Las dos caras de Sofia

Cecilia Curbelo

Fragmento

Hay veces que me odio. Odio mi manera de ser, en quién me convierto cuando quiero agradar, las cosas que hago, digo y cómo las digo. Odio mi manera de moverme, mis gestos y hasta mi apellido. ¿Por qué no pude haber tenido un apellido más común, al que nadie le cueste pronunciar?

No, claro. Lo mío siempre tiene que ser complicado, difícil, extraño, o llamar la atención por algo.

Cuando, en la clase, el profe de Matemáticas pasa la lista y llega a mi apellido, Vukovarsko, es en fija que se le va a trabar la lengua y va a decir cualquier cosa. Como uno que una vez dijo «Busco vaso» y se reía él mismo. De terror, el hombre… Yo encima tuve que levantar la mano.

Y, como ya es rutina, los chicos de la clase se van a reír y va a pasar igual en cada una de las clases nuevas que tenga, con cada uno de los profes con los que me toque. Sí, ta, es gracioso. Puede ser motivo de risa, qué bien. Pero a mí eso ya me tiene harta, además que risa, lo que se dice risa, no me provoca. No se me mueve un músculo de la cara y menos de la boca. No entiendo la gente que se ríe de cualquier estupidez.

Si tuviera que describirme, diría que soy un poco ácida y —debo reconocerlo— creída y altanera cuando soy Soff. Me enferma andar riéndome de chistes idiotas solo para quedar bien, como pila de personas hacen.

Así que volviendo al temita este de mi apellido, que se suma a otros asuntos que me dificultan la existencia, ninguno me creería si digo que por momentos yo, posta, posta, quisiera pasar desapercibida. A un Gómez, a un Ramírez, a un Gutiérrez nadie le da bola, quiero decir, a nadie le llama la atención, no se fijan, porque es parte de lo «normal». Seguís de largo, como quien dice. Pero Vukovarsko… ¡Fua!

Encima que detesto andar dando información, mi apellido me genera otra cosa: que la gente empiece a preguntar, y que yo tenga que responder, como un loro:

—Pero, ¿de qué origen es tu apellido? ¿Ruso?

—No. Croata. —Y por las dudas de que no sepan qué es ser croata, aclaro—: Es de Croacia.

—¡Ah, qué interesante, de la ex Yugoslavia!

(¡Pfffff! Ya se quiere hacer el que sabe de historia, ¡OMG!)

—Sí y no. Croacia ahora es un país libre, independiente de Yugoslavia. Igual, hace pila que vinieron mis bisabuelos, o sea, los abuelos de mi padre, así que no me pregunte más nada de ese país porque mucho no sé.

Mentira, sé, pero no me voy a poner a explicar cosas que para los demás son una masa absoluta. Toda la historia de cómo los serbios y los croatas estuvieron en guerra hasta hace relativamente poco, y cómo la gente sufrió verdaderas pesadillas.

Pero ta, lo que quiero decir es que un simple apellido trae un torbellino de diálogos que no me interesan en lo más mínimo, y me revienta tener que andar charlando con profesores o gente que se hace la sabihonda con respecto a la historia mundial.

También puede resultar difícil de creer que con tanta gente que me sigue en Twitter y los cientos y cientos de amigos que tengo en Facebook, más todas esas chicas del liceo que quieren ser como yo, que me persiguen por todas partes como un fiel séquito, que me piden consejos, que me idolatran…, en realidad esté más sola que un perro. Porque hasta los perros están acompañados y son queridos, pero sacando a Lele, es decir, a mi abuela Celeste, ¿con quién cuento, en realidad? ¿A quién le puedo confesar todo esto que me pasa? ¿Quién —de mi edad— me conoce de verdad-verdad como para ser mi soporte? ¿En el hombro de quién puedo llorar tranquila sin que me dé vergüenza de que se me desfigure la cara o de que las lágrimas me corran el rímel que a veces me pongo para parecer mayor?

Y, por sobre todas las cosas, ¿quién podría entender, sin juzgar, el secreto que guardo en mi casa y en el fondo de mi corazón, que además me lo va destruyendo de a poquito cada día que pasa? Ese secreto que solo Lele y yo conocemos. Que para Lele tal vez sea más fácil de digerir pero para mí es todo, con mayúsculas, TODO. Ese secreto que es esa puerta cerrada del altillo donde se esconde lo que necesito y no puedo tener.

No. No tengo a nadie que pueda comprender lo que siento… Mis compañeros me ven y piensan en mi vida perfecta, porque, claro, por fuera soy tan impecable, tan «diosa», «tan segura de ella misma», como dicen…

Me envidian el pelo largo, castaño, y de rulos que me llegan como resortes mágicos hasta la cintura. Los labios carnosos, los ojos rasgados de un verde profundo y claro, la nariz respingona y el cuerpo delgado, musculoso y ágil, que en invierno escondo bajo ropa divina y, por supuesto, de marca. Jamás me pongo algo que sea de la feria. ¡No, no, no! ¡Antes, muerta! Me fijo que las prendas combinen entre sí y con los accesorios. Es parte de lo que soy, de lo que creé y de lo que me protege del mundo exterior. No lo puedo descuidar. Envidian mi manera de caminar, de ser, de hablar por mi iPhone, incluso las palabras que mecho del inglés. Les encanta. Y me imitan. En el fondo, me gusta, bah, me gustaba…, me hacía sentir que era importante, que era famosa, que era una diva, que era un ejemplo a seguir…

Pero… ¿cuándo es que me di cuenta de que todo eso no era más que una farsa? ¿Que en realidad estoy completamente sola, que me carcome mi vida maltrecha, mi familia desintegrada, mi secreto del altillo y mi falta de respeto hacia mí misma que me llevó a estar con algunos chicos por el simple hecho de mostrarme capaz de conquistarlos?

A veces pienso si fue cuando me hice «amiga» de Elena, la besta de esa nenita malcriada de Camila que se las da de sencilla… Ajjj, ¡la odio! ¡Pensar que ella tiene tanto, tanto, tanto! Se nota que adora a su hermano (aunque, cuando lo veo, es un chiquilín tan imbancable que ¡mamita querida, no sé cómo lo aguanta!), tiene a su mejor amiga, además de otras que le son re fieles como Paola, como Florencia… y, por sobre todo esto, tiene a su madre.

Una vez la escuché hablar de ella con tanto orgullo que casi se me atragantó el corazón. Estábamos en las gradas del club, esperando que terminase de jugar al volley el equipo del otro cole, y ellas no me habían visto, pero yo había llegado hacía un ratito y tanto Florencia como Camila estaban sentadas dos gradas por debajo de mí, así que se escuchaba perfecto lo que charlaban:

—Se lo conté todo a mi mamá —decía Camila—. Mi madre es lo más, Flor, te juro que la admiro tanto… O sea, vos capaz no te das cuenta de pila de cosas porque tus padres están juntos, entonces como que supongo que se dividen las tareas de la casa y eso…

—Bueno, sí, maso… A veces mi viejo hace más que mi madre —le contesta Florencia, que se la pasa haciendo chistes. Es fanática del humor y hasta hace caricaturas que, confieso, están bien cool—. La ropa la plancha papá y también lava los platos. Yo le digo a Fede que tiene que aprender de él porque si un día nos casamos tiene que hacer todo eso.

—Ta, pero fuera de broma, mi madre, aparte de trabajar mil horas en el laboratorio, no sé cómo hace pero tiene tiempo para escucharme y aconsejarme, consolar a mi hermano, ayudarlo con los deberes…

—Sí, es divina tu vieja.

—¡Ja! Dejá que le diga que le dijiste «vieja». —Se ríen.

—No, pero en serio, tiene re buen corazón.

—Tal cual, por eso te di

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