La marca de la sangre (Doctora Kay Scarpetta 22)

Patricia Cornwell

Fragmento

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Contenido

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Epílogo

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Para Staci

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La sabiduría no cala en una mente maliciosa, y la ciencia sin conciencia no es sino la ruina del alma.

FRANÇOIS RABELAIS, 1532

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Para Kay Scarpetta
De Copperhead
Domingo 11 de mayo
(23.43 h, para ser exactos)

Te mando unos versitos que acabo de escribir solo para ti.
¡¡Feliz Día de la Madre, Kay!!

(pasa la página, si eres tan amable...)

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La luz ya viene,
y las sombras
que causaste
(y crees que viste)
se desvanecen.
Fragmentos de oro molido,
y el Verdugo se va sin dejar rastro.
La lujuria busca su nivel, doctora Muerte.
Ojo por ojo,
robo por robo.
Sueño erótico de tu estertor.
Daría un centavo por saber qué piensas.
Quédate con el cambio.
Controla el reloj.
Tic tac.
Tic tac, Doc.

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1

12 de junio de 2014
Cambridge, Massachusetts

El cobre reluce como fragmentos de cristal de venturina desde lo alto del viejo muro de ladrillo que se alza detrás de nuestra casa. Me vienen a la mente imágenes de hornos ardientes y cañas en los antiguos talleres de estuco de tonalidades pastel que bordean el canal Rio dei Vetrai, donde los maestros sopladores dan forma al vidrio fundido sobre superficies de acero. Con cuidado de no derramar una gota, llevo dos expresos endulzados con néctar de agave.

Sujeto las asas delicadamente curvadas de las tazas de cristallo artesanal, sencillas y transparentes como el cristal de roca, mientras me recreo en el recuerdo del momento en que las descubrimos en la isla veneciana de Murano. Los aromas a ajo y pimientos asados me siguen al exterior, y la puerta mosquitera se cierra detrás de mí con un golpecito sordo. Percibo la deliciosa fragancia de las hojas de albahaca fresca que he desmenuzado con las manos. Es la mañana perfecta. No podría ser mejor.

He preparado mi ensalada especial, he saturado con zumos, hierbas y especias trozos del mantovana que horneé sobre una piedra hace días. Es recomendable dejar que este pan con aceite de oliva se ponga un poco duro antes de utilizarlo en la panzanella que, al igual que la pizza, fue en otro tiempo un alimento de los pobres, cuyo ingenio e inventiva transformaban las sobras de focaccia y verduras en un’abbondanza. Los platos suculentos e imaginativos estimulan y recompensan la improvisación, de modo que esta mañana he añadido un bulbo de hinojo, sal kosher y pimienta molida gruesa. He usado cebolla dulce en vez de roja y un toque de menta que he cogido en la galería acristalada donde cultivo hierbas aromáticas en unas grandes tinajas de barro para aceitunas que encontré hace años en Francia.

Me detengo unos instantes en el patio para echar un vistazo a la barbacoa. El calor que asciende de ella ondula el aire, y hay una bolsa de briquetas colocada a una distancia prudente. Mi esposo Benton, que trabaja para el FBI, no destaca por sus dotes culinarias, pero sabe encender un buen fuego y es meticuloso con la seguridad. Una capa de ceniza blanca recubre la ordenada pila de brasas humeantes y anaranjadas. Pronto podrán ponerse a asar los filetes de pez espada. Mis preocupaciones hedonistas se ven repentinamente interrumpidas cuando el muro capta de nuevo mi atención.

Caigo en la cuenta de que lo que veo son monedas de un centavo. Intento recordar si ya estaban allí al amanecer, cuando he sacado a pasear a Sock, nuestro galgo. Se mostraba remiso e inseguro, y yo estaba más distraída de lo habitual. Mis pensamientos volaban en direcciones distintas, impulsados por la euforia que me provocaba la perspectiva de disfrutar de un brunch toscano, y la bruma de sensualidad empezaba a disiparse tras un despertar indulgente y despreocupado en una cama donde lo único que importaba era el placer. Apenas me acuerdo de haber sacado al perro. Apenas recuerdo detalles de mