Título original: Point of Origin
Traducción: Hernán Sabat
1.ª edición: enero, 2016
© 2016 by Patricia Cornwell
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-326-1
Maquetación ebook: Caurina.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Con amor
a Barbara Bush
(por la diferencia que marcaste)
La obra de cada cual quedará al descubierto, la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego.
I Corintios 3,13
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Prólogo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
Una semana más tarde
Día 523,6
Pheasant Place, Uno
Pabellón de Mujeres Kirby
Wards Island, N. Y
Eh, doctora,
Tic Toc
Hueso aserrado y fuego.
¿Todavía sola en casa con FIB el mentiroso? ¡Controla el reloj, doctora!
Emite luz oscura y teme trenestrenestrenes.
gksfwfy quiere fotos.
Visítanos. En la planta tres. Negocia con nosotras.
¡tic toc doctora! (¿Hablará Lucy?)
Lucy Bu por la tele. Sal volando por la ventana. Ven con nosotras.
Bajo las mantas, ven hasta el alba. Ríe y canta. La misma vieja canción.
¡lucy, lucy, lucy y nosotras!
Espera y verás.
Carrie
1
Benton Wesley estaba quitándose las zapatillas de deporte en mi cocina cuando corrí hacia él con el corazón encogido de espanto, de odio y de horribles recuerdos. La carta de Carrie Grethen estaba entre un montón de correo y otros papeles cuyo repaso había ido posponiendo hasta un momento antes, cuando había decidido tomar un té de canela en la intimidad de mi casa de Richmond, Virginia. Era un sábado por la tarde; las cinco y treinta y dos del ocho de junio.
—Supongo que te envió eso al despacho —dijo Benton. No parecía alterado en absoluto; se inclinó hacia delante y se quitó los calcetines Nike blancos.
Con el pulso acelerado, comenté un detalle que él ya conocía.
—Rose no lee el correo marcado como personal y confidencial.
—Pues tal vez debería hacerlo. Da la impresión de que por ahí tienes un montón de admiradores.
Sus mordaces palabras resultaban hirientes.
Lo observé mientras, con los codos en las rodillas y la cabeza gacha, posaba los pies desnudos en el suelo. El sudor le resbalaba por los hombros y los brazos, de músculos bien definidos para un hombre de su edad, y mi mirada descendió por sus rodillas y sus pantorrillas hasta los tobillos ahusados que conservaban las marcas de los calcetines. Se pasó los dedos por los húmedos cabellos plateados y se inclinó hacia atrás en la silla.
—Señor… —murmuró al tiempo que se secaba el rostro y el cuello con una toalla—. Estoy demasiado viejo para esta mierda.
Hizo una profunda inspiración y exhaló el aire con creciente cólera. El reloj Breitling Aerospace de acero inoxidable que le había regalado por Navidad estaba sobre la mesa. Lo tomó y se lo ajustó en la muñeca.
—Maldita sea, esa gente es peor que el cáncer. Déjame ver la nota —dijo.
La carta estaba escrita con tinta roja, en mayúsculas y con una extraña caligrafía. Dibujada en la parte superior había una tosca cresta de un ave con una cola de largas plumas. Garabateada debajo de ella se leía una enigmática palabra en latín, ergo, que en aquel contexto no tenía ningún significado para mí. Desdoblé por las puntas la hoja de papel blanco y la dejé delante de él sobre la mesa de desayunar, una antigüedad francesa de madera de roble. Wesley no tocó el documento, que podía constituir una prueba; se limitó a estudiar detenidamente las extrañas palabras de Carrie Grethen y empezó a confrontarlas con la base de datos sobre hechos violentos que tenía en su mente.
—El matasellos es de Nueva York y, por supuesto, el caso ha recibido mucha atención durante el juicio —señalé tratando de racionalizar y eludir el asunto—. Hace un par de semanas se publicó un artículo sensacionalista, de modo que cualquiera podría haber sacado de ahí el nombre de Carrie. Además, cualquiera puede averiguar la dirección de mi despacho, es una información pública. Probablemente la carta no tiene nada que ver con Carrie. Será de algún otro chiflado.
—Probablemente la carta es de ella. —Wesley continuó leyendo.
—¿Crees que podría enviar algo así desde un hospital psiquiátrico forense sin que nadie la controlara? —repliqué, y el miedo me encogió el estómago.
—Saint Elizabeth’s, Bellevue, Mid-Hudson, Kirby. —Wesley no levantó la vista—. Los Carrie Grethen, John Hinckley Junior y Mark David Chapman son pacientes, no internos. Disfrutan de los mismos derechos civiles que nosotros y ocupan los centros penitenciarios y los psiquiátricos judiciales y confeccionan boletines para pedófilos en ordenadores y venden pistas sobre asesinos en serie a través del correo. También escriben cartas burlonas a los forenses jefe.
Su voz adquirió un tono más hiriente y sus palabras sonaron más mordaces.
Cuando finalmente alzó la mirada hacia mí, sus ojos soltaban llamaradas de odio.
—Carrie Grethen está burlándose de ti, gran jefa. Y del FBI. Y de mí.
—Del FIB —murmuré. En otras circunstancias, aquello quizá me hubiese resultado divertido.
Wesley se puso en pie y se colgó la toalla al hombro.
—Pongamos que es ella… —empecé a decir otra vez.
—Es ella. —Él no tenía la menor duda.
—Muy bien. Entonces, se trata de algo más que de una broma, Benton.
—Por supuesto. Carrie quiere asegurarse de que no olvidamos que ella y Lucy eran amantes, algo que aún no es dominio público. Lo que queda claro es que Carrie Grethen sigue dedicándose a hacer daño a la gente.
La mención de su nombre me resultaba insoportable, y me enfureció el hecho de que, en aquel momento, su presencia invadiera mi casa del West End. Era como si Carrie estuviese sentada con nosotros en torno a la mesa de desayunar y enrareciese el aire con su presencia malévola y repulsiva. Evoqué la visión de su sonrisa conciliadora y de sus ojos ardientes y me pregunté qué aspecto tendría al cabo de cinco años de estar entre rejas y de relacionarse con criminales locos. Carrie no estaba loca; nunca lo había estado. Lo suyo era un trastorno del carácter, una psicopatía que la convertía en una entidad violenta sin moral alguna.
Contemplé los arces japoneses que se mecían al viento en el jardín y el muro de piedra sin terminar que apenas me separaba de mis vecinos. El teléfono sonó bruscamente y atendí la llamada a regañadientes.
—Doctora Scarpetta —dije mientras observaba cómo la mirada de Benton repasaba la página escrita en tinta roja.
—Hola —dijo la voz familiar de Peter Marino desde el otro extremo de la línea—. Soy yo.
Marino era capitán del Departamento de Policía de Richmond y yo lo conocía lo suficiente para interpretar su tono de voz. Me preparé para recibir más malas noticias.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—Anoche se incendió una cuadra en Warrenton. Quizá lo hayas oído en las noticias —respondió—. El establo, veinte caballos muy valiosos y la casa. Todas las instalaciones ardieron hasta los cimientos.
Lo que me contaba no venía a cuento.
—¿Por qué me llamas para hablarme de un incendio, Marino? Para empezar, Virginia del Norte no entra en tu jurisdicción.
—Ahora, sí —señaló él.
La cocina me resultó pequeña y sofocante mientras esperaba a que me contara el resto.
—Los de ATF han pedido la intervención del GRN central —continuó Marino.
—O sea, nosotros —apunté.
—Bingo. O sea, tú y yo. Mañana por la mañana, a primera hora.
El Equipo Nacional de Respuesta de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego entraba en acción cuando había incendios en iglesias o comercios y en explosiones de bombas u otros desastres en los que la ATF tenía jurisdicción. Marino y yo no pertenecíamos a la ATF pero no era inusual que ésta y otras agencias gubernamentales nos llamaran cuando era necesario. En los últimos años, habíamos trabajado en los casos de las bombas del World Trade Center y de Oklahoma City y del accidente del vuelo 800 de la TWA. Yo también había colaborado en la identificación de la rama de los davidianos de Waco y había revisado las muertes provocadas por Unabomber. La experiencia, penosa, me había enseñado que la ATF sólo me incluía en su nómina cuando había muertos y que, si también llamaban a Marino, era porque había sospechas de asesinato.
—¿Cuántos? —pregunté al tiempo que cogía el bloc de anotar llamadas.
—No se trata de cuántos, doctora. Se trata de quién. El propietario del establo es un pez gordo de los medio de comunicación; ni más ni menos que Kenneth Sparkes; y parece que no se ha salvado.
—¡Oh, señor! —murmuré, y mi mundo quedó envuelto de pronto en tales sombras que no veía nada—. ¿Seguro?
—Bueno, no se ha hallado su cuerpo.
—¿Te importaría explicarme por qué no se me ha dicho nada del tema hasta este momento?
Noté que me invadía la cólera e hice esfuerzos por no volcarla sobre él, pues todas las muertes violentas que sucedían en Virginia entraban dentro de mi responsabilidad. No tenía por qué ser Marino quien me informara de ésta, y me irritaba que mi oficina de Virginia del Norte no me hubiera llamado a casa.
—No te enfades con tus colegas de Fairfax —dijo Marino, como si me hubiera leído los pensamientos—. En el condado de Fauquier pidieron que la AFA se encargara del caso; así ha ido la cosa.
Lo sucedido seguía sin gustarme, pero no era cuestión de perder el tiempo.
—Por lo que dices, deduzco que todavía no se ha recuperado ningún cadáver —comenté y tomé notas rápidamente.
—Pues no. Ése va a ser tu trabajo.
Antes de replicar, hice una pausa y dejé el bolígrafo sobre el bloc de notas.
—Marino, se trata de un incendio en una casa particular. Aunque se sospeche que ha sido provocado, cosa más que probable, no entiendo por qué ha de interesar a la ATE
—Whisky, ametralladoras, por no hablar de compraventa de caballos de pura raza… Estamos hablando de un negocio —respondió Marino.
—Estupendo —murmuré.
—Sí. Es un asunto jodido. El jefe de bomberos te llamará antes de que acabe el día. Será mejor tener el equipaje preparado porque el helicóptero nos recogerá antes de que amanezca. Vamos con prisas, como siempre. Supongo que debes despedirte de tus vacaciones.
Benton y yo teníamos previsto marcharnos por la noche a Hilton Head a pasar una semana en la playa. No habíamos tenido tiempo para nosotros en todo el año y estábamos nerviosos e irascibles. Cuando colgué el teléfono, evité su mirada.
—Lo siento —le dije—. Estoy segura de que ya has entendido que es un caso de fuerza mayor…
Titubeé y lo miré. Él apartó la vista y continuó descifrando la carta de Carrie.
—Tengo que irme mañana, a primera hora. Quizá pueda reunirme contigo a mediados de semana —proseguí.
Benton no prestaba atención.
—Compréndelo, por favor —le rogué.
Siguió sin dar muestras de haberme oído, y comprendí que se sentía muy decepcionado.
—Has estado trabajando en los casos de los torsos —dijo mientras leía—. Esos cuerpos desmembrados aparecidos en Irlanda y aquí. «Hueso aserrado.» Y Carrie fantasea con Lucy y se masturba. Por lo visto alcanza el orgasmo varias veces cada noche, en su cama. Parece decir eso.
Sus ojos recorrían la carta mientras daba la impresión de hablar consigo mismo.
—Está diciendo que Lucy y ella todavía mantienen una relación —prosiguió—. Ese «nosotras» es su intento de apoyar su alegación de que es un caso clínico de disociación. Ella no está presente cuando comete los crímenes; es otra persona quien los comete. Desdoblamiento de personalidad: una alegación de locura predecible y bastante torpe. La creía un poco más original.
—Es perfectamente competente para comparecer ante un tribunal —respondí con un nuevo arranque de cólera.
—Los dos lo sabemos. —Tomó un sorbo de una botella de plástico de Evian—. ¿De dónde viene eso de «Lucy Bu»?
Una gota de agua le resbaló por la barbilla, y se la secó con el dorso de la mano.
Al principio me salieron unos balbuceos.
—Es un apodo familiar que tenía Lucy hasta que empezó a ir al parvulario. Más adelante ya no quiso que volviéramos a llamarla así. A veces, todavía se me escapa. —Hice una nueva pausa y la imaginé en esa época—. Supongo que le habló del asunto a Carrie.
Wesley respondió con una obviedad:
—Lo que sabemos seguro es que en un momento determinado Lucy confió plenamente en Carrie. Fue su primera amante, y todos sabemos que la primera relación nunca se olvida, por insatisfactoria que sea.
—No obstante, casi nadie escoge a una psicópata para esa primera relación —repliqué. Aún me resultaba increíble que Lucy, mi sobrina, lo hubiera hecho.
—Los psicópatas somos nosotros, Kay —dijo él, como si yo no hubiera oído nunca semejante argumento—. La persona atractiva e inteligente sentada a tu lado en un avión, o que espera detrás de ti en alguna cola, o que se cruza contigo entre bastidores, o que se engancha contigo en Internet. Hermanos, hermanas, compañeros de clase, hijos, hijas, amantes… Tienen el mismo aspecto que tú y que yo. Lucy no tuvo oportunidad de escoger. No era rival para Carrie Grethen.
El césped de mi patio trasero tenía demasiado trébol, pero la primavera había sido insólitamente fría, perfecta para los rosales, que se combaban y estremecían bajo las ráfagas de viento, dejando caer al suelo los pétalos de tonos pálidos. Wesley, el jefe jubilado de la unidad de estudio de personalidad del FBI, continuó hablando:
—Carrie quiere fotos de Gault. Fotos de las escenas de los crímenes y de las autopsias. Llévaselas, y a cambio te contará detalles de la investigación, joyas forenses que, según dice, faltan por encontrar. Asuntos que pueden proporcionar argumentos a la acusación cuando el caso se vea en los tribunales el mes que viene. Es su broma macabra, que pienses que has pasado algo por alto, algo que pudiera estar relacionado con Lucy.
Tenía las gafas de leer dobladas junto a su mantelito individual y decidió ponérselas.
—Carrie quiere que vayas a verla a Kirby —añadió.
Tras decir esto, me miró con nerviosismo.
—Es ella —murmuró desanimado, al tiempo que señalaba la carta—. Empieza a salir a la superficie. Estaba seguro de que lo haría.
—¿Qué es la luz oscura? —pregunté y me puse en pie, incapaz de permanecer sentada un segundo más.
—La sangre. —Wesley lo dijo con tono de seguridad—. Cuando heriste a Gault en el muslo y le cortaste la arteria femoral y murió desangrado. O así habría sido, dé no haber mediado el tren para acelerar el final. Temple Gault.
Se quitó las gafas otra vez porque en el fondo se sentía perturbado.
—Gault sigue presente, tanto como Carrie Grethen. Son los gemelos malvados —añadió.
En realidad no eran gemelos, pero ambos se habían decolorado el cabello y se lo habían cortado casi al cero. La última vez que los había visto en Nueva York, los dos tenían una delgadez preadolescente y vestían similares indumentarias andróginas. La pareja había cometido varios asesinatos, hasta que conseguimos detener la pesadilla: a ella la capturamos en el Bowery y a él le di muerte en el túnel del metro. En esa ocasión, yo no pensaba tocarlo, ni verlo, ni cambiar una palabra con él, puesto que detener delincuentes o cometer homicidio, aunque fuera en defensa propia, no era mi misión en la vida. Sin embargo, Gault había querido así las cosas. Había hecho que sucediera porque morir a mis manos establecía un vínculo permanente entre él y yo. No podía librarme de Temple Gault aunque ya llevaba cinco años muerto. En mi mente seguía viendo pedazos sanguinolentos de su cuerpo esparcidos a lo largo de los raíles de reluciente acero y grupos de ratas que surgían de las densas sombras para lanzarse sobre su carne.
En mis pesadillas, sus ojos eran de un tono acerado con los iris moteados, y oía el ruido atronador de los trenes, cuyos faros eran cegadoras lunas llenas. Desde el día que lo maté, y durante varios años, había evitado hacer autopsias de personas arrolladas por trenes. Tenía a mi cargo los servicios forenses de Virginia y podía asignar casos a mis ayudantes, y eso es lo que hice en tales ocasiones. Incluso después del tiempo transcurrido, era incapaz de contemplar los escalpelos de disección con el mismo distanciamiento clínico, pues Gault me había forzado a hundir en su carne una de aquellas hojas de acero frías y afiladas. Seguía viendo entre la gente a hombres y mujeres disolutos que se parecían a él y, de noche, dormía más cerca de mis armas.
—Lucy tiene que saber esto. —Benton también se incorporó—. Aunque Carrie esté confinada de momento, va a causar más problemas que tendrán que ver con Lucy. Es lo que promete en esta carta.
Tras decir esto, Benton salió de la cocina.
—¿Qué otros problemas podrían producirse? —pregunté cuando ya me daba la espalda. Unas lágrimas casi me quebraron la voz.
Él se detuvo y se volvió para responder.
—Arrastrar a tu sobrina al juicio, por ejemplo. Un juicio con publicidad, destacado en The New York Times y comentado en Hard Copy y en Entertainment Tonight. En todo el mundo: «Agente del FBI, amante lesbiana de una loca asesina en serie.»
—Lucy ha dejado el FBI, con todos sus prejuicios, sus mentiras y sus preocupaciones sobre la imagen que da al mundo el poderoso Buró. —Se me llenaron los ojos de lágrimas—. Ya no queda nada más, nada que puedan hacer para seguir estrujando su espíritu.
—Kay, esto va mucho más allá del FBI —dijo él en tono cansado.
—Benton, no empieces a…
No tuve tiempo de acabar. Él se apoyó en el marco de la puerta que conducía al salón, en cuya chimenea ardían unos troncos, pues la temperatura no había superado los quince grados en todo el día. Me dirigió una mirada dolida. No le gustaba que le hablase de aquella manera y no quería asomarse a aquel lado más oscuro de su alma. No quería imaginar los actos malévolos que Carrie podía llevar a cabo, y, por supuesto, también le preocupaba yo. Sin duda, me llamarían a declarar en la fase de elaboración de la sentencia del juicio de Carrie Grethen y, como era tía de Lucy,