El rey pequeño

Antonio Pérez Henares

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: abril, 2016

© Antonio Pérez Henares, 2016

© Nota histórica: Plácido Ballesteros

© Mpas: Antonio Plata, 2016

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Imágenes páginas finales:

Francisco Layna Serrano, Historia de la Villa de Atienza, Madrid, 1945.

Francisco Layna Serrano, Castillos de Guadalajara. Madrid, 1960.

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-404-6

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

1. La huida de los recueros

2. El nieto del emperador

3. Yosune

4. Mi padre el Frontero

5. Los carnavales de Hita

6. El nacimiento de una ciudad

7. El cerco de Zorita

8. Sigüenza de los juglares

9. El Común de Tierra de Atienza

10. Las confidencias de un rey

11. Los almohades

12. Tormenta sobre Huete

13. Un invierno toledano

14. Una boda en Atienza

15. Los calatravos y el cautivo cristiano

16. La conquista de Cuenca

17. Del triunfo a la angustia

18. La muerte

19. La derrota

20. La sangre de los reyes

21. La Caballada

22. Camino a Las Navas

23. La victoria

24. La hambruna

Epílogo

Nota del autor

Árbol genealógico

Reinos musulmanes

Personajes de ficción

Personajes históricos

Cronología

Nota histórica

Planos de fortificaciones y villas castellanas

Notas

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Dedicatoria

A mis padres, Antonio y Agustina,

a mis hermanas, Ana y Estrella y a «mi» Mari

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1. La huida de los recueros

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La huida de los recueros

Mi abuelo Pedro Gómez era un pardo de Álvar Fáñez, un gigante al que únicamente pudieron derribar cuando quedó solo en medio de una horda de feroces africanos, aquella peste almorávide que asoló las Españas. Mi abuelo, el Pardo, nació en Atienza y murió en Zorita, intentando salvar de manos infieles la vieja cruz de la visigoda Recópolis.1

Mi padre, Pedro el Frontero, murió el año pasado en Granada. Lo mataron también los moros, la nueva peste llegada también de los desiertos, los almohades se llaman, y también cayó combatiendo al lado de un nieto de Fáñez, Álvaro Rodríguez el Calvo.

Mi abuelo tuvo tierra cristiana que le acogiera. Mi padre no sé si tuvo sepultura alguna. A mi abuelo, a mi padre y al nieto de Fáñez los mataron los sarracenos. Pero también me tiene contado mi abuela Yosune que al gran Álvar, a quien el Cid llamaba hermano y que contra los moros combatió más de cincuenta años, quienes le dieron muerte fueron los cristianos. En Segovia lo mataron en las Octavas de Pascua por defender a la reina Urraca.

Y son cristianos los leoneses que hoy nos tienen cercados y quieren tomar la villa de Atienza para arrebatar al rey niño, Alfonso el VIII, de nosotros los castellanos, y que en la Peña Fort se guarda.

Yo también me llamo Pedro y cuando comenzó lo que voy a relatar iba camino de los once años. Soy huérfano porque además perdí a mi madre, a la que no conocí siquiera pues murió de mi parto. Nací en Hita y allí me crio mi abuela hasta que, tras la mala nueva granadina, nuestra y del nieto Fáñez, decidió venirse a Atienza, a una casa, unas tierras y unas reatas de acémilas que le rentan dineros para vivir ambos y donde creía que iba a poder ir haciéndome hombre más en seguro y más tranquilo. Pero en estas tierras nuestras nunca hay sosiego. Y si no traen el sobresalto los moros, nos lo damos los propios cristianos.

Al niño rey solo lo había visto una vez y de lejos, cuando bajó un domingo rodeado de señores y gentes de armas a oír misa en la iglesia de Santa María, la que está en la falda de poniente del castillo. Era más pequeño que yo pero ya caminaba como un rey, y nos miró, a los que le mirábamos, como si lo supiera muy bien. Iba abrigado porque aquí, aunque ya sea primavera y cuando entra bien el día se caldea todo y hasta pica el sol, por las mañanas aún corre el frío por las calles. Aunque nada comparado con lo que acabábamos de pasar, porque aquí en Atienza los inviernos son heladores, mucho peor que en Hita, que está más bajo y más despegado de estas sierras que son madres del hielo, la nieve y la ventisca. Los aires se le clavan a uno como cuchillos y revuelven las ropas para hundirse aún más dentro de las carnes. Bien puesto tiene el nombre el arco de San Juan, que nadie aquí conoce sino por Arrebatacapas y que es una de las puertas de la muralla de Atienza. Por fuera ya están los arrabales, aunque algunos, como el más grande, el de Portacaballos, habían empezado a ser resguardados con un

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