Identidad desconocida (Doctora Kay Scarpetta 10)

Patricia Cornwell

Fragmento

Creditos

Título original: Black Notice

Traducción: Albert Solé

1.ª edición: enero, 2016

© 2016 by Cornwell Enterprises, Inc

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Diseño de colección: Ignacio Ballesteros

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-319-3

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

A NINA SALTER

Agua y palabras

Cita

 

 

 

 

 

Y el tercer ángel derramó su copa sobre los ríos y sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre.

Apocalipsis 16:4

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

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BW

6 de diciembre de 1996

Epworth Heights

Luddington, Michigan

Mi queridísima Kay:

Estoy sentado en el porche, contemplando el lago Michigan. Un viento penetrante me advierte que necesito un corte de pelo. Recuerdo la última vez que estuvimos aquí, los dos olvidamos quién y qué somos durante un precioso instante en la historia de nuestro tiempo. Necesito que me escuches, Kay.

Estás leyendo esto porque estoy muerto. Cuando decidí escribirlo, le pedí al senador Lord que te lo entregara personalmente a principios de diciembre, un año después de mi muerte. Sé que la Navidad siempre ha sido una época muy difícil para ti, y ahora debe de ser insoportable. Mi vida empezó cuando me enamoré de ti. Ahora que ha terminado, el regalo que puedes hacerme es seguir adelante.

Naturalmente, te has negado a enfrentarte a lo ocurrido, Kay. Has corrido hacia escenas del crimen y has practicado más autopsias que nunca. Te has dejado consumir por los tribunales y la dirección del instituto, por las conferencias, por tu preocupación por Lucy y tus enfados con Marino, por eludir a tus vecinos y por tu temor a la noche. No te has tomado ningún día libre, ni por vacaciones, ni por enfermedad, por mucho que lo necesitaras.

Ya es hora de que dejes de huir de tu dolor y me permitas consolarte. Tómame mentalmente de la mano y recuerda las muchas veces que hablamos de la muerte sin aceptar jamás el poder de aniquilación de cualquier enfermedad, accidente o acto de violencia, porque nuestros cuerpos sólo son los trajes que llevamos. Y nosotros somos mucho más que eso.

Kay, quiero que creas que de alguna manera sé que estás leyendo esto, que de alguna manera estoy cuidando de ti y que todo va a salir bien. Te pido que hagas una cosa por mí, en conmemoración de una vida que tuvimos y que nunca terminará. Telefonea a Marino y a Lucy. Invítalos a cenar esta noche. Prepárales una de tus famosas cenas y resérvame un sitio.

Siempre te querré, Kay.

Benton

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1

El mediodía brillaba con un resplandor de cielos azules y colores otoñales, pero nada de eso estaba destinado a mí. La luz del sol y la belleza eran para otras personas, porque mi vida se había convertido en un desierto sin canciones. Miré por la ventana a un vecino que estaba rastrillando las hojas secas y me sentí desamparada, rota y perdida.

Las palabras de Benton resucitaron todas las imágenes horribles que yo había reprimido. Vi haces de luz sobre huesos destrozados por el calor que asomaban entre el agua y la basura empapada. Volví a tambalearme cuando formas confusas se convirtieron en una cabeza calcinada, carente de rasgos, con mechones de cabellos plateados cubiertos de hollín.

Sentada junto a la mesa de mi cocina, tomaba a sorbos el té caliente que me había preparado el senador Frank Lord. Estaba agotada y un poco mareada después de los ataques de náuseas que, por dos veces, me habían obligado a correr al cuarto de baño. Me sentía humillada porque lo que más temía era perder el control, y acababa de hacerlo.

—He de volver a rastrillar las hojas —le dije tontamente a mi viejo amigo—. Estamos a 6 de diciembre y parece que fuese octubre. Echa un vistazo ahí fuera, Frank. Las bellotas están enormes. ¿Te has fijado? Se supone que eso significa que el invierno será duro, pero ni siquiera parece que vayamos a tener invierno. No consigo acordarme de si tenéis bellotas en Washington.

—Las tenemos. Siempre que consigas encontrar uno o dos árboles, claro.

—¿Y son grandes? Las bellotas, quiero decir.

—Procuraré averiguarlo, Kay.

Me tapé la cara con las manos y sollocé. Él se levantó y vino hasta mi silla. El senador Lord y yo habíamos crecido en Miami y estudiado en la misma archidiócesis, aunque yo sólo fui al instituto de educación secundaria de St. Brendan un año, y fue mucho después de que él hubiera estado allí. Aun así, ese cruce de caminos un tanto distante fue un signo de lo que vendría después.

Mientras él era fiscal del distrito, yo trabajaba para el Departamento de Medicina Forense del condado de Dade y había testificado en muchos de sus casos. Cuando lo eligieron senador de Estados Unidos y luego lo nombraron presidente del Comité Judicial, yo era jefa de Medicina Forense de Virginia y él empezó a llamarme para que lo ayudase en su lucha contra el crimen.

Me había telefoneado el día anterior para decirme que me visitaría porque debía entregarme algo muy importante. Su llamada me dejó muy sorprendida y apenas había dormido en toda la noche. Cuando el senador Lord entró en mi cocina y sacó aquel sencillo sobre blanco de uno de los bolsillos de su traje, a punto estuve de desmayarme.

En ese momento, sentada a su lado a la mesa, entendí por qué Benton había confiado en él hasta ese punto. Sabía que el senador Lord me apreciaba mucho y que nunca me fallaría. Qué típico de Benton tener un plan que funcionara a la perfección aunque él no estuviera allí para llevarlo a cabo. Qué típico de él predecir mi conducta después de su muerte y acertar hasta en la última palabra.

—Kay —dijo el senador Lord, de pie junto a mí mientras yo lloraba en mi asiento—, sé lo duro que te resulta esto y desearía poder evitártelo. Prometerle a Benton que te entregaría la carta fue una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Nunca quise creer que llegaría este día, pero ha llegado y estoy aquí para echarte una mano. —Estuvo en silencio un momento y después añadió—: Nadie me había pedido nunca que hiciera algo semejante, y eso que me han pedido montones de cosas.

—Él no era como los demás —murmuré mientras intentaba calmarme—. Tú lo sabes, Frank. Afortunadamente, lo sabes.

El senador Lord era un hombre imponente que se comportaba con la dignidad que correspondía a su cargo. Era alto y esbelto, con una abundante cabellera canosa y penetrantes ojos azules. Vestía, como de costumbre, un traje oscuro de corte clásico realzado por una corbata de vivos colores, gemelos, reloj de bolsillo y alfiler de corbata. Me levanté e inspiré profunda y temblorosamente. Tomé unos cuantos pañuelos de papel de una caja, me limpié la cara y la nariz, y volví a sentarme.

—Has sido muy amable al venir.

—¿Qué otra cosa puedo hacer por ti? —me preguntó con una sonrisa melancólica.

—Tu presencia ya es más que suficiente. Tomarte tantas molestias, con tus obligaciones y todo lo demás...

—Debo admitir que he venido en avión desde Florida, y por cierto, fui a ver a Lucy, que está haciendo grandes cosas ahí abajo.

Lucy, mi sobrina, era agente del ATF, el Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego. No hacía mucho, la habían trasladado a Miami y llevaba meses sin verla.

—¿Sabe Lucy lo de la carta?

—No —respondió él mirando por la ventana—. Creo que eso es algo que te corresponde hacer a ti. Y quizá debería añadir que se siente bastante abandonada.

—¿Por mí? —exclamé sorprendida—. La ilocalizable es ella, no yo. Al menos yo no me paso la vida persiguiendo traficantes de armas y demás gente encantadora, intentando pillarlos. Ni siquiera puede hablar conmigo a menos que esté en el cuartel general o en algún teléfono público.

—Tú tampoco eres fácil de localizar. Desde que Benton murió, tu espíritu ha estado en algún otro lugar. Desaparecida en combate, y me parece que ni siquiera te das cuenta de ello. Lo sé. Yo también he intentado ponerme en contacto contigo, ¿no?

Sentí que los ojos volvían a llenárseme de lágrimas.

—Y si por fin consigo encontrarte, ¿qué me dices? —prosiguió—: «Todo va bien. Es sólo que tengo mucho trabajo.» Por no mencionar el que no hayas venido a verme ni una sola vez. En los viejos tiempos, incluso me traías alguna de tus sopas especiales de vez en cuando. No has estado cuidando de los que te quieren. No has estado cuidando de ti misma.

El senador Lord ya le había lanzado varias miradas disimuladas a su reloj. Me levanté.

—¿Vuelves a Florida? —le pregunté con voz temblorosa.

—Me temo que no. A Washington. Vuelvo a salir en El rostro de la nación. Más de lo mismo. Estoy tan harto de todo eso, Kay...

—Ojalá pudiera ayudarte de alguna manera.

—El mundo es un estercolero, Kay. Si ciertas personas supieran que estamos solos aquí en tu casa, enseguida harían correr algún rumor repugnante acerca de mí. Estoy seguro.

—En ese caso, preferiría que no hubieras venido.

—Nada hubiera podido impedírmelo. Y yo no debería estar quejándome de Washington. Ya tienes suficientes problemas.

—Puedo responder por tu intachable reputación en cualquier momento.

—Si las cosas llegaran a ese extremo, no serviría de nada.

Acompañé al senador por la impecable casa que yo misma había diseñado. Avanzamos por entre los hermosos muebles, las obras de arte y los instrumentos médicos antiguos que coleccionaba, caminando sobre alfombras de vivos colores y suelos de madera. Todo encajaba a la perfección con mis gustos, pero ya no era lo mismo que cuando Benton estaba allí. Últimamente, prestaba tan poca atención a mi hogar como a mí misma. Me había convertido en un despiadado custodio de mi vida, y eso era evidente allí donde mirase.

El senador Lord se fijó en mi maletín, abierto encima del sofá de la sala, y en los expedientes, el correo y los informes esparcidos sobre la mesa de cristal. Los cojines estaban fuera de su sitio, y había un cenicero lleno de colillas, porque yo había vuelto a fumar. No me soltó ningún sermón.

—Kay, ¿entiendes que tendré que restringir mi contacto contigo después de esto? —me preguntó—. Por lo del asunto del que te he hablado antes.

—Dios, mira este sitio —farfullé con disgusto—. Parece que ya no puedo mantener el ritmo.

—Ha habido rumores —siguió diciendo él cautelosamente—. No entraré en ellos: amenazas veladas, y... —La ira confirió una nueva vehemencia a su voz—. Sólo porque somos amigos.

—Antes yo era tan ordenada... —Solté una carcajada carente de alegría—. Benton y yo siempre estábamos discutiendo por mi casa, toda esta mierda. Mi perfectamente ordenada y estructurada mierda. —Fui alzando la voz mientras la furia y la pena ardían cada vez más intensamente dentro de mí—. Si Benton cambiaba cosas de sitio o ponía algo en el cajón equivocado... Eso es lo que pasa cuando llegas a la madurez, y has vivido sola y siempre lo has hecho todo como te daba la maldita gana.

—Kay, ¿me estás escuchando? No quiero que pienses que no me importas si no te llamo mucho, si no te invito a almorzar o te pido consejo acerca de alguna ley que estoy intentando hacer aprobar.

—En estos momentos ni siquiera consigo acordarme de cuándo nos divorciamos Tony y yo —dije con amargura—. ¿Cuándo fue? ¿En 1983? Tony se marchó. ¿Y qué? No le necesitaba, ni a él ni a ninguno de los que vinieron después. Podía crear mi mundo a mi manera, y lo hice. Mi carrera, mis posesiones, mis inversiones. Y ahora, mira. —De pie en el centro del vestíbulo, moví la mano en un gran arco que abarcó mi hermosa casa de piedra y todo lo que había en ella—. ¿Y qué más daba? ¿Y qué más daba, joder? —Me volví hacia él y lo miré a los ojos—. ¡Benton habría podido tirar la basura en el suelo de la sala de esta casa! ¡Habría podido derribar todo el maldito edificio! Ojalá nada de eso hubiera importado nunca, Frank. —Me enjugué las lágrimas de furia—. Desearía poder volver a empezar desde el principio y no criticarle nunca por nada. Sólo quiero tenerlo aquí. Oh, Dios, quiero tenerlo aquí. Cada mañana me despierto sin pensar en ello y entonces, de pronto, me acuerdo de todo y apenas si logro levantarme.

—Hiciste muy feliz a Benton —dijo el senador Lord con dulzura y sincera emoción—. Lo eras todo para él. Me contó lo buena que eras, hasta qué punto comprendías las dificultades de su vida, todas las cosas horribles que tenía que ver cuando trabajaba en esos casos atroces para el FBI. En lo más profundo de tu ser, sé que lo sabes.

Respiré hondo y me apoyé en la puerta.

—Y sé que él querría que ahora fueras feliz, que tuvieras una vida mejor —prosiguió el senador—. Si no lo haces, entonces el haber amado a Benton Wesley te arruinará la vida y te hará muchísimo daño. En última instancia, tu amor no habrá sido más que un error. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí. Por supuesto. Sé exactamente qué es lo que querría él ahora. Y sé lo que quiero yo. No quiero esto, porque lo encuentro insoportable. A veces pienso que no podré aguantarlo, que me desmoronaré y acabarán por ingresarme en un manicomio. O quizás acabe en mi maldito depósito de cadáveres.

—Bueno, pues no acabarás ahí. —Tomó mi mano entre las suyas—. Si hay algo que sé acerca de ti es que superarás todos los obstáculos. Siempre lo has hecho. Esta parte del viaje es la más dura, pero hay un camino mejor más adelante. Te lo prometo, Kay.

Lo abracé con fuerza.

—Gracias —murmuré—. Gracias por hacer esto, por no guardarlo en alguna carpeta y olvidarte de ella.

—Y ahora, ¿me llamarás si me necesitas? —casi me ordenó mientras yo abría la puerta principal—. Pero acuérdate de lo que te he dicho y prométeme que no te sentirás abandonada.

—De acuerdo.

—Siempre estoy a tu disposición si me necesitas. No lo olvides. En mi despacho me pueden localizar en cualquier momento.

Vi alejarse el Lincoln negro. Después fui a mi gran sala y encendí la chimenea, aunque no hacía tanto frío como para necesitar un fuego. Anhelaba desesperadamente algo caliente y vivo que llenara el vacío dejado por el senador Lord. Releí una y otra vez la carta de Benton, y recordé la voz de éste.

Me lo imaginé con las mangas subidas, las venas resaltando en sus robustos antebrazos y sus elegantes manos sosteniendo la estilográfica Mont Blanc, que yo le había regalado por la sencilla razón de que era tan precisa y pura como él. No lograba contener las lágrimas, y alcé la página con sus iniciales grabadas para que el escrito no se emborronara.

Su letra y su forma de expresarse siempre habían sido concisas y meditadas. Sus palabras se convirtieron tanto en un consuelo como en un tormento mientras las estudiaba obsesivamente, diseccionándolas para encontrar un nuevo matiz en ellas. En algunos momentos, casi creí que Benton me informaba crípticamente de que su muerte no había sido real, que formaba parte de una intriga, un plan, algo orquestado por el FBI, la CIA o Dios sabe quién. Luego la verdad se imponía, helándome el corazón. Benton había sido torturado y asesinado. El ADN, los registros dentales y los efectos personales habían confirmado que aquellos restos irreconocibles eran los suyos.

Intenté pensar en el modo de llevar a cabo su petición, y no se me ocurrió ninguno. Pensar en Lucy volando hasta Richmond, Virginia, para cenar, era sencillamente ridículo. De todas maneras intenté contactar con ella, porque eso era lo que Benton me había pedido que hiciera. Unos quince minutos después Lucy me llamó por su móvil.

—Los de la oficina han dicho que me buscabas. ¿Qué pasa? —preguntó alegremente.

—Es difícil de explicar, pero ojalá no tuviera que pasar por el filtro de tu departamento para hablar contigo.

—Sí, a mí tampoco me hace ninguna gracia.

—Y ya sé que no estoy en condiciones de decir gran cosa... —Empezaba a perder el control de mí misma otra vez.

—¿Qué ocurre? —me interrumpió ella.

—Benton escribió una carta...

—Hablaremos en otro momento.

Había vuelto a interrumpirme y entendí por qué lo hacía, o al menos creí entenderlo. Los móviles no eran seguros.

—Ven ahora mismo —ordenó Lucy a alguien—. Lo siento —me dijo a continuación—. Vamos a hacer una parada en Los Bobos para atizarnos una dosis de colada.

—¿Una qué?

—Cafeína de primera calidad con azúcar, en un vaso.

—Bueno, es algo que Benton quería que leyera ahora, hoy. Quería que tú... Olvídalo. Parece tan ridículo... —Traté de fingir que me encontraba estupendamente.

—He de irme.

—Llámame más tarde, si puedes...

—Lo haré —dijo Lucy en el mismo e irritante tono de antes.

—¿Con quién estás?

Yo prolongaba la conversación porque necesitaba su voz, y no quería colgar el auricular con el eco de su repentina frialdad en mi oído.

—Con la psicópata de mi compañera.

—Salúdala de mi parte.

—Te manda saludos —le dijo Lucy a su compañera Jo, que trabajaba para la DEA, la agencia directamente encargada de la guerra contra las drogas.

Las dos formaban parte de una patrulla especial, enviada a un Área de Alta Intensidad de Tráfico de Drogas, o HIDTA, que había estado llevando a cabo una serie de implacables registros domiciliarios. Jo y Lucy mantenían otro tipo de relaciones aparte de las estrictamente laborales, pero eran muy discretas. Yo no estaba segura de que el ATF o la DEA estuvieran al corriente.

—Luego te llamo —dijo Lucy, y se cortó la comunicación.

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2

El capitán del Departamento de Policía de Richmond Pete Marino y yo nos conocíamos desde hacía tanto tiempo que a veces parecía que pudiéramos leernos el pensamiento. Por eso no me sorprendió que me telefoneara antes de que yo hubiera tenido ocasión de dar con él.

—Qué voz tienes —me dijo—. ¿Estás resfriada?

—No. Me alegro de oírte, porque me disponía a llamarte.

—¿De veras?

Supe que estaba fumando en su camioneta o en su coche de la policía. Ambos disponían de radios bidireccionales y escáners, que en aquel momento estaban haciendo mucho ruido.

—¿Dónde estás?

—Dando vueltas por ahí, escuchando el escáner —dijo, como si llevara la capota bajada y estuviera disfrutando de un magnífico día—. Contando las horas que me faltan para jubilarme. La vida es maravillosa, ¿verdad? Lo único que le falta es el pájaro azul de la felicidad —añadió con sarcasmo.

—¿Qué demonios te pasa?

—Supongo que ya sabes lo del fiambre que acaban de encontrar en el puerto de Richmond —dijo—. Por lo que he oído, lo están poniendo todo perdido a fuerza de vómitos. Me alegro de que no sea mi puto problema.

Mi cerebro se negaba a funcionar. No sabía de qué me hablaba. La señal de llamada en espera estaba sonando. Me pasé el teléfono inalámbrico a la otra oreja mientras entraba en mi estudio y acercaba una silla al escritorio.

—¿Qué fiambre? —pregunté—. No cuelgues, Marino. —La señal de llamada en espera hacía un nuevo intento—. Déjame averiguar de quién se trata. No te vayas. —Pulsé el botón de pausa y dije—: Scarpetta.

—Soy Jack —dijo Jack Fielding, mi jefe adjunto—. Han encontrado un cadáver dentro de un contenedor de carga en el puerto de Richmond, en avanzado estado de descomposición.

—Hace un momento Marino me estaba hablando de ello.

—Suena como si tuviera la gripe, doctora. Creo que yo también la estoy pillando. Y Chuck llegará con retraso porque no se encuentra muy bien, o eso dice, de modo que...

—¿Y ese contenedor acababa de salir de un barco? —le interrumpí.

—Del Sirius, como la estrella. Una situación decididamente rara. ¿Cómo quiere que la lleve?

Empecé a tomar notas en una hoja, con una letra todavía más ilegible que de costumbre y mi sistema nervioso central tan colgado como un disco duro a punto de fenecer.

—Voy para allá —dije de inmediato al tiempo que las palabras de Benton resonaban en mi mente.

Había vuelto a la carrera, y esta vez quizás incluso más deprisa.

—No es necesario que lo haga, doctora Scarpetta —replicó Fielding como si de pronto estuviera al mando—. Ya iré yo. Se supone que usted tiene el día libre.

—¿Con quién hablo cuando llegue allí? —pregunté, porque no quería que Fielding volviera a empezar.

Mi adjunto llevaba meses rogándome que me tomara un descanso, que me marchara a cualquier sitio durante una o dos semanas. Estaba harta de que todo el mundo me observara con preocupación. Me irritaba la insinuación de que la muerte de Benton estaba afectando a mi trabajo, de que había empezado a aislarme de mi personal y de los demás, y de que se me veía exhausta y distraída.

—La detective Anderson nos avisó. Se encuentra en el lugar —estaba diciendo Fielding.

—¿Quién?

—Debe de ser nueva. Yo me encargaré de todo, doctora Scarpetta, de veras. ¿Por qué no se toma un descanso? Quédese en casa.

Me di cuenta de que seguía teniendo en espera a Marino. Cambié de conexión para decirle que le llamaría en cuanto acabara de hablar con mi departamento. Marino ya había colgado.

—Dígame cómo se llega allí —ordené a Fielding.

—Supongo que no va a aceptar mi consejo de amigo, ¿verdad?

—Desde mi casa, voy por la carretera que conduce al centro, ¿y luego qué? —pregunté.

Fielding me dio instrucciones. Colgué el auricular y fui corriendo a mi dormitorio, con la carta de Benton en la mano. No se me ocurría ningún sitio donde guardarla. No podía dejarla dentro de un cajón o en una carpeta. No quería perderla o que la asistenta la encontrara. Tampoco que estuviera en un sitio donde pudiera tropezarme con ella en el momento más inesperado y volviera a hacerme pedazos. Mis pensamientos bullían locamente, el corazón me latía a toda velocidad y la adrenalina gritaba en mi sangre cada vez que contemplaba el sobre color crema, la palabra «Kay» escrita con la precisa y elegante letra de Benton.

Finalmente, me acordé de la pequeña caja fuerte atornillada al suelo de mi armario. Intenté recordar dónde había anotado la combinación.

—Debo hacer algo o me volveré loca —exclamé en voz alta.

La combinación se encontraba donde había estado siempre, entre las páginas 670 y 671 de un volumen de la séptima edición de la Medicina tropical de Hunter. Guardé la carta en la caja fuerte, entré en el cuarto de baño y me eché varias veces agua fría en la cara. Telefoneé a Rose, mi secretaria, y le dije que hiciera los arreglos necesarios para que una unidad de traslado se reuniera conmigo en el puerto de Richmond hora y media más tarde.

—Diles que el cuerpo se encuentra en muy mal estado —insistí.

—¿Cómo va a llegar hasta allí? —preguntó Rose—. Le diría que se pasara antes por aquí y fuese en la Suburban, pero Chuck se la ha llevado para que le cambien el aceite.

—Creía que Chuck estaba enfermo.

—Se presentó hará unos quince minutos y se llevó la Suburban.

—Bueno, entonces tendré que usar mi coche. Rose, voy a necesitar la Luma-Lite y una extensión de treinta metros. Que alguien me espere en el aparcamiento con todo listo. Llamaré cuando esté a punto de llegar.

—Debería saber que Jean está un tanto furiosa.

—¿Cuál es el problema? —pregunté, sorprendida.

Jean Adams era la administradora del departamento y rara vez mostraba emociones, y mucho menos ira.

—Al parecer, todo el dinero del café ha desaparecido. Ya sabe que no es la primera vez...

—¡Maldición! —exclamé—. ¿Dónde lo tenía guardado?

—Estaba bajo llave en el cajón del escritorio de Jean, como siempre. No parece que hayan forzado la cerradura ni nada así, pero cuando abrió el cajón esta mañana, el dinero no estaba. Ciento once dólares y treinta y cinco centavos.

—Esto tiene que acabar.

—No sé si está al corriente de lo último —prosiguió Rose—. Han empezado a desaparecer almuerzos de la sala de descanso. La semana pasada, Cleta se dejó olvidado el móvil encima del escritorio al irse, y a la mañana siguiente había desaparecido. Al doctor Riley le ocurrió lo mismo: se dejó una estilográfica preciosa en el bolsillo de su bata de laboratorio, y a la mañana siguiente, ya no estaba allí.

—¿Los de la limpieza nocturna?

—Quizá. Pero le diré una cosa, doctora Scarpetta, y no estoy intentando acusar a nadie: me temo que sea alguien de dentro.

—Tienes razón en que no deberíamos acusar a nadie. ¿Ha habido alguna buena noticia hoy?

—Por el momento no —repuso Rose, impasible.

Rose llevaba trabajando para mí desde que me habían nombrado jefa de Medicina Forense, lo cual significaba que había estado dirigiendo mi vida durante la mayor parte de mi carrera. Tenía la notable habilidad de enterarse de prácticamente todo lo que ocurría a su alrededor sin involucrarse en ello. Mi secretaria permanecía inmaculada, y aunque el personal le tenía un poco de miedo, era la primera persona a la que acudían en cuanto surgía un problema.

—Procure cuidarse, doctora Scarpetta. Tiene una voz horrible. ¿Por qué no deja que vaya Jack y se queda en casa por una vez?

—Iré en mi coche. —Una oleada de pena me invadió y se hizo perceptible en mi voz.

Rose lo advirtió pero no dijo nada. Oí que removía papeles sobre su escritorio. Sabía que hubiera deseado intentar consolarme de alguna manera, pero yo nunca se lo habría permitido.

—Bueno, asegúrese de cambiarse antes de volver a entrar en él —dijo finalmente.

—¿Cambiarme de qué?

—De ropa. Antes de volver a entrar en el coche —repuso Rose como si yo nunca hubiera tenido que vérmelas con un cuerpo descompuesto.

—Gracias, Rose.

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3

Conecté la alarma, cerré la casa y encendí la luz del garaje, donde abrí un espacioso armario de cedro, con una hilera de ranuras de ventilación arriba y otra abajo. Dentro había calzado de montaña, botas de agua, gruesos guantes de cuero y una chaqueta Barbour con ese recubrimiento impermeable especial que siempre me recordaba a la cera.

Allí guardaba calcetines, ropa interior de abrigo, monos y demás prendas que nunca verían el interior de mi casa. Siempre terminaban en el fregadero de acero inoxidable de tamaño industrial y la lavadora y secadora que utilizaba para todo lo que no formaba parte de mi vestuario normal.

Metí en el maletero un mono, unas Reebok negras de piel y una gorra de béisbol con el logotipo del Departamento de Medicina Forense. Eché un vistazo a mi maletín de aluminio y me aseguré de que estuviera bien provisto de guantes de látex, bolsas de basura industriales, sábanas desechables, cámara y película. Después partí, apenada. Las palabras de Benton resonaban en mi mente. Intenté borrar su voz, sus ojos, su sonrisa y el tacto de su piel de mis pensamientos. Quería olvidarle, pero sobre todo no quería hacerlo.

Encendí la radio y me dirigí hacia la I-95 que conducía al centro, mientras el horizonte urbano de Richmond relucía bajo el sol. Estaba aminorando la velocidad en el peaje de Lombardy Plaza cuando el teléfono de mi coche sonó. Era Marino.

—He pensado que debía informarte de que voy a pasar por ahí.

Una bocina sonó cuando cambié de carril y estuve a punto de rozar un Toyota plateado que pareció surgir de la nada. El conductor pasó a toda velocidad por mi lado, soltando maldiciones que no conseguí oír.

—Vete al infierno —le espeté mientras se alejaba.

—¿Qué? —dijo Marino en mi oreja, alzando la voz.

—Un maldito conductor gilipollas.

—Ya. ¿Has oído hablar de la furia de la carretera, doctora?

—Sí, y creo que la tengo.

Fui por la salida de la Novena en dirección a mi departamento e informé a Rose de que llegaría en un par de minutos. Cuando entré en el aparcamiento, Fielding me estaba esperando con el foco especial y el cable.

—Supongo que la Suburban todavía no ha vuelto.

—No —repuso él, metiendo el equipo en mi maletero—. Cuando aparezca con este trasto causará sensación. Ya me imagino a todos esos estibadores boquiabiertos ante la preciosa rubia del Mercedes negro. Quizá debería tomar prestado mi coche.

Mi adjunto, un adicto al culturismo, acababa de divorciarse y lo había celebrado sustituyendo su Mustang por un Corvette rojo.

—Buena idea —dije ásperamente—. Si no le importa, claro. Y siempre que sea un ocho cilindros en V.

—Sí, sí. Ya entiendo. Llámeme si me necesita. Conoce el camino, ¿no?

—Lo conozco.

Sus indicaciones me llevaron hacia el sur. Cerca de Petersburg giré, dejé atrás la fachada posterior de la fábrica de Philip Morris y pasé por encima de las vías del ferrocarril. El estrecho camino me condujo a través de un descampado cubierto de maleza y algunos árboles y terminaba súbitamente en un control de seguridad. Me sentí como si estuviera cruzando la frontera de un país hostil. Al otro lado, había una zona de mercancías, con cientos de enormes contenedores de color naranja amontonados en pilas de tres y cuatro. Un guardia, que se tomaba muy en serio su trabajo, salió de su garita. Bajé el cristal de mi ventanilla.

—¿Puedo ayudarla en algo, señora? —me preguntó en un circunspecto tono militar.

—Soy la doctora Kay Scarpetta.

—¿Y a quién ha venido a ver?

—Estoy aquí porque ha habido una muerte —expliqué—. Soy la médico forense.

Le enseñé mis credenciales. El guardia las examinó cuidadosamente. Tuve la sensación de que no sabía qué era un médico forense y que no pensaba preguntarlo.

—Así que es la jefa. —Me devolvió la gastada cartera de cuero negro—. ¿Jefa de qué?

—Del Departamento de Medicina Forense de Virginia —contesté—. La policía me está esperando.

El guardia entró en la garita y habló por teléfono mientras mi impaciencia iba en aumento. Al parecer, debía pasar por eso cada vez que tenía que entrar en un área vigilada. Antes pensaba que me pasaba por ser mujer, y al principio probablemente fuese cierto, al menos en bastantes ocasiones. Pero había empezado a creer que la explicación había que buscarla en la amenaza del terrorismo, el crimen y las demandas legales. El guardia anotó mi número de matrícula junto a una descripción del coche. Después me alargó una tablilla para que pudiera firmar la hoja y me dio un pase de visitante, que no me colgué.

—¿Ve ese pino de allí? —dijo señalando con un dedo.

—Veo bastantes pinos.

—Ese pequeño que tiene el tronco torcido. Cuando llegue a él, tuerza a la izquierda y luego siga recto hacia el agua, señora. Que tenga un buen día.

Pasé junto a enormes camiones aparcados, aquí y allá, y varios edificios de ladrillo rojo cuyos letreros los identificaban como la Terminal Marítima Federal y el Servicio de Aduanas de Estados Unidos. El puerto propiamente dicho consistía en hileras de enormes almacenes ocupados por contenedores anaranjados que se alineaban junto a los muelles de carga como reses pegadas a sus comederos. Atracados en el embarcadero del río James, había dos buques de carga, el Euroclip y el Sirius, cada uno casi tan largo como dos campos de fútbol juntos. Grúas gigantescas se inclinaban sobre escotillas abiertas del tamaño de piscinas.

Una cinta amarilla amarrada a conos de tráfico rodeaba un contenedor ubicado encima de un chasis. No había nadie cerca. De hecho, no vi rastro de la policía salvo un Caprice azul sin identificación aparcado junto al malecón. Al parecer, la conductora estaba sentada al volante y hablaba a través de la ventanilla abierta con un hombre que llevaba corbata y camisa blanca. El trabajo se había interrumpido. Unos estibadores con cascos de seguridad y chalecos reflectantes parecían aburrirse mientras fumaban y bebían refrescos o agua mineral.

Marqué el número de mi despacho y Fielding se puso al teléfono.

—¿Cuándo nos notificaron lo de este cuerpo? —pregunté.

—Aguarde un momento. Deje que mire la hoja. —Oí un crujido de papeles—. A las diez y cincuenta y tres en punto.

—¿Y cuándo lo encontraron?

—Eh... Anderson no parecía saberlo.

—¿Cómo diablos puede no saber algo así?

—Ya le dije que creo que es nueva.

—Fielding, aquí no hay un solo policía visible excepto ella, o al menos supongo que se trata de ella. ¿Qué le dijo exactamente cuando notificó el caso?

—Cadáver descompuesto. Pidió que usted fuera a la escena del crimen.

—¿Solicitó específicamente mi presencia?

—Bueno, qué demonios. Todo el mundo la elige a usted en primer lugar, ¿verdad? Eso no es ninguna novedad. Pero dijo que Marino le había dicho que la hiciera ir a usted.

—¿Marino? —pregunté, sorprendida—. ¿Él le dijo a Anderson que pidiera que yo fuese a la escena del crimen?

—Sí, y me pareció que se había pasado un poco.

Recordé que Marino me había dicho que iría por allí y mi enfado fue en aumento. ¿Primero conseguía que una novata me diera lo que prácticamente era una orden y después, si encontraba un momento libre, quizá se pasara por allí a ver qué tal lo hacíamos?

—¿Cuándo habló con él por última vez, Fielding?

—Hace semanas. Y también estaba muy cabreado.

—Ni la mitad de lo que lo estaré yo cuando por fin se decida a aparecer —prometí.

Los estibadores me vieron apearme y abrir el maletero. Tomé mi maletín, el mono y las Reebok. Sentí un montón de ojos deslizarse sobre mí mientras caminaba hacia el coche sin identificación y me ponía un poco más furiosa a cada trabajoso paso que daba, con el pesado maletín golpeándome la pierna.

El hombre en camisa y corbata parecía tener calor y estar bastante enfadado. Hacía visera con una mano sobre los ojos para alzar la mirada hacia dos helicópteros de la televisión que describían círculos sobre el puerto, a unos cien metros de altura.

—Condenados reporteros —masculló, volviendo los ojos hacia mí.

—Estoy buscando a quienquiera que se encuentre a cargo de este caso.

—En ese caso me busca a mí —dijo una voz femenina desde dentro del Caprice.

Me incliné sobre la ventanilla y miré a la joven sentada al volante. Estaba muy morena, llevaba el cabello castaño corto y peinado hacia atrás, y su nariz y su mandíbula denotaban energía. Tenía una mirada dura y penetrante. Vestía tejanos descoloridos, camiseta blanca y botas de cuero negro atadas con cordones. Llevaba su arma en la cadera y la insignia colgada de una cadenilla metida por dentro de la camiseta. Tenía la refrigeración del coche al máximo, y un rock suave ondulaba en la radio por encima de la cháchara policial del escáner.

—La detective Anderson, supongo.

—Rene Anderson en persona. Y usted debe de ser esa doctora de la que tanto he oído hablar —contestó ella con esa arrogancia que yo asociaba con casi todas las personas que no tenían ni idea de lo que estaban haciendo.

—Soy Joe Shaw, el director del puerto —se presentó el hombre—. Usted debe de ser la persona de la que me acaban de hablar los de seguridad.

Tenía más o menos mi edad, cabello rubio, luminosos ojos azules y piel arrugada por muchos años de estar expuesto al sol. Por la expresión de su cara advertí que detestaba a Anderson y todo lo relacionado con ese día.

—Me estaba preguntando si no tendría alguna información que pudiera serme de utilidad antes de empezar —le dije a Anderson por encima del ruido del aire acondicionado y el estrépito de los helicópteros—. Por ejemplo, ¿por qué no hay agentes de policía asegurándose de que nadie altera la escena del crimen?

—No los necesito —respondió Anderson al tiempo que abría la puerta del coche empujándola con la rodilla—. Después de todo no es que cualquiera pueda plantarse aquí con el coche, como descubrió usted cuando lo intentó.

Dejé el maletín de aluminio en el suelo. Anderson se aproximó a mí; me sorprendió lo baja que era.

—No estoy en condiciones de decirle gran cosa —añadió—. Lo que ve es todo lo que tenemos: un contenedor con un fiambre dentro.

—No, detective Anderson, hay muchas más cosas que podría decirme. ¿Cómo descubrieron el cuerpo y a qué hora? ¿Lo ha visto? ¿Alguien se ha acercado a él? ¿La escena del crimen ha sido alterada de alguna manera? Y más vale que la respuesta a esta última pregunta sea no, o la consideraré responsable de ello.

Anderson rió. Empecé a ponerme el mono por encima de la ropa.

—Nadie se ha acercado —dijo—. Huele demasiado mal para ofrecerse como voluntario.

—No hace falta entrar para saber lo que hay ahí —añadió Shaw.

Me puse las Reebok negras y me calé la gorra de béisbol. Anderson estaba contemplando mi Mercedes.

—Quizá debería empezar a trabajar para el estado —dijo.

La miré de arriba abajo.

—Si va entrar ahí, le sugiero que se cubra —le advertí.

—He de hacer un par de llamadas —repuso, y se fue.

—No es que pretenda decirle a la gente cómo ha de hacer su trabajo —señaló Shaw—, pero ¿qué demonios está pasando aquí? ¿Hay un muerto allí dentro y la policía nos envía a esa inútil? —Los músculos de su mandíbula se estaban tensando, y tenía el rostro enrojecido cubierto de sudor.

»¿Sabe?, en este negocio no se gana ni un centavo a menos que las cosas se muevan —prosiguió—. Y hace más de dos horas y media que aquí no se ha movido absolutamente nada, maldita sea.

Estaba haciendo todo lo posible para no maldecir delante de mí.

—No es que no lamente que alguien haya muerto, pero me encantaría que ustedes hicieran lo que tienen que hacer y se marcharan. —Volvió a contemplar el cielo con el entrecejo fruncido—. Y eso incluye a los medios de comunicación.

—Señor Shaw, ¿qué había dentro del contenedor?

—Equipo fotográfico alemán. Y debería saber que el sello del cierre no estaba roto, así que parece que nadie ha tocado la carga.

—¿El consignatario extranjero puso el sello?

—Eso es.

—Lo cual significa que el cuerpo, vivo o muerto, muy probablemente ya se encontraba dentro del contenedor antes de que éste fuera sellado.

—Eso parece. El número se corresponde con el de la entrada del agente de aduanas, y no hay nada raro. De hecho, los de aduanas ya habían dado el visto bueno al cargamento. De eso hace cinco días. Y por eso lo cargaron directamente encima de un chasis. Entonces el contenedor empezó a oler mal, y ahí se quedó hasta ahora.

Miré alrededor. Una suave brisa hacía tintinear las gruesas cadenas contra las grúas, que habían estado descargando vigas de acero del Euroclip. Las grúas y los camiones habían sido abandonados. Los estibadores y la tripulación no tenían nada que hacer y se dedicaban a contemplarnos.

Algunos miraban desde las proas de sus barcos y por las ventanas de los cobertizos. El calor brotaba del asfalto manchado de aceite y cubierto de bastidores de madera, espaciadores y soportes. Un tren de mercancías crujía al atravesar un cruce de vías más allá de los almacenes. El olor a creosota era intenso, pero no lograba ocultar el hedor a carne humana putrefacta que flotaba como humo en el aire.

—¿De dónde zarpó el barco? —le pregunté a Shaw. Vi que un coche patrulla se detenía junto a mi Mercedes.

—De Amberes, Bélgica, hace dos semanas. —Volvió la mirada hacia el Sirius y el Euroclip—. Son barcos de pabellón extranjero, como todos los demás que tenemos por aquí. Ahora ya sólo vemos una bandera de Estados Unidos cuando alguien decide izarla como gesto de cortesía —añadió en tono de decepción.

Un hombre nos observaba con unos prismáticos desde estribor del Euroclip. Con el calor que hacía, me extrañó que llevara pantalones largos y no fuera con camisa de manga corta.

Shaw entornó los ojos.

—Maldición, el sol pega fuerte.

—¿Qué me dice de los polizones? Aunque no creo que a nadie se le ocurra pasar dos semanas en alta mar escondido dentro de un contenedor cerrado.

—Que yo sepa, nunca hemos tenido ninguno —respondió Shaw—. Y además no somos el primer puerto de atraque, porque antes hacen escala en Chester, Pennsylvania. La mayoría de nuestros barcos van de Amberes a Chester, luego vienen aquí y después vuelven directamente a Amberes. Un polizón seguramente bajaría del barco en Chester en vez de esperar hasta llegar a Richmond. Somos un puerto de segunda categoría, doctora Scarpetta.

Vi, con incredulidad, a Pete Marino bajar del coche patrulla que acababa de detenerse junto al mío.

—El año pasado debimos de tener unos ciento veinte atraques, entre barcazas y buques que cruzan el océano —me explicaba Shaw.

Marino ya era detective cuando nos conocimos; nunca lo había visto de uniforme.

—Si estuviera en su lugar y quisiera escaparme del barco o fuera un inmigrante ilegal, creo que preferiría acabar en algún puerto realmente grande como Miami o Los Ángeles, donde podría perderme entre el ajetreo.

Anderson vino hacia nosotros mascando chicle.

—El caso es que no rompemos los sellos y los abrimos a menos que sospechemos que en los contenedores hay algo ilegal, como drogas o cargamento sin declarar —prosiguió Shaw—. De vez en cuando, seleccionamos un barco y lo registramos de arriba abajo para que a la gente no se le ocurra violar la ley.

—Me alegro de ya no tener que ir vestida así —observó Anderson.

Marino venía hacia nosotros con los andares de un boxeador en busca de pelea, comportándose como hacía siempre que se sentía inseguro y estaba de un humor particularmente malo.

—¿Por qué va de uniforme? —le pregunté a Anderson.

—Lo han cambiado de puesto.

—Eso salta a la vista.

—Ha habido muchos cambios en el departamento desde que la jefa Bray llegó aquí —dijo Anderson como si se sintiera orgullosa de ello.

Yo no entendía cómo a alguien se le podía haber ocurrido volver a endosarle el uniforme a un hombre tan valioso. Me pregunté cuánto haría de eso. Me dolía que Marino no me lo hubiera dicho, y me avergoncé de no haberlo descubierto por mi cuenta aunque no me lo hubiese dicho. Habían pasado semanas, quizás un mes entero, desde que le llamé para saber cómo le iban las cosas. Ya ni me acordaba de cuándo había sido la última vez que le dije que se pasara por mi despacho para tomarse un café o lo había invitado a cenar en mi casa.

—¿Qué está pasando? —preguntó Marino tras emitir un gruñido a modo de saludo.

Ni siquiera miró a Anderson.

—Soy Joe Shaw. ¿Cómo está?

—Fatal. —Marino torció el gesto—. ¿Ha decidido llevar todo el asunto sin ayuda de nadie, Anderson? ¿O es que los otros polis no quieren saber nada de usted?

Ella lo miró fijamente. Después se sacó el chicle de la boca y lo tiró como si Marino le hubiera echado a perder el sabor.

—¿No se ha acordado de invitar a alguien a esta fiestecita suya? ¡Dios! —Marino estaba furioso—. ¡En mi vida había visto nada igual!

Marino estaba siendo estrangulado por una camisa blanca de manga corta abotonada hasta el cuello y una corbata de elástico. Su gran barriga estaba librando una dura batalla contra los pantalones azules del uniforme y el rígido cinturón reglamentario de cuero, que apenas si se veía bajo su pistola Sig-Sauer de nueve milímetros, las esposas, los cargadores de emergencia, el aerosol de gas paralizante y todo lo demás. Tenía la cara muy roja y sudaba, y unas gafas de sol ocultaban sus ojos.

—Tú y yo tenemos que hablar —le dije.

Intenté llevármelo a un lado, pero se negó a moverse. Golpeándolo con un dedo, sacó un Marlboro del paquete que siempre llevaba encima.

—¿Te gusta mi nuevo atuendo? —me preguntó en tono sardónico—. La jefa Bray ha pensado que me hacía falta ropa nueva.

—Su presencia no es necesaria aquí, Marino —le espetó Anderson—. De hecho, no creo que quiera que nadie se entere de que se le ha ocurrido pasarse por aquí.

—«Capitán», para usted —replicó Marino, expulsando las palabras entre bocanadas de humo de cigarrillo—. Y le aconsejo que controle su lengua porque soy su superior en rango, «cariño».

Shaw asistió a aquel intercambio de descortesías sin decir palabra.

—Creo que no es un modo de dirigirse a un agente de policía —advirtió Anderson.

—Tengo un cuerpo que examinar —intervine.

—Para llegar allí tenemos que pasar por el almacén —me informó Shaw.

Nos llevó a Marino y a mí hasta la puerta de un almacén que daba al río. Atravesamos un enorme espacio mal iluminado y peor ventilado, que olía a tabaco. Miles de balas de tabaco, envueltas en arpillera, estaban amontonadas sobre bastidores de madera, junto a toneladas de arena y gránulos de cal, cantina y otros minerales que, al parecer, se usaban en el procesado del acero. También había piezas y componentes cuyo destino, según lo que ponía en las cajas, era Trinidad.

Unos cuantos recintos más abajo, el contenedor había sido colocado junto a un muelle de carga. Cuanto más nos acercábamos a él, más intenso se hacía el hedor. Nos detuvimos delante de la cinta de la policía extendida sobre la puerta abierta del contenedor. La pestilencia era asfixiante. Las moscas habían hecho acto de presencia y su ominoso zumbido me recordó el estridente sonido de un avión de juguete manejado por control remoto.

—¿Había moscas cuando abrieron el contenedor por primera vez? —le pregunté a Shaw.

—No tantas.

—¿A qué distancia se aproximaron? —inquirí en el momento en que Marino y Anderson se reunían con nosotros.

—La suficiente —dijo Shaw.

—¿Nadie entró? —insistí, pues quería asegurarme.

—Eso se lo puedo garantizar, señora.

La fetidez empezaba a afectarle.

Marino se mostraba impertérrito. Sacó otro cigarrillo del paquete y farfulló algo mientras lo encendía con el mechero.

—Bueno, Anderson —dijo—, como no se le ha ocurrido echar un vistazo, supongo que no debe de tratarse de una res. Demonios, puede que algún perro se quedara encerrado ahí dentro por accidente. Después de hacer venir a la doctora y poner tan nerviosos a los chicos de la prensa, sería una lástima descubrir que no es más que un pobre perro de los muelles medio podrido.

Tanto él como yo sabíamos que

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