1
Cambridge, Massachusetts
Miércoles, 19 de diciembre
4.02 h
El estridente sonido del teléfono perturba el redoble incesante de la lluvia que golpetea el tejado como unas baquetas. Me incorporo en la cama, con el corazón brincándome en el pecho como una ardilla asustada, y miro la pantalla iluminada para ver quién llama.
—¿Qué pasa? —digo a Pete Marino con voz inexpresiva—. A esta hora no puede tratarse de nada bueno.
Sock, mi galgo adoptado, se acurruca contra mí y le poso la mano en la cabeza para tranquilizarlo. Tras encender una lámpara, saco de un cajón un bloc de hojas y un bolígrafo mientras Marino comienza a hablarme de un cadáver descubierto a varios kilómetros de aquí, en el MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts.
—En el barro —dice—, en un extremo de la pista de atletismo, lo que llaman el campo Briggs. La han encontrado hace unos treinta minutos. Me dirijo hacia el lugar en el que seguramente desapareció, y luego iré a la escena del crimen. Están acordonándola en espera de tu llegada. —La voz profunda de Marino suena igual que siempre, como si nada hubiera ocurrido entre nosotros.
Casi no doy crédito a mis oídos.
—No entiendo por qué me has llamado. —No debería haberlo hecho, pero conozco sus motivos—. En sentido estricto, no me he reincorporado al trabajo. En sentido estricto, sigo de baja por enfermedad —añado con tono correcto y sereno, aunque estoy un poco ronca—. Deberías llamar a Luke o a...
—Te conviene encargarte del caso, Doc. Si no, se convertirá en una pesadilla para las relaciones públicas, y lo que menos necesitas es volver a vivir algo así.
No había tardado ni en segundo en aludir al fin de semana que pasé en Connecticut y que había salido en las noticias de todas las cadenas. No pienso discutir el asunto con él. Me ha llamado porque puede, porque me sondeará cuanto quiera y porque hará lo que le plazca para dejarme claro que, después de estar a mis órdenes durante una década, de pronto se han vuelto las tornas. Ahora él está al mando. Yo no. Así funciona el mundo según Pete Marino.
—¿Una pesadilla para las relaciones públicas de quién? Además, yo no trabajo en relaciones públicas —puntualizo.
—Un cadáver en el campus del MIT es una pesadilla para todo el mundo. Esto me da mala espina. Yo habría ido contigo si me lo hubieras pedido. No deberías haber ido sola. —Se refiere de nuevo a lo de Connecticut, pero finjo no oírlo—. En serio, tendrías que habérmelo pedido.
—Ya no trabajas para mí. Por eso no te lo pedí. —No pienso decir nada más al respecto.
—Lamento el mal trago que eso te hizo pasar.
—Yo lamento el mal trago que pasó todo el mundo. —Toso varias veces y extiendo el brazo para coger un poco de agua—. ¿Se ha realizado una identificación? —Acomodo las almohadas sobre las que me recuesto, mientras Sock apoya la angosta cabeza en mi muslo.
—Seguramente se trata de una estudiante de posgrado de veintidós años llamada Gail Shipton.
—¿Estudiante de posgrado de dónde?
—Ingeniería informática del MIT. Se denunció su desaparición hacia medianoche. Fue vista por última vez en el bar Psi.
El garito preferido de mi sobrina. Quedo desconcertada al percatarme de ello. El bar, cercano al MIT, cuenta entre sus clientes habituales con artistas, físicos y genios de la informática como Lucy. Algún que otro domingo, ella y Janet, su compañera, me llevan allí a tomar el brunch.
—Conozco el sitio —me limito a decirle a ese hombre que me ha abandonado. Sé que estoy mejor sin él.
Ojalá también me sintiera mejor.
—Por lo visto, Gail Shipton estuvo allí ayer por la tarde con una amiga que afirma que a Gail le sonó el teléfono hacia las cinco y media. Salió para oír mejor y ya no volvió. No deberías haber ido a Connecticut sola. Por lo menos podrías haberme dejado llevarte en coche —dice Marino, que no va a preguntarme cómo me va después de la que montó al renunciar a su puesto para empezar de cero.
Ahora es policía, como antes. Parece contento. Mi opinión sobre la manera en que dejó el trabajo no le importa. Lo único de lo que le interesa enterarse es de lo de Connecticut. Es algo de lo que todo el mundo quiere enterarse, y yo no concedí una sola entrevista ni tengo ganas de hablar de ello. ¿Por qué demonios tenía que tocar Marino ese tema? Es como si hubiera archivado algo espantoso en un cajón del fondo, y ahora volviera a tenerlo delante de las narices.
—¿A la amiga no le pareció raro ni preocupante que la persona con la que estaba saliera a hablar por teléfono y no regresara? —He puesto el piloto automático, lo que me permite hacer mi trabajo mientras intento que Marino deje de importarme.
—Solo sé que cuando Gail dejó de responder a sus llamadas o mensajes de texto, la amiga empezó a temer que le hubiera ocurrido algo malo. —Ya está llamando por su nombre de pila a esa mujer desaparecida que podría estar muerta. Ha establecido un vínculo con ella. Le ha hincado el diente al caso y no piensa soltarlo—. Más tarde, a medianoche, como seguía sin tener noticias suyas, salió en su busca. —Hace una pausa y añade—: La amiga se llama Haley Swanson.
—¿Qué más sabes de Haley Swanson, y a qué te refieres exactamente con «amiga»?
—Toda la información que tengo procede de una llamada preliminar. —Lo que quiere decir en realidad es que no sabe gran cosa porque seguramente nadie se tomó muy en serio la denuncia de Haley Swanson en un principio.
—¿No te extraña que ella no se preocupara antes? —pregunto—. Si vio a Gail por última vez a las cinco y media, tardó unas seis o siete horas en decidirse a llamar a la policía.
—Ya sabes cómo son los estudiantes de por aquí. Cuando beben, se van con el primero que pasa, no están pendientes de lo que hacen sus amigos ni se enteran de nada.
—¿Gail era el tipo de chica que se va con el primero que pasa?
—Tendré muchas preguntas que hacer si mis sospechas resultan ser ciertas.
—Me da la impresión de que sabemos más bien poco —digo, y de inmediato me arrepiento.
—No hablé mucho rato con Haley Swanson. —Marino empieza a ponerse a la defensiva—. No recogemos oficialmente denuncias sobre personas desaparecidas por teléfono.
—Entonces ¿cómo es que hablaste con ella?
—Primero llamó a la policía, y le dijeron que fuera a comisaría para rellenar el formulario de denuncia. Es el procedimiento estándar. —Alza tanto la voz que le bajo el volumen al teléfono—. Poco después llamó de nuevo y preguntó directamente por mí. Hablé con ella unos minutos, pero no le hice mucho caso. Si tan preocupada estaba, más valía que fuera a presentar la denuncia cuanto antes. La comisaría está abierta las veinticuatro horas.
Marino solo lleva unas semanas en la policía de Cambridge, por lo que me parece muy poco creíble que una desconocida haya preguntado directamente por él. Esto me hace recelar de Haley Swanson al instante, pero no serviría de nada exponerle mis dudas a Marino. No me escuchará si cree que intento decirle cómo debe hacer su trabajo.
—¿Parecía alterada? —pregunto.
—Mucha gente parece alterada cuando llama a la policía, pero eso no significa que lo que dice sea cierto. Noventa y nueve de cada cien estudiantes desaparecidos resultan no estar desaparecidos. Esa clase de llamadas no son precisamente infrecuentes por aquí.
—¿Tenemos la dirección de Gail Shipton?
—Esos apartamentos tan bonitos cerca del hotel Charles. —Me proporciona las señas y yo las anoto.
—Son fincas muy caras. —Me viene a la mente la imagen de unos elegantes edificios de ladrillo que se alzan cerca de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy y el río Charles, no muy lejos de mi oficina, de hecho.
—Seguramente su familia paga las facturas, como es habitual por aquí, en el mundillo de las universidades de elite. —Como de costumbre, Marino habla con sarcasmo de la gente de Cambridge, donde, según él, solo te multan si eres tonto.
—¿Ha comprobado alguien si tal vez ella está en casa y simplemente no quiere coger el teléfono? —Tomo notas a toda velocidad, más concentrada, aunque distraída en parte por una tragedia distinta, más reciente.
Allí, sentada en la cama mientras hablo por teléfono, no puedo quitarme de la cabeza lo que vi. Los cuerpos, la sangre. Casquillos de latón, relucientes como monedas, esparcidos por el suelo en el interior de aquella escuela primaria de paredes de ladrillo. El recuerdo resulta tan vívido e indeleble que es como si aún estuviera allí.
Veintisiete autopsias, casi todas a niños, y cuando me despojé de la bata ensangrentada y entré en la ducha, me negué a pensar en lo que acababa de hacer.
Cambié de canal. Si podía separar mi vida privada de la profesional era porque tiempo atrás había aprendido a no visualizar carne humana destrozada después de haberla tenido entre mis manos. Intenté dejar las imágenes en la escena del crimen, en la sala de autopsias y fuera de mi mente. Por supuesto, no lo conseguí. Cuando llegué a casa la noche del sábado pasado, tenía fiebre y me dolía todo el cuerpo, como si hubiera contraído una infección aguda. Mis defensas se habían venido abajo. Le había ofrecido mi ayuda a la Oficina del Jefe de Medicina Forense de Connecticut, y toda buena acción recibe su justo castigo. Intentar hacer lo correcto está penalizado. A las fuerzas oscuras no les gusta, de modo que caes enferma a causa del estrés.
—Ella asegura que se pasó por la casa de Gail para cerciorarse de que no estaba allí —explica Marino—, y que luego le pidió al guardia de seguridad que echara un vistazo dentro del apartamento, pero no había señales de ella ni de que hubiera vuelto a casa desde el bar.
Le comento que Swanson debe de conocer a las personas que trabajan en el edificio, pues los encargados de seguridad no le abren la puerta de un apartamento a cualquiera, y en ese momento mi atención se desvía hacia el ridículo montón de paquetes de FedEx que permanecen sin abrir junto al sofá, en el extremo opuesto de la habitación. Me recuerda por qué no es buena idea permanecer aislada durante días, demasiado indispuesta para cocinar o salir de casa y con miedo a estar sola con mis pensamientos. Me conviene distraerme, y eso es justamente lo que hice.
Hay un chaleco de cuero Harley-Davidson vintage y un cinturón con hebilla en forma de calavera para Marino; una colonia Hermès y unas pulseras Jeff Deegan para Lucy y Janet, y para mi esposo, Benton, un reloj Breguet de titanio con esfera de fibra de carbono que ya no se fabrica. Cumple años mañana, cinco días antes de Navidad, y es muy difícil comprarle regalos porque no hay muchas cosas que necesite o que no tenga ya.
Hay una pila de obsequios por envolver para mi madre, mi hermana, nuestra asistenta Rosa y miembros de mi equipo, así como toda clase de cosas para Sock, para el bulldog de Lucy y para el gato de mi jefe de personal. No sé muy bien qué demonios me impulsó a hacer compras compulsivas por internet cuando estaba enferma en cama, pero lo achacaré a la fiebre. No me cabe duda de que el arrebato de consumismo sufrido por la, normalmente, sensata y comedida Kay Scarpetta dará mucho que hablar. Lucy en particular no dejará de machacar con el tema.
—Gail no responde a llamadas, mensajes de correo electrónico ni de texto —continúa Marino mientras la lluvia golpea de través las ventanas, repiqueteando con fuerza contra el vidrio—. No publica nada en Facebook, Twitter y demás, y, lo que es más significativo, su descripción física coincide con la de la mujer muerta. Creo que tal vez la secuestraron, la retuvieron en algún sitio, envolvieron su cadáver en una sábana y lo dejaron tirado allí. No te habría molestado, dadas las circunstancias, pero te conozco.
No me conoce, y no pienso ir conduciendo al MIT o a ninguna otra parte, y menos aún después de haber pasado los últimos cinco días en cuarentena. Se lo diré. He de mantener una actitud testaruda y seria con mi ex investigador jefe. «Sí, ex», me reafirmo en mi fuero interno.
—¿Cómo te encuentras? Te advertí que no te vacunaras contra la gripe. Seguro que has enfermado por eso.
—No puedes enfermar por culpa de un virus muerto.
—Bueno, las dos únicas veces que me puse una vacuna contra la gripe, pillé la enfermedad y estaba hecho una braga. Me parece que tú no estás tan mal, y me alegro. —Marino finge que le preocupo porque quiere utilizarme.
—Supongo que todo es relativo. Podría estar mejor. Pero también peor.
—En otras palabras, estás cabreada conmigo. Está bien dejar las cosas claras.
—Me refería a mi salud.
Decir que estoy cabreada supondría trivializar lo que siento en estos momentos. Marino no parece haber tenido en cuenta lo que su renuncia dice sobre mí como jefa de medicina forense de Massachusetts y directora del Centro Forense de Cambridge, el CFC. Fue mi jefe de investigaciones durante diez años, y de pronto decidió divorciarse profesionalmente de mí. Ya me imagino lo que la gente estará murmurando sobre mí, en especial los policías.
Preveo que se pondrá en tela de juicio mi criterio en las escenas del crimen, en mi despacho, en la sala de autopsias y en el estrado de los testigos. Imagino que todo el mundo me cuestionará cuando en realidad nada de esto tiene que ver conmigo, sino con Marino y la crisis de la mediana edad que arrastra desde que lo conozco. A decir verdad, si fuera indiscreta, le revelaría al mundo que Pete Marino padece de baja autoestima y confusión de identidad desde el día que nació, hijo de un padre alcohólico y una madre débil y sumisa, en una zona poco recomendable de Nueva Jersey.
Soy una mujer que está fuera de su alcance, el objeto de sus castigos, posiblemente el amor de su vida y, sin duda alguna, su mejor amiga. Sus motivos para llamarme a estas horas no son justos ni racionales, pues sabe que he estado en cama con gripe, tan enferma que en cierto momento creí que me moría y me vino un pensamiento a la cabeza: «Así que es esto lo que se siente.»
2
Durante una revelación provocada por la fiebre, comprendí el significado de todo: la vida era la colisión entre partículas divinas que componen toda la materia del universo, y la muerte, justo lo contrario. Cuando alcancé una temperatura de 39,9 ºC, lo vi todo aún más claro, gracias a la explicación sencilla y elocuente de la figura encapuchada que se encontraba a los pies de mi cama.
Ojalá hubiera tomado apuntes de lo que dijo, la fórmula difícil de memorizar que expresa cómo la naturaleza nos confiere masa y la muerte nos la arrebata, el modo en que toda la historia de la creación, desde el Big Bang, se mide en función de los productos de la descomposición. La oxidación, la suciedad, la enfermedad, la demencia, el caos, la corrupción, las mentiras, la podredumbre, la ruina, el desprendimiento de células, células muertas, atrofia, hedores, sudor, residuo, polvo al polvo; todo ello, a una escala subatómica, interacciona para dar lugar a masa nueva en un proceso infinito. Aunque no alcanzaba a verle el rostro, sabía que tenía una expresión cautivadora y afable, mientras me hablaba en términos tan científicos como poéticos, iluminado desde atrás por un fuego que no despedía calor.
En momentos de lucidez asombrosa, comprendía a qué nos referíamos cuando hablábamos del fruto prohibido y del pecado original, de caminar hacia la luz y de calles pavimentadas en oro, de extraterrestres, auras, fantasmas, el paraíso, el infierno y la reencarnación, la sanación o la resurrección de entre los muertos, volver a la vida en el cuerpo de un cuervo, un gato, un jorobado, un ángel. Un reciclado cristalino en su precisión y prismática belleza me había sido revelado. Los designios de Dios, el Físico Supremo, que es misericordioso, justo y gracioso. Que es creativo. Que es todos nosotros.
Vi y entendí. Estaba en posesión de la Verdad perfecta. Pero entonces la vida se reafirmó, me quitó la Verdad de debajo de mis pies y aquí sigo, retenida por la gravedad. Amnésica. No soy capaz de recordar ni de compartir aquello que por fin podía explicar a los allegados desconsolados después de ocuparme de sus seres queridos muertos. En el mejor de los casos, mantengo una actitud aséptica cuando respondo a sus preguntas, que siempre son las mismas.
«¿Por qué? ¿Por qué? ¡¿Por qué?!»
«¿Cómo puede alguien haber hecho una cosa así?»
Nunca he contado con una buena explicación. Pero existe, y por unos instantes fugaces, supe cuál era. Tenía lo que siempre había querido decir en la punta de la lengua, pero entonces volví en mí y lo que sabía quedó eclipsado en mi mente por el trabajo que acababa de realizar. Imágenes impensables que nadie debería ver. Sangre y latón en un pasillo con tablones de anuncios decorados con motivos navideños en las paredes. Y luego, el interior de aquella aula. Los niños que no pude salvar. Los padres que no pude consolar. Las palabras de aliento que no pude pronunciar.
«¿Habrán sufrido?»
«¿Con qué rapidez ocurrió todo?»
«Es por la gripe», me digo. No hay nada que no haya visto antes, nada con lo que no pueda lidiar, y noto que se enciende la rabia, el dragón que dormita en mi interior.
—Créeme, no te conviene que otra persona se ocupe de esto. No hay margen para la más mínima cagada. —Marino insiste y, para ser franca, me alegro de oír su voz.
No quiero echarlo de menos como acabo de hacer. No habría llevado conmigo a nadie más a aquel desenfrenado carnaval mediático de magnitud incomprensible, a aquellas calles atestadas a lo largo de kilómetros de unidades móviles y camiones de producción de las televisiones con parabólicas montadas en postes, en medio del rumor sordo e incesante de los helicópteros, como si estuvieran rodando una película.
«Los disparos ¿se efectuaron a quemarropa?»
Noto la rabia otra vez, pero no puedo permitirme el lujo de despertar a ese dragón interior. Fue mejor que Marino no estuviera conmigo. No tenía ganas. Conozco sus límites y sé que se habría venido abajo, hecho añicos, como un vidrio sacudido por vibraciones ultrasónicas intensas.
—Solo puedo decirte que tengo una corazonada sobre esto, Doc —me dice con su voz de siempre, aunque en un tono diferente que denota más fuerza y seguridad en sí mismo—. Ahí fuera hay un puto enfermo haciendo sus pinitos. Tal vez los sucesos recientes le inspiraron la idea.
—¿Los sucesos de Newtown, Connecticut? —No entiendo cómo ha llegado a semejante conclusión, y me gustaría que dejara de sacar a colación ese asunto.
—Así funcionan estas cosas —afirma—. Un puto enfermo le copia la idea a otro puto enfermo que se lía a tiros en un cine o un colegio para llamar la atención.
Lo imagino conduciendo por las oscuras calles de Cambridge en este tiempo. Seguro que no lleva puesto el cinturón de seguridad, y advertírselo sería una pérdida de tiempo ahora que vuelve a ser poli. Con qué rapidez retoma sus malas costumbres de otra época.
—No la han matado a tiros, ¿verdad? —le pregunto de forma enfática para eludir un tema inapropiado y doloroso—. Ni siquiera estás seguro de que se trate de un homicidio, ¿a que no?
—No, al parecer no recibió disparos —confirma Marino.
—No mezclemos las cosas comparándolo con lo sucedido en Connecticut.
—Estoy harto de que los medios recompensen a los gilipollas.
—Como todos.
—Empeora la situación y aumenta la probabilidad de que ocurra de nuevo. En vez de divulgar sus nombres, deberíamos enterrarlos en una fosa sin lápida.
—Ciñámonos al asunto que nos ocupa. ¿Sabemos si la víctima presenta heridas visibles?
—A primera vista, parece que no —responde—, pero lo que es seguro es que no se envolvió a sí misma en una sábana, salió por su propio pie, descalza, y se tumbó en el barro bajo la lluvia para dejarse morir.
Que Marino está puenteando a Luke Zenner, mi jefe adjunto, y a todos los patólogos forenses del CFC, no tiene que ver con que yo sea la más cualificada, aunque lo soy, sino con su empeño en recuperar la vida que llevaba en la época en que nos conocimos. Ya no trabaja para mí. Ahora tengo que estar a su disposición a todas horas. Es su forma de entender las cosas, y me lo recordará tan a menudo como pueda.
—A ver, si no te sientes con fuerzas... —dice, y no sé si está lanzándome un desafío o si pretende aguijonearme.
No lo veo claro. ¿Cómo voy a emitir un dictamen en este estado? Estoy agotada y muerta de hambre. No dejo de pensar en huevos duros con mantequilla y pimienta molida gruesa, pan caliente y recién horneado y café expreso. Mataría por un vaso de zumo de naranja roja helado y recién exprimido.
—No, no, lo peor ya ha pasado. —Me inclino para coger la botella de agua que tengo en la mesilla de noche—. Deja que me despeje un poco. —Hago el mínimo esfuerzo indispensable para beber un gran trago, hasta que la sed deja de ser insaciable, y ya no tengo los labios y la lengua secos como un estropajo—. Tomé jarabe para la tos antes de irme a dormir. Codeína.
—Qué suerte.
—Estoy un poco atontada, pero bien. No es muy aconsejable que conduzca, y menos con la nochecita que hace. ¿Quién la ha encontrado?
Tal vez ya me lo ha dicho. Me toco la frente con el dorso de la mano. No tengo fiebre. Estoy segura de que ha remitido sola y no por efecto del ibuprofeno.
—Una chica del MIT y un tipo de Harvard que habían quedado para salir y habían decidido buscar un poco de intimidad en la habitación de la residencia donde ella vive. ¿Conoces Simmons Hall? Es ese edificio gigantesco que parece construido con piezas de LEGO, al otro lado de los campos de béisbol y rugby del MIT —explica Marino.
Oigo que lleva el escáner de radio de la policía puesto a todo volumen. Se siente en su elemento, sin duda. Armado y peligroso, con una placa de agente en el cinturón, conduciendo un coche patrulla camuflado y equipado con luces, una sirena y sabe Dios qué más. En sus viejos tiempos en el cuerpo, solía trucar sus vehículos policiales como ahora hace con sus Harley.
—Vieron lo que al principio creyeron que era un maniquí con toga tirado en el lodo, en la orilla más apartada del campo, al otro lado de la valla que lo separa de un aparcamiento —dice el Marino de mi pasado, Marino el agente de policía—. Así que entraron por una puerta abierta para mirar más de cerca y, cuando descubrieron que era una mujer envuelta en una sábana sin nada debajo y que no respiraba, llamaron a emergencias.
—¿El cuerpo está desnudo? —Lo que estoy preguntando, en realidad, es si alguien lo ha movido y, en caso afirmativo, quién.
—Aseguran que no lo tocaron. La sábana está empapada, y creo que es bastante evidente que ella no lleva ropa. Según Machado, que ha hablado con ellos, está bastante seguro de que no tienen nada que ver con la muerte, pero les tomará muestras de ADN, revisará sus antecedentes y toda la pesca —añade que el agente Sil Machado, de Cambridge, sospecha que la mujer falleció por una sobredosis de drogas—. Lo que podría estar relacionado con ese suicidio tan raro del otro día —añade—. Como ya sabes, circula por las calles una sustancia chunga que está causando problemas tremendos por la zona.
—¿Qué suicidio? —Por desgracia, se han registrado varios desde que salí de la ciudad y caí enferma.
—El de la diseñadora de moda que saltó de la azotea de su bloque de pisos en Cambridge y salpicó de sangre la luna del gimnasio de la planta baja cuando aún había gente dentro haciendo ejercicio. Era como si hubiera estallado una bomba de espaguetis. El caso es que ellos piensan que podrían estar conectados.
—No entiendo por qué.
—Creen que podría ser un asunto de drogas, que la chica se metió en algún lío gordo.
—¿Quiénes lo creen? —Yo no me encargué del suicidio, por supuesto. Me agacho para recoger los montones de expedientes de casos que están en el suelo, junto a la cama.
—Machado. Y también su sargento y su teniente —contesta Marino—. La noticia ha subido por la cadena de mando hasta los superintendentes y el comisario.
Dispongo los expedientes sobre la cama. Son por lo menos doce carpetas que contienen informes impresos y fotografías que Bryce Clark, mi jefe de personal, me ha dejado todos los días en el porche, junto con provisiones que ha tenido la amabilidad de comprar para mí.
—Lo que les preocupa es que pueda tratarse de la misma mierda de diseño o de las mismas metanfetaminas adulteradas..., en otras palabras, de la última versión de sales de baño con la que ahora se esté trapicheando en nuestras calles. Quizá la mujer que se suicidó iba colocada con eso —aventura Marino—. Una teoría sostiene que Gail Shipton, si de verdad es ella la muerta, estaba consumiendo alguna droga muy tóxica con alguien y murió de sobredosis, por lo que su acompañante se deshizo de ella.
—¿Compartes esa teoría?
—Ni hablar. Si fueras a deshacerte de un cadáver, ¿elegirías un puñetero campo de deportes universitario como si quisieras asustar a la gente? A eso me refería, esa es la mayor amenaza a la que nos enfrentamos estos días. Si haces algo lo bastante escandaloso, saldrás en las noticias de todos los canales y captarás la atención del presidente de Estados Unidos. Creo que la persona que dejó el cuerpo tirado en el campo Briggs es esa clase de elemento. Lo hace para llamar la atención, para aparecer en titulares.
—Podría ser uno de sus motivos, pero seguramente hay más.
—Voy a enviarte un mensaje con unas fotos que me ha mandado Machado. —El vozarrón de Marino me resuena en el oído, una voz áspera, hosca, prepotente.
—No deberías enviar mensajes de texto mientras conduces. —Alargo el brazo para coger mi iPad.
—Ya, bueno, pues me pondré una multa.
—¿Hay marcas de arrastre o algún otro indicio de cómo llegó el cadáver hasta donde está?
—En las fotos verás lo enlodado que está todo. Además, lamentablemente, es probable que la lluvia haya borrado cualquier marca de arrastre o huella. Pero aún no he echado una ojeada in situ.
Abro las imágenes que acaba de mandarme, me fijo en la hierba mojada y el barro rojizo en la parte interior de la cerca del campo Briggs y amplío la zona en que aparece la muerta envuelta en algo blanco. Esbelta, tumbada boca arriba, con una larga cabellera castaña bien arreglada en torno a un rostro joven y bello ligeramente ladeado a la izquierda y reluciente por la lluvia. Lleva la tela enrollada alrededor del torso como una de aquellas toallas de baño grandes que se pone la gente para pasar el rato en el balneario.
Me asalta una sensación de familiaridad, y advierto sobresaltada las semejanzas entre estas imágenes y las que Benton, corriendo un riesgo considerable, me envió hace varias semanas. Sin autorización del FBI, me pidió mi opinión sobre los asesinatos en los que está trabajando en Washington. Pero aquellas mujeres tenían la cabeza tapada con bolsas de plástico, y esta no. Les habían rodeado el cuello con cinta americana decorada y les habían puesto un lazo, un sello distintivo de su asesino que brilla por su ausencia en este caso.
«Ni siquiera sabemos si se trata de un homicidio o no», razono. No me sorprendería que hubiera muerto de golpe y que su acompañante, presa del pánico, la hubiera cubierto con una sábana, tal vez de una residencia de estudiantes, antes de dejarla fuera, donde sabía que no tardarían en encontrarla.
—Sospecho que alguien dejó el coche en el aparcamiento, cerca de la valla, abrió la puerta y entró, llevando a la chica a rastras o en brazos —prosigue Marino mientras contemplo la foto en mi iPad, que me inquieta a un nivel profundo e intuitivo que está fuera de mi alcance, e intento entender racionalmente lo que siento, pero no lo consigo, y no puedo decirle a él una sola palabra sobre ello.
El FBI despediría a Benton si se enterara de que ha compartido información clasificada con su esposa. Tanto da que yo sea una experta con jurisdicción sobre casos federales y que hubiera sido lógico que me consultaran de todos modos. Por lo general lo hacen, pero, en esta ocasión, por algún motivo, no lo hicieron. Ed Granby, su jefe, no me tiene mucho aprecio, y estaría encantado de despojar a Benton de sus credenciales y mandarlo a freír espárragos.
—Esa puerta en concreto no estaba cerrada con candado —dice Marino—. La pareja que la encontró declaró que cuando llegaron la encontraron cerrada, pero que la abrieron sin problemas. Las demás están aseguradas con cadenas y candados para que nadie pueda entrar fuera de horas. El responsable, sea quien sea, sabía que esa puerta no estaba encadenada, o bien utilizó unas cizallas o una llave para abrirla.
—El cuerpo está colocado en esa postura de forma deliberada. —El dolor fantasma de una jaqueca crónica hace que sienta la cabeza espesa—. Boca arriba, con las piernas juntas y rectas, un brazo descansando elegantemente sobre el vientre, el otro extendido, con la muñeca doblada en un ademán dramático como el de una bailarina o como si se hubiera desmayado en el diván. No hay nada fuera de su sitio, y está cuidadosamente envuelta en la sábana. De hecho, ni siquiera estoy segura de que sea una sábana.
Amplío la imagen lo máximo posible sin que empiece a desdibujarse.
—Es una tela blanca, de eso no hay duda. La pose es ritual, simbólica. —Estoy segura de ello, tanto como de que el revoloteo que noto en el estómago es de miedo.
¿Y si se trata de lo mismo? ¿Y si él está aquí? Me recuerdo a mí misma que tengo los casos de Washington frescos en la memoria porque son la causa de que Benton no esté en casa ahora mismo y porque no hace mucho que analicé las fotografías de la escena del crimen junto con los informes de la autopsia y del laboratorio. Un cuerpo envuelto en una tela blanca y colocado en una posición recatada y más bien lánguida no parece indicar en modo alguno que este caso guarde relación con los otros, repito una y otra vez para mis adentros.
—Está puesta así a propósito —asevera Marino— porque esa postura tiene un significado para el gilipollas enfermo que lo hizo.
—¿Cómo pudo alguien llevar el cadáver hasta allí sin que lo descubrieran? —Centro mi atención en lo que debo—. Aquello es un campo de deportes situado justo en medio de los bloques de pisos y residencias del MIT. Hay que partir de la idea de que la persona que buscamos quizá sea alguien que conoce la zona, posiblemente otro estudiante, un empleado de la universidad, alguien que vive o trabaja por allí.
—El lugar donde la dejaron no está iluminado por las noches —dice—. Detrás de las pistas de tenis cubiertas, ya sabes, la gran burbuja blanca, están las pistas de atletismo. Paso a buscarte dentro de treinta, cuarenta minutos. Ahora estoy delante del bar Psi. Está cerrado, claro. No parece haber nadie; no hay luces encendidas. Echo un vistazo por los alrededores, donde puede que ella utilizara su móvil, y luego voy para tu casa.
—Estás solo. —Doy por sentado.
—Corto y fuera.
—Por favor, ten cuidado.
Sentada en la cama, leo por encima los expedientes en el dormitorio principal de nuestra casa del siglo XIX, construida por un conocido trascendentalista.
Empiezo por el suicidio que ha mencionado Marino. Hace tres días, el domingo, 16 de diciembre, Sakura Yamagata, de veintiséis años, se arrojó desde la azotea del edificio de diecinueve plantas en el que vivía en Cambridge, y la causa de la muerte es la que cabría esperar de un suceso tan violento: politraumatismo, desprendimiento de masa encefálica; el corazón, el hígado, el bazo y los pulmones lacerados; fracturas múltiples en huesos faciales, costillas, brazos, piernas y pelvis.
Reviso las fotografías tamaño 20 x 25 de la escena del crimen, que muestran a mirones boquiabiertos y horrorizados, muchos de ellos en chándal, con los brazos ceñidos al cuerpo para protegerse del frío, y a un hombre de pelo cano y aspecto distinguido con traje y corbata que parece derrotado y aturdido. En una de las fotos aparece junto a Marino, que señala algo mientras habla, y en otra, se le ve agachado junto al cadáver, con la cabeza gacha en un gesto trágico y la misma expresión de abatimiento absoluto en el rostro.
Salta a la vista que tenía algún tipo de relación con Sakura Yamagata, y me imagino la reacción de espanto de quienes se hallaban en el gimnasio de la planta baja y presenciaron el momento exacto en que su cuerpo golpeó el suelo. Impactó con fuerza, como un saco de arena pesado, según la descripción de un testigo que figura en una crónica incluida en el primer expediente del caso. El ventanal del gimnasio quedó salpicado de tejidos y sangre, y varios dientes y trozos de su cuerpo se esparcieron en un radio de quince metros. La cabeza y la cara quedaron desfiguradas hasta hacer imposible cualquier reconocimiento visual.
Relaciono estas muertes por mutilación extrema con la psicosis o los efectos de las drogas, y mientras hojeo el informe policial detallado, me descoloca lo extraño que me resulta ver en él el nombre y el número de identificación de Marino.
«Parte presentado por el agente P. R. Marino (D33).»
No había visto un informe policial escrito por él desde que dejó la comisaría de Richmond hace una década, y leí su descripción de los hechos que tuvieron lugar el pasado domingo por la tarde en una torre de apartamentos de lujo en Memorial Drive, Cambridge.
... acudí al domicilio arriba citado una vez que el incidente se había producido y tomé declaración al doctor Franz Schoenberg. Me informó de que es psiquiatra con consulta en Cambridge y que Sakura Yamagata, diseñadora de moda, era su paciente. El día del incidente a las 15.56 h, ella le envió un mensaje de texto en el que expresaba su intención de «volar a París» desde la azotea de su edificio.
A las 16.18 h aproximadamente, el doctor Schoenberg llegó al domicilio de la fallecida y accedió a la zona de la azotea por una puerta trasera. Según declara, la vio desnuda, de pie en la cornisa, al otro lado de una barandilla baja, con la espalda vuelta hacia él y los brazos extendidos a los lados. Él le gritó: «Suki, estoy aquí. Todo se arreglará.» Afirma que ella no respondió ni dio señales de haberlo oído. Se precipitó de inmediato hacia delante en lo que él describe como un «salto del ángel intencionado»...
Luke Zenner llevó a cabo la autopsia y envió los tejidos y fluidos de rigor al laboratorio de toxicología: corazón, pulmones, hígado, páncreas, sangre...
Acaricio el cuerpo delgado y cubierto de manchas de Sock, noto cómo sube y baja suavemente las costillas al respirar, y de pronto vuelvo a estar rendida, como si hablar con Marino me hubiera consumido toda la energía. Luchando por permanecer despierta, busco entre las fotografías aquellas en las que sale el hombre canoso que sospecho que es el doctor Franz Schoenberg. Por eso la policía le permitió acercarse al cadáver. Por eso aparece junto a Marino. No me imagino qué debe de haber sentido al ver a su paciente saltar de una azotea. ¿Cómo se supera una experiencia así? Mientras mi pensamiento consciente va y viene, intento hacer memoria preguntándome si he coincidido con el psiquiatra en algún lugar.
«No se supera —pienso—. Hay cosas que no se superan, nunca, no se puede...»
Recuerdo que Marino ha mencionado una «droga muy tóxica». Una droga de diseño, sales de baño que han causado estragos en Massachusetts en el último año y que han influido en una serie de suicidios y accidentes estrambóticos. Se ha registrado un aumento alarmante de los homicidios y los delitos contra la propiedad, sobre todo en la zona de Boston donde se encuentran las viviendas de alquiler social o lo que la policía llama «casas baratas». Los pequeños traficantes de drogas y miembros de bandas consiguen un techo por muy poco dinero, degradan el barrio y causan grandes daños a su entorno. Repaso mentalmente la lista de cosas por hacer mientras accedo a mi cuenta de correo de la oficina. Escribo a toxicología para pedirles que se den prisa con los análisis del caso Sakura Yamagata y hagan un cribado de estimulantes de diseño.
Mefedrona, metilendioxipirovalerona o MDPV y metilona. A Luke no se le ocurrió incluir alucinógenos, pero también deberíamos realizar pruebas para detectarlos. LSD, metilergometrina, ergotamina...
Mi mente se dispersa y se concentra.
Los alcaloides ergóticos pueden producir ergotismo, enfermedad conocida también como fuego de San Antonio, cuyos síntomas parecen los efectos de un hechizo, por lo que algunos creen que fueron la causa de los juicios por brujería de Salem. Convulsiones, espasmos, manía, psicosis...
La vista se me nubla y se me aclara, doy cabezadas mientras la lluvia martillea el tejado y las ventanas. Debería haberle indicado a Marino que se asegure de que alguien monte una tienda con lona impermeabilizada o sábanas plastificadas para resguardar el cadáver de los elementos y de las miradas de los curiosos. Y para resguardarme a mí también. Lo que menos me conviene ahora es estar a la intemperie, empapándome, pasando frío, expuesta a las cámaras de los medios...
Había unidades móviles y camiones de producción por todas partes, así que nos cercioramos de que todas las persianas estuvieran bajadas. Una alfombra marrón oscuro. Espesas manchas de sangre coagulada negruzca y cuyo olor yo empezaba a notar conforme empezaba a descomponerse. Una sensación pegajosa en la suela de los zapatos, a pesar de que hacía lo posible por no pisarla, por trabajar como es debido en la escena del crimen. Como si sirviera de algo.
Pero no hay nadie a quien castigar, y cualquier castigo sería insuficiente. Me quedo sentada en silencio, recostada contra las almohadas, con la rabia contenida en su lóbrego rincón, inmóvil por completo, mirando por la ventana con ojos cetrinos. Veo su imponente silueta y noto su peso a los pies de la cama.
«Marino se habrá encargado de que el cuerpo esté protegido.»
La rabia se rebulle con brusquedad. El sonido y el ritmo del aguacero pasan de fortissimo a pianissimo...
«Marino sabe lo que hace.»
La fuga pasa de adagio a furioso...
3
Diez años antes
Richmond, Virginia
Una lluvia intensa se abate sobre el camino de acceso, anega el embaldosado de granito y azota los árboles, mientras la tormenta de verano castiga el cielo iracundo que se cierne sobre una ciudad de la que voy a marcharme.
Sudando en el garaje, corto una tira de cinta de embalar, ligeramente desinhibida, con una sensación un poco extraña por el alcohol. El agente de la Policía de Richmond Pete Marino intenta emborracharme para aprovecharse de mí cuando baje la guardia.
«Tal vez debería acostarme contigo y acabar con esto de una vez.»
Marco cajas con un rotulador para indicar a qué parte corresponden de mi casa de Richmond, que construí con madera y piedra recicladas, un sueño que se suponía que iba a durar: «sala de estar, baño principal, habitación de invitados, cocina, despensa, cuarto de la lavadora, despacho...». Todo lo posible por facilitarle el trabajo a la otra parte, aunque no tengo idea de cuál será finalmente.
—Dios, cómo odio las mudanzas. —Deslizo el aplicador de cinta sobre una caja y suena como si rasgara una tela.
—Entonces ¿por qué narices te mudas una y otra vez? —Marino flirtea de un modo agresivo, y en estos momentos se lo permito.
—¿Una y otra vez? —Suelto una carcajada ante lo ridículo de su afirmación.
—Y siempre en la misma puñetera ciudad. Vas de barrio en barrio. —Se encoge de hombros, ajeno a lo que está pasando, en realidad, entre nosotros—. Es imposible llevar la cuenta.
—No me mudo sin una buena razón —hablo como una abogada.
Soy una abogada. Una doctora. Una jefa.
—Huye, huye tan deprisa como puedas. —Los ojos enrojecidos de Marino me clavan en su tablón emocional.
Soy una mariposa. Una mariposa almirante. Una mariposa tigre cola de golondrina. Una Actias luna.
«Si te dejara, me desteñirías las alas. Sería un trofeo que dejaría de interesarte. Seamos amigos. ¿Por qué no te basta con eso?»
Aseguro las solapas de otra caja, reconfortada por el aguacero que cae frente a la puerta del garaje abierta, levantando una neblina que entra empujada por el aire, cien por cien humedad, vaporosa, goteante. Es como un baño de agua caliente. Como estar en el útero. Como un cuerpo ardiente doblado contra el mío, un intercambio de fluidos cálidos sobre la piel y en lugares profundos, tristes y solitarios. Necesito que el calor y la humedad me envuelvan, que abracen mi cuerpo como lo abraza la ropa empapada mientras Marino me mira fijamente desde su silla plegable, vestido con pantalones de chándal recortados y una camiseta, y con el ancho rostro encendido a causa del deseo, la lascivia y la cerveza.
Me pregunto quién será el siguiente agente de policía autoritario con el que tendré que lidiar, y, sea quien sea, no lo quiero. Es alguien a quien tendré que entrenar, aguantar, respetar, detestar, alguien de quien acabaré por aburrirme, a quien echaré de menos y amaré a mi manera. Me recuerdo a mí misma que podría ser una mujer, una investigadora curtida que dará por sentado que ella y la nueva jefa de medicina forense serán compinches, o sabe Dios qué.
Imagino a una agente lobuna presentándose en todos los lugares de los hechos y todas las autopsias, irrumpiendo en mi despacho o llegando acompañada del rugido de su furgoneta o su moto, como Marino. Una mujerona tatuada, bronceada, con una camisa vaquera sin mangas y un pañuelo en la cabeza, ávida por devorarme hasta la médula.
Estoy siendo irracional e injusta, prejuiciosa e ignorante. Lucy no es competitiva ni controladora con las mujeres que le interesan. No lleva tatuajes ni pañuelo en la cabeza. Ella no es así. No necesita convertirse en una depredadora para conseguir lo que quiere.
«No soporto estos pensamientos obsesivos e inoportunos. ¿Qué ha pasado?»
La angustia me oprime los órganos huecos del vientre y el pecho casi hasta impedirme respirar. Me abruma lo que estoy a punto de abandonar, que en realidad no es esta casa, ni Richmond, ni Virginia. Benton ya no está; lo asesinaron hace cinco años. Pero mientras permanezca aquí percibiré su presencia en estas habitaciones, en las calles por las que conduzco, en los sofocantes días de verano y en los deprimentes y crudos días del invierno, como si él me observara, como si tuviera conciencia de mí y de todos los matices de mi ser.
Lo percibo en los cambios en la dirección del viento, en los olores y en las sombras que configuran mi estado de ánimo, como voces procedentes de algún lugar inaccesible que me aseguran que no está muerto. Una pesadilla que no es real. Un día despertaré y él estará a mi lado, con los ojos color avellana clavados en los míos, acariciándome con sus dedos largos y ahusados. Notaré el calor que desprende, el tacto de su piel, la forma perfecta de sus huesos y músculos, tan reconocibles cuando me abraza, y estaré más viva que nunca.
Entonces no tendré que mudarme a ningún sitio existencialmente muerto donde más partes de mí se marchitarán centímetro a centímetro, célula a célula, y visualizo un bosque tupido en los alrededores de mi terreno y, más allá, el canal y las vías del ferrocarril. En la base del dique, un tramo rocoso del río James, una zona intemporal de la ciudad que se extiende detrás de Lockgreen, un enclave vallado de casas nuevas ocupadas por personas adineradas que conceden mucha importancia a la privacidad y la seguridad.
Vecinos a los que rara vez veo. Personas privilegiadas que nunca me interrogan sobre las tragedias más recientes sentados a una de mis mesas de acero inoxidable. Soy una italiana de Miami, una forastera. La vieja guardia del West End de Richmond no sabe qué pensar de mí. No me saludan. No se paran a charlar. Miran mi casa como si estuviera embrujada.
He caminado sola por esas calles, he atravesado el bosque hasta el canal y las herrumbrosas vías de tren, el lecho poco profundo y pedregoso, imaginando escenas de la guerra de Secesión y, muchos años antes, la colonia establecida río abajo, en Jamestown, el primer asentamiento inglés permanente. He encontrado consuelo en la vigencia del pasado, en los principios sin final, en la creencia de que hay un motivo y un propósito para todo, de que todo ocurre para bien.
«¿Cómo he llegado a esta situación?»
Cierro otra caja con cinta y percibo la muerte de Benton, un aliento frío y pegajoso en la nuca, traído por una corriente de aire húmedo. Me embarga una insoportable sensación de vacío, de que la nada me lo ha arrebatado todo.
—Pareces a punto de echarte a llorar —comenta Marino, con la vista fija en mí—. ¿Por qué lloras?
—Me pican los ojos por el sudor. Hace un calor tremendo aquí dentro.
—Podrías cerrar la condenada puerta y poner el aire acondicionado.
—Quiero oír el sonido de la lluvia.
—¿Por qué?
—Jamás volveré a oírla en este lugar tal como la oigo ahora mismo.
—Madre mía. No es más que lluvia. —Vuelve la mirada hacia la puerta abierta del garaje, como si pudiera tratarse de una lluvia fuera de lo común, un tipo de lluvia que nunca antes hubiera visto. Frunce el entrecejo como cuando está concentrado, arrugando la bronceada frente mientras se muerde el labio inferior y se frota el cuadrado mentón.
Tiene las facciones duras y un físico imponente y corpulento que rezuma agresividad; era casi apuesto antes de que sucumbiera a los malos hábitos en una etapa temprana de su dura existencia. Su cabello negro empieza a encanecer, y lo lleva peinado hacia un lado en una cortinilla que se niega a admitir, como tampoco reconoce que se está quedando calvo prematuramente. Mide más de metro ochenta y dos, de espaldas anchas y huesos grandes, y cuando le veo los brazos y las piernas desnudos, como ahora, me acuerdo de que es un ex boxeador campeón del torneo Golden Gloves que no necesita una pistola para matar.
—No entiendo por qué demonios tenías que presentar la dimisión. —Me mira con descaro, sin pestañear—. Te has pasado casi un año sin hacer nada más que darles tiempo a los muy gilipollas de encontrar un sustituto para ti. Ha sido una estupidez. No deberías haber dado el brazo a torcer. Que les den por el culo.
—Para ser sinceros, me echaron. Poner el cargo a disposición de tus superiores porque has humillado al gobernador viene a ser eso. —Ahora estoy más tranquila, repitiendo las frases de siempre.
—No es la primera vez que el gobernador se cabrea contigo.
—Y seguramente no será la última.
—Porque no sabes cuándo darte por vencida.
—Me parece que acabo de hacerlo.
Vigila todos mis movimientos como si fuera una sospechosa que en cualquier momento podría intentar coger un arma, y yo continúo etiquetando cajas como si fueran pruebas: «Scarpetta», la fecha de hoy y la indicación de que son objetos destinados al «armario principal» de una casa de alquiler en Florida en la que no quiero estar, porque tengo la sensación de que una derrota apocalíptica me devuelve a la tierra en que nací.
Regresar a mi lugar de procedencia es el fracaso supremo, la demostración de que no soy mejor que el entorno en que me crie, no soy mejor que mi egocéntrica madre y mi hermana Dorothy, narcisista adicta a los hombres, declarada culpable del delito de abandono de su hija única Lucy.
—¿Cuál es el sitio en el que has vivido más tiempo? —me interroga Marino, implacable, invadiendo con su atención zonas que nunca le he permitido tocar o entrar.
Se siente envalentonado y es culpa mía, por beber con él, por decirle adiós de una manera que suena a «hola, no me dejes». Intuye lo que me estoy planteando.
«Si te lo permito, tal vez ya no sea tan importante.»
—Miami, supongo —le respondo—. Hasta que, a los dieciséis años, me fui a estudiar a Cornell.
—A los dieciséis. Eres una cerebrito, como Lucy. Estáis cortadas por el mismo patrón. —No me quita de encima los ojos inyectados en sangre, con una expresión en absoluto sutil—. Yo llevo el mismo tiempo en Richmond y es hora de que pase página.
Aplico cinta a otra caja, marcada como «confidencial» y repleta de informes de autopsias, estudios de casos, secretos que debo guardar mientras él me desnuda con la imaginación. O tal vez solo me escudriña con la mirada porque le preocupa que esté un poco loca, que el revés sufrido por mi fulgurante carrera me haya trastornado un poco.
«La doctora Kay Scarpetta, la primera mujer nombrada jefa de medicina forense de Virginia, ahora ostenta también el honor de ser la primera obligada a renunciar al cargo...» Si vuelvo a oír eso una vez más en el noticiario de las narices...
—Dejo el departamento de policía —anuncia.
No muestro sorpresa. No muestro emoción alguna.
—Sabes por qué, Doc —prosigue—. Lo estabas esperando. Es justo lo que quieres. ¿Por qué lloras? No es sudor. Estás llorando. ¿Qué te pasa, eh? Te cabrearías si no dejara mi trabajo para irme a Dodge contigo, reconócelo. Eh, que no pasa nada —dice con amabilidad, con dulzura, malinterpretando mis reacciones como de costumbre, lo que me proporciona un consuelo peligroso—. Tendrás que seguir aguantándome. —Me gustaría que fuera verdad, aunque no en el sentido que él lo dice, y continuamos empleando cada uno un lenguaje distinto.
Agita una cajetilla para sacar dos cigarrillos y se levanta de la silla para ofrecerme uno. Me toca con el brazo mientras me acerca el encendedor. Cuando brota la llama, aparta el brazo y me roza con el dorso de la mano. Me quedo quieta y doy una calada profunda.
—A la porra las intenciones de dejarlo. —Me refiero al tabaco.
No estaba expresando mi escepticismo respecto a su voluntad de dejar el Departamento de Policía de Richmond. Lo dejará, tal como yo deseo, aunque sé que no debería, pues no hace falta ser adivina para predecir el resultado, las consecuencias últimas. Solo es cuestión de tiempo que se sienta enfadado, deprimido, castrado. Estará cada vez más frustrado, celoso y fuera de control. Un día, me ajustará las cuentas. Me hará daño. Todo tiene un precio.
Se oye otro sonido de desgarro cuando pego las solapas de otra caja, construyendo mis muros de cartón blanco que huelen a aire viciado y polvo.
—Vivir en Florida. Pescar, montar en mi Harley, olvidarme de la nieve. Ya sabes cómo me pongo cuando hace frío y un día de mierda. —Exhala una bocanada de humo, vuelve a su silla, se reclina hacia atrás y su fuerte olor se aleja—. No echaré nada de menos de este pueblucho de mala muerte. —Da unos golpecitos al cigarrillo para tirar la ceniza al suelo de hormigón, al tiempo que se guarda el paquete de cigarrillos y el encendedor en el bolsillo de su camiseta con manchas de sudor.
—Si dejas de patrullar las calles, no serás feliz —le digo la verdad. Pero no pienso impedir que lo deje—. Ser policía no es tu profesión: es tu identidad —añado. Estoy siendo sincera—. Necesitas detener a sospechosos, derribar puertas a patadas, cumplir tus amenazas, fulminar a los malnacidos con la mirada durante los juicios y enviarlos a la cárcel. Es tu raison d’être, Marino. Tu razón de ser.
—Sé lo que significa raison d’être. No hace falta que me lo traduzcas.
—Necesitas el poder de castigar a la gente. Vives para eso.
—Y una merde. ¿Los casos importantísimos en los que he trabajado? —Se encoge de hombros en su asiento mientras el sonido de la ll