
“Estimada señorita: Yo me llamo Dailan Kifki y le ruego no se espante porque soy un elefante. Mi dueño me abandona porque ya no puede darme de comer. Confía en que usted, con su buen corazón, querrá cuidarme y hacerme la sopita de avena. Soy muy trabajador y cariñoso, y, en materia de televisión, me gustan con locura los dibujos animados”.
¡Imagínense!
¿Se imaginaron?
¿Se imaginan qué problema?
Uno puede encontrar un gato abandonado en un umbral, puede encontrar un perro, una cucaracha, una hormiga extraviada... ¡hasta un bebé con pañal y alfiler de gancho! Todo, menos un elefante.
A mí me daba no sé qué dejarlo abandonado y hambriento, y al mismo tiempo, aunque mi casa es grande, no sabía bien dónde ponerlo ni qué iban a decir mi familia y los vecinos.
De todas maneras, decidí recogerlo por unos días hasta encontrarle mejor ubicación... Ustedes hubieran hecho lo mismo, ¿verdad?
Entonces volví a empujarlo, esta vez con la trompa para adentro, por el zaguán, sin que Dailan Kifki ofreciera la menor resistencia: entró muy

apurado, sin duda atraído por el olor a arroz con leche que venía de la cocina.
Lo llevé al jardín, sigilosamente, tratando de no despertar a nadie, pero los pasos de Dailan Kifki retumbaron como truenos por la casa, y toda mi familia se asomó en camisón por la ventana que da al jardín.
Mi mamá se desmayó, a mi papá se le cayó la pipa de la boca, y mi hermano Roberto dijo:
—Estamos fritos.
Dailan Kifki se quedó quieto en el jardín, mirando y oliendo las flores.
Yo fui a atender a mi familia, y de paso a encargar al mercado 400.000 kilos de avena, 54.672 docenas de bananas, un regimiento de botellas de leche y tres medialunas para mi nuevo huésped.

Cuando volví al jardín me esperaba otra sorpresa.
¿Qué creen ustedes que hacía Dailan Kifki?
Trabajaba.
Tal como lo oyen: trabajaba.
Abría la canilla con la trompa, llenaba la regadera y luego regaba las plantas con gran delicadeza. De paso aplastaba con sus patas todas las hormigas que encontraba por el camino.
Entonces comprobé que era cierto lo que decía la carta: Dailan Kifki era muy trabajador.
Sin duda, un elefante único en el mundo.
Yo lo contemplaba llena de admiración, cuando de repente llegó de visita mi tía Clodomira, con su paraguas y su sombrero lleno de margaritas.
Cuando mi tía Clodomira vio a Dailan Kifki en el jardín, se desmayó.
Yo casi llamo a los bomberos, porque mi tía es gorda y no podía sacarla del macetón donde se había caído, cuando... ¿qué creen que hizo el elefante?
La hizo upa delicadamente con su trompa, la pasó por la ventana del dormitorio y la depositó en la cama.
Después, siempre a través de la ventana, la abanicó con sus orejas y le hizo cariñitos.

Se podrán imaginar que, cuando mi tía despertó y vio que tenía al elefante de enfermero, dio un grito horrible y se volvió a desmayar. Dailan Kifki no se asustó por eso. ¿Saben qué hizo?
Fue a la cocina, abrió la heladera, sacó una jarra de agua helada, cerró la puerta con la patita, y vació la jarra delicadamente sobre el sombrero de mi tía Clodomira.
Mi familia, a todo esto, estaba furiosa, y, alentados todos por los horribles gritos de mi tía, me pedían llorando que sacara a ese monstruo de la casa.
Tanto chillaron, que luego me enteré que a causa del escándalo se despegaron todas las estampillas del correo.
No tuve más remedio que decirle a Dailan Kifki:
—Vamos, querido, que aquí no te comprenden... Vamos, te voy a llevar al Zoológico.
¿Qué creen que me contestó Dailan Kifki?
Nada. Se puso a llorar, primero dos lagrimitas, luego dos lagrimotas, después dos lagrimones y finalmente dos chorros de manguera.
Lloró tan fuerte que hizo temblar toda la manzana y, naturalmente, las pocas estampillas que quedaban pegadas en el correo se despegaron y salieron volando por las ventanillas.

Mi familia, enternecida, no tuvo más remedio que dejar de llorar, y se pusieron todos a consolarlo. Porque la verdad es que una tristeza de elefante es mucho más grande que una tristeza de persona.
Mi papá le dio una galletita, mi tía Clodomira le prestó el sombrero por un rato, mi mamá le acarició las orejas y mi hermano Roberto dijo:
—Estamos fritos.
Y entonces Dailan Kifki se quedó a vivir en el jardín.

Capítulo 2
Yo le tomé mucho cariño a Dailan Kifki. Por eso, una noche, al oírlo llorar muy despacito, se me partió el alma.
¿Por qué lloraría el pobre Dailan Kifki a medianoche, en el jardín?
Como el llanto era cada vez más lacrimógeno, tuve miedo de que mi familia y los vecinos se despertaran o que el llanto se oyera otra vez desde el correo y volvieran a despegarse las estampillas. De modo que me levanté, y así, en camisón, me puse mi sombrero de tul con banderitas y salí al jardín.
Dailan Kifki estaba llorando como cuatro elefantes juntos que hubieran pelado cebollas durante cuatro años enteros.

—¿Qué te pasa, querido? —le pregunté dulcemente.
—¡Buuuuu! —me contestó.
—¿Qué hay? ¿Extrañás a tu mamá? ¿Te picó un mosquito? ¿Soñaste que te corría un ratón?
—No —me dijo, meneando la cabeza de izquierda a derecha y de izquierda a derecha.
Y me tomó la mano con la trompa y me la puso sobre su barriguita.
Entonces me di cuenta de todo: al pobre le dolía, sin duda, empachado por los 45 baldes de arroz con leche con canela que había comido ese día.
Imagínense qué calamidad.
Si ustedes, que tienen una pancita chica, cuando les duele les duele, imagínense cómo dolerá una panzota de elefante, que es tan grande.
Le di unos masajes pero parece que no lo aliviaron, de modo que decidí llamar inmediatamente al veterinario.
Medio dormida como estaba busqué el número en la guía y llamé, pero sin duda el veterinario dormía y me atendió alguno de sus pacientes, porque cuando pregunté:
—¿Hablo con el veterinario? —una voz malhumorada me contestó: “¡Guau!”.

Volví a llamar, y otra voz igualmente malhumorada me contestó: “¡Miau!” de modo que no insistí, y, en mi desesperación, solo atiné a llamar a los bomberos.
Apenas había colgado el teléfono cuando apareció un precioso Bombero todo vestido de rojo, con un casco dorado con penacho, una manguera a lunares y un hacha brillante como la Luna.
—¿Dónde está el incendio, dónde, la llamita que se esconde, que la llamo y no responde?
—preguntó el Bombero.
—Mire, señor Bombero —le contesté—, incendio, en realidad, en este momento no puedo ofrecerle ninguno, pero...

—Pero, pero ¿para qué llamó al Bombero si no hay fuego en el ropero ni se le quemó el puchero?
—me dijo.
—Déjeme que le explique, señor Bombero, lo que sucede es que a Dailan Kifki le duele la pancita...
—¿Y qué entiende de pancitas un Bombero, señorita?
—Los bomberos entienden de todo... Además... el veterinario dormía, me contestaron cosas horribles como guau y miau cuando lo llamé, compréndame, señor Bombero...
—Bueno, bueno, señorita, voy a ver a esa pancita —contestó el Bombero resignado.
Lo llevé al jardín sin encender el farol para que no viera, así, de golpe y porrazo, que el enfermo era un elefante.
El jardín estaba muy oscuro, de modo que cuando el Bombero oyó un extraño vozarrón que decía “¡Buuuuuh!” se asustó de tal manera que se me prendió del cuello y tuve que hacerlo upa, mientras él, temblando, gritaba: “¡Mamá!”.
Qué papelón.
—Pero qué vergüenza —le dije—, un Bombero con miedo.

Entonces recobró su sangre fría, saltó al suelo, se arregló la chaqueta, se lustró los botones con la manga y, empuñando el hacha y la manguera, se dirigió hacia Dailan Kifki.
—¿Pero esto qué es? —gritó—, ¿es la Luna del revés, es un monstruo japonés, es quizás una montaña o una gran pipiritaña?
Entonces yo encendí el farol.
El Bombero, al ver que el enfermo era un elefante, se cayó sentado encima de su manguera a lunares.
Levanté al Bombero con gran trabajo y, ya impaciente, lo reté.
—¡Sí señor, un elefante! ¿Qué tiene de escalofriante?
—Bueno bueno, no se enoje ni me pegue ni me moje —dijo el Bombero.
Y se puso a revisar a Dailan Kifki que cada vez lloraba mejor.
Y después de revisarlo el Bombero dijo:
—Para el dolor de barriga de elefante, la cataplasma de lechuga y aserrín es muy calmante.
Entonces fuimos a la cocina y trajimos unas cuantas plantas de lechuga, pero el aserrín era más difícil de encontrar.

Yo pensé ir a despertar al carpintero de la esquina, pero el Bombero dijo:
—No. Despertar a un carpintero es hazaña peligrosa, nos puede tirar con sueños de viruta venenosa.
De modo que entramos despacito en la casa, para no despertar a mi familia, y sacamos todos los muebles al jardín.
Empuñamos un serrucho y los dos serruchamos sillas, mesas, aparadores y estanterías, hasta obtener cantidad de aserrín suficiente como para una buena cataplasma de elefante.
Cuando conseguimos llenar unos cuantos baldes, el Bombero preparó el emplasto de lechuga y aserrín, lo extendió bien sobre una sábana y lo puso sobre la pancita de Dailan Kifki.
Y nos sentamos a esperar que mejorara, mientras yo le cebaba mate al pobre Bombero que estaba muerto de sueño y de cansancio.
Apenas habíamos tomado unos 742 mates cada uno, y ya empezaba a amanecer, cuando por fin Dailan Kifki dejó de lloriquear, suspiró, sonrió y dijo: “Uuuh”, muy aliviado.
—¿Estás mejor, nene? —le preguntamos.
Y Dailan Kifki nos contestó que sí, moviendo la cabezota de abajo para arriba y de abajo para arriba.

Lo tapamos bien, le cantamos a dúo un arrorró para elefante, y por fin Dailan Kifki se durmió muy contento.
Yo le di las gracias y un besito al Bombero, que se fue trotando con su chaqueta roja, su casco dorado un poco ladeado, su manguera a lunares y su hacha brillante como la Luna.
Y yo me fui a dormir, feliz por haber curado la terrible enfermedad de mi elefante pimpante barriga picante.


Capítulo 3
Mi papá, mi mamá y mi hermano Roberto se despertaron, y al minuto se pusieron todos a llorar y a patalear.
—¿Qué pasa? —pregunté yo, muerta de sueño porque había pasado muy mala noche a causa de mi elefante enfermo.
—¿Cómo qué pasa? —dijo mi mamá—. ¿No ves que estoy sentada en el aire?
Abrí bien los ojos y fui a verla.
Era cierto: mamá estaba sentada en el aire porque no tenía silla.
—¿Y yo? —gritó mi papá—, ¿te parece lindo hacerme dormir parado en el rincón?

Efectivamente: papá dormía de pie porque no tenía cama.
Y mi hermano Roberto dijo:
—Estamos fritos.
Con toda razón, puesto que también estaba sentado en el aire frente a una taza de café con leche colgada de la lámpara, porque el pobrecito se había quedado sin mesa.
Y todos chillaron a más y mejor cuando se asomaron en camisón a la ventana que da al jardín y allí vieron los restos de los muebles que durante la noche habíamos serruchado valientemente con el Bombero.
Yo les expliqué todo, pero no quisieron entender que un dolor de pancita de elefante es un asunto mucho más serio que unos cuantos muebles serruchados.
Protestaron, me retaron, mi papá me prometió hacerme chas chas en la cola y mi hermano Roberto dijo:
—Estamos fritos, réquete fritos, réquete fritos
—señalando al pobre Dailan Kifki con un dedo acusador.
Y lo que es peor, me mandaron a la carpintería a encargar otros muebles.
—No puedo seguir toda la vida sentada en el aire —protestó mi mamá con muchísima razón.

Me fui corriendo a la carpintería, sola; no quise llevar a mi elefante, que se moría de ganas de acompañarme, para no alborotar a los vecinos.
Golpeé bien fuerte y apareció el carpintero, con su preciosa barba de viruta que le llegaba hasta el ombligo.
—Buenos días, señor carpintero —le dije—, vengo a ver si para esta tarde puede hacer unos cuantos muebles para mi familia.
—¿Usted está loquita? —me contestó.
—No, señor carpintero, le pagaré el doble si es necesario.
—Je —dijo el carpintero—, ¿y la madera, eh?
—Bueno —le contesté—, supongo que usted, como buen carpintero, tendrá madera, y clavos, y serrucho, y todo lo necesario, ¿no?
—Je —volvió a decir—, no hay madera.
—No me diga... ¿no hay madera?
—No hay.
Y el carpintero se me acercó con aire de misterioso, se me acercó tanto que me pinchó la oreja con la barba, y me dijo:
—¿Usted sabe de dónde se saca la madera?
—Por supuesto —le contesté—, de los árboles.
—Je, ¿y dónde están los árboles?

—Por todas partes, en los bosques, en las calles, en...
—Je, pero si usted corta los árboles sin permiso, viene el vigilante y... chas chas.
Ahí sí que me asusté, porque bastantes amenazas de chas chas tenía en mi propia casa.
—¿Y entonces qué hacemos, señor carpintero? —le pregunté desesperada—, ¿de dónde sacamos la madera?
No me contestó, pero haciéndome señas muy misteriosas me condujo a su taller, caminando sobre una alfombra de viruta, aserrín y maderitas perfumadas. Encendió un farol, levantó una tabla del piso y sacó un cofre.
Adentro del cofre había una caja.
Adentro de la caja había otra caja.
Adentro de esa caja había otra caja.
Adentro de esa caja había un portafolios.
Adentro del portafolios había una cartera.
Adentro de la cartera había un estuche de terciopelo.
Adentro del estuche de terciopelo había un monedero.
Adentro del monedero había un paquetito de papel de seda.

Adentro del paquetito de papel de seda había un poroto.
El carpintero lo lustró un poco con la manga y me lo tendió.
—¿Y qué hago con este poroto, señor carpintero? —le pregunté creyendo que se había vuelto loco.
—¿Cómo qué hace? ¡Lo siembra!
—¿Lo siembro? ¿Y para qué, se puede saber?
—¿Cómo para qué? Del poroto saldrá un brote y del brote una ramita, de la rama saldrá un tronco y del tronco un arbolito y allá arriba, muy arriba, cantarán los pajaritos.
—¡Pero señor carpintero —le dije angustiada—, cuando el árbol crezca y tenga pajaritos nos va

a dar lástima cortarlo para hacer madera! Además, mamá ya va a estar aburrida de sentarse en el aire.
—Je, qué le vamos a hacer —dijo el carpinte-
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