A Herberts Cukurs lo mataron a martillazos en una casa de balneario situada en las afueras de Montevideo. El hombre, que había colaborado con los nazis durante la ocupación de Letonia, fue emboscado por un comando israelí infiltrado en Uruguay desde territorio argentino. Tras abrirle el cráneo como si fuera una calabaza, los atacantes le encajaron dos balazos por si acaso, aunque ya estaba muerto. Luego lo envolvieron en una frazada y lo metieron en un baúl. A manera de recordatorio colocaron sobre su pecho, junto con el martillo utilizado para cometer el crimen, un texto descriptivo de una masacre perpetrada en 1942 por tropas de las SS en Ucrania.
A continuación, los ejecutores se dedicaron a limpiar la escena del sacrificio. De acuerdo a los resultados posteriores es evidente que lo hicieron a las apuradas. Una vez cumplida la tarea, el jefe del comando volvió a comprobar el óbito, cerró el baúl y ordenó colocarle unos candados. Ese era el final previsto. El grupo abandonó la casa y se marchó del lugar en tres automóviles Volkswagen modelo escarabajo, los que fueron observados por varios albañiles que trabajaban en una construcción cercana. Al doblar en la primera esquina, la comitiva enfiló rumbo a la ciudad.
El crimen ocurrió el 23 de febrero de 1965, pero en ese momento nada se supo. En Uruguay, el presidente del gobierno había fallecido de forma súbita a comienzos de ese mismo mes. Tras el luto oficial y los funerales solemnes, el relevo del mando se efectuó sin excesiva pompa ni sobresaltos. A rey muerto, rey puesto. Así que luego de ese trance los días siguieron apacibles, con la molicie propia del verano en el sur del mundo.
Cukurs vivía con su esposa y sus hijos en Brasil, país en el que la familia se había afincado después de la guerra, en 1946. Su mujer daba por sentado que el laborioso Herberts estaría haciendo negocios en Montevideo, de modo que no se alarmó ante la falta de contacto. Los ejecutores, por su parte, se dispersaron esa misma tarde y luego tuvieron la precaución de cruzar el Atlántico, cada uno por una ruta distinta, para perderse en ciudades tan populosas como París o Roma. El destino final de todos ellos era Tel Aviv.
El cadáver recién fue descubierto once días más tarde, ya putrefacto, gracias a una denuncia efectuada desde Düsseldorf por los propios autores del homicidio, quienes a través de una carta brindaron la ubicación exacta de la casa, dieron a conocer una especie de proclama con las acusaciones contra Cukurs y comunicaron la ejecución de la sentencia correspondiente. En ese texto escrito en inglés —mecanografiado, según las pericias, en una máquina de escribir marca Alpina— y enviado por correo a las oficinas de la agencia de noticias AP en Bonn, ellos se denominaban a sí mismos «Los que nunca olvidarán». Era un título de fantasía para designar a una organización inexistente.
Era un nombre apócrifo, aunque no del todo. Los integrantes del comando llevaban marcadas a fuego las cicatrices del Holocausto. Cada uno de ellos tenía parientes directos entre las víctimas de los nazis: los padres de uno, los abuelos de otro, hermanos y hermanas, cuñados y cuñadas, tíos, primos, sobrinos. Se puede decir que «Los que nunca olvidarán» no era un nombre real, pero era verdadero.
La historia del asesinato de Cukurs fue contada cincuenta veces, cien veces. Se han hecho películas, obras de teatro, canciones, performances. Se escribió sobre ella en hebreo, inglés, español, portugués, alemán, letón, ruso. La polémica no tiene fin. Algunos académicos han sugerido que, debido a eso, el episodio ha ganado una posteridad a todas luces excesiva. Ensayos, reportajes, tesis de grado y hasta testimonios de primera mano abordan aquel crimen ocurrido hace más de medio siglo. Desde entonces, sin tregua, los dilemas jurídicos y morales se cruzan con mentiras, acusaciones y reproches.
Ahora yo lo escribo otras cien veces, busco más testimonios, más reportajes, más datos falsos. Lo retoco, le agrego una coma, le quito un adjetivo, voy y vengo, me pierdo. Trato de avanzar por ese camino, siempre al borde de un pozo profundo. Doy vueltas alrededor del agujero para buscar las piezas que faltan, los secretos guardados en alguna parte. Quizá estén ocultos en la bóveda blindada que ha de tener el Mosad en un edificio bien disimulado en los alrededores de Tel Aviv. Una bóveda en un sótano a prueba de bombas, de periodistas y de curiosos. Y también a prueba de mentiras y distorsiones, porque la muerte de Cukurs ha sido una fábrica de patrañas elaboradas con los fines más diversos, algunos de ellos incomprensibles.
Doblemente incomprensibles. A primera vista, esa historia es un apunte marginal y tardío de algunos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial. Letonia, una patria que casi nunca existió como país, no fue un lugar relevante en el teatro de operaciones, y si bien en 1941 Herberts Cukurs era considerado una estrella en el firmamento europeo de la aviación, su asiento en el escalafón de la criminalidad nazi acabó por ser insignificante. Para colmo, la venganza judía contra él fue desprolija, tanto que ha provocado mil hipótesis.
De a poco he logrado avanzar bordeando el pozo de aquel asesinato. Pude sortear algunos escollos, pero no me ilusiono. Cada vuelta enseña una variante nueva, una leve torcedura en esa noria incierta. Se hace evidente que nada de lo sabido resulta fiable por completo. A veces son simples espejismos, la ilusión de haber encontrado un elemento clave que despejará todos los enigmas, lo cual se revela enseguida como un desatino. En ocasiones lo que me distrae y confunde es una especie de murmullo, un coro que recita fechas, nombres y lugares. Son voces que surgen aquí y allá en viejas cintas de película, en papeles celestes, en mapas con círculos donde se marcan sitios infames.
La trama del crimen, más oculta que descubierta, es una madeja enredada a propósito una y otra vez. El mecanismo para producir ese formidable embrollo ha sido simple: los que no tenían nada para decir hablaron todo el tiempo, y los que podían contar la verdad se empeñaron en callar. Nombres cambiados, fechas alteradas, lugares inexistentes, misterios de pacotilla, expedientes guardados bajo siete llaves, confesiones falsas, felonías.
Y también están las exageraciones. Me ha impresionado una versión reciente que incluye un dato estremecedor sobre el forcejeo previo al asesinato. Al parecer, mientras Herberts Cukurs luchaba por su vida contra los atacantes, antes de recibir el primer martillazo logró, con una dentellada, arrancarle un pedazo de dedo a uno de sus agresores. Lo mordió y se quedó con un trozo de dedo dentro de su boca. Había un relato previo que mencionaba ese mordisco, pero ahora resulta que la arremetida fue de tal ferocidad que una falange del asesino quedó metida en la boca de la víctima. Lo cuenta el periodista Ronen Bergman en un libro publicado en 2018 en Nueva York por el sello Random House.
Bergman está en contacto con fuentes de primer nivel en la Inteligencia de Israel. El libro, un mamotreto de setecientas páginas que se titula Rise and Kill First, lo leí para adelante y para atrás más de una vez. En realidad, aunque allí se ventilan decenas de operaciones encubiertas, asesinatos, atentados y otros muchos trapos sucios de los servicios israelíes y de los sucesivos gobiernos de ese país, acerca de Herberts Cukurs hay poca información, y la que hay es de pésima calidad. El autor le dedica dos páginas al episodio y los datos más básicos que ofrece están equivocados y, por lo tanto, todo el relato me genera desconfianza.
Escribe, por ejemplo, que la casa alquilada por el Mosad en Uruguay era «una lujosa mansión», lo cual es erróneo sin atenuantes, pues se trataba de una muy modesta vivienda que ni siquiera disponía de agua corriente. Agrega que en esa supuesta mansión esperaban a Cukurs «tres asesinos», cuando en realidad los emboscados allí eran cuatro, cinco si sumamos al que lo condujo mediante engaños hasta la casa, y seis con el observador que vigilaba dentro de un automóvil a pocos metros del lugar. Todos ellos aguardaban el momento propicio para matarlo. Bergman informa además que los complotados dejaron la sentencia firmada por «Los que nunca olvidarán» sobre el cuerpo del ejecutado, y eso también es mentira.
Concluyo que no hay motivos para creer en la versión sobre el pedazo de dedo arrancado. Supongo que será otra pista falsa, pero me pregunto qué sentido tiene sembrar una nueva pista falsa a partir de un trozo de dedo, sobre todo si la siembra se realiza cincuenta años después del crimen a través de un periodista que tiene credenciales de seriedad.
Le comento mis reservas a un amigo, al que llamaré Juan, quien además de ser profesor de Economía es un veterano analista de Inteligencia y, como tal, entendido en los meandros del espionaje. Soy de las pocas personas que están al tanto de sus actividades en ese ámbito. En general todos creen que él es un anodino docente universitario, alguien sin ningún destaque. Pero esa labor es apenas una fachada que le permite realizar otras tareas —mejor remuneradas y no tan edificantes—, las que acomete con facilidad debido, según él, a su casi infinita capacidad para asociar elementos en apariencia inconexos entre sí. También tiene, hay que reconocerlo, una memoria de elefante.
Somos amigos desde la adolescencia y le he sacado las castañas del fuego en más de una ocasión, así que me debe un par de favores. Empezó su carrera en una Embajada con labores de carpetero. Recolectaba información pública para confeccionar diagramas con fines de espionaje. Leía diarios, revistas, edictos, folletos promocionales y cuanto escrito cayera en sus manos; fijaba puntos aislados y después unía esos puntos y formaba figuras. Establecía correspondencias ocultas a partir de avisos fúnebres, declaraciones de personajes políticos, quiebra de empresas, algunos casamientos de la alta sociedad y ciertos viajes al extranjero. Los resultados eran sorprendentes y sus habilidades lo hicieron subir como un cohete. Ingresó sin tropiezos en ese mundo de códigos encriptados, dobleces y pasadizos ocultos.
Elegante, vestido con una distinción algo anticuada, Juan puede parecer una especie de dandi ya en el ocaso, pero en realidad es una máquina de procesar información. A veces se muestra como un hombre atento a su familia, un ciudadano puntilloso y conservador, aunque sus capas de fingimiento se superponen unas sobre otras y nunca se sabe si lo que enseña no es más que un artificio. Cada tanto vamos a almorzar juntos, y en esas ocasiones él acepta y hasta disfruta de mis pedidos para examinar asuntos de su oficio. Hace ya tiempo que lo fastidio con cuestiones referidas al Mosad, el Shin Bet y los israelíes, temas de los que conoce bastante.
Habla varios idiomas y quizá por eso le gusta demorarse en las palabras. Hoy toca el tema del argot. Se regodea en los detalles, con fruición me comenta que el lenguaje del Mosad, como el de cualquier servicio secreto, ha sido construido pieza por pieza a lo largo del tiempo, y que por eso está lleno de pasadizos, zonas oscuras y claves que al común de las personas les pueden sonar hasta ridículas, pero que ayudan a confundir, pues de eso se trata. Se pone pedagógico:
—Ellos tienen su propia jerga. Un agente operativo del Mosad es un katsa. Un colaborador local es un sayan. A un correo secreto le dicen bodel. El jefe máximo es el Memuneh…
El lexicón que despliega Juan es, además de impresionante, hermético para quien no sea un experto. Un galimatías. Él define y pone en contexto palabras que de por sí me suenan amenazantes: kidon, nokim, Bat leveyha, het. Son como tajos en el aire.
Por fin le pido que se detenga. Sonríe compasivo. Le cuento lo que he averiguado sobre Herberts Cukurs y su asesinato, y le menciono la historia del dedo mordido. Él no parece sorprendido con las incongruencias del libro de Bergman. Me escucha, pide un filete de lenguado, pone cara de inocente y comenta que cualquiera puede caer en esas trampas.
—Esos tipos no dan puntada sin hilo —dice.
No termino de entender el sentido de esa frase. ¿Quiénes son esos tipos? ¿Cuál es el hilo en este caso? Mi amigo habla en voz baja, pero utiliza un lenguaje casi doctoral, como si disertara en algún paraninfo. Me explica que esparcir datos inexactos es una vieja maniobra practicada en los ámbitos del espionaje para desprestigiar los resultados de una pesquisa o, más simplemente, enredar algún asunto. Agrega que es un método llamado «diseminación de contrainformación» y que es considerado benigno pues no implica ningún tipo de violencia física.
—Es la típica basura que cada tanto filtran para que llegue a manos de algunos periodistas: datos, rumores, un poco de verdad, otro poco de mentira. Al final nadie sabe qué hay de cierto en lo que se dice.
No obtengo ninguna respuesta satisfactoria de Juan, quien se ofrece para leer los materiales que he recopilado sobre el caso y ver si encuentra algo que a mí se me haya escapado. Lo más fácil es enviarle los archivos por correo electrónico, pero él se vanagloria de pertenecer a la vieja escuela. Argumenta que utilizar el correo electrónico para esas cosas es de principiantes.
—Prefiero una caja con papeles —dice, y se dedica a su filete de pescado.
El hueco sigue allí. La posibilidad de ensamblar todas las piezas del puzle se vuelve cada día más remota porque la imagen que debo armar se modifica de manera incesante. Los hechos que antes eran aceptados por todos hoy son puestos en tela de juicio. Algunos datos falsos se han enquistado en la trama, persisten pese a las evidencias en contrario y son repetidos una y otra vez aquí y allá. En Riga se reivindica públicamente a Cukurs como héroe nacional y se niega su participación en las matanzas de Letonia, tal vez porque si lo segundo fuera cierto lo primero sería vergonzoso. La exitosa cantante pop Laura Rizzotto, bisnieta del asesinado, declara que se siente orgullosa de aquel bisabuelo al que no llegó a conocer: «Era una especie de Indiana Jones», dice. En Buenos Aires, una investigadora alemana llamada Gaby Weber asegura que, respecto a ese asunto, «todavía hay en curso un operativo de desinformación del Mosad». Y en Jerusalén, el mismísimo director del Centro Simon Wiesenthal, el cazador de nazis Efraim Zuroff, lamenta que «la ejecución extrajudicial de Cukurs haya servido como catalizador para justificar los intentos de restaurarle el estatus de héroe en Letonia».
Cuando empecé a trabajar en este caso, hace dos años, pensé que se trataba de ordenar un montón de elementos dispersos y de darle exactitud a un conjunto de detalles no del todo claros en una historia que, si bien en su momento había tenido aristas trepidantes, ya estaba terminada. Sin embargo, con cada vuelta que doy en torno a ese enorme agujero, comprendo que buena parte de los elementos que manejo son falsos, que hay demasiados detalles borrosos y que mucha información todavía no se conoce. Resulta que esa historia no está terminada. Por el contrario, recién empieza.
***
La vivienda señalada en el comunicado de los asesinos estaba ubicada sobre la calle Colombia del balneario Shangrilá, a veinte kilómetros del centro de Montevideo. Era una construcción de veraneo modesta, con dos dormitorios, sala de estar, cocina, baño y un retiro frontal que daba a un camino de tierra, el que desembocaba cien metros más adelante en una magnífica playa. A lo lejos, sobre el río, se podía divisar la silueta de la isla de Flores y más allá, hacia el este, las últimas estribaciones de la sierra de las Ánimas.
En aquel entonces Shangrilá era un lugar muy poco poblado. Conocí bien el balneario en esa época, pues mi tío Luis Bassi tenía allí una casa de descanso, de modo que pasé varias temporadas de mi infancia, en enero y febrero, a pocas cuadras de la calle Colombia. Apenas si había en la zona algunos chalés, un almacén de ramos generales y una farmacia. En verano funcionaba, en un galpón ubicado frente al almacén, un comercio en el que se alquilaban bicicletas y también se arreglaban pinchazos. Las calles, sin alumbrado, eran de tosca y pedregullo, trazadas entre pinares y montes de eucaliptos. Sobre la playa se apreciaba una sucesión de médanos que resistían año tras año las sudestadas gracias a la vegetación costera de acacias y colas de zorro. Durante el día, en las vacaciones estivales, esos médanos y esos pinares se poblaban con el bullicio de nosotros, los veraneantes, pero las noches allí eran tranquilas.
La presencia de varios integrantes del grupo infiltrado para liquidar a Cukurs pasó inadvertida. Más allá del celo y la discreción con que se movieron los agentes del Mosad, en la manzana donde se ubicaba la casa apenas si había otras dos viviendas, ambas deshabitadas, y una tercera que estaba en construcción. La finca había sido alquilada a través de un artesano de apellido Mavridis, un griego que prestó su nombre para el arriendo a cambio, supuestamente, de unos dólares.
En el día previo al asesinato, tres de los conjurados acamparon en la casa. En Montevideo, salteándose las directivas originales, habían comprado dos catres de campaña, una mesa plegable, unas banquetas, toallas y sábanas. La vivienda no tenía muebles ni contaba con las comodidades mínimas. El agua, saturada de hierro, debía ser extraída mediante bombeo manual de un pozo situado en el patio, y luego acarreada en un balde hacia el interior.
La casa aún existe y pese a los cambios es fácilmente reconocible. Todavía muestra, a manera de adorno en la pared frontal, un friso de piedra laja de noventa centímetros de altura, que le fue colocado cuando se construyó en 1956. La mayoría de las lajas son de un gris parejo y todas tienen los bordes bien ensamblados entre sí. La puerta principal, ubicada justo al centro de la edificación, sigue flanqueada como entonces por dos ventanas idénticas, que sirven para proporcionarle luz natural y ventilación a la sala. En aquel tiempo, en uno de los costados de la vivienda había una ventana pequeña y a su lado una puerta de chapa que permitía el acceso a la cocina desde el exterior.
***
El malestar, lo recuerdo con claridad, comenzó en noviembre de 2014. Fue un mes lleno de ruido en Montevideo, con variados discursos y expectativas, pues un par de semanas más tarde se celebraría la segunda vuelta de las elecciones a la Presidencia de la República. Ajeno por completo a esa agitación y algo apático ante lo previsible del resultado, yo desgranaba pensamientos inútiles en una mesa de café. Desde hace años mantengo la costumbre de invitarme a mí mismo, una vez a la semana, a tomar un café y dejar que el tiempo corra, mientras la ciudad pasa tras el ventanal. Ese hábito me permite trazar planes irrealizables y construir reflexiones carentes de sentido sin que nadie me moleste.
Por aquellas fechas, sin embargo, debía ocuparme de la expedición a la Antártida, hacia donde partiría en unas pocas semanas. Ese era un viaje real y por lo tanto tenía muchos asuntos prácticos para resolver, los que había ido posponiendo de manera irresponsable. Mi mujer se encargaba de casi todo, pero algunas cuestiones eran intransferibles. La lista incluía tramitar permisos sanitarios, comprar lentes que me protegieran del resplandor de la nieve en el verano polar, obtener de mi médico una provisión extra de medicinas para el asma y conseguir prestada una mochila impermeable, grande y de buena calidad —es decir costosa—, en la que pudiera meter mis bártulos y volar a Punta Arenas en un Hércules de la Fuerza Aérea, antes de emprender la travesía a la isla Rey Jorge. Como suele ocurrir, pese a que todas esas tareas eran urgentes, por aquellos días no lograba sacudirme la pereza.
Esa tarde en el café pensaba en la palabra ‘pereza’ y en sus sinónimos, en la postergación de las obligaciones como forma de vida, en los pingüinos y las focas leopardo que habitan la isla Rey Jorge. En eso una mujer se sentó en una mesa ubicada cerca de la mía y se puso a hojear una revista. Fue un destello apenas. Tapa colorida, papel satinado. Al pasar vi una página cuyo título llamó mi atención: Obra musical sobre Cukurs. Estaba ilustrada por una fotografía de buenas dimensiones, en blanco y negro. La mujer pasó la página, yo terminé de beber mi café y nada más ocurrió. El nombre de Cukurs me trajo recuerdos algo tenebrosos de la infancia, y tal vez haya sido esa vaga evocación lo que despertó mi interés y dio inicio al malestar.
A los pocos días conseguí un ejemplar de la revista y busqué la página en cuestión. Ahí estaba el retrato de cuerpo entero del tipo cuando era un muchacho. De estampa poderosa, vestía uniforme militar y posaba con orgullo ante la cámara. Rubio, algo prognato, su rostro sugería un delicado salvajismo. Como telón de fondo se apreciaba el lienzo de una modestísima escenografía. El joven calzaba botas de montar y su mano izquierda se apoyaba en la empuñadura de una espada grande y recta, de esas que llaman bastardas. La leyenda de la foto indicaba que había sido tomada en el año 1922 en la ciudad de Liepāja, Letonia. Ese era Herberts Cukurs.
La imagen acompañaba una nota llena de adornos y errores: «Se estrenó en Riga, la bella capital de Letonia, una obra musical sobre la vida de Herberts Cukurs, el intrépido aviador acusado de pertenecer a las temibles SS nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Como se recordará, el capitán Cukurs (que en letón quiere decir “azúcar” y se pronuncia “Tzukurs”) fue torturado y ejecutado por un comando judío en Montevideo y su cadáver quedó depositado dentro de una valija, habiéndose realizado el tétrico descubrimiento del cuerpo muchos días después. Mediante la obra, el productor artístico Juris Millers propone la reivindicación de esta controversial figura del pasado. Pese a las protestas de algunos activistas, el musical tuvo excelente acogida y su productor planea realizar una gira por varias ciudades de ese país del Báltico. Con vestuarios de época y música pegadiza, promete convertirse en motivo de disputas internacionales, porque los gobiernos de Israel y de Rusia ya han iniciado acciones diplomáticas. La obra se titula Cukurs, Herberts Cukurs, y fue calificada por la Asociación de Familiares de Víctimas del Holocausto como una provocación antisemita».
Supuse que para los letones todo ese asunto debería de tener un toque absurdo, pues se trataba de un espectáculo musical que recreaba la vida de un criminal de guerra asesinado a martillazos del otro lado del mundo medio siglo antes. El artículo en cuestión contenía, pese a su brevedad, varias inexactitudes: el estreno de la obra se realizó en Liepāja y no en Riga, el cuerpo fue hallado en un baúl y no en una valija, Cukurs no fue torturado y ni siquiera lo mataron en Montevideo, sino un poco más al este, fuera de los límites de la ciudad.
Por curiosidad o instinto, recorté la página de la revista y la guardé sin saber muy bien qué utilidad podría tener en el futuro. Primero la puse doblada en mi billetera, después la desplegué para dejarla sobre el escritorio de la biblioteca. Al final volví a doblarla y acabó metida en una agenda vieja. Luego pasó un año completo.
Mi excursión antártica a la isla Rey Jorge en febrero de 2015 había sido excitante y mucho más productiva de lo que yo hubiera podido imaginar, así que a finales de ese año me encontraba repleto de trabajo. Recopilaba crónicas para un libro de aventuras que se publicaría en marzo siguiente, diseñaba con Franklin Rodríguez una obra de teatro y ya tenía casi listo mi relato sobre el asesinato del agente estadounidense Dan Mitrione. Todo iba sobre rieles en la superficie de mi vida, aunque por debajo esta otra historia se cocinaba a fuego lento.
Sin ningún estímulo ni razón especial para hacerlo, una tarde de lluvia tuve el impulso de buscar aquel recorte de revista entre las páginas de mi agenda. No estoy seguro, pero creo que durante dos o tres minutos —el tiempo que me llevó treparme a la escalera de la biblioteca y bajar de un estante la caja donde guardo cuadernos, libretas y papeles viejos— me invadió una especie de angustia, un desasosiego provocado por el temor de no encontrar lo que buscaba.
Por fortuna allí estaba la agenda y sin dificultad hallé el artículo sobre Cukurs prolijamente doblado. Más tranquilo, lo desplegué para dejarlo en mi mesa de trabajo. Estuve un rato contemplando el recorte y, en especial, la fotografía. Me impresionaba la vitalidad que era capaz de irradiar aquel hombre desde un antiguo retrato, por más que la foto hubiera sido retocada y que el papel satinado le otorgara cierta distinción que, originalmente, quizá no tuviera. Me quedé allí de pie, inmóvil, sin atinar a nada. Por momentos la foto llenaba mi cabeza de ideas, pues veía en ese rostro un enigma que merecía ser despejado, y por momentos lo único que me provocaba era un rechazo físico, algo parecido al asco.
Después decidí pasar a la acción. Se me ocurrió bajar hasta la papelería que está en el edificio contiguo al mío para comprar una carpeta. Pensé que bien podría, con aquel recorte de revista, dar comienzo a un archivo. El mal tiempo había corrido a los clientes y el vendedor se espabiló cuando entré y le dije que necesitaba una carpeta. Tras el desconcierto inicial, al joven se le iluminó la mirada y tomó el impulso necesario para ofrecerme carpetas grandes, medianas, chicas, con elástico o sin elástico, de cartón, de plástico o símil cuero, tanto económicas como de lujo, todas muy prácticas, según dijo de corrido y sin tomar aliento. Lo interrumpí para aclarar cualquier malentendido:
—Quiero una carpeta de las comunes —dije.
El muchacho me estudió durante dos o tres segundos antes de hacer la siguiente movida. Afuera llovía despacio.
—¿De qué color? —preguntó, desconfiado.
—Una carpeta negra —respondí.
Así, según recuerdo, empezó la historia.
***
El desastre hallado por la Policía en el lugar del crimen era mayúsculo: había salpicaduras y chorretes de sangre en el piso, en las paredes y hasta en el techo. En la puerta principal, la espiga de la cerradura estaba partida y podían verse pequeños trozos de mampostería esparcidos por el suelo, lo que revelaba la brutalidad de la lucha. También había numerosas huellas de pisadas ensangrentadas, tanto de zapatos como de pies descalzos. A un costado, junto a la puerta de uno de los dormitorios, fue hallada una astilla de madera. Pertenecía al mango de un martillo, el que tenía en su cabeza un pegote de sangre, restos de masa encefálica y pelos humanos.
La tufarada era insoportable. Los policías —que entraron en la casa tras forzar una ventana— vieron en la sala una gran mancha de sangre ya reseca, un desorden notorio y, en uno de los dormitorios, el baúl cerrado con tres candados. Había gusanos alrededor. «Unos gusanos blancos», informó uno de los periodistas que ingresó a la vivienda. Hubo que esperar la llegada de una autoridad judicial para abrir el baúl. Cuando por fin se forzó la tapa, la hediondez arreció. Ahí estaba el tipo, o lo que quedaba de él. Según el primer parte policial, sufría «un estado de avanzada modificación cadavérica», lo cual viene a significar que estaba podrido del todo. A tal punto que los forenses encargados de realizar la autopsia escribieron después, en su informe, que era imposible determinar de manera fehaciente si había heridas de armas de fuego en el cuerpo del occiso.
Pero si dentro de la vivienda el ambiente era de drama, afuera la escena iba de sainete. La noticia con los datos para ubicar la casa del crimen fue trasmitida por las agencias AP y Reuter desde Bonn, vía teletipo, a sus filiales en todo el mundo. Eso permitió que decenas de periodistas llegaran a Shangrilá casi junto con la Policía, lo que a su vez provocó la curiosidad de muchos veraneantes. Los fotógrafos hacían su trabajo y los cronistas hablaban con los funcionarios policiales. A ellos se sumaban bañistas que, al enterarse del alboroto, subían desde la playa para mirar el operativo.
En poco más de media hora se congregó en el lugar una pequeña multitud, satisfecha de unir en una sola actividad recreativa la expectación y el ocio. Algunos hablaban, daban razones y hasta formulaban teorías. Terminaba la semana de carnaval, era sábado y hacía calor. Toda esa gente estaba en plan de turismo, sin nada para hacer más que disfrutar de los últimos días del verano. Hombres, mujeres y niños vestidos con ropas playeras y dispuestos a pasar una tarde distinta allí mismo, casi a orillas del mar. Policías, periodistas, un asesinato. ¿Qué más podían pedir?
En la esquina de la calle Colombia se ubicó un agente para impedir el paso de vehículos, pero la afluencia de público a pie o en bicicleta era incontenible. Algunos vacacionistas incluso llegaban con sus reposeras de lona, otros iban a sus casas y regresaban al rato con refrescos y frutas para aprovisionar a sus amigos, de forma tal que los alrededores de la vivienda se convirtieron en una feria.
Dentro de la casa todo era desconcertante: el mobiliario consistía apenas en dos catres dispuestos en uno de los dormitorios, unas banquetas metálicas y una pequeña mesa plegable. En la despensa había una buena provisión de latas de atún y varias botellas de Coca-Cola. Eso y el baúl. Lo único evidente era que al muerto lo habían tajeado y golpeado con saña antes de reventarle la cabeza a martillazos. Según el reporte de la necropsia, el cadáver tenía en total once fracturas —algunas de ellas múltiples— en la cabeza, en los dedos de las manos y en el antebrazo izquierdo. También presentaba diecisiete tajos, cortes o puntazos realizados con un cuchillo, el que fue hallado en el lugar.
Pese al estado de descomposición de aquellos restos, los peritos pudieron detectar grandes hematomas, producto de golpes efectuados con distintos objetos en partes blandas. El escrito de la autopsia, realizada en la morgue judicial de la Facultad de Medicina, fue firmado por el forense Juan Alberto Folle. Ese documento señalaba que el deceso se había producido por «traumatismos craneoencefálicos múltiples», y aclaraba que las fracturas de las extremidades, así como los golpes, tajos y puntazos repartidos por todo el cuerpo, habían sido efectuados «en vida y previo a los extensos hundimientos craneanos que constituyen lesiones mortales de necesidad».
Los restos de Herberts Cukurs, nacido en la ciudad de Liepāja, Letonia, el 17 de mayo del año 1900, hijo de Jēnis Cukurs y de Anna Skudra, excapitán de las Fuerzas Aéreas Letonas, de profesión empresario y piloto de aviación, residente en la zona de la Riviera Paulista en San Pablo, Brasil, casado en segundas nupcias con Milda Berzupe y padre de cinco hijos, fueron finalmente incinerados en el crematorio del Cementerio del Norte, en Montevideo.
La quema se hizo sin ceremonia alguna, en presencia del comisario Alejandro Otero en representación del organismo de Inteligencia de la Policía uruguaya, además del empleado de la necrópolis encargado del horno, quien fue supervisado por un funcionario municipal de apellido Mansilla. Las cenizas, colocadas en una urna de madera, quedaron depositadas en dependencias de la morgue judicial. Varios meses después le fueron entregadas a uno de los hijos del extinto, Gunars Cukurs, quien las trasladó a Brasil en un vuelo de la compañía Varig el 20 de octubre de 1965.
***
La mentira adquiere mil aspectos, se viste de acuerdo con la conveniencia tanto de quien engaña como del que es engañado. Ambas partes procuran, con distintos artilugios, que lo falso encaje en sus anhelos y rencores. Para lograr eso, el embustero es oportunista con su propia vida, de la que toma solo lo que puede soportar. En nada se diferencia del iluso que cae en sus embelecos, pues casi siempre resulta más agradable contemplar una mentira ataviada con cuidado que afrontar algunas verdades, las que muestran una hechura deforme porque son lo que son, no lo que cada uno quisiera que fuesen. Con la memoria ocurre lo mismo, y si bien cualquiera puede asegurar que sus recuerdos son genuinos, nunca podrá con honestidad sostener que son verdaderos.
Antes de ser asesinado, Herberts Cukurs tuvo muchas oportunidades para acomodar recuerdos y contar su versión acerca de hechos que él mismo había protagonizado durante la ocupación alemana de Letonia. Esas oportunidades las aprovechó tanto como pudo, aunque en todos los casos tropezó con sus propios engaños. Empezó mintiendo por puro instinto de supervivencia, pero a medida que pasaba el tiempo él incorporaba a su relato más y más detalles de una memoria viciada, en la que necesitaba confiar. Tal vez haya imaginado que eso acabaría exculpándolo.
En 1946, apenas unos meses después de llegar a Río de Janeiro, se destapó su trabajo como asistente de Viktor Arājs, el jefe de la Policía Auxiliar Letona, la Lettische Hilfspolizei, que era un pequeño escuadrón de la muerte local al servicio de las SS, el gran escuadrón de la muerte alemán. El llamado comando Arājs colaboró con los nazis en las matanzas de judíos en Riga y en otras ciudades y pueblos. Las acusaciones eran gravísimas, pero Herberts no se amilanó y quiso demostrar su inocencia, para lo cual utilizó los artículos de prensa como si fueran armas arrojadizas. Su nombre y su fotografía, a pedido propio, aparecieron durante la década de 1950 en periódicos y revistas de Brasil y de otros países. En repetidas ocasiones se hizo retratar en la intimidad familiar con su mujer y sus hijos y hasta con su suegra, Made Berzupe, e incluso una vez lo intentó con la muchacha judía a la que, según él, había adoptado para salvarla de una muerte segura en Riga.
Daba reportajes, escribía cartas, refutaba acusaciones, se reivindicaba. Su relato nunca tuvo fisuras. Se erguía ante quien fuera con el orgullo del soldado que había ayudado a liberar a su patria del yugo comunista de Stalin. Lo acusaron de haber cometido horripilantes atrocidades: quemar gente viva, estrellar bebés contra las paredes de un hospital y participar de manera activa en varias matanzas, entre las que sobresalía la masacre del bosque de Rumbula, que se saldó con un total aproximado de veintiséis mil muertos. Cukurs lo negó todo y desde el primer momento se convirtió en el mejor defensor de su propia causa.
Era un hombre duro y astuto, con manos de mecánico y cabeza de ajedrecista. Podía adivinar las movidas de sus adversarios sin mirar el tablero y también era capaz de noquear de un puñetazo al contrincante que fuera. Cuando decidió escapar de Letonia hacia el oeste, ante el inminente descalabro de la Wehrmacht, eligió no solamente un destino sino también un salvoconducto que lo protegiera después de la derrota: una chica judía.
No fue el único. Hubo otros nazis que, al huir en desbandada, alcanzaron a manotear a jóvenes mujeres judías para llevárselas consigo. Las hacían pasar por sirvientas o niñeras y les salvaban la vida, a cambio de lo cual solo pedían silencio. Creyeron que, en caso de necesidad, esa sería la prueba más contundente de que ellos no habían tenido ninguna vinculación con los crímenes que se denunciaban. Incluso podían alegar que habían evitado el sufrimiento y la muerte de determinadas personas. Así, tener como empleada a alguna judía les daba una pátina de respetabilidad, y resultaba útil a la hora de encontrar refugio y cruzar fronteras. En ciertos casos el truco funcionó y en otros no, pero para Herberts Cukurs la idea de llevarse consigo a la muchacha, una costurera de Riga llamada Miriam Kaitzner, resultó fatal. Sin saberlo, junto a él viajaba la perdición.
O quizá la perdición fuese él mismo, su confianza y la seguridad de que había nacido con la estrella de la buena suerte. Al fin y al cabo, su vida podía entenderse como una sucesión de acontecimientos afortunados. Era un hombre que había superado todas las expectativas: el hijo de un hogar humilde que se hizo a sí mismo en el ejército, con estoicismo y lejos de cualquier comodidad. Combatió en Latgale, cursó la academia, obtuvo los galones de teniente. Fue aquella una época de altibajos en su vida, con decisiones riesgosas y algunos gestos alocados propios de la juventud. Se había casado en 1922 con una joven oriunda de Jelgava llamada Livia Margaret Biers, también de fe luterana. De ese matrimonio, que duró menos de tres años, nació un hijo al que pusieron por nombre Ilgvars. Luego Herberts abandonó el hogar, se estableció en Riga y tiempo después se casó con Milda, una mujer bellísima y de notable educación con la que tuvo cuatro hijos. Ella lo acompañaría durante el resto de su ajetreada vida.
Ante los periodistas brasileños él solía darse lustre con Ilgvars, aquel hijo mayor que, según su versión, todavía estaba «combatiendo a los comunistas». La historia era bastante menos gloriosa. El joven se había enrolado en 1943 en la Legión Letona, un cuerpo anexo a las SS destinado a ser carne de cañón en el frente ruso. Capturado por los soviéticos a mediados de 1944, Ilgvars Cukurs acabó con sus huesos en un campo de prisioneros en Siberia junto con otros miles, y en 1947 fue puesto en libertad a condición de que sirviera en el Ejército Rojo. Sin embargo, poco después fue nuevamente desterrado, y estuvo en la isla de Sajalín hasta 1956, cuando fue favorecido con una amnistía. Recién pudo regresar a Riga en 1993. Ya había cumplido setenta años y estaba ciego.
Es probable que, desde Brasil, Herberts viera las cosas con una perspectiva más optimista. Él siempre fue de espíritu curioso, un convencido de que todo le sería dado si ponía el empeño suficiente. En su hogar paterno se hablaba indistintamente letón y alemán. Con el tiempo Herberts aprendió además ruso, francés, ídish y algo de japonés. Cuando se instaló a vivir en Brasil no tuvo problemas con el portugués y al año de establecerse en el país ya lo hablaba con fluidez. El periodista Carlos Alberto Tenório, quien lo entrevistó en Río de Janeiro para la revista Manchete, apuntaba ese dato con cierta sorpresa: «Respondió con naturalidad, con un acento extranjero apenas perceptible y sin cometer ningún error con las palabras».
A diferencia de muchos colaboracionistas, que eran unos imbéciles, Cukurs tenía múltiples talentos. En su juventud había sido toda una celebridad, gracias a sus habilidades como mecánico y a su empeño en construir aviones con los que después realizaría viajes en solitario de un exotismo cautivante para la época. Primero voló a Gambia, en el África occidental. Fue un recorrido de veinte mil kilómetros completado en nueve meses, con innumerables escalas, en un monoplaza de madera con motor Renault. En 1937 acometió una nueva aventura, llegando a Japón con otro aeroplano construido por él mismo. Ida y vuelta a Tokio, otros nueve meses, dieciséis países visitados y más de cuarenta mil kilómetros recorridos. A su regreso fue recibido por las autoridades de Letonia como un héroe, se le otorgaron varias condecoraciones, le regalaron una granja en Bukaišu —a la que él le puso por nombre Lidoņus— y obtuvo su ascenso al grado de capitán. Su fotografía estaba en la portada de los periódicos, él mismo escribía despachos desde el extranjero y en algunos círculos militares europeos era conocido como «el Lindbergh del Báltico».
Fue un hombre que vio mundo y pudo acercarse a costumbres distintas. Vivió durante algunas semanas en Alicante antes de cruzar el Mediterráneo rumbo a Marruecos. Pasó una temporada en Argel, convivió con los tuaregs y se fotografió junto a una familia de dogones en Mali. Hasta almorzó con unos príncipes del desierto cerca de Colomb-Béchar. Y luego en Dakar, donde estuvo más de tres meses, pudo recuperar fuerzas para el regreso y aprendió a regatear en los tenderetes de los libaneses allí afincados. Algunas de sus andanzas las narró —con los consabidos adornos, es cierto— en relatos que aparecieron en el periódico Jaunākās Ziņas. Más tarde llegó a agrupar esas crónicas en un libro al que tituló Mi vuelo a Gambia. También escribió Mi vuelo a Japón, que se publicó por entregas en el mismo periódico, y Entre la tierra y el sol, que fue editado por la casa Valters un Rapa, en 1937.
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Vista desde la perspectiva del presente, la ejecución de Herberts Cukurs se lee como un acto de venganza primitivo y oscuro, perpetrado para colmo por un Estado. Tan primitivo resulta que muchas personas lo consideran el episodio más vergonzoso de los servicios de Inteligencia de Israel. El relato acerca de lo ocurrido fue dado a conocer recién treinta y dos años después por uno de los participantes del asesinato, el agente Yaakov Meidad, quien se amparó en el seudónimo de Anton Kuenzle para proteger su identidad.
Según los críticos, ese relato fue una mera construcción elaborada por el Mosad con el objetivo de minimizar las consecuencias históricas de semejante pifia. Meidad se asoció con el periodista y también exagente del Mosad, Gad Shimron. Entre ambos escribieron un libro titulado La ejecución del verdugo de Riga, que se publicó primero en hebreo, y luego en alemán y en inglés en 2004. La fuente informativa fue Meidad, y Shimron —quien es toda una celebridad en Israel— desempeñó el papel de escribidor oficial del operativo.
El Mosad por lo menos aprobó la publicación del libro, pues las leyes israelíes lo obligaban a hacerlo. De su lectura se desprenden muchos datos ciertos y muchos falsos, algunos de ellos tan chapuceros que cuesta entender su inclusión en el volumen. Más allá de preservar, como era de esperarse, las identidades de los participantes, allí hay nombres equivocados, fechas cambiadas y hasta fotografías modificadas con técnicas de pésima factura. La Inteligencia israelí debería haber perdido toda su credibilidad cuando se publicó el relato, pues contiene tantos frangollos que el conjunto resulta ser, a primera vista, un fiasco mayúsculo.
También es cierto que en La ejecución del verdugo de Riga aparecen muchas referencias útiles para seguirles la pista tanto a los asesinos como al asesinado. Hay apuntes sobre la época que le dan al conjunto un toque de autenticidad encantador, aunque por desgracia ese toque sea, casi siempre, el resultado de una falsificación. A nadie debería escandalizar que un espía mienta en sus memorias, y menos cuando esas aparentes evocaciones, como en este caso, están destinadas a limpiar un asunto de extrema suciedad.
Sin embargo y a pesar de la voluntad de su autor por enmascarar la verdad, uno puede dedicarse a espigar, mediante un paciente trabajo de cotejo y rastreo, cada dato que «el señor Anton Kuenzle» ofrece en su narración. Hay otras fuentes para contrastar: los interrogatorios a la viuda y a los hijos del muerto, las notas y los reportajes de la época, las versiones posteriores de los policías, los expedientes judiciales, las fotografías, las declaraciones de otros participantes, los artículos de la prensa israelí, la brega de la familia Cukurs durante décadas para reivindicar el buen nombre del asesinado. De ese cotejo surgen no solamente las falacias y los errores; también hay información valiosa que puede ser útil para mi tarea. En ocasiones la pista se me ofrece a través de un detalle mínimo y en otras por la simple omisión de ciertos hechos que, con el paso de los años, se hicieron más o menos públicos.
Tanto en Uruguay como en Brasil y en Europa, las repercusiones del crimen fueron muy importantes, pero tuvieron una duración relativamente breve: apenas un par de semanas en marzo de 1965. En Letonia no ocurrió nada, porque en aquel tiempo esos asuntos aterrizaban en las oficinas del KGB, en Moscú, y se dirimían puertas adentro del Kremlin. Y en el resto del mundo, incluida la República Federal de Alemania —donde en ese momento las papas quemaban—, los periódicos le prestaron una atención sensacionalista a la noticia durante algunos días, para después dejarla morir.
El proceso parece haber sido el inverso: la reivindicación de Cukurs como héroe de Letonia, y las consiguientes acusaciones contra Israel y el Mosad, rebrotaron y se multiplicaron a partir del libro publicado en Tel Aviv en 1997. Antes de eso era una historia sepultada en el olvido. Fue Yaakov Meidad, alias Anton Kuenzle, quien quiso saldar cuentas con su propio pasado y, con 78 años a cuestas, decidió que ya era hora de contar su participación en aquel complot. O quizá simplemente se dejó utilizar por sus antiguos empleadores para dar una versión que, aunque no fuera del todo creíble, con un poco de suerte podía ser la definitiva.
Es cierto que nunca hubo un relato oficial de lo ocurrido, pero a grandes rasgos si lo hubiera sería más o menos el siguiente: el gobierno israelí, ante la inminencia de la prescripción de los crímenes nazis, prevista según las leyes alemanas de la época para mayo de 1965, resolvió llevar adelante una acción de castigo contra un colaboracionista de la peor calaña, con el objetivo de enviar un mensaje claro al Bundestag y a la comunidad internacional. Confiaba en lograrlo, aunque nunca podría atribuirse formalmente esa acción porque sus incipientes vínculos con muchos países resultarían dañados, sobre todo después del escándalo que supuso el secuestro ilegal de Adolf Eichmann en Argentina.
Entonces, tras elegir a Herberts Cukurs como el objetivo más accesible, un comando clandestino fue enviado a Sudamérica para acometer la tarea. Yaakov Meidad fue el cebo empleado para engañar al letón. Disfrazado de Anton Kuenzle, un próspero empresario austríaco, su tarea consistiría en engatusarlo, lograr que saliera del refugio donde vivía en Brasil, llevarlo mediante un ardid a Uruguay y allí ejecutar el castigo de forma ejemplar. Esa ejemplaridad consistió en asesinarlo de la peor manera y luego meter su cuerpo reventado dentro de un enorme baúl, de esos que antes se usaban para transportar enseres y ropas durante los viajes en barco.
Quienes refutan ese relato han formulado algunas objeciones que, además de lógicas, implican un cuestionamiento en toda la línea. Dudan de que se haya montado tan costoso operativo, destinado a engañar a la víctima y sacarla del cobijo brasileño, cuando lo más fácil era enviar a un katsa bien entrenado, con el encargo de pegarle un par de tiros en su casa de San Pablo. No entienden por qué los integrantes de ese comando se tomaron el trabajo de comprar un baúl enorme y trasladarlo hasta el lugar del crimen, nada más que para depositar allí un cadáver y dejarlo a la espera de que alguien lo descubriera.
Hay otras objeciones igualmente razonables, referidas a la desprolijidad real o aparente de la operación. Nadie se explica por qué los ejecutores no dejaron junto al cuerpo del ajusticiado una sentencia fundada, con nombre y apellido, que detallara sus culpas para a