La decisión de Camila

Cecilia Curbelo

Fragmento

De: [número desconocido]

Para: Cami

Mensaje: «Cami: encontrame en la plaza a las 5 pm»

Volví a mirar mi celu, como si no lo hubiera visto nunca, y releí ese mensajito corto pero archimisterioso.

Y entonces pensé… Listo. Te encuentro en la plaza, cómo no. Pero me gustaría saber de dónde saliste, quién te dio mi número, si te conozco, si de verdad vale la pena salir, con este frío espantoso, para encontrarme con vos. Porque la verdad es que no solo no tengo ni la más remota idea de quién sos, sino que encima me clavaste la duda terrible por saberlo, y si no voy a la plaza no lo voy a saber nunca, pero si voy puedo meter la pata hasta el fondo, ¿no?

Digo, con la cantidad de cosas horripilantes que veo en el informativo, más lo que me vive diciendo mi madre, mi padre, mis abuelos sobre el cuidado de hablar con extraños y todo lo malo que te puede pasar, bien podrías ser un secuestrador de menores o un asesino serial. El único detalle es que sabés mi nombre y mi número de celular, ¡y eso me desconcierta (y me intriga) bastante!

Alguien coherente le preguntaría a su amiga, a su madre, a su vecina: «¿Qué hago?» Pero a mí me paspa andar preguntando por ahí algo que debería saber yo misma, o sea, qué hacer. Siempre me fastidiaron un montón esas personas que antes de dar un paso le preguntan a medio pueblo si están haciendo bien en darlo, si deberían dar medio o tal vez salir a correr un maratón.

¡En fin! Me estoy yendo por las ramas y el asunto es que acá estoy en mi cuarto, recién levantada en este sábado de invierno, y de repente tentada de salir a encontrarme con no se sabe quién.

Me miro en el espejo grande, ese de cuerpo entero que me colocó el abuelo Roberto hace dos años al otro lado de la puerta de mi ropero. Aparte del pelo largo, esponjoso, castaño y revuelto de la dormida larguísima que me mandé, soy común. Bah, así al menos me veo: mido un metro sesenta, peso cincuenta y ocho kilos, y lo único que me hace ver diferente al resto de las chiquilinas es un lunar al lado del ombligo que solo yo conozco. Obvio, mi mamá también, pero a no ser por cuando voy a la playa y uso bikini, es un lunar secreto. Por suerte no me salieron los típicos granitos en la cara. Solo cuando me viene la menstruación me aparecen algunos, aunque se concentran en la frente. Pero no pasa todos los meses.

¡Pobres, algunos compañeros del liceo viven con granitos en la cara! Hay un varón en mi clase, se llama Miguel, que tiene granos de todos los tamaños y colores. ¡Puaj! ¡Te impresiona verlo de cerca! Está haciendo un tratamiento con un médico y se ve que le preocupa, por eso me enoja horrible cuando otros se burlan de él o hablan bajito a sus espaldas (una vez escuché a uno de los varones llamarlo «Miguel el Choclo» y no me aguanté: ¡fui y le dije de todo!), porque ta, lo que le pasa a mi compañero le puede pasar a cualquiera, y es como que no se ponen en su lugar… La verdad es que no sé si él se da cuenta, creo que sí. Por las dudas, yo disimulo lo más que puedo cuando se me acerca a hablar, porque sin querer los ojos se me van a alguno de esos granos gigantes y no lo quiero hacer sentir mal.

Lo que sí tengo son los ojos color café como estiraditos para los costados, así como los chinos o japoneses, pero no tanto. «Rasgados», me dice mi madre. Será eso. A mí me gustan, pero ahora. Porque durante un montón de tiempo, en el cole, mis compañeros me llamaban «la Ponja». ¡Ay, lo que sufrí cuando era más chica con ese apodo! Me sentía la más miserable de todas las personas, la que señalaban con el dedo, la que nunca tendría novio, la que siempre iba a ser distinta… Hasta me daba vergüenza salir a la calle. Lloré noches y noches… y era tal mi desesperación, que llegué a rogarle a mi madre para que me dejara estudiar desde casa y faltar a la escuela, como hacen algunas estrellas de Hollywood.

Fue espantoso, pero, increíblemente, pasé de esa angustia profunda a una bronca incontrolable. Ahí me zarpé mal, lo reconozco. Empecé a contestarle a todo el mundo y a poner apodos bien feos a cada uno de los que me llamaban así. Tanto hice, que terminé en la Dirección, bajo la mirada desaprobadora del director de mi colegio, que nomás con su voz grave ya te hace temblar. Me rezongó diciendo que esas no eran actitudes «tolerables» en la institución y bla, bla, bla…

Aunque traté de defenderme, no me dio pie a nada. Y encima, llamaron a mi mamá y tuvieron una reunión con ella. Después no me quedó otra que bajar unos cambios, mamá me habló de la importancia de respetar a los otros y todo eso, pero claro, ¿a mí quién me respetaba?

—Mamá, ¿no entendés que se burlan de mí? ¿A vos te gustaría que se rieran por tu tic en el ojo? Es refeo que se rían de vos, a nadie le gusta, así que no entiendo por qué no me apoyás. ¡Soy tu hija!

—Sí, mi amor, sos mi hija y por eso trato de hacer las cosas lo mejor que puedo. En este caso, Cami, te entiendo y mucho. ¿Vos te pensás que no se burlaban de mí en el colegio porque tenía este tic? ¿O que no me costó sentirme atractiva por ese motivo? Yo soy humana, igual que vos, y pasé por lo mismo. Pero aprendí que a veces pagar con la misma moneda solo te trae más disgustos y complicaciones.

—Todo bien, ma. Pero no tienen derecho a…

—Claro que no, Cami, nadie tiene derecho a hablar de los demás y mucho menos a burlarse o a ponerse apodos feos, pero es la realidad: pasa. Lo que quiero es que aprendas a manejarlo para que vos tampoco te vuelvas una persona así, que critica, que juzga, que está pendiente de los defectos ajenos. Porque eso va a hacer que a la larga te termines envenenando por dentro, juntando odio, sentimientos que no te dejan nada bueno…

—Seguís sin entenderme. Parece que estamos en distintos planetas —le reproché mientras me cruzaba de brazos y miraba enojadísima hacia un costado.

—No, Cami, te juro que te entiendo, mi amor… Es que yo viví más que vos. Me encantaría decirte que te voy a proteger siempre, que te cambio de colegio y listo, que de ahora en más podés estudiar desde casa, no sé… Pero te estaría haciendo un daño terrible. Parte de crecer es esto. Es decepcionarse, caerse, levantarse y seguir adelante. ¿Y sabés qué? También parte de crecer es aceptarse uno mismo tal cual es para que el resto también nos acepte tal cual somos, con lo bueno, lo malo, lo intermedio… A mí, por ejemplo, me encantan tus ojos rasgados. Además, ya sabés que tu bisabuela los tenía así.

—¿En serio? ¿Cómo era? —le pregunté interesada de repente.

—Cami, te lo conté otras veces…

—Ay, ma, pero no me acuerdo. ¡Contame de nuevo! —le rogué. ¡Me encanta que me cuenten historias de la familia! Y aunque me acordaba perfecto de lo de mi bisabuela, quería que mi mamá se sentara conmigo y me dijera otra vez todo lo que ya sabía de la historia.

—Esperá que busco una foto, creo que tengo una a mano en la caja de fotos viejas. Vos ya la viste, pero capaz que no te acordás. Era una mujer hermosísima.

—¿Y no estaba traumada con eso?

—Bueno, nunca me pareció. Ya te dije antes que era chica cuando ella murió, pero siempre la vi como una mujer muy segura de sí misma, y ese rasgo, justamente, a mi entender, era lo que la hacía ser tan bella, tan única, tan ella<

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos