El chico de la bomba

José María Sanz 'Loquillo'

Fragmento

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A modo de introducción

El frente se ha roto.

El general Yagüe y sus tropas marroquíes están a tiro de piedra de la Ciudad Condal.

Los italianos del cuerpo expedicionario de Gambara acechan por el norte.

El ejército navarro del general Solchaga ya se encuentra en la sierra de Collserola.

El gobierno republicano y el de la Generalitat han abandonado Barcelona a su suerte.

El pánico se apodera de gran parte de la población civil, que huye despavorida.

Nada queda de la Barcelona revolucionaria, de cuando las calles eran un hervidero de ciudadanos dispuestos a defender la República.

En aquel verano del 36 el pueblo en armas consiguió detener el alzamiento nacionalista y de paso dar una lección al mundo.

Qué distinto es ahora...

El cansancio de treinta y dos meses de guerra es latente.

Dos años de bombardeos indiscriminados, de escasez de alimentos y de tragedias personales han socavado la moral del pueblo.

Por no hablar de las luchas internas, otra guerra dentro de la guerra, más injusta si cabe, nada más desolador que el desacuerdo entre el mismo Frente Popular.

La población civil, confundida y estrangulada, decide poner pies en polvorosa hacia la frontera francesa, las tropas de Franco se acercan y una leyenda negra de la que harán gala no invita a quedarse.

Ni siquiera el ejemplo de la defensa de Madrid sirve para levantar los ánimos.

Los restos del ejército de Tagüeña se plantea resistir, pero muchas unidades desconocen la situación de la ciudad, otras se enteran cuando es demasiado tarde. El mismísimo general Tagüeña escucha por la radio el parte de la caída de Barcelona.

Durante los próximos días, cientos de miles de refugiados y un ejército desmoralizado se enfrentarán a un triste destino común.

Las carreteras con dirección a la frontera serán testigo de la humillante derrota, de un éxodo sin precedentes.

Se abandonan los hospitales y los heridos sin asistencia médica deambulan por las calles, eso los que pueden mantenerse en pie.

Vagabundos de uniforme y de todas graduaciones se dedican al pillaje.

Milicianos sin honor se quedan en sus casas, abandonan las armas y esperan la llegada del enemigo creyendo que tal vez no sea tan fiero el león como lo pintan.

Algunas venganzas personales tienen su última oportunidad, y otras no han hecho más que empezar. Filosofía fatal la del paseo y la delación.

Los prisioneros son fusilados, nadie quiere exceso de equipaje.

La artillería republicana se abandona en las cunetas de las carreteras con destino a Francia, intransitables de animales exhaustos tirando de carros cargados hasta los topes, vehículos de todo tipo y refugiados a pie, arrastrando fardos, maletas, miedo y desolación.

La lluvia, que hace su aparición para desesperación de los caminantes, terminará siendo el mejor aliado contra Franco, pues evitará que sus tropas consigan sus objetivos con mayor rapidez.

El hambre y la derrota se dan la mano, compañeros de un viaje a la incertidumbre.

Amenizadas por los bombardeos constantes de la aviación franquista, Modesto y Líster intentan poner orden en sus tropas y dar tiempo a la evacuación de los civiles. Serán las tropas de ambos, junto con la 26 Brigada, los únicos que atraviesen la frontera en formación militar.

Reina el caos.

Las refugiadas de primera hora esperan al otro lado de la frontera el reencuentro con los familiares, disgregados por la gentil burocracia francesa. Los hombres son separados de sus mujeres, los hijos de sus madres; se disuelven familias enteras.

La suerte que correrán estas gentes será vergüenza y escarnio por siempre jamás.

Un ejército derrotado y un pueblo despojado de todo... No es comparable a nada.

Grupos especiales, en particular los grupos Z, formados por dinamiteros y los carabineros destinados en los controles de fronteras y aduanas, son los encargados de volar puentes y carreteras tras el paso de las unidades en retirada.

Pero la frontera sigue cerrada a las unidades militares. Se dice que el gobierno republicano negocia con las autoridades francesas, que se busca la mediación de Inglaterra.

Se esperan noticias que no llegan, y muchos temen quedar atrapados en tierra de nadie.

Y esperan.

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En algún lugar de la frontera franco-española:
febrero de 1939

—¡Despejad la zona! Gabino, ¿queda alguien?

—¿Cómo van las apuestas, artillero? Te apuesto cinco pitos a que no acabas con el puente.

—Gabino, quita de en medio, no seas cenizo.

—¡Pero si doy saltos de alegría! ¿Crees que es el frío, compañero? Tú no sabes nada del frío, no has estado en la cárcel de Ondarreta.

La dinamita se ha vuelto caprichosa. La lluvia y el frío han hecho su trabajo. Volar un puente se ha convertido en una lotería. Y tras cada explosión alguien gana o pierde unos cigarrillos.

Esta vez nadie gana, solo ha volado en parte: el jodido puente todavía se mantiene en pie.

—Calla y mueve el culo.

—Si me lo tienen que pelar que sean italianos, hay que ser elegante para todo.

—¿La dinamita?

—Mojada, como nosotros, camarada. No tiene arreglo.

—Pues termina y arreando... Esas son las órdenes.

—¿Órdenes de quién? Los que han dado esas órdenes ya están al otro lado de la frontera, y aún las vas a obedecer. Eres un ingenuo artillero. Deberíamos largarnos cuanto antes, poner pies en polvorosa. La cadena de mando ya no manda, esto es una locura. Vamos directos al matadero.

Gabino carga la mecha mojada y hecha a andar furioso; curtido por muchos años de lucha, ya no cree en nada ni en nadie.

Órdenes a estas alturas...

¿Quién puede creer en ellas? Dicen que se prepara un ataque; una bolsa de territorio, que consiga detener el avance enemigo.

Dicen que el ejército alemán va a declarar la guerra a toda Europa y que si el Frente Popular detiene a Franco, los franceses apoyarán a la República.

—Los gabachos están con Franco. ¿No cerraron la frontera y nos dejaron sin las armas de los rusos? Y los ingleses, los peores. Sus intereses están hechos trizas. Franco los ha defendido y ahora les cobrará la factura, y la factura, artillero, somos nosotros.

—Déjalo ya, vamos a volar ese puente. Quiero recuperar mis cigarrillos. Mira, a veces ser sordo tiene sus ventajas. Me utilizan, y lo sé. Pero me pone, me lo paso bien, nunca creí que acabaría dinamitando puentes. ¿Te lío un pito y me cuenta

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