dice él.

—No lo sé. —Le castañetean los dientes.

—Sí lo sabes. Te pedí que me lo agradecieras. Es lo único que te pedí, y me porté bien contigo. Te lo pedí con educación, y tú luego vas y te buscas esto —le recrimina—. Tenías que obligarme a hacer esto. —Se levanta y observa su propia desnudez en el espejo encima del lavabo de terso mármol—. Es tu sufrimiento lo que me obliga a hacerlo, ¿sabes? Y yo no quiero hacerlo. Así que me has hecho daño. ¿Te das cuenta de que me has infligido una herida crucial al obligarme a hacer esto? —dice su desnudez en el espejo.

Ella asegura que lo entiende, y sus ojos se desperdigan por el aire cual fragmentos de cristal cuando él abre la caja de herramientas, y su mirada desperdigada se posa sobre las cizallas y cuchillos y sierras de finos dientes. Él levanta un saquito de arena y lo deja en el borde del lavabo, saca unas ampollas de pegamento y las deja allí también.

—Haré todo lo que quieras —vuelve a insistir ella—. Te daré todo lo que quieras.

Él le ha ordenado que no vuelva a decirlo, pero acaba de hacerlo.

Introduce las manos en el agua y la frialdad es como una dentellada. La coge por los tobillos y la levanta. La sujeta por las pantorrillas frías y bronceadas. Percibe el pavor en sus músculos aterrados mientras le sostiene con fuerza los talones fríos. La tiene sujeta un poco más que la vez anterior, y ella forcejea y se agita y se retuerce violentamente, provocando el sonoro chapoteo del agua fría. La suelta. Ella toma aire a bocanadas y tose y lanza gritos ahogados, pero no se queja. Ha aprendido a no quejarse; le ha costado lo suyo, pero ha aprendido. Ha entendido que todo esto es por su propio bien y está agradecida por un sacrificio que cambiará su vida —no la de ella, sino la de él— en un sentido que no es bueno. No fue bueno. Nunca será bueno. Ella debería estarle agradecida por el regalo que él le ha hecho.

Coge la bolsa de basura que ha llenado con hielo de la máquina del bar y vierte los últimos trozos en la bañera, y ella le mira mientras le resbalan lágrimas por las mejillas. Dolor: asoman sus oscuras aristas.

—Allá los colgábamos del techo —dice él—. Les golpeábamos en los lados de las rodillas, una y otra vez. Allá. Entrábamos todos en el cuartito y les soltábamos patadas en los lados de las rodillas. Es para morirse de dolor y, claro, te deja para el arrastre, y, claro, algunos morían. Eso no es nada en comparación con otras cosas que vi allá. No trabajaba en esa cárcel, ¿sabes? Pero no me hacía falta, porque ese comportamiento estaba muy extendido. Lo que la gente no entiende es que no fue una estupidez filmarlo, fotografiarlo. Fue inevitable. Tienes que hacerlo. En caso contrario, es como si nunca hubiera ocurrido. Así que la gente saca fotos. Se las enseña a otros. Basta con uno. Basta con que las vea una persona. Entonces todo el mundo las ve.

Ella mira la cámara en la mesa con tablero de mármol contra la pared de estuco.

—En cualquier caso se lo merecían, ¿verdad? —añade—. Nos obligaron a ser algo que no éramos, así que ¿quién tuvo la culpa? Nosotros no.

Ella asiente. Tiembla y le castañetean los dientes.

—Yo no participaba siempre —dice él—. Lo que sí hacía era mirar. Al principio era difícil, quizá traumático. Estaba en contra, pero con lo que nos hicieron... Debido a eso nos vimos obligados a hacerles cosas en represalia, así que fue culpa suya por obligarnos. Sé que tú lo entiendes.

Ella asiente y llora y tiembla.

—Bombas al borde de la carretera. Secuestros. Mucho más de lo que se oye por aquí —le asegura—. Uno se acostumbra. Igual que tú estás acostumbrándote al agua fría, ¿verdad?

No está acostumbrada, sólo entumecida y camino de la hipotermia. A estas alturas nota en la cabeza el retumbo de su corazón a punto de estallar. Él le tiende un vodka, y ella bebe.

—Voy a abrir la ventana —dice—. Para que oigas la fuente de Bernini. La he oído buena parte de mi vida. La noche es perfecta. Deberías ver las estrellas. —Abre la ventana y contempla la noche, las estrellas, la fuente de cuatro ríos y la piazza, vacía a esas horas—. No gritarás, ¿eh? —le dice.

