La mosca de la muerte (Doctora Kay Scarpetta 12)

Patricia Cornwell

Fragmento

Creditos

Título original: Blow Fly

Traducción: Laura Paredes

1.ª edición: febrero, 2016

© 2016 by Cornwell Enterprises, Inc.

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-230-1

Diseño de colección: Ignacio Ballesteros

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Al Dr. Louis Cataldie,

juez de instrucción del condado de East Baton Rouge.

Un hombre de excelencia, honor, humanidad y verdad.

El mundo es mejor gracias a usted.

Cita

 

 

 

 

 

Juntos luego se acuestan en el polvo,

y los gusanos los recubren.

Job 21, 26

Contenido

Contenido

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Créditos

Dedicatoria

Cita

 

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1

La doctora Kay Scarpetta acercó el frasquito de cristal a la luz de la vela, que iluminó un gusano que flotaba en una solución de etanol. Con sólo echarle un vistazo, supo la fase exacta de metamorfosis en que se encontraba aquel cuerpo gelatinoso no más grande que un grano de arroz, antes de que fuera conservado en un recipiente para muestras provisto de un tapón de rosca negro. Si la larva hubiera vivido, se habría transformado en una mosca Calliphora vicina, una moscarda. Podría haber puesto sus huevos en la boca o los ojos de un cadáver humano, o en las heridas infectadas de una persona viva.

—Muchas gracias —dijo Scarpetta mientras miraba alrededor de la mesa a los catorce policías y técnicos de la policía científica de la promoción 2003 de la Academia Forense Nacional. Sus ojos se detuvieron en el rostro inocente de Nic Robillard—. No sé quién lo habrá recogido en un lugar que es mejor no mencionar durante una cena y conservado para mí, pero...

Hubo miradas inexpresivas y encogimientos de hombros.

—Debo decir que es la primera vez que me regalan una larva —añadió.

Nadie asumió la responsabilidad, pero si había algo de lo que Scarpetta nunca había dudado, era de la habilidad de un policía para engañar y, si era preciso, mentir con rotundidad. Como había observado un tic en la comisura de los labios de Nic Robillard antes de que nadie se hubiera percatado de que un gusano se había incorporado a la mesa, Scarpetta tenía un sospechoso en mente.

La luz de la vela se movía sobre el frasco que Scarpetta sostenía con los dedos, de uñas cortas y cuadradas bien limadas. Su mano era firme y elegante, pero fuerte tras años de manipular cadáveres renuentes y cortar tejidos y huesos rebeldes.

Por desgracia para Nic, sus compañeros de clase no reían, y la humillación la alcanzó como una corriente gélida. Después de diez semanas entre policías a los que debería considerar ya compañeros y amigos, seguía siendo Nic, la palurda de Zachary, Luisiana, una población de doce mil habitantes donde hasta hacía poco el asesinato constituía una atrocidad casi insólita. No era inusual que en Zachary pasaran años sin que se cometiera uno.

La mayoría de los condiscípulos de Nic estaban tan hartos de trabajar en casos de homicidio que habían ideado sus propias categorías: verdaderos asesinatos, asesinatos menores e, incluso, renovación urbana. Nic no tenía sus propias categorías. Para ella, un asesinato era un asesinato. Hasta la fecha, en sus ocho años de profesión sólo había trabajado en dos, y ambos habían sido casos de violencia doméstica. El primer día de clase, cuando un instructor fue de un policía a otro preguntando qué media de homicidios tenía su departamento al año, fue horrible. «Ninguno», respondió Nic. A continuación, el instructor les preguntó cuántos agentes trabajaban en sus respectivos departamentos de policía. «Treinta y cinco», contestó Nic. O, como dijo uno de sus nuevos compañeros: «Más pequeño que mi clase en octavo.» Desde el principio de lo que tenía que ser la mayor oportunidad de su vida, Nic dejó de intentar integrarse, y aceptó que en la definición policial del universo ella no era uno de «los nuestros».

Comprendió con pesar que, con su travesura del gusano, había infringido alguna regla (no estaba segura de cuál), pero era evidente que nunca debería haber hecho un regalo, serio o no, a la legendaria patóloga forense Kay Scarpetta. Nic se acaloró, y un sudor frío le empapó las axilas mientras contemplaba la reacción de su heroína, incapaz de interpretarla, tal vez porque la inseguridad y el bochorno la tenían atenazada.

—La llamaré Maggie, aunque aún no podamos determinar su sexo —decidió Scarpetta, y sus gafas de montura metálica reflejaban la luz ondulante de las velas—. Pero me parece que es un buen nombre para una larva. —Un ventilador de techo quebraba y azotaba la llama de la vela dentro de su globo de cristal mientras Scarpetta sostenía el frasco en alto—. ¿Quién va a decirme cuántas mudas había hecho Maggie? ¿En qué fase de su vida estaba antes de que alguien la dejara caer en este frasquito de etanol? —Repasó las caras en la mesa y volvió a detenerse en Nic—. Por cierto, sospecho que Maggie aspiró y se ahogó. Las larvas necesitan aire como nosotros.

—¿Qué idiota ahogó una larva? —soltó uno de los policías.

—Sí. Imaginad inhalar alcohol...

—¿De qué hablas, Joey? Tú lo has estado inhalando toda la noche.

Un humor sombrío, inquietante, empezó a resonar como una tormenta lejana, y Nic no sabía cómo eludirlo. Se recostó en la silla y se cruzó de brazos haciendo todo lo posible por mostrarse indiferente mientras a su cabeza acudía una de las gastadas advertencias de su padre para las tormentas:

Nic, cielo, cuando haya rayos, no te quedes de pie sola ni creas que te proteges si te escondes entre los árboles. Busca la zanja más cercana y échate en ella sin vacilar.

En ese momento, no tenía dónde esconderse salvo su propio silencio.

—Oiga, doctora, que ya hicimos el último examen.

—¿Quién trajo deberes a la fiesta?

—Sí, no estamos de servicio.

—Ya veo. No están de servicio —reflexionó Scarpetta—. Así que si no están de servicio cuando aparece el cadáver de una persona desaparecida, no acudirán. ¿Es eso lo que están diciendo?

—Esperaría a acabarme el bourbon —respondió un policía cuya cabeza rapada brillaba tanto que parecía encerada.

—No es mala idea —dijo la doctora.

Todos rieron; todos excepto Nic.

—Puede pasar. —Scarpetta dejó el frasco junto a su copa de vino—. Podemos recibir una llamada en cualquier momento. Puede resultar la peor llamada de nuestra carrera y aquí estamos, algo aturdidos por haber tomado unas copas en nuestro tiempo libre, o quizás enfermos o en medio de una pelea con un cónyuge, un amigo o uno de los niños.

Apartó el plato de rabil a medio comer y juntó las manos sobre el mantel a cuadros.

—Pero los casos no pueden esperar —añadió.

—Yo creo que algunos sí pueden —dijo un inspector de Chicago al que los demás llamaban Popeye debido al ancla que llevaba tatuada en el antebrazo izquierdo—. Como unos huesos en un pozo o enterrados en un sótano. O un cadáver bajo un bloque de hormigón. Porque no es que vayan a irse a ninguna parte.

—Los muertos no tienen paciencia —aseguró Scarpetta.

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2

Por la noche, los pantanos le recordaban a Jay Talley una banda cajún de ranas tocando el banjo, de sapos soltando alaridos con una guitarra eléctrica y de cigarras y grillos raspando tablas de lavar y arañando violines.

Encendió una linterna cerca de la forma oscura de un viejo y artrítico ciprés, y los ojos de un caimán brillaron y se desvanecieron bajo las negras aguas. Mientras el BayStealth se desplazaba a la deriva con el motor fueraborda apagado, la luz se agitaba con el suave sonido agorero de los mosquitos. Jay iba sentado en el asiento del capitán y observaba distraído a la mujer que ocupaba la bodega de pescado bajo sus pies. Años atrás, cuando se quedaba mirando barcos, ese BayStealth le fascinaba. La bodega bajo cubierta era lo bastante larga y profunda para contener más de cincuenta kilos de hielo y pescado, o una mujer de las que a él le gustaban.

Sus ojos abiertos, aterrados, relucían en la oscuridad. A la luz del día eran azules, de un azul intenso y hermoso. Los cerró con fuerza cuando Jay la acarició con el haz de la linterna, empezando por su cara madura, bonita, hasta las uñas de los pies, pintadas de rojo. Era rubia, de entre cuarenta y cuarenta y cinco años, pero parecía más joven, menuda pero de formas curvilíneas. La bodega de fibra de vidrio estaba tapizada con cojines anaranjados, sucios y con manchas de sangre seca. Jay se había mostrado considerado, incluso dulce cuando le ató las muñecas y los tobillos sin apretar para que la cuerda de nailon amarillo no le cortara la circulación. Le dijo que la cuerda no le rozaría la piel si no forcejeaba.

—En cualquier caso, no tiene sentido forcejear —le había dicho con una voz de barítono que iba a la perfección con su aspecto atractivo de dios rubio—. Y no te voy a amordazar. Tampoco tiene sentido gritar, ¿verdad?

Ella asintió, lo que hizo que él riera, porque movía la cabeza como si contestara que sí cuando, por supuesto, quería decir no. Pero sabía con qué descontrol pensaba y actuaba la gente cuando estaba aterrada, una palabra que siempre le había parecido inadecuada. Suponía que cuando Samuel Johnson trabajaba en las muchas ediciones de su diccionario no tenía idea de lo que un ser humano sentía cuando preveía el terror y la muerte. La expectativa provoca un pánico febril en cada neurona, en cada célula, que supera con creces el mero terror, pero ni siquiera Jay, que hablaba muchos idiomas con fluidez, tenía una palabra mejor para describir lo que sus víctimas sufrían.

Un escalofrío de horror.

No.

Observó a la mujer. Era una oveja. En la vida sólo había dos clases de personas: lobos y ovejas.

La determinación de Jay de describir a la perfección cómo se sentían sus ovejas se había convertido en una búsqueda obsesiva, incesante. La hormona epinefrina (adrenalina) era la alquimia que transformaba a una persona normal en una forma inferior de vida sin más control o lógica que una rana capturada. Sumados a la reacción fisiológica que precipitaba lo que los criminólogos, psicólogos y demás presuntos expertos denominan el estado de «lucha o huye», había unos elementos adicionales: la imaginación y las experiencias anteriores de la oveja. Cuanta más violencia hubiera vivido la oveja a través de la lectura, la televisión, el cine o la prensa, más podía imaginar la pesadilla que le esperaba.

Pero esa palabra, la palabra perfecta, esa noche le eludía.

Escuchó la respiración rápida y superficial de su oveja. Temblaba debido a que el terremoto de terror (a falta de la palabra perfecta) le sacudía hasta la última molécula, lo que le causaba unos estragos insoportables. Jay se metió en la bodega y le tocó la mano. Estaba fría como la muerte. Le presionó el lado del cuello con dos dedos para encontrar la arteria carótida y usó la esfera luminiscente del reloj para tomarle el pulso.

—Ciento ochenta, más o menos —le dijo—. No tengas un infarto. A una le pasó, ¿sabes?

Ella lo miró con ojos desorbitados y un temblor en el labio inferior.

—No bromeo. No tengas un infarto. —Era una orden—. Inspira hondo.

Ella lo hizo, con dificultad.

—¿Mejor?

—Sí. Por favor...

—Joder, ¿por qué todas las ovejitas tenéis que ser tan educadas?

Tenía la blusa de algodón magenta sucia, rasgada. Jay se la abrió más para dejar al descubierto sus generosos pechos, que temblaban y relucían bajo la tenue luz, y siguió sus pendientes redondeadas hacia la oscilante caja torácica, continuó por el abdomen liso y llegó a la bragueta desabrochada de los vaqueros.

—Perdón —intentó susurrar la mujer mientras una lágrima le resbalaba por la cara manchada.

—Ya estamos otra vez. —Jay se recostó en el asiento del capitán como si fuera un trono—. ¿De veras crees que siendo educada vas a conseguir que cambie de planes? ¿Sabes qué significa para mí la educación?

Esperaba una respuesta. Esa educación había desencadenado en él una rabia cuya violencia iba aumentando lentamente.

La mujer intentó humedecerse los labios, pero tenía la lengua reseca. El pulso le latía visible en el cuello, como si hubiera ahí un pajarillo atrapado.

—No. —La palabra se le atragantó, y las lágrimas le fluían hacia las sienes y el cabello.

—Debilidad —dijo Jay.

Unas cuantas ranas empezaron su actuación musical. Jay observó la desnudez de su prisionera, su piel pálida, brillante de repelente de insectos; un pequeño acto humanitario por su parte, motivado por su aversión a las ronchas. Los mosquitos formaban una caótica nube gris a su alrededor, pero no aterrizaban en ella. Jay volvió a bajar del asiento y le dio a beber un sorbo de agua embotellada. La mayor parte le resbaló por el mentón. Tocarla sexualmente no le interesaba. Hacía ya tres noches que la llevaba hasta ahí en el barco, porque quería la privacidad para hablar con ella y contemplar su desnudez, con la esperanza de que su cuerpo se transformara de algún modo en el de Kay Scarpetta, y finalmente se ponía furioso porque eso no ocurría, furioso porque Scarpetta no se mostraría educada, furioso porque Scarpetta no era débil. En parte, temía ser un fracasado porque Scarpetta era un lobo y él sólo capturaba ovejas, y porque no lograba encontrar la palabra perfecta; la palabra.

Comprendió que no se le ocurriría la palabra con esa oveja en la bodega, lo mismo que no se le había ocurrido con las otras.

—Estoy empezando a aburrirme —dijo a su oveja—. Te lo diré otra vez. Una última oportunidad. ¿Cuál es la palabra?

La mujer tragó saliva con fuerza y, al intentar hablar, su voz recordó a Jay un eje roto. Podía oír cómo la lengua se le pegaba al paladar.

—No entiendo. Lo siento...

—A la mierda la educación, ¿me oyes? ¿Cuántas veces tendré que decírtelo?

El pajarillo que tenía en la garganta se debatía frenético, y las lágrimas le fluían más deprisa.

—¿Cuál es la palabra? Dime cómo te sientes. Y no me digas «asustada». Eres profesora, coño. Debes tener un vocabulario de más de cinco palabras.

—Me siento... me siento resignada —soltó, sollozando.

—¿Cómo?

—No me dejará marchar —contestó—. Ahora lo sé.

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3

El ingenio sutil de Scarpetta recordaba a Nic un relámpago de calor. No rasgaba, chasqueaba ni lucía como un rayo corriente sino que era un destello silencioso y reluciente que, según decía su madre, significaba que Dios sacaba fotos.

Saca fotos de todo lo que haces, Nic, así que más vale que te comportes porque un día se celebrará el Juicio Final, y esas fotos las verán todos.

Nic había dejado de creer en esas tonterías al llegar a la secundaria, pero era probable que su socio silencioso, como llamaba a su conciencia, no dejara nunca de advertirle que sus pecados la alcanzarían.

Y Nic creía que sus pecados eran muchos.

—¿Inspectora Robillard? —preguntaba Scarpetta.

Nic se sobresaltó al oír su nombre. Su atención se volvió a fijar en el comedor acogedor y poco iluminado, y en los policías que lo ocupaban.

—Díganos qué haría si su teléfono sonara a las dos de la madrugada y usted se hubiera tomado unas cuantas copas pero aun así tuviera que ir a una espeluznante escena del crimen, realmente espeluznante —le planteó Scarpetta—. Déjeme recordarle que a nadie le gusta perderse una escena del crimen espeluznante. Quizá no nos guste admitirlo, pero es así.

—No bebo demasiado. —Nic lamentó de inmediato el comentario al escuchar las risitas de sus compañeros de clase.

—Caray, ¿de dónde has salido tú, de la catequesis?

—No puedo beber porque tengo un hijo de cinco años... —La voz de Nic se fue apagando. Sentía ganas de llorar; aquélla era la vez que había pasado más tiempo separada del niño.

La mesa quedó en silencio. La vergüenza y el bochorno matizaron el ambiente.

—Oye, Nic —dijo Popeye—, ¿llevas la foto encima? Se llama Buddy —comentó a Scarpetta—. Tiene que ver su foto. Todo un hombrecito montado a caballo...

Nic no estaba de humor para pasar la fotografía, gastada y con la escritura del dorso descolorida y corrida de tanto sacarla y mirarla. Deseaba que Popeye cambiara de tema o le hiciera de nuevo el vacío.

—¿Cuántos de ustedes tienen hijos? —preguntó Scarpetta.

Se alzaron unas doce manos.

—Uno de los aspectos dolorosos de este trabajo —indicó—, puede que el peor de este trabajo (o debería llamarlo misión) es el daño que provoca a nuestros seres queridos, por mucho que procuremos protegerlos.

«Nada de relámpago de calor. Sólo una sedosa oscuridad negra, fría y encantadora al tacto —pensó Nic mientras observaba a Scarpetta—. Es amable. Tras ese muro de audacia fogosa y genialidad, es amable y dulce.»

—En este trabajo, las relaciones también pueden convertirse en víctimas. Ocurre a menudo —prosiguió Scarpetta, que siempre intentaba enseñar porque le resultaba más fácil compartir sus ideas que abordar sentimientos que sabía mantener fuera del alcance de los demás.

—¿Tiene hijos, entonces, doctora? —Reba, una policía científica de San Francisco, atacaba otro whisky. Había empezado a arrastrar las palabras y carecía de tacto.

—Tengo una sobrina —dijo Scarpetta.

—¡Oh, sí! Ya me acuerdo. Lucy. Sale mucho en las noticias. O, mejor dicho, salía...

«Estúpida, borracha idiota», protestó en silencio Nic con rabia.

—Sí, Lucy es mi sobrina —confirmó Scarpetta.

—fbi. As de la informática. —Reba no se detenía—. ¿Qué más? Déjeme pensar. Algo sobre pilotar helicópteros y la aft.

«atf, borracha imbécil.» Un trueno retumbó en la cabeza de Nic.

—No sé. ¿No hubo un incendio o algo así y alguien resultó muerto? ¿Qué está haciendo ahora? —Se terminó el whisky y buscó a la camarera con la mirada.

—Eso fue hace mucho tiempo. —Scarpetta no contestó las preguntas, y Nic detectó un cansancio y una tristeza tan inmutables y mermados como los tocones y las protuberancias de los cipreses en los pantanos de su Luisiana natal.

—Es increíble, me había olvidado de que era su sobrina. Es extraordinaria. O lo era —insistió Reba con grosería mientras se apartaba el cabello castaño de los ojos enrojecidos—. Se metió en un lío, ¿verdad?

«Cállate, tortillera de mierda.»

Un rayo rasgó el telón negro de la noche y, por un instante, Nic pudo ver la luz blanca del día al otro lado. Así era cómo su padre lo explicaba siempre.

—¿Lo ves, Nic? —decía mientras miraban por la ventana durante alguna tormenta violenta y un rayo zigzagueaba como una hoja brillante—. Hay un mañana, ¿lo ves? Tienes que mirar deprisa. Hay un mañana al otro lado, esa brillante luz blanca. Y mira lo deprisa que cura. Dios cura igual de rápido.

—Reba, vuelve al hotel —le dijo Nic con la misma voz firme y controlada que usaba cuando a Buddy le daba una pataleta—. Ya has tomado suficiente whisky por una noche.

—Uy, perdón, señorita mimada de la profesora. —Reba se dirigía rápidamente hacia la inconsciencia y hablaba como si tuviera una patata en la boca.

Nic notó los ojos de Scarpetta puestos en ella y deseó poder enviarle una señal que la tranquilizara o que sirviera de disculpa por la demostración vergonzosa de Reba.

Lucy había entrado en el comedor como un holograma, y la reacción sutil pero profundamente emocional de Scarpetta sorprendió a Nic con unos celos, y una envidia, nuevos para ella. Se sintió inferior a la sobrina superpolicía de su heroína, cuyos talentos y experiencias eran enormes comparados con los de Nic. El corazón le dolió como cuando por fin se endereza una articulación paralizada, como hacía su madre al colocarle bien el brazo fracturado cada vez que se le salía el entablillado.

—El dolor es bueno, cielo. Si no sintieras nada, tendrías el bracito muerto y se te caería. Eso no te gustaría, ¿verdad?

—No, mamá. Perdóname por lo que hice.

—No digas tonterías, Nicci. No te hiciste daño adrede.

—Pero no hice lo que dijo papá. Corrí hacia el bosque y fue entonces cuando tropecé...

—Todos cometemos errores cuando tenemos miedo, cielo. Quizá tuviste suerte de caerte; estabas tumbada en el suelo cuando caían rayos por todas partes.

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4

Los recuerdos de Nic sobre su infancia en el sureste del país estaban llenos de tormentas.

Parecía que al cielo le daban unos ataques terribles cada semana, y explotaba con truenos violentos e intentaba ahogar o electrocutar a todos los seres vivos. Cuando las nubes de tormenta lanzaban sus desagradables advertencias y tronaban sus amenazas, su padre predicaba sobre seguridad y su madre, rubia y hermosa, se asomaba a la puerta mosquitera y hacía gestos a Nic para que corriera hacia la casa, hacia un lugar seco y cálido, hacia sus brazos.

Su padre siempre apagaba las luces, y los tres permanecían sentados a oscuras contando historias de la Biblia y viendo cuántos versículos y salmos lograban citar de memoria. Un recitado perfecto valía veinticinco centavos, pero su padre no pagaba hasta que la tormenta pasaba, porque las monedas son de metal, y el metal atrae los rayos.

No codiciarás los bienes ajenos.

Cuando se enteró de que uno de los conferenciantes que visitarían la academia era la doctora Kay Scarpetta, que enseñaría investigación forense la décima y última semana del curso, el entusiasmo de Nic había sido indescriptible. Había contado los días. Le parecía que las primeras nueve semanas no pasarían nunca. Entonces, Scarpetta llegó a Knoxville, y para gran bochorno de Nic, la primera vez que la vio fue en el lavabo de señoras, justo después de que Nic tirara de la cadena y saliera de un cubículo subiéndose la cremallera de los pantalones oscuros de su uniforme.

Scarpetta se estaba lavando las manos, y Nic recordó la primera vez que había visto una fotografía suya y cómo le había sorprendido que Scarpetta no fuera una morena de ascendencia latina. Eso había ocurrido ocho años atrás, cuando Nic sólo conocía de Scarpetta su apellido y no tenía motivos para suponer que fuera una rubia de ojos azules, cuyos antepasados procedían del norte de Italia y eran en parte campesinos de la zona fronteriza con Austria, con un aspecto tan ario como los alemanes.

—Buenos días, soy la doctora Scarpetta —dijo su heroína, como si no relacionara la cadena del inodoro con Nic—. Y, déjeme adivinar, usted es Nicole Robillard.

—¿Cómo...? —soltó Nic, ruborizada, apenas capaz de articular palabra.

—Pedí copias de la solicitud de todos, incluidas las fotografías —explicó Scarpetta antes de que atinara a farfullar el resto de la pregunta.

—¿En serio? —Nic no sólo estaba atónita de que Scarpetta hubiese pedido las solicitudes, sino que no podía entender por qué habría tenido tiempo o ganas de mirárselas—. Supongo que eso significa que también sabe mi número de la Seguridad Social —comentó buscando ser graciosa.

—Pues eso no lo recuerdo —dijo Scarpetta mientras se secaba las manos con una toalla de papel—. Pero sé lo suficiente.

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5

—Una muda —alardeó Nic para responder la pregunta olvidada sobre Maggie, la larva.

Los policías que estaban alrededor de la mesa sacudieron la cabeza y se miraron los unos a los otros. Nic tenía una capacidad innata para irritar a sus compañeros, y lo había hecho de vez en cuando durante los dos últimos meses y medio. A Scarpetta, en ciertos sentidos, le recordaba a Lucy, que se había pasado los veinte primeros años de su joven vida acusando a la gente de desaires que en realidad no había cometido y llevando su talento al límite del exhibicionismo.

—Muy bien, Nic —la elogió Scarpetta.

—¿Quién invitó a esta listilla? —Reba, que se negaba a volver al Holiday Inn, se mostraba odiosa cuando no se quedaba dormida sobre el plato.

—Creo que Nic no ha bebido lo suficiente y el delirium tremens le hace ver larvas por todas partes —soltó el inspector de cabeza rapada. La forma en que miraba a Nic era bastante evidente. Le gustaba a pesar de que era la papanatas de la clase.

—Y es muy probable que tú creas que una muda es la ropa interior limpia. —Nic quería ser graciosa pero no lograba abandonar del todo su seriedad—. ¿Ves la larva que regalé a la doctora Scarpetta...?

—¡Ah! Por fin confiesa.

—Ha hecho una muda. —Nic sabía que debería detenerse—. Cambió una vez la piel después de salir del huevo.

—¿De veras? ¿Cómo lo sabes? ¿Fuiste testigo? ¿Viste cómo la pequeña Maggie mudaba de piel? —insistió el rapado guiñándole el ojo.

—Nic tiene una tienda instalada en la granja de cuerpos y duerme ahí con sus amigos, los bichos —comentó alguien.

—Lo haría si fuera preciso.

Nadie lo discutió. Todos conocían bien las incursiones de Nic en las instalaciones rurales de la Universidad de Tennessee dedicadas a la investigación de cadáveres humanos donados para determinar muchos aspectos de la muerte, entre ellos cuándo se produjo y el proceso de descomposición. La broma era que visitaba la granja de cuerpos como si pasara por casa de sus padres para ver cómo estaban sus familiares.

—Seguro que Nic ha bautizado a todas las larvas, las moscas, las abejas y los ratoneros del lugar.

Las ocurrencias y las bromas de mal gusto siguieron hasta que Reba dejó caer el tenedor con estrépito.

—¡No digáis esas cosas mientras como carne poco hecha! —se quejó.

—Las espinacas le añaden un bonito toque verde, mujer.

—Lástima que no te pusieran arroz...

—Espera, no es demasiado tarde. ¡Camarera! Traiga un poco de arroz a la señora. Con salsa de carne.

—¿Y qué son estos puntitos negros que tiene Maggie y que parecen ojos? —Scarpetta acercó de nuevo el frasco a la luz de la vela con la esperanza de que sus alumnos se calmaran antes de que los echaran a todos del restaurante.

—Ojos —dijo el policía rapado—. Son ojos, ¿no?

Reba empezó a balancearse en la silla.

—No, no son ojos —contestó Scarpetta—. Venga. Os acabo de dar una pista hace unos minutos.

—A mí me parecen ojos. Unos ojitos negros como los de Maguila.

En las diez últimas semanas, el sargento Magil, de Houston, se había convertido en Maguila el Gorila debido a su cuerpo peludo y demasiado musculoso.

—¡Un momento! —protestó éste—. Preguntadle a mi novia si tengo ojos de larva. Cuando mira estos ojos que Dios me ha dado, se desmaya —aseguró mientras se los señalaba.

—Eso es justo lo que estamos diciendo, Maguila. Si yo mirara esos ojos que Dios te ha dado, también me caería redondo.

—Tienen que ser ojos. ¿Cómo coño, si no, una larva ve por dónde va?

—No son ojos, sino orificios nasales —aseguró Nic—. Eso es lo que son los puntitos negros. Como tubitos de buceo para que la larva pueda respirar.

—¿Tubos de buceo?

—Espera un momento. Páseme eso, doctora Scarpetta. Quiero ver si Maggie lleva gafas y aletas en los pies.

Una investigadora flaca de la policía estatal de Michigan apoyó la cabeza en la mesa, sin parar de reír.

—La próxima vez que encontremos una tendremos que buscarle unos tubitos de buceo que le sobresalgan...

Las carcajadas se transformaron en ataques de risa, y Maguila resbaló de la silla y cayó al suelo.

—¡Oh, mierda! Voy a vomitar —soltó entre risotadas.

—¡Tubos de buceo!

Scarpetta se rindió y guardó silencio al advertir que la situación se le había escapado de las manos.

—Oye, Nic, no sabía que fueras una especialista en buceo.

El alboroto continuó hasta que el encargado de Ye Old Steak House se asomó a la puerta: su modo de indicar que la fiesta del reservado estaba molestando a los demás comensales.

—Muy bien, chicos y chicas —dijo Scarpetta en tono autoritario—. Basta.

La hilaridad terminó con la misma rapidez con que había empezado, las bromas sobre la larva cesaron, y hubo más regalos para Scarpetta: un bolígrafo especial con el que podría escribir en condiciones de «lluvia y también si se le cae sin querer en una cavidad torácica mientras practica una autopsia», una linterna Mini Maglite «para ver esos sitios a los que es difícil llegar» y una gorra de béisbol azul oscuro adornada con tantos galones dorados que parecía la de un general.

—La generala doctora Scarpetta. ¡Saluden!

Todos lo hicieron mientras observaban ansiosos su reacción y los comentarios irreverentes volvían a zumbar como perdigones. Maguila llenó la copa de Scarpetta. Ésta se imaginó que era probable que aquel vino barato fuera producto de uvas cultivadas en el nivel inferior de las laderas, donde el drenaje es terrible. Si tenía suerte, sería un vino de cuarto mes. Al día siguiente se encontraría mal. Estaba segura de ello.

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6

A primera hora de la mañana siguiente, en el aeropuerto Kennedy de Nueva York, una agente dijo a Lucy Farinelli que se quitara el enorme reloj Breitling de acero inoxidable, se vaciara las monedas de los bolsillos y lo dejara todo en una bandeja.

Luego le pidió que se quitara las zapatillas de deporte, la chaqueta y el cinturón, y los situara junto con el maletín en la cinta transportadora de la máquina de rayos X, donde nada, salvo un teléfono móvil, un cepillo y una barra de labios, se vio fluorescente. Las auxiliares de British Airways, con blazers oscuros y vestidos azul marino de cuadros azules y blancos, eran bastante amables, pero la policía del aeropuerto estaba especialmente tensa. Aunque no hizo sonar el arco de seguridad al cruzarlo descalza con los calcetines de deporte y los vaqueros holgados, tuvo que someterse al escáner manual, y el sujetador con aro desencadenó un piiip piiip piiip.

—Extienda los brazos —le pidió la fornida agente.

Lucy sonrió y puso los brazos en cruz para que la agente la registrara con rapidez pasándole las manos por debajo de los brazos y los pechos y las deslizara por los muslos hasta la entrepierna, con mucha profesionalidad, por supuesto. Los demás pasajeros pasaban sin problemas, y los hombres en particular encontraban muy interesante a aquella joven atractiva con los brazos y las piernas separados. A Lucy le importaba un comino. Había vivido demasiadas cosas para malgastar energía siendo modesta y estaba tentada de desabrocharse la blusa, señalarse el sujetador con aro y asegurar a la agente que no llevaba incorporada ninguna pila ni ningún artefacto explosivo diminuto.

—Es el sujetador —aclaró con absoluta tranquilidad a la sobresaltada agente, que estaba más nerviosa que su sospechosa—. Siempre se me olvida llevar un sujetador sin aro, quizás uno de deporte, o no ponerme ninguno, maldita sea. Lamento haberle causado molestias, agente Washington. —Ya había leído la etiqueta de identificación—. Gracias por hacer tan bien su trabajo. Vaya mundo en el que vivimos. Veo que la alerta antiterrorista vuelve a estar en naranja.

Lucy dejó a la desconcertada agente y recogió el reloj y las monedas de la bandeja, así como el maletín, la chaqueta y el cinturón. Sentada en el suelo frío y duro, apartada del tránsito, se calzó las zapatillas de deporte sin molestarse en abrochárselas. Se levantó, todavía educada y encantadora con cualquier policía o empleado de British Airways que la observara. Dirigió la mano hacia el bolsillo trasero y sacó el billete y el pasaporte, emitidos ambos con uno de sus muchos nombres falsos. Avanzó con aire desenfadado y los cordones sueltos por el suelo enmoquetado de la puerta 10 y se agachó ligeramente para entrar en el Concorde del vuelo 01. Un auxiliar de British Airways le sonrió mientras le comprobaba la tarjeta de embarque.

—Asiento 1C —anunció mientras le señalaba el asiento del pasillo de la primera fila, como si Lucy no hubiese viajado nunca en el Concorde.

La anterior vez lo había hecho bajo otro nombre, y llevaba gafas, lentillas verdes y el cabello teñido de una original combinación de azul y púrpura que se eliminaba con facilidad y que se correspondía con la fotografía del pasaporte. Su profesión era «músico». Aunque era imposible que alguien conociera el inexistente grupo de tecno Yellow Hell, hubo muchas personas que dijeron: «¡Oh!, sí. He oído hablar de él. Genial.»

Lucy contaba con las pésimas dotes de observación de la gente corriente. Contaba con su temor a parecer ignorante, con su aceptación de las mentiras como verdades conocidas. Contaba con que sus enemigos observaban todo lo que ocurría alrededor y, como ellos, ella también observaba todo lo que ocurría alrededor. Por ejemplo, cuando el policía de la aduana examinó su pasaporte largo rato, reconoció su comportamiento y supo por qué la seguridad actuaba de modo tan febril. Interpol había enviado una alerta roja por Internet a unos ciento ochenta países para que buscaran a un fugitivo llamado Rocco Caggiano, requerido en Italia y Francia por asesinato. Rocco no tenía idea de que era un fugitivo. No tenía idea de que Lucy había mandado información a la Oficina Central de Interpol en Washington ni de que esa información se había comprobado a fondo antes de remitirla a través del ciberespacio a la central de Interpol en Lyon, Francia, donde se había emitido la alerta roja, que era de obligado cumplimiento. Todo eso en cuestión de horas.

Rocco no conocía a Lucy, aunque sabía quién era. Ella lo conocía muy bien, aunque no se habían visto nunca. En ese momento, mientras se abrochaba el cinturón y el Concorde calentaba sus motores Rolls Royce, se moría de ganas de ver a Rocco Caggiano. Una rabia intensa avivaba esa expectativa, que se convertiría en pavor cuando por fin llegara a Europa Oriental.

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7

—Espero que no se encuentre tan mal como yo —dijo Nic a Scarpetta.

Estaban en el salón de la suite de Scarpetta en el Marriott esperando el servicio de habitaciones. Eran las nueve de la mañana y ya era la segunda vez que Nic se interesaba por la salud de Scarpetta. Aún no se podía creer que esa mujer a la que tanto admiraba la hubiese invitado a desayunar. «¿Por qué a mí? —La pregunta le daba vueltas en la cabeza como una bola de ruleta—. A lo mejor le doy lástima.»

—Me he encontrado mejor —contestó Scarpetta con una sonrisa.

—Popeye y su vino. Pero ha traído bebidas peores.

—No se me ocurre que pueda haber nada peor —soltó Scarpetta a la vez que llamaban a la puerta—. Excepto el veneno. Perdona.

Se levantó del sofá. El camarero entró una mesita de ruedas en la habitación. Scarpetta firmó la cuenta y le dio una propina en metálico. Nic observó que era generosa.

—La habitación de Popeye, la ciento seis, es el abrevadero —explicó Nic—. Cualquier noche puedes ir con un paquete de seis cervezas y ponerlo en la bañera a que se enfríe. Desde las ocho de la tarde sólo se dedica a subir bolsas de hielo a su habitación. Suerte que está en el prime

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