Título original: All that Remains
Traducción: Jordi Mustieles
1.ª edición: enero, 2016
© 2016 by Patricia D. Cornwell
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-322-3
Maquetación ebook: Caurina.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Este libro es para
Michael Congdon.
Como siempre, gracias.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
1
El sábado, último día de agosto, empecé a trabajar antes del amanecer. No vi cómo se alzaba la bruma de la hierba ni cómo el cielo se volvía de un azul brillante. Las mesas de acero estuvieron ocupadas por cadáveres toda la mañana, y no había ventanas en el depósito. El fin de semana del Día del Trabajo había comenzado en la ciudad de Richmond con un estallido de accidentes de tráfico y tiroteos.
Eran las dos de la tarde cuando por fin regresé a mi hogar, en el West End, y oí a Bertha que fregaba la cocina. Venía todos los sábados a hacer la limpieza y sabía por anteriores ocasiones que no debía hacer caso al teléfono, que justo empezaba a sonar.
—No estoy en casa —dije en voz alta, mientras abría el frigorífico.
Bertha dejó de fregar.
—Hace un momento también sonaba —me informó—. Y antes han llamado otra vez. El mismo hombre.
—No hay nadie en casa —repetí.
—Lo que usted diga, doctora Kay. —La bayeta volvió a moverse por el suelo.
Traté de no prestar atención al mensaje impersonal del contestador automático que se infiltraba en la cocina bañada de sol. Los tomates de Hanover, tan abundantes durante el verano, con la llegada del otoño se convertían en algo precioso. Solamente quedaban tres. ¿Dónde estaba la ensalada de pollo?
Tras el pitido sonó una conocida voz de hombre.
—¿Doctora? Soy Marino...
«Oh, Dios», pensé, y cerré la puerta del frigorífico con un golpe de cadera. Pete Marino, inspector de la brigada de homicidios de Richmond, había estado en la calle desde la medianoche anterior, y acababa de verlo en el depósito, mientras extraía las balas de uno de sus casos. En aquellos momentos debería estar camino del lago Gaston para pasar lo que quedaba del fin de semana pescando. Por mi parte, deseaba ponerme a trabajar en el jardín.
—He intentado localizarla antes de salir. Tendrá que probar con mi busca...
En la voz de Marino había una nota de urgencia, y descolgué bruscamente el auricular.
—Estoy aquí.
—¿Es usted o su maldito aparato?
—¿A usted qué le parece? —respondí.
—Malas noticias. Han encontrado otro coche abandonado, en New Kent, en el área de descanso número sesenta y cuatro, dirección oeste. Benton acaba de llamarme...
—¿Otra pareja? —lo interrumpí, descartados todos mis planes para el día.
—Fred Cheney, varón de raza blanca, diecinueve años. Deborah Harvey, mujer de raza blanca, diecinueve años. Vistos por última vez ayer, alrededor de las ocho, cuando salían de casa de la familia Harvey, en Richmond, para dirigirse a Spindrift.
—¿Y el coche está colocado en dirección oeste? —pregunté, porque Spindrift, Carolina del Norte, se encuentra a unas tres horas y media al este de Richmond.
—Ajá. Por lo visto iban en dirección contraria, de vuelta a la ciudad. Un policía ha encontrado el coche, un jeep Cherokee, hace cosa de una hora. Ni rastro de los chicos.
—Salgo inmediatamente —dije.
Bertha no había parado de fregar, pero yo sabía que había escuchado hasta la última palabra.
—Me marcharé en cuanto termine con esto —me aseguró—. Lo dejaré todo cerrado y conectaré la alarma. No se preocupe, doctora Kay.
El miedo sacudió mis nervios mientras recogía el bolso y me precipitaba hacia el coche.
Eso ya había sucedido con otras cuatro parejas. Las cuatro habían desaparecido, y las habían encontrado asesinadas finalmente en un área de ochenta kilómetros con centro en Williamsburg.
Los casos, que la prensa había bautizado como «los asesinatos de las parejas», eran inexplicables, y nadie parecía tener ninguna pista o teoría verosímil, ni siquiera el FBI y su Programa de Captura de Criminales Violentos, el VICAP, que disponía de una base de datos de ámbito nacional manejada por un ordenador de inteligencia artificial capaz de relacionar personas desaparecidas con cuerpos no identificados y enlazar asesinatos en serie. Cuando se encontraron los cadáveres de la primera pareja, hacía más de dos años, la policía local solicitó la asistencia de un equipo regional del VICAP, formado por el agente especial del FBI Benton Wesley y el veterano inspector de la brigada de homicidios de Richmond Pete Marino. Luego desapareció otra pareja, y más tarde otras dos. En todos los casos, antes de que se pudiera avisar al VICAP, antes de que el Centro Nacional de Información Criminal, el NCIC, pudiera telegrafiar siquiera las descripciones a los departamentos de policía de todo el país, los adolescentes que habían desaparecido estaban ya muertos y se descomponían en algún lugar de los bosques.
Apagué la radio al pasar por una cabina de peaje y empecé a acelerar por la I-64 en dirección este. Imágenes y voces volvieron a mí de repente. Huesos y ropa podrida cubiertos de hojas secas. Atractivos y sonrientes rostros de adolescentes desaparecidos impresos en los periódicos, y familias confusas y angustiadas que eran entrevistadas por televisión y que me llamaban por teléfono.
—Siento mucho lo de su hija.
—Dígame cómo murió mi pequeña, por favor. ¡Oh, Dios mío! ¿Sufrió mucho?
—Aún no hemos podido determinar la causa de la muerte, señora Bennett. Por el momento, no puedo decirle nada más.
—¿Está usted diciéndome que no lo sabe?
—Sólo quedan los huesos, señor Martin. Cuando desa-parecen los tejidos blandos, cualquier posible lesión desaparece con ellos...
—¡No quiero escuchar su jerga médica! ¡Quiero saber cómo murió mi hijo! ¡La policía me ha preguntado si tomaba drogas! ¡Mi hijo no se ha emborrachado en toda su vida, y mucho menos ha tomado drogas! ¿Me ha oído usted, señora? Mi hijo está muerto, y pretenden hacerlo pasar por una especie de degenerado...
«La responsable del departamento de medicina forense, desconcertada: La doctora Kay Scarpetta no puede identificar la causa de la muerte.»
Indeterminada.
Una y otra vez. Ocho adolescentes.
Era espeluznante. De hecho, para mí, se trataba de algo sin precedentes. Todo patólogo forense se encuentra con casos inclasificables, pero yo nunca había tenido tantos que parecieran estar relacionados.
Abrí la capota y el aire libre me levantó un poco el ánimo. La temperatura pasaba de los veinticinco grados y pronto empezarían a caer las hojas. Sólo en primavera y otoño no añoraba Miami. Los veranos de Richmond eran igualmente calurosos, sin la ventaja de las brisas del océano que limpiaban el aire. La humedad era horrible, y en invierno no me sentía mejor, puesto que no me gusta el frío. Pero la primavera y el otoño eran embriagadores. Absorbí el cambio de estación que venía en el aire y lo sentí directamente en la cabeza.
El área de descanso de la I-64 en el condado de New Kent estaba exactamente a cincuenta kilómetros de mi casa. Habría podido ser cualquier área de descanso de Virginia, con mesas de picnic, parrillas, barriles de madera para la basura, aseos y máquinas expendedoras entre paredes de ladrillo y árboles recién plantados. Pero no se veía ningún automovilista ni camionero, y estaba todo lleno de coches de policía.
Un agente acalorado con uniforme azul grisáceo se me acercó con cara de pocos amigos cuando aparqué junto al aseo de señoras.
—Lo siento, señora —dijo, inclinándose hacia la ventanilla abierta—. Esta área de descanso está cerrada hoy. Tengo que pedirle que siga circulando.
—Soy la doctora Kay Scarpetta —me identifiqué, al tiempo que paraba el motor—. La policía me ha pedido que viniera.
—¿Por qué motivo, señora?
—Soy la jefa del departamento de medicina forense —respondí.
El agente me miró de arriba abajo y advertí un destello de escepticismo en sus ojos. Supuse que no debía de parecer «jefa» de nada. Vestida con una falda tejana lavada a la piedra, una blusa rosa y zapatos de cuero, me faltaban todos los atavíos de la autoridad, incluso el coche oficial, que estaba en el garaje a la espera de unos neumáticos nuevos. A simple vista, yo parecía una yuppie no tan joven que paseaba en su Mercedes gris oscuro, una distraída rubia ceniza de camino al centro comercial más cercano.
—Necesitaré algún documento.
Tras hurgar en el interior de mi bolso, extraje una delgada cartera negra y le mostré mi placa metálica de forense junto con el permiso de conducir. El policía estudió ambas cosas durante un largo instante. Me di cuenta de que estaba azorado.
—Puede dejar el coche aquí mismo, doctora Scarpetta. La gente que busca está en la parte de atrás. —Hizo un gesto en dirección a la zona de aparcamiento para camiones y autobuses—. Que usted lo pase bien —añadió insensatamente mientras se alejaba.
Seguí un sendero de ladrillo. Rodeé el edificio, y al pasar bajo la sombra de los árboles me saludaron varios coches más de la policía, una grúa de remolque con las luces del techo destellando y al menos una docena de hombres de uniforme y de paisano. No vi el jeep Cherokee rojo hasta que lo tuve casi delante. Estaba fuera de la zona pavimentada, hacia la mitad de la rampa de salida, en una depresión semioculta por el follaje. El automóvil, de dos puertas, estaba cubierto por una fina capa de polvo. Al atisbar por la ventanilla del conductor comprobé que el interior de cuero beige estaba muy limpio y que, ordenadas con cuidado sobre el asiento posterior, había varias piezas de equipaje, un esquí de slalom, un rollo de cuerda para esquí de nailon amarillo y una nevera de plástico rojo y blanco. Las llaves colgaban del contacto. Las ventanillas estaban parcialmente abiertas. Desde el borde del asfalto las huellas de los neumáticos eran claramente visibles sobre la pendiente herbosa; la rejilla cromada del radiador rozaba un grupo de pinos. Marino estaba conversando con un hombre rubio y delgado al que yo no conocía. Me lo presentó como Jay Morrell, de la policía del Estado, y parecía estar al mando de la operación.
—Kay Scarpetta —me presenté, puesto que Marino me había identificado únicamente como «la doctora».
Morrell fijó en mí sus Ray-Ban verde oscuro y asintió con la cabeza. Sin uniforme y provisto de un bigote que era poco más que bozo adolescente, exudaba el aire de jactancia y eficacia que yo relacionaba con los investigadores nuevos en su trabajo.
—He aquí lo que sabemos por el momento. —Continuamente miraba de soslayo, nervioso—. El jeep pertenece a Deborah Harvey, y ella y su acompañante, Fred Cheney, salieron de la residencia de los Harvey anoche, aproximadamente a las ocho de la tarde. Se dirigían a Spindrift, donde la familia Harvey posee una casa en la playa.
—Cuando la pareja salió de Richmond, ¿estaba en casa la familia de Deborah Harvey? —pregunté.
—No, señora. —Volvió fugazmente sus gafas oscuras hacia mí—. Ya estaban en Spindrift. Habían salido el mismo día, más temprano. Deborah y Fred querían ir en su propio coche porque pensaban volver a Richmond el lunes. Los dos son estudiantes de segundo año en la universidad de Carolina, y tenían que volver temprano para preparar el regreso a clase.
Marino sacó un paquete de cigarrillos y dijo:
—Anoche, justo antes de salir de casa de los Harvey, telefonearon a Spindrift y dijeron a uno de los hermanos de Deborah que estaban a punto de ponerse en marcha y que llegarían entre medianoche y la una. Al ver que eran las cuatro de la madrugada y que aún no habían llegado, Pat Harvey llamó a la policía.
—¡Pat Harvey! —Contemplé a Marino, incrédula.
Fue el oficial Morrell quien contestó.
—Ah, sí. Nos ha caído una buena, desde luego. En este mismo instante, Pat Harvey se dirige hacia aquí. La ha recogido un helicóptero... —consultó su reloj de pulsera—, hace cosa de media hora. El padre, Bob Harvey, está de viaje, en Charlotte, por un asunto de negocios, y tenía previsto llegar a Spindrift mañana, a una hora u otra. Por lo que sabemos, todavía no se lo ha podido localizar ni está enterado de lo sucedido.
Pat Harvey era la Directora Nacional de Política Antidroga, y los medios de comunicación la habían bautizado como «Zarina de la droga». La señora Harvey, designada para el puesto por el presidente y que no hacía mucho había aparecido en la portada de la revista Time, era una de las mujeres más poderosas y admiradas de Estados Unidos.
—¿Y Benton? —pregunté a Marino—. ¿Sabe ya que Deborah Harvey es la hija de Pat Harvey?
—No me ha dicho nada al respecto. Cuando me ha llamado, acababa de aterrizar en Newport News... El FBI lo ha enviado por avión. Tenía prisa por conseguir un coche de alquiler. No hemos hablado mucho rato.
Eso respondía a mi pregunta. Benton Wesley no habría venido a toda prisa en un avión del FBI si no supiera quién era Deborah Harvey. Me pregunté por qué no le había dicho nada a Marino, su compañero del VICAP, y traté de leer en el ancho e impasible rostro de Marino. Tenía los músculos de la mandíbula contraídos, la frente congestionada y cubierta de gotas de sudor.
—En estos momentos —prosiguió Morrell— tengo un montón de hombres repartidos por ahí para impedir que entre nadie. Hemos registrado los aseos y mirado un poco por ahí para asegurarnos de que los chicos no están en las cercanías. En cuanto llegue el equipo de búsqueda de Península, empezaremos en el bosque.
Poco más allá del morro del jeep, hacia el norte, los cuidados jardines del área de descanso empezaban a poblarse de árboles y matorrales que, en cuestión de media hectárea, se volvían tan densos que lo único que podía ver era la luz del sol atrapada en las hojas y un halcón que volaba en círculos sobre una lejana aglomeración de pinos. Aunque se construían sin cesar centros comerciales y urbanizaciones junto a los márgenes de la I-64, esta zona, entre Richmond y Tidewater, por el momento permanecía intacta. El paisaje, que en otro tiempo me habría parecido ameno y tranquilizador, ahora se me antojaba ominoso.
—Mierda —protestó Marino cuando nos alejamos de Morrell y empezamos a pasear.
—Lo siento por su excursión de pesca —comenté.
—Ya lo ve. ¿No es lo que pasa siempre? Llevaba meses preparando esa maldita excursión. Se ha jodido otra vez. No es ninguna novedad.
—Me he fijado que al salir de la autopista —observé, sin hacer caso de su irritación— el ramal de entrada se divide inmediatamente en dos, uno que conduce hasta aquí y otro que lleva a la parte delantera del área de descanso. En otras palabras, los ramales son de dirección única. Si alguien entrara en el área delantera para automóviles y luego cambiara de idea y quisiera venir hasta aquí, no tendría más remedio que recorrer una distancia considerable en dirección contraria, arriesgándose a chocar con otro coche. Y yo diría que anoche debía de haber un buen número de viajeros en la carretera, puesto que es el fin de semana del Día del Trabajo.
—De acuerdo. Ya lo sé. No hace falta un científico espacial para deducir que alguien quiso abandonar el jeep exactamente donde está ahora, porque anoche sin duda había un montón de coches aparcados en el área delantera. O sea que se mete por el desvío para camiones y autobuses. Probablemente esta parte estaba bastante desierta. No lo ve nadie, y se larga.
—También es posible que no quisiera que encontraran el jeep demasiado pronto. Eso explicaría por qué está tan apartado de la zona pavimentada —sugerí.
Marino se quedó mirando el bosque y rezongó:
—Yo ya empiezo a estar demasiado viejo para esto.
Marino, el eterno protestón, tenía el hábito de llegar a la escena de un crimen y comportarse como si no quisiera estar allí. Llevábamos trabajando juntos el tiempo suficiente para estar acostumbrada a ello, pero esta vez tuve la sensación de que su actitud respondía a algo más que a una simple pose. Su frustración parecía deberse a algo más que a una excursión de pesca suspendida. Pensé que tal vez se había peleado con su esposa.
—Bien, bien —masculló, y se volvió hacia el edificio de ladrillo—. Ya llegó el Llanero Solitario.
Giré en redondo mientras la esbelta y familiar figura de Benton Wesley salía de los servicios de caballeros. Apenas si dijo «hola» cuando llegó junto a nosotros; llevaba la cabellera plateada mojada en las sienes y las solapas del traje azul salpicadas de agua, como si acabara de lavarse la cara. Con la mirada inexpresiva fija en el jeep, sacó unas gafas de sol del bolsillo de la pechera y se las puso.
—¿Ha llegado ya la señora Harvey? —preguntó.
—No —contestó Marino.
—¿Y la prensa?
—No —dijo Marino.
—Bien.
Wesley tenía la boca apretada, de modo que su rostro de pronunciadas facciones parecía más duro e inaccesible que de costumbre. Lo habría encontrado apuesto de no ser por su impenetrabilidad. Era imposible adivinar sus pensamientos y emociones; últimamente había aprendido a ocultar su personalidad con tal maestría que a veces tenía la impresión de no conocerlo en absoluto.
—Tenemos que mantener el caso en secreto tanto tiempo como podamos —prosiguió—. En cuanto corra la voz, se armará un escándalo de mil demonios.
—¿Qué sabe de esta pareja, Benton? —le pregunté.
—Muy poco. La señora Harvey, después de denunciar su desaparición esta madrugada, llamó al director a su casa y luego me llamó a mí. Por lo visto, su hija y Fred Cheney se conocieron en la universidad de Carolina y vienen saliendo juntos desde el primer año. En apariencia, los dos son formales y buenos chicos. No han tenido nunca la clase de problemas que justificaría que se hubieran metido en un lío con alguien poco recomendable; al menos, eso es lo que dice la señora Harvey. Sin embargo, pude deducir que su relación no acababa de parecerle del todo bien, que consideraba que pasaban demasiado tiempo a solas.
—Seguramente ésta sería la verdadera razón de que quisieran ir a la playa en otro coche —opiné.
—Sí, tal vez —asintió Wesley, mirando a su alrededor—. Es muy probable que ésa fuera la verdadera razón. Hablando con el director saqué la impresión de que a la señora Harvey no le hacía mucha gracia que Deborah llevara a su amigo a Spindrift. Eran días para pasar en familia. La señora Harvey vive en Washington durante la semana, y apenas ha visto a su hija y a sus dos hijos durante el verano. Con franqueza, tengo la sensación de que Deborah y su madre no se llevaban muy bien últimamente, y puede que tuvieran una discusión justo antes de que la familia saliera hacia Carolina del Norte, ayer por la mañana.
—¿Cree que hay alguna posibilidad de que se hayan escapado juntos? —le preguntó Marino—. Eran inteligentes, ¿verdad? Deben de leer los periódicos, mirar las noticias, quizá vieron aquel programa especial de televisión sobre las parejas desaparecidas que emitieron la otra semana. Supongo que conocían esos casos. ¿Quién sabe si no han tenido alguna idea extraña? Sería una forma muy astuta de fingir una desaparición y castigar a sus padres.
—Es una de las posibilidades que hemos de tener en cuenta —respondió Wesley—. Y razón de más para que intentemos ocultarlo a los medios de comunicación tanto tiempo como podamos.
Morrell se reunió con nosotros y echamos a andar por el ramal de salida en dirección al jeep. Una furgoneta de color azul claro se paró cerca y de ella bajaron un hombre y una mujer, vestidos con monos oscuros y botas. Abrieron la portezuela trasera y dejaron salir dos perros que jadeaban y meneaban la cola. Tras enganchar largas correas a unas anillas metálicas sujetas en los cinturones de piel que les rodeaban la cintura, cada uno cogió a un perro por el arnés.
—¡Salty, Neptuno, quietos!
No supe cuál era cuál. Los dos perros eran grandes, de un color canela claro, con los morros llenos de arrugas y las orejas caídas. Morrell sonrió y extendió la mano.
—¿Qué tal, muchacho?
Salty, o tal vez Neptuno, lo recompensó con un beso húmedo y un restregón en la pierna.
Los cuidadores de los perros eran de Yorktown y se llamaban Jeff y Gail. Gail era tan alta como su socio y parecía igual de robusta. Me recordó a esas mujeres que se pasan la vida en una granja, con caras que el trabajo duro y el sol han cubierto de surcos, con un aire de paciencia imperturbable que les viene de entender la naturaleza y aceptar sus dones y sus castigos. Era la que mandaba el equipo de búsqueda y rescate, y por la forma en que contemplaba el jeep me di cuenta de que intentaba comprobar si habían alterado la escena y, por tanto, los olores.
—Nadie ha tocado nada —le aseguró Marino, mientras se agachaba para acariciar a uno de los perros detrás de las orejas—. Ni siquiera hemos abierto las portezuelas todavía.
—¿Sabe si antes ha entrado alguien? La persona que lo encontró, por ejemplo —preguntó Gail.
—Esta madrugada llegó el número de matrícula por teletipo —respondió Morrell. El rostro de Wesley parecía de granito mientras Morrell se explicaba con aire tedioso—. Los agentes no pasan por comisaría, de modo que no siempre ven los teletipos. Montan en sus coches y salen a patrullar. Los operadores de radio empezaron a enviar avisos en cuanto se denunció la desaparición de la pareja, y hacia la una del mediodía un camionero encontró el jeep y avisó por radio. El policía que respondió dijo que, aparte de mirar por las ventanillas para asegurarse de que no había nadie dentro, ni siquiera se acercó al jeep.
Confiaba en que fuera así. La mayoría de los agentes de policía, incluso aquellos que saben que no deben hacerlo, parece que no pueden resistir la tentación de abrir las portezuelas y registrar al menos la guantera en busca de algo que identifique al propietario.
Jeff cogió los dos arneses y se llevó a los perros a «usar el orinal» mientras Gail preguntaba:
—¿Tienen algo que los perros puedan olfatear?
—Le hemos pedido a Pat Harvey que traiga consigo cualquier prenda que haya sido usada recientemente por Deborah —respondió Wesley. Si Gail se sorprendió o impresionó al enterarse de quién era hija la muchacha que debía buscar, no dio muestras de ello; siguió contemplando a Wesley con aire inquisitivo—. Viene en helicóptero —añadió Wesley, y consultó su reloj—. Debería llegar de un momento a otro.
—Bien, con tal de que no hagan aterrizar el aparato aquí en medio —comentó Gail, acercándose al jeep—. No nos conviene que nada revuelva el lugar.
Atisbó por la ventanilla del conductor y estudió el interior de las puertas, el salpicadero, hasta el último centímetro del lugar. A continuación, dio un paso atrás y contempló unos instantes el tirador de plástico negro del exterior de la portezuela.
—Probablemente lo mejor serán los asientos —decidió—. Dejaremos que Salty olfatee uno y Neptuno el otro. Pero antes hemos de entrar sin estropear nada. ¿Alguien tiene una pluma o un lápiz?
Wesley sacó un bolígrafo Mont Blanc del bolsillo de la camisa y se lo ofreció.
—Necesito otro —añadió ella.
Por extraño que parezca, nadie llevaba un bolígrafo encima, ni siquiera yo. Hubiera podido jurar que tenía varios dentro del bolso.
—¿Le iría bien una navaja de bolsillo? —Marino hurgaba en sus tejanos.
—Perfecto.
Con el bolígrafo en una mano y una navajita del ejército suizo en la otra, Gail apretó el pulsador para el pulgar en la portezuela del conductor al tiempo que echaba el tirador hacia atrás; enseguida, sujetó el borde de la puerta con la punta de la bota para abrirla con suavidad. Mientras tanto, yo había empezado a oír el leve e inconfundible zumbido de las aspas de un helicóptero que se acercaba.
Al cabo de unos instantes, un Bell Jet Ranger rojo y blanco describió un círculo sobre el área de descanso y quedó suspendido en el aire como una libélula, creando un pequeño huracán sobre el terreno. Todo sonido quedó sofocado, los árboles se estremecieron y la hierba se agitó bajo el rugido del tremendo vendaval. Con los párpados muy apretados, Gail y Jeff se acuclillaron junto a los perros, sosteniendo firmemente sus arneses.
Marino, Wesley y yo nos retiramos al amparo de los edificios, y desde ese punto de observación contemplamos el violento descenso. Mientras el helicóptero inclinaba lentamente el morro en un torbellino de motores sobrerrevolucionados y aire azotado, vislumbré por un instante el rostro de Pat Harvey vuelto hacia el jeep de su hija antes de que la luz del sol velara el cristal.
Descendió del helicóptero con la cabeza gacha y la falda revoloteando alrededor de las piernas; Wesley esperaba a una distancia segura de las aspas, que giraban cada vez más despacio, y su corbata aleteaba sobre su hombro como una bufanda de aviador.
Antes de que Pat Harvey fuera elegida para el cargo de directora de Política Nacional Antidroga, había sido fiscal en Richmond y más tarde fiscal del Estado para el Distrito Este de Virginia. En el curso de su carrera en el sistema federal había actuado en importantes casos de narcotráfico, en alguno de los cuales hubo víctimas a las que yo había realizado la autopsia. Pero nunca me habían citado a declarar; los tribunales sólo habían reclamado mis informes. La señora Harvey y yo no nos habíamos visto nunca.
En la televisión y en las fotografías de los periódicos ofrecía una imagen absolutamente profesional. Vista en carne y hueso, era femenina y de notable atractivo, esbelta, de facciones perfectamente dibujadas, y el sol encontraba matices rojizos y dorados en sus cortos cabellos castaños. Wesley hizo las presentaciones con brevedad y la señora Harvey nos estrechó la mano a todos con la cortesía y el aplomo de un político consumado. Pero no sonrió ni buscó la mirada de nadie.
—He traído un suéter —anunció, y entregó a Gail una bolsa de papel—. Lo he encontrado en el dormitorio de Deborah, en la casa de la playa. No sé cuándo se lo puso por última vez, pero no creo que lo hayan lavado desde entonces.
—¿Cuándo fue la última vez que su hija estuvo en la playa? —preguntó Gail sin abrir la bolsa.
—A comienzos de julio. Fue a pasar un fin de semana con un grupo de amigos.
—¿Y está usted segura de que el suéter lo llevó ella? ¿Es posible que lo usara alguna de sus amistades? —inquirió Gail en tono despreocupado, como si hablara del tiempo.
La pregunta cogió a la señora Harvey por sorpresa, y durante un segundo la duda nubló sus ojos azul oscuro.
—No estoy segura. —Carraspeó—. Yo diría que debió de usarlo Debbie, pero, naturalmente, no podría jurarlo. Yo no estaba allí.
Dirigió la mirada hacia la portezuela abierta del jeep, y su atención se posó brevemente en las llaves del contacto, en la «D» de plata suspendida del llavero. Durante un largo instante nadie dijo nada, y advertí la lucha de la razón contra la emoción mientras se enfrentaba al pánico con una negativa.
Se volvió de nuevo hacia nosotros y prosiguió:
—Debbie llevaba un bolso. De nailon, rojo brillante. Uno de esos bolsos deportivos con cierre de Velcro. ¿Lo han encontrado en el coche?
—No, señora —contestó Morrell—. Por lo menos, desde la ventanilla, no hemos visto nada parecido. Pero aún no hemos registrado el interior. Teníamos que esperar a que llegaran los perros.
—Supongo que debería de estar en el asiento delantero. Quizás en el suelo —añadió ella.
Morrell negó con la cabeza.
—Señora Harvey —intervino Wesley—, ¿sabe usted si su hija llevaba mucho dinero encima?
—Le di cincuenta dólares para comida y gasolina. No sé qué más podía tener, aparte de eso —respondió—. Por supuesto, también tenía tarjetas de crédito. Y su talonario de cheques.
—¿Sabe cuánto tiene en su cuenta? —insistió Wesley.
—Su padre le dio un cheque la semana pasada —contestó en tono impersonal—. Para la universidad; libros, cosas así. Estoy bastante segura de que ya lo había ingresado. Supongo que debe de tener al menos mil dólares en el banco.
—Quizá sea conveniente que lo compruebe —sugirió Wesley—. Para tener la certeza de que no se ha retirado el dinero recientemente.
—Lo haré de inmediato.
Mientras la contemplaba, sin intervenir en la conversación, vi que la esperanza florecía en su mente. Su hija poseía dinero en efectivo, tarjetas de crédito y acceso a una cuenta corriente. Al parecer, no había abandonado el bolso en el jeep, lo cual quería decir que todavía podía llevarlo consigo. Lo cual quería decir que aún podía estar viva y sana y haberse marchado a cualquier parte con su amigo.
—¿Su hija le habló alguna vez de fugarse con Fred? —preguntó Marino bruscamente.
—No. —Contempló de nuevo el jeep y añadió lo que quería creer—. Pero eso no significa que no sea posible.
—¿De qué humor estaba la última vez que habló con ella? —continuó Marino.
—Ayer por la mañana tuve unas palabras con ella, antes de irme a la playa con mis hijos —respondió con voz neutra y desapasionada—. Estaba enojada conmigo.
—¿Sabía de los casos que se han dado por esta zona? ¿Las parejas desaparecidas? —preguntó Marino.
—Sí, claro. Hemos hablado de ellos, de lo que pudo ocurrirles. Lo sabía.
Gail se dirigió a Morrell.
—Tendríamos que empezar.
—Buena idea.
—Y una última cosa. —Gail miró a la señora Harvey—. ¿Tiene alguna idea acerca de quién conducía?
—Sospecho que Fred —contestó—. Cuando salían juntos, solía conducir él.
Gail asintió con la cabeza y dijo:
—Creo que voy a necesitar otra vez la navajita y el bolígrafo.
Recogió los utensilios de Wesley y Marino, rodeó el jeep y abrió la portezuela del acompañante. A continuación, tiró del arnés de uno de los sabuesos. El perro se levantó, ansioso, y empezó a husmear moviéndose en perfecto acuerdo con los pies de su dueña. Bajo su piel holgada y brillante se advertía la ondulación de los músculos, y las orejas se agitaban con pesadez, como si estuvieran cargadas de plomo.
—Vamos, Neptuno, pon a trabajar esa nariz mágica que tienes.
Observamos en silencio mientras la mujer dirigía el hocico de Neptuno hacia el asiento envolvente donde se suponía que Deborah Harvey iba sentada el día anterior. De pronto, el sabueso lanzó un gañido, como si hubiera encontrado una serpiente de cascabel, y se apartó del jeep con una brusca sacudida que casi arrancó la traílla de la mano de Gail. El animal escondió la cola entre las patas y se le erizó literalmente el pelo del lomo; un escalofrío me recorrió la columna.
—Calma, chico. ¡Calma!
Gimiendo y estremeciéndose, Neptuno se acuclilló y defecó sobre la hierba.
2
Desperté a la mañana siguiente, agotada y recelosa ante el periódico del domingo.
Los titulares eran lo bastante grandes para leerlos a una manzana de distancia:
DESAPARECE CON UN AMIGO LA HIJA DE LA «ZARINA DE LA DROGA». LA POLICÍA TEME JUEGO SUCIO
Los periodistas no sólo habían conseguido una fotografía de Deborah Harvey, sino que aparecía también una imagen del jeep cuando era retirado del área de descanso por una grúa, y una más, supuse que de archivo, en la que se veía a Bob y Pat Harvey, cogidos de la mano, paseando por una playa desierta en Spindrift. Mientras bebía el café y leía, no pude por menos que pensar en la familia de Fred Cheney. Él no pertenecía a una familia distinguida. Sólo era «el amigo de Deborah». Sin embargo, también él había desaparecido; también él tenía quien lo amaba.
Por lo visto, Fred era hijo de un hombre de negocios de Southside, un hijo único cuya madre había fallecido hacía un año a consecuencia de la ruptura de un aneurisma en el cerebro. El padre de Fred, explicaba el artículo, se hallaba en Sarasota visitando a unos parientes cuando por fin la policía consiguió dar con él, bien entrada la noche del sábado. Si bien existía una remota posibilidad de que su hijo se hubiera «escapado» con Deborah, añadía el artículo, tal cosa no concordaba en absoluto con el carácter de Fred, al que se presentaba como «un buen estudiante de la universidad de Carolina, miembro del equipo universitario de natación». Deborah era una estudiante sobresaliente y una gimnasta lo bastante destacada como para albergar la esperanza de ingresar en el equipo olímpico. Con un peso no superior a los cuarenta y cinco kilos, tenía una cabellera de color rubio oscuro que le llegaba hasta los hombros y las facciones agraciadas de su madre. Fred era ancho de espaldas y enjuto, con una ondulada cabellera negra y ojos color avellana. Formaban una pareja a la que se describía como atractiva e inseparable.
«Cuando veías a uno, siempre veías también al otro —había declarado un amigo a los periodistas—. Creo que influyó mucho el hecho de que la madre de Fred hubiera muerto. Debbie lo conoció precisamente en esa época, y no creo que él hubiese podido superarlo sin ella.»
Por supuesto, el artículo procedía a regurgitar los detalles de las otras cuatro parejas de Virginia que habían desaparecido y que fueron encontradas muertas. Mi nombre se citaba varias veces. Se me describía como frustrada, desconcertada y reacia a hacer comentarios. Me pregunté si a alguien se le había ocurrido pensar que todas las semanas seguía haciendo autopsias a víctimas de homicidios, suicidios y accidentes. Hablaba habitualmente con las familias, testificaba ante los tribunales y pronunciaba conferencias en las academias de policía y personal sanitario. Con parejas o sin ellas, la vida y la muerte no se detenían.
Me había levantado de la mesa de la cocina y estaba bebiendo café y contemplando la mañana radiante cuando sonó el teléfono.
Supuse que sería mi madre, pues los domingos solía llamar a esa hora para interesarse por mi bienestar y preguntarme si había ido a misa, de modo que acerqué una silla y descolgué el auricular.
—¿Doctora Scarpetta?
—Al habla. —La voz de aquella mujer me resultó familiar, pero no pude identificarla.
—Soy Pat Harvey. Le ruego que me perdone por molestarla en su casa. —Bajo su voz firme detecté una nota de temor.
—No es ninguna molestia —respondí, amablemente—. ¿En qué puedo serle útil?
—Se han pasado la noche registrando, y todavía siguen allí. Han traído más perros, más policía, varios helicópteros. —Empezó a hablar más deprisa—. Nada. Ni rastro de ellos. Bob se ha unido a las partidas de búsqueda. Yo estoy en casa. —Vaciló—. Estaba pensando... ¿Podría usted venir? ¿Querría almorzar conmigo, si está libre?
Tras una larga pausa, acabe aceptando de mala gana. Mientras colgaba el teléfono, me reprendí con silenciosa vehemencia, porque sabía qué esperaba de mí. Pat Harvey me preguntaría por las otras parejas. Era exactamente lo que habría hecho yo si estuviera en su lugar.
Subí al dormitorio y me quité el albornoz. A continuación, me di un largo baño caliente y me lavé el cabello mientras el contestador automático empezaba a interceptar llamadas que no tenía ninguna intención de devolver a menos que se tratara de emergencias. En menos de una hora estaba vestida con un traje de chaqueta caqui y escuchaba en tensión los mensajes grabados. Había cinco en total, todos de periodistas que habían averiguado que me habían avisado para que fuera al área de descanso del condado de New Kent, cosa que no presagiaba nada bueno para la pareja desaparecida.
Extendí la mano hacia el teléfono con la intención de llamar a Pat Harvey para cancelar nuestro almuerzo. Pero no podía olvidar su cara cuando llegó en helicóptero con el suéter de su hija, no podía olvidar la cara de ninguno de los padres. Volví a colgar, cerré la casa y me metí en el coche.
Las personas que trabajan para la administración no pueden disfrutar del lujo de una vivienda aislada a menos que dispongan de alguna otra fuente de ingresos. Evidentemente, el salario federal de Pat Harvey apenas constituía una pequeñísima porción de la fortuna familiar. Vivían en una magnífica mansión de estilo jeffersoniano con vistas al río James. La finca, a la que calculé por lo menos dos o tres hectáreas, estaba rodeada por un alto muro de ladrillo en el que no faltaban carteles de «Propiedad particular». Cuando giré hacia la larga avenida bordeada de árboles, me detuvo una sólida reja de hierro forjado que se abrió electrónicamente antes de que tuviera tiempo de bajar la ventanilla para pulsar el botón del intercomunicador. El portón se cerró a mis espaldas en cuanto lo crucé. Aparqué al lado de un sedán Jaguar negro ante un pórtico hecho de columnas lisas, antiguo ladrillo rojo y aplicaciones blancas.
Estaba apeándome del coche cuando se abrió la puerta principal. Pat Harvey, secándose las manos con una toalla de cocina, me dedicó una sonrisa algo forzada desde el peldaño superior. Tenía la cara pálida, los ojos sin brillo y cansados.
—Le agradezco que haya venido, doctora Scarpetta. —Me invitó a entrar con un ademán—. Pase, por favor.
El vestíbulo era espacioso como una sala de estar. Seguí a la señora Harvey hacia la cocina, a través de un salón formal. Los muebles eran del siglo XVIII, con alfombras orientales de pared a pared, pinturas impresionistas auténticas y una chimenea con varios troncos de haya pulcramente apilados en el hogar. Al menos la cocina era funcional y parecía que se hacía vida en ella, aunque tuve la impresión de que no había nadie más en la casa.
—Jason y Michael están con su padre —me explicó, cuando se lo pregunté—. Los chicos han llegado esta mañana.
—¿Qué edades tienen? —pregunté, mientras ella abría la puerta del horno.
—Jason tiene dieciséis años y Michael catorce. Debbie es la mayor.
Buscó los agarradores con la vista, apagó el horno y acto seguido depositó una quiche sobre un quemador. Le temblaban las manos cuando sacó un cuchillo y una espátula de un cajón.
—¿Le apetece vino, té, café? Es un plato muy ligero. También he preparado una ensalada de frutas. He pensado que podíamos sentarnos fuera, en el porche. Espero que le parezca bien.
—Será muy agradable —respondí—. Y el café me viene muy bien.
Distraída, abrió el congelador y sacó una bolsa de Irish Creme, con la que llenó la cafetera de colador. La observé sin decir nada. Estaba desesperada. Marido e hijos estaban fuera. Su hija había desaparecido, y la casa se hallaba vacía y silenciosa.
No empezó a formular preguntas hasta que nos instalamos en el porche, con las puertas correderas abiertas de par en par; al fondo, la curva del río centelleaba bajo el sol.
—Aquella reacción de los perros, doctora Scarpetta... —comenzó a decir, jugueteando con su ensalada—. ¿Podría usted explicármela?
Podía, pero no quería.
—Es evidente que