Lo que Natalia no sabe

Cecilia Curbelo

Fragmento

Mamá duerme

Todo comenzó aquel mediodía cuando llegué del liceo.

El trayecto desde el liceo a casa había sido una pesadilla. Ernesto y Vale, mi mejor amiga, se pasaron discutiendo. Ernesto siempre quiere tener la razón en todo y Vale va al choque, así que dos por tres se cruzan y se vuelven insoportables. Yo creo que en el fondo a Ernesto le gusta Vale, pero no se anima a confesárselo. Mucho menos después de lo que pasó entre nosotros el año pasado.

A mí me aburren y malhumoran sus peleas, por lo que me junto con Ale, el hermano menor de Ernesto, y camino junto a él contándonos chistes tontos hasta que llegamos al complejo de casas y apartamentos donde vivimos los cuatro.

Vale dice que es una bendición que seamos mejores amigas y además vecinas, pero por momentos no estoy tan segura, porque tenerla tan cerca hace que no deje de comparar la realidad de su familia con la que tengo yo. Quisiera tener un hogar como el de Vale, en el que la mamá es como cualquier otra mamá y no como Marcela, la mía, tan inestable e impredecible.

Sé que suena espantoso pero, aunque evite decirlo en voz alta, no quita que sea verdad. Es que cuando abro la puerta de mi casa, nunca sé con lo que me voy a encontrar del otro lado. A veces mi madre está de excelente humor, al punto de que es capaz de hacerme desternillar de risa por horas. Se vuelve el ser más luminoso del planeta, se divierte, canta, baila y parece no cansarse nunca. Ni siquiera necesita dormir. Se queda despierta por días con una energía envidiable.

Claro, yo termino agotada, pero me hace feliz verla bien, aunque sobregirada.

Recuerdo, por ejemplo, aquella tarde que llegué de la escuela y la encontré cantando. Me tomó del brazo, giramos y danzamos por el estar, riendo a carcajadas. Después salimos a tomar helado y me dijo que yo era lo mejor que le había pasado en la vida. No paró de hablar. Llegó a aturdirme y me perdí en sus conversaciones, que eran más bien monólogos. Pero no me importó: solo deseaba que su alegría no terminase nunca.

También aquella noche de invierno en la que pasamos haciendo planes de viajar por el mundo. Mamá desplegó mapas y me mostró imágenes de montañas rusas. Yo tendría unos ocho o nueve años. Aún puedo sentir mi respiración acelerada y ansiosa, contagiada por el entusiasmo de mamá, que pegó los mapas a las paredes del apartamento, los marcó, los pintó y luego me pidió un cuaderno de la escuela en el que escribimos varias listas y apuntes: lo que deberíamos comprar para acampar en la selva de Brasil, cuántas semanas nos llevaría recorrer a pie el parque Yosemite en Estados Unidos —tal vez sería mejor alquilar una caravana— y qué tal sería conocer la Antártida. Estuvimos en esa tarea divertidísima hasta pasada la medianoche, cuando caí rendida al sueño profundo.

Pero ese inmenso globo de ilusión se pinchó justo a la mañana siguiente, cuando mi madre amaneció sumida en una honda melancolía y se negó a levantarse por tres días. Nunca más volvimos a hablar de viajes.

Porque esos momentos luminosos dan paso a los oscuros, en los que se mete en la cama y no se levanta ni siquiera para comer o ducharse. Simplemente llora, duerme o fija la mirada en el techo por una eternidad, sin contestar, sin hablar.

En esos días empapados de desolación, los desperdicios se acumulan, las moscas revolotean y el apartamento huele muy mal. De pequeña me quedaba quieta observando el recorrido de las moscas o de las cucarachas que trepaban por el tacho de la basura desbordado.

Tenía miedo, pero mamá no se despertaba aunque la sacudiese. De la escuela regresaba con un hambre atroz, pero me encontraba con la heladera vacía o con leche vencida desprendiendo olor a podrido. El hambre me llevaba hasta lo de Valeria, donde su madre me preparaba una merienda con leche chocolatada y torta de vainilla. Y después me entregaba un táper con algo para el almuerzo del día siguiente.

Al principio me preguntaban por mamá, pero pronto dejaron de hacerlo porque mi respuesta era siempre la misma: “Mamá duerme”.

Lo que desconocía en ese entonces era que duerme bajo los efectos de una medicación fuertísima que no sé cómo consigue. Sé que duerme para que pase la tormenta que la acecha, porque no sabe o no puede luchar contra ella.

En ciertas oportunidades, cuando la situación se tornaba insostenible para una niña pequeña, me mudaba por tres o cuatro días al apartamento de algún vecino del complejo.

A mí me gustaba quedarme en otras casas. Dormir en sofás que olían rico. Que lavasen y planchasen la túnica de la escuela. Que me peinaran con esmero.

Pero también me mortificaba dejar a mi madre sola. Quería abrazarla y fundirme con ella. Sentir latir su corazón. Besarla.

Y comenzaba a llorar. ¡Era una niña!

Los vecinos hacían lo que podían por consolarme. “Es por poco tiempo, Nati”, “tu mamá va a mejorar pronto”, “tenés que ser fuerte”, me repetían, mientras me acariciaban la cabeza y me acomodaban en un sofá del comedor o en una cama improvisada con almohadones.

Pronto aprendí a prepararme sola para ir a la escuela: a los ocho años ponía el despertador, tomaba la leche que yo misma me calentaba en el microondas y me peinaba lo mejor que podía. Luego tomaba la campera que colgaba de un gancho, me ataba la bufanda al cuello en invierno y partía caminando con Valeria y Ernesto.

Una vez, cuando tres niñas dejaron de jugar conmigo porque “olía feo”, tuve un episodio de angustia. Pero me repuse. Empecé a asegurarme de que mi túnica luciese limpia (le quitaba incluso las manchas de lapicera con alcohol, como me enseñó la mamá de Vale) y que la moña estuviese bien hecha. Me bañaba cada noche y antes de salir a la escuela me ponía un perfume de mi madre que había en el botiquín del baño.

Pero sería injusto contar únicamente los extremos en el carácter de mi mamá y obviar que —en la medida que le era posible— se desvivía por mí. Fue la que estuvo a mi lado cuando tuve un período de pesadillas muy angustiantes en los que creía que mamá me abandonaba. Mi madre se quedaba conmigo toda la noche. Fue la que insistió, hace unos años, para que la única habitación de la casa fuese la mía, pero yo preferí dejársela a ella: la necesitaba mucho más que yo. Fue la que me defendió frente a todas las autoridades del liceo cuando un compañero hizo correr el rumor de que podía ser yo la culpable del robo de un celular. Por supuesto, el celular después apareció y se supo que quien lo robó había sido alguien ajeno al liceo, pero mi madre no dudó un solo segundo de mi palabra y se enfrentó a todos sin cuestionarme. Fue la que, en mi cumpleaños número cuatro, se disfrazó de Peppa Pig, mi personaje favorito en aquel entonces, y animó la pequeña fiestita que hicimos en el complejo. Fue la que intentó más veces de las que puedo recordar cocinar un tiramisú porque le comenté que lo había visto en un canal de YouTube y quería probarlo. Nunca le quedó bie

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