Ella niega con la cabeza, el pecho venga subir y bajar, y tiembla incontrolablemente.

—Estás pensando en tus amigas, ya lo sé. Seguro que ellas están pensando en ti. Es una pena, pero no están aquí. No se las ve por ninguna parte. —Vuelve a mirar la plaza vacía y se encoge de hombros—. ¿Por qué iban a estar aquí ahora? Se han ido, hace rato.

A ella le moquea la nariz y le resbalan las lágrimas, y no para de temblar. La vivacidad de sus ojos no es la que tenía cuando él la conoció, y está ofendido con ella por dar al traste con quien era para él. Al principio le hablaba en italiano porque de esa manera se transformaba en el desconocido que necesitaba ser. Ahora habla en inglés porque ya no supone ninguna diferencia. Ella mira de soslayo su excitación. Las miradas que lanza hacia su excitación rebotan en él como una polilla contra la lámpara. La siente ahí. Ella teme lo que hay ahí. Pero no tanto como teme todo lo demás: el agua, las herramientas, la arena, el pegamento. No alcanza a entender el grueso cinturón negro que yace enrollado en el antiquísimo suelo de mosaico, y es lo que más debería temer.

Él lo recoge y le dice que golpear a alguien que no puede defenderse es un impulso primitivo. ¿Por qué? Ella no responde. ¿Por qué? Se queda mirándolo aterrada, y la luz mate de sus ojos está cuarteada, como un espejo quebrándose. Le ordena que se ponga en pie, y ella lo hace, tan vacilante que las rodillas casi le ceden. Se queda de pie en el agua gélida y él cierra del todo el grifo. Su cuerpo le recuerda un arco con la cuerda tensa porque es flexible y resistente. El agua le resbala por la piel mientras permanece de pie delante de él.

—Date la vuelta —le ordena—. No te preocupes, no voy a pegarte con el cinturón. Yo no hago eso.

El agua se mece suavemente en la bañera cuando ella se vuelve para quedar de cara al viejo estuco agrietado y la contraventana cerrada.

—Ahora tienes que arrodillarte en el agua. Y mira la pared, no me mires a mí.

Ella se arrodilla de cara a la pared, y él coge el cinturón e introduce el extremo por la hebilla.

Capítulo 1

1

Diez días después. 27 de abril de 2007. Viernes por la tarde.

En la sala de realidad virtual se encuentran doce de los políticos y altos cargos policiales más poderosos de Italia, cuyos nombres, en su mayor parte, no consigue recordar correctamente la patóloga forense Kay Scarpetta. Todos son italianos menos ella y el psicólogo forense Benton Wesley, ambos asesores de Respuesta de Investigación Internacional (RII), una sección especial de la Red Europea de Institutos de Ciencias Forenses (REICF). El gobierno italiano se encuentra en una situación muy delicada.

Nueve días atrás, la estrella del tenis norteamericana Drew Martin fue asesinada mientras estaba de vacaciones, y su cadáver desnudo y mutilado se encontró cerca de la Piazza Navona, en el corazón del distrito histórico de Roma. El caso ha tenido impacto internacional: los detalles acerca de la vida y la muerte de la joven de dieciséis años se han difundido sin cesar por televisión, los textos en la parte inferior de la pantalla pasando lenta y tenazmente, repitiendo los mismos detalles que ofrecen presentadores y expertos.

—Bien, doctora Scarpetta, aclarémoslo, porque parece haber una gran confusión. Según usted, murió hacia las dos o las tres de la tarde —dice el capitán Ottorino Poma, medico legale en el Arma dei Carabinieri, la policía militarizada a cargo de la investigación.

—Eso no lo he dicho yo —responde ella, con la paciencia cada vez más mermada—. Lo ha dicho usted.

El otro frunce el ceño bajo la luz tenue.

—Creí oírselo decir hace unos minutos, mientras hablaba del contenido de su estómago y el nivel de alcohol, y de cómo indican que murió en cuestión de horas después de que la vieran por última vez con sus amigas.

—Yo no he dicho que estuviera muerta hacia las dos o las tres. Creo que es usted quien sigue afirmándolo, capitán Poma.

Todavía joven, ya posee una reputación asentada, y no del todo buena. Cuando Scarpetta lo conoció hace un par de años en La Haya durante el congreso anual de la REICF, se había ganado el apodo burlón de Doctor de Diseño y se lo describieron como engreído y amigo de las discusiones. Es atractivo —espléndido, en realidad—, le gustan las mujeres hermosas y la ropa deslumbrante, y hoy viste un uniforme negro azulado con amplias franjas rojas y resplandecientes adornos plateados, así como elegantes botas de cuero negro. Al entrar en la sala esta mañana, lucía una capa con forro rojo.

Está sentado justo enfrente de Scarpetta, en el centro de la primera fila, y rara vez aparta la mirada de ella. A su derecha está Benton Wesley, que permanece callado la mayor parte del tiempo. Todo el mundo va enmascarado con gafas estereoscópicas sincronizadas con el Sistema de Análisis del Escenario del Crimen, una brillante innovación que ha hecho de la Unità per l’Analisi del Crimine Violento de la Polizia Scientifica italiana la envidia de los organismos policiales del mundo entero.

—Supongo que debemos repasar esto desde el principio para que entienda completamente mi postura —le dice Scarpetta al capitán Poma, que ahora tiene la barbilla apoyada en la mano como si mantuviera una conversación íntima con ella tomándose una copa de vino—. Si hubiera sido asesinada a las dos o las tres de la tarde, entonces cuando se encontró su cadáver aproximadamente a las ocho y media de la mañana siguiente, habría llevado al menos diecisiete horas muerta. El lívor mortis, el rígor mortis y el álbor mortis no concuerdan con eso.

Se sirve de un puntero para llamar la atención sobre el fangoso solar en construcción en tres dimensiones proyectado sobre la pantalla del tamaño de toda una pared. Es como si estuvieran en pleno escenario, contemplando el cadáver magullado de Drew Martin, la basura y la maquinaria para excavar y transportar tierra. El punto rojo del láser se desplaza sobre el hombro izquierdo, la nalga izquierda, la pierna izquierda y el pie descalzo. La nalga derecha ha desaparecido, igual que una porción de su muslo derecho, como si la hubiera atacado un tiburón.

—Su lividez... —continúa Scarpetta.

—Me disculpo una vez más. Mi inglés no es tan bueno como el suyo. No tengo clara esa palabra —la interrumpe el capitán Poma.

—Ya la he usado antes.

—Entonces tampoco la tenía clara.

Risas. Aparte de la intérprete, Scarpetta es la única mujer presente. A ninguna de las dos les parece gracioso el capitán, pero a los hombres sí. Salvo a Benton, que hoy no ha sonreído ni una sola vez.

—¿Conoce usted el término italiano para esa palabra? —le pregunta a Scarpetta el capitán Poma.

—Sería mejor el idioma de la antigua Roma, el latín —propone Scarpetta—. La mayor parte de la terminología médica tiene sus raíces en el latín. —No lo dice en tono grosero, pero tampoco se anda con miramientos porque sabe muy bien que el inglés del capitán sólo se vuelve tosco cuando le conviene.

Sus gafas 3-D la miran fijamente, y le recuerdan al Zorro.

—En italiano, por favor —replica él—. El latín nunca se me ha dado muy bien.

—Se lo diré en los dos idiomas. En italiano, lívido es livido, que significa amoratado. Mortis es morte, o muerte. Lívor mortis designa la apariencia amoratada que se adquiere después de la muerte.

—Me resulta de gran ayuda cuando habla usted italiano —dice él—. Y lo habla de maravilla.

Scarpetta no tiene intención de hablarlo allí, aunque posee conocimientos suficientes de italiano para apañárselas. Prefiere el inglés durante las discusiones profesionales porque los matices son delicados, y la intérprete intercepta hasta la última palabra de todas maneras. La dificultad con el idioma, además de la presión política, el estrés y las enigmáticas e incesantes gracias del capitán Poma se conjugan en lo que ya es en buena medida un desastre que no tiene nada que ver con ninguno de esos elementos, sino más bien con que el asesino en este caso desafía los precedentes y los perfiles habituales. Los confunde. Hasta la ciencia se ha convertido en una causa exasperante de debate: parece desafiarlos, mentirles, lo que obliga a Scarpetta a recordarse tanto a sí misma como a los demás que la ciencia nunca miente. No comete errores. No los desvía de su camino deliberadamente ni se mofa de ellos.

Eso no lo capta el capitán Poma. O quizá finge no captarlo. Quizá no habla en serio cuando dice que el cadáver de Drew se muestra poco dispuesto a cooperar y tiene tendencia a llevarles la contraria, como si mantuviera una relación con él y anduvieran a la greña. Poma asevera que los cambios post mórtem pueden decir una cosa y el alcohol en sangre y el contenido del estómago otra, y que, en contra de lo que cree Scarpetta, siempre hay que confiar en la comida y la bebida. Habla en serio, al menos sobre eso.

—Lo que comió y bebió Drew pone de manifiesto la verdad. —Repite lo que ha dicho en su apasionada exposición inicial de hace un rato.

—La verdad, sí. Pero no su verdad —le replica Scarpetta, en un tono más amable que lo que dice—. Su verdad es un error de interpretación.

—Creo que ya hemos tocado ese punto —señala Benton desde las sombras de la primera fila—. Creo que la doctora Scarpetta lo ha dejado perfectamente claro.

Las gafas 3-D del capitán Poma —así como el resto de filas de gafas 3-D— permanecen fijas en ella.

—Lamento aburrirle con mi insistencia, doctor Wesley, pero tenemos que encontrarle sentido a esto. Así que permítamelo. El diecisiete de abril, Drew comió una pésima lasaña y bebió cuatro copas de pésimo Chianti entre las once y media y las doce y media en una trattoria para turistas cerca de la Scalinata di Spagna. Pagó la cuenta y se fue. Luego en la Piazza di Spagna se despidió de sus dos amigas, con quienes prometió reunirse en la Piazza Navona en una hora. Y ya no volvió a aparecer. Hasta ahí sabemos que es cierto. Todo lo demás sigue siendo un misterio. —Sus gafas de gruesa montura miran a Scarpetta un instante más, luego se vuelve en el asiento y se dirige a las filas de atrás—. En parte porque nuestra estimada colega norteamericana dice ahora estar convencida de que no murió poco después de comer, tal vez ni siquiera ese mismo día.

—Llevo diciéndolo desde el principio. Una vez más, voy a explicar los motivos, ya que parece que está usted confuso —dice Scarpetta.

—Tenemos que seguir adelante —le recuerda Benton.

Pero no pueden seguir adelante. El capitán Poma es tan respetado por los italianos, es tal celebridad, que puede hacer lo que le plazca. En la prensa se le llama el Sherlock Holmes de Roma, aunque es médico, no detective. Todo el mundo, incluido el comandante generale de los Carabinieri, que está sentado en un rincón al fondo y más que hablar escucha, parece haberlo olvidado.

—En circunstancias normales —dice Scarpetta—, la comida de Drew habría estado totalmente digerida varias horas después de almorzar, y su nivel de alcohol en sangre desde luego no habría sido tan elevado como el uno coma dos que determinan los análisis toxicológicos. De manera que sí, capitán Poma, el contenido de su estómago y la toxicología sugieren que murió poco después de comer. Pero el lívor mortis y el rígor mortis indican, categóricamente, si me permite decirlo, que murió con toda probabilidad entre doce y quince horas después de comer en la trattoria, y es a estos hallazgos post mórtem a los que más atención debemos prestar.

—Ya estamos, otra vez con la lividez —suspira él—. Esa palabra que me da tantos problemas. Explíquemelo otra vez, por favor, ya que por lo visto tengo tantos problemas con lo que usted denomina «hallazgos» post mórtem, como si fuéramos arqueólogos desenterrando ruinas. —Poma vuelve a apoyar la barbilla en la mano.

—Lividez, lívor mortis, hipóstasis post mórtem, es todo lo mismo. Cuando mueres, la circulación se interrumpe y la sangre empieza a depositarse en los vasos sanguíneos más finos debido a la gravedad, de una manera muy parecida a como se asientan los sedimentos en un barco hundido. —Nota las gafas de 3-D de Benton mirándola, y no se atreve a devolverle la mirada; el psicólogo está muy extraño.

—Prosiga, por favor. —El capitán subraya algo varias veces en su cuaderno.

—Si el cadáver permanece en cierta posición el tiempo suficiente tras la muerte, la sangre se asentará de manera acorde: ese hallazgo post mórtem se denomina lívor mortis —explica Scarpetta—. A la larga, el lívor mortis se consolida, o asienta, volviendo esa zona del cuerpo de un rojo purpúreo, con marcas de palidez provocadas por las superficies que ejercen presión sobre ella o la constriñen, como la ropa ceñida. ¿Podemos ver la fotografía de la autopsia, por favor? —Consulta una lista en el atril—. La número veintiuno.

La pared queda colmada por el cadáver de Drew sobre una mesa de acero en el depósito de cadáveres en la Universidad Tor Vergata. Está boca abajo. Scarpetta desplaza el punto rojo del láser por su espalda, sobre las zonas rojo púrpura y las áreas pálidas provocadas por la lividez. Las espantosas heridas con aspecto de cráteres rojo oscuro a las que aún tiene que referirse.

—Ahora, si muestran el escenario, por favor... La imagen en que están introduciéndola en la bolsa —especifica.

La fotografía tridimensional del solar en construcción vuelve a llenar la pared, pero esta vez hay investigadores con monos blancos de protección Tyvek, guantes y fundas para el calzado, que levantan el cadáver lánguido y desnudo de Drew para colocarlo en una bolsa negra encima de una camilla. En torno a ellos, otros investigadores mantienen en alto sábanas para ocultarla de los curiosos y los paparazzi situados en el perímetro del escenario.

—Compárenla con la fotografía que acaban de ver. Para cuando se le hizo la autopsia unas ocho horas después de que fuera encontrada, la lividez se había asentado casi por completo —señala Scarpetta—, pero aquí en el escenario, salta a la vista que la lividez estaba en su fase inicial.

—¿Descarta el inicio prematuro del rígor mortis debido a un espasmo cadavérico? Por ejemplo, si se esforzó hasta el agotamiento justo antes de morir. Lo digo porque aún no ha mencionado esa posibilidad. —Poma subraya algo en su cuaderno.

—No hay razón para hablar de espasmo cadavérico —replica Scarpetta. «¿A qué vienen semejantes pejigueras?», se siente tentada de decirle—. Tanto si se esforzó hasta el agotamiento como si no, el rígor mortis no estaba plenamente asentado cuando la encontraron, de modo que no tuvo ningún espasmo cadavérico...

—A menos que el rígor apareciera y desapareciera.

—Es imposible, ya que quedó plenamente consolidado en el depósito. El rígor no viene y va y luego vuelve a aparecer.

La intérprete reprime una sonrisa cuando vierte esas palabras al italiano, y varias personas ríen.

—Aquí se puede apreciar —Scarpetta dirige el láser hacia el cadáver a medio subir a la camilla— que sus músculos no están rígidos, ni mucho menos. Se ven bastante flexibles. Calculo que llevaba muerta menos de seis horas cuando la encontraron, posiblemente bastante menos.

—Usted es una experta a nivel mundial. ¿Cómo puede mostrarse tan imprecisa?

—Pues porque no sabemos dónde estuvo, qué temperaturas o condiciones sufrió antes de ser abandonada en el solar en construcción. La temperatura corporal, el rígor mortis y el lívor mortis pueden variar en gran medida de un caso a otro y de un individuo a otro.

—Sobre la base del estado del cadáver, ¿está diciendo que es imposible que fuera asesinada poco después de que almorzara con sus amigas? ¿Quizá mientras paseaba sola por la Piazza Navona camino de encontrarse con ellas?

—Me parece que no es eso lo que ocurrió.

—Entonces, una vez más, por favor. ¿Cómo explica usted la comida sin digerir y el nivel de alcohol de uno coma dos? Eso implica que murió poco después de comer con sus amigas, y no quince o dieciséis horas después.

—Es posible que no mucho después de separarse de sus amigas volviera a beber alcohol y estuviera tan aterrada y estresada que se le interrumpiera la digestión.

—¿Cómo? ¿Ahora sugiere que pasó un buen rato con su asesino, es posible que hasta diez, doce, quince horas con él, y que estuvieron bebiendo?

—Quizá la obligó a beber, para mermar sus facultades y poder controlarla más fácilmente. Como cuando se droga a alguien.

—¿Así que la obligó a beber alcohol, tal vez toda la tarde, toda la noche, y hasta por la mañana temprano, y ella estaba tan asustada que no digirió la comida? ¿Eso nos ofrece usted como explicación plausible?

—Lo he visto en otras ocasiones —asegura Scarpetta.

El animado solar en construcción después de oscurecer.

Los comercios, pizzerías y ristorantes de alrededor están iluminados y concurridos. Hay coches y escúteres aparcados a los lados de las calles, encima de las aceras. El rumor del tráfico y los sonidos de pasos y voces colman la sala.

De pronto, las ventanas iluminadas se oscurecen. Luego, silencio.

El ruido de un coche y su silueta. Un Lancia negro de cuatro puertas aparca en la esquina de Via di Pasquino y Via dell’Anima. Se abre la puerta del conductor y baja la animación de un hombre vestido de gris. Su rostro no tiene rasgos y, al igual que sus manos, es gris, lo que da a entender a los presentes en la sala que aún no se ha asignado al asesino edad, raza ni características físicas. Para no complicar las cosas, se habla del asesino como de un varón. El hombre gris abre el maletero y saca un cadáver envuelto en una tela azul con un estampado que incluye los colores rojo, dorado y verde.

—Las características de la sábana que la envuelve están basadas en las fibras de seda recogidas en el cadáver y el barro debajo del mismo —señala el capitán Poma.

—Fibras halladas por todo el cadáver —tercia Benton Wesley—. Incluidos cabello, manos y pies. Desde luego las había en abundancia adheridas a sus lesiones, de lo que cabe deducir que estaba envuelta de la cabeza a los pies. De manera que, sí, es evidente que debemos pensar en una tela de seda de colores vivos. Bastante grande. Quizás una sábana, tal vez una cortina...

—¿Adónde quiere llegar?

—A dos conclusiones: no debemos dar por sentado que era una sábana, porque no debemos dar nada por sentado. Además, es posible que la envolviera en algo originario del lugar donde vive o trabaja, o donde la mantuvo retenida.

—Sí, sí. —Las gafas del capitán Poma permanecen fijas en la escena que colma la pared—. Y sabemos que hay fibras de alfombra que también concuerdan con fibras de alfombra en el maletero de un Lancia, lo que también concuerda con el automóvil descrito alejándose de aquella zona aproximadamente a las seis de la madrugada. La testigo que he mencionado, una mujer de un apartamento cercano que se levantó para echar un vistazo a su gato porque estaba... ¿cómo se dice?

—¿Dando alaridos? ¿Maullando? —lo ayuda la intérprete.

—Se levantó porque su gato estaba maullando y al mirar por la ventana vio un lujoso sedán oscuro que se alejaba lentamente del solar en construcción. Dijo que giró hacia Dell’Anima, una calle de dirección única. Adelante, por favor.

Se reanuda la recreación animada. El hombre gris saca del maletero el cadáver envuelto en la llamativa tela y lo lleva hasta una pasarela de aluminio protegida únicamente por una cuerda, que sortea por encima. Baja con el cuerpo por un tablón de madera que desemboca en el solar y lo deposita a un lado, en el barro. Luego se acuclilla en la oscuridad y desenvuelve rápidamente una figura que se convierte en el cadáver de Drew Martin. No se trata de una animación, sino de una fotografía tridimensional. Se la ve con claridad: su rostro famoso, las atroces heridas en el cuerpo esbelto, atlético, desnudo. El hombre gris arrebuja el envoltorio de colores vivos y regresa al coche para marcharse a velocidad normal.

—Creemos que llevó el cadáver en brazos en vez de arrastrarlo —dice Poma—. Porque esas fibras sólo estaban en el cadáver y la tierra debajo del mismo. No había ninguna más, y aunque eso no constituye prueba de nada, desde luego indica que no la arrastró. Permítanme que les recuerde que esta escena se ha diseñado con el sistema de cartografía láser, y la perspectiva que están viendo, así como la posición de los objetos y el cadáver, son absolutamente precisas. Por supuesto, sólo están animados las personas u objetos que no se filmaron en vídeo o se fotografiaron, como el propio asesino y el coche.

—¿Cuánto pesaba la joven? —pregunta el ministro del Interior desde la última fila.

Scarpetta contesta que Drew Martin pesaba cincuenta y nueve kilos, y luego lo convierte en libras.

—El individuo debe de ser bastante fuerte —añade.

Se reanuda la recreación animada. El silencio y el solar en construcción a la luz de primera hora de la mañana. El sonido de la lluvia. Las ventanas siguen a oscuras, los negocios cerrados. No hay tráfico. Entonces, el gañido de una motocicleta, cada vez más alto. Aparece una Ducati roja por Via di Pasquino, el motorista, una figura animada con impermeable y un casco que le tapa la cara. Gira hacia la derecha por Dell’Anima y de pronto se detiene. La moto cae sobre la calzada con un sonoro topetazo y el motor se para. El motorista, sobresaltado, pasa por encima de la mot

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos