Regreso al café de los corazones rotos

Penelope J. Stokes

Fragmento

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Índice

Portadilla

Créditos

REGRESO AL CAFÉ DE LOS CORAZONES ROTOS

Preámbulo

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

SEGUNDA PARTE

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

TERCERA PARTE

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Notas

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REGRESO AL CAFÉ DE LOS CORAZONES ROTOS

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Preámbulo

Que quede claro; me educaron para que fuera una dama sureña. Cuidado, no una chica sureña. Las chicas sureñas son fruto de la casualidad de haber nacido en un determinado punto geográfico. Las damas sureñas son intencionadas obras de artesanía a las que se da forma durante sus años maleables hasta que están perfectamente moldeadas sin defecto alguno, a punto para endurecerse.

Contrariamente a lo que la mayoría de gente cree y a las imágenes de Hollywood, en el sur todo el mundo sabe que la riqueza no es lo principal para ser una dama sureña. Ni tampoco la belleza. Ni el carácter, la integridad, el honor, la elegancia, el encanto, ni ninguna de las otras virtudes que los sureños aseguran venerar.

Lo que importa es el apellido.

Una chica puede ser más fea que un cardo borriquero y más corta que las mangas de un chaleco, y no digamos ser más artera que un zorro, pero si tiene el apellido adecuado y el legado adecuado, se las apañará sin problemas.

Se casará bien, llevará ropa de diseñador, tendrá una tarjeta de oro y todos los camareros del club de campo la reconocerán a cien metros de distancia.

Será, en resumen, una dama sureña.

Todo depende del apellido.

Al principio, Dios encomendó a Adán la labor de poner nombre a todos los animales de la creación. Pero antes de que se diera cuenta, Eva había asumido esa tarea, y las mujeres se han encargado de ella desde entonces. Poner nombres se ha ido refinando a lo largo de los siglos, desde que nuestra primera madre se planteó el de la jirafa, pero sigue siendo un legado que las madres de las aspirantes a dama sureña conservan y atesoran.

Yo me crie en Misisipí, en una población recóndita llamada Chulahatchie, a orillas del río Tombigbee. Ahora bien, como mamá se apresura a recordarme, no soy hija de Misisipí. Mi dorado linaje se remonta varias generaciones hasta una remota rama de la familia Bell, una de las mejores de Tennessee, originaria de los alrededores de Clarksville.

Después de que los oportunistas se hubieran dado un banquete con el botín de guerra una vez finalizada la guerra de Secesión, los Bell ya no tenían blanca ni dónde caerse muertos. Pero tenían un par de cosas que les permitían conservar el lugar que ocupaban en la sociedad: un buen apellido y una casa ancestral.

El buen apellido, por descontado, no tenía nada que ver con el honor ni con la integridad, y con el cambio de siglo, la casa ancestral se estaba desmoronando sobre las cabezas patricias de los Bell. Pero la familia seguía siendo propietaria de las tierras, y seguía dando esperanza a las generaciones futuras. Esperanza que adoptaba la forma del apellido que se transmitiría de padres a hijos. El apellido: la base, la argamasa que une entre sí las distintas piedras de la cultura tambaleante del sur.

Como el legado de los Bell provenía del lado materno de la familia, el apellido podría haberse perdido fácilmente debido a los estragos del tiempo y de las costumbres sociales. Al fin y al cabo, las sureñas comulgan con esa actitud anticuada de que las mujeres tienen que adoptar el apellido de sus maridos en el altar. Pero las mujeres Bell no estaban dispuestas a perder su conexión con el linaje de los Bell. Si no podían conservar el apellido cuando se casaban, por Dios que iban a aferrarse a él en otra parte.

El tronco femenino de mi árbol genealógico iba más o menos del siguiente modo: mi abuela GiGi, la madre de mi madre, se llamaba Georgia Bell Posner Barclay. Mi madre era Donna Bell Barclay Rondell. Mi hermana mayor, que tenía trece años y sufrió una humillación cuando yo llegué al mundo, fue bautizada como Melanie Bell Barclay Rondell. Y yo, como con mi boquita de bebé era incapaz de protestar, tuve que cargar con Priscilla Bell Posner Rondell.

Peach, para mis amigos y para la mayoría de mi familia.

Mamá, por supuesto, se negó a aceptar este apodo y siempre me llamó Priscilla. O, cuando estaba muy enojada, «¡Priscilla Bell!». Todavía ahora me llama la atención. Cuando hacía algo mal, mi madre me recordaba que era una Bell y que más me valía aprender a comportarme como tal.

Se rumoreaba, y sospecho que mi familia alimentó la llama de la suposición y reavivó sus rescoldos, que mis antepasados entroncaban con los Bell originales de Tennessee, anfitriones y víctimas de la famosa bruja de los Bell. Estuve toda la infancia y la juventud oyendo historias sobre la bruja de los Bell; relatos destinados a inculcarme un respeto sano por mis ascendientes femeninas y a hacerme venerar el apellido que me había sido transmitido. Mi mente pervertida y rebelde se divertía mucho con este asunto. Me pasé años entreteniéndome con la idea de que todas las Bell eran unas brujas, y mi propia madre, naturalmente, me confirmaba esa creencia a cada paso. Como cuando aprendí la palabra prohibida creí, en mi inocencia infantil, que era sinónimo de «bruja» en su acepción despectiva, empecé a usar mentalmente la expresión «la puta de los Bell».

Sabía que «puta» era una palabra soez, una palabra que no usaría una dama sureña, ni en presencia de gente educada ni en ninguna parte, lo que hacía que me gusta

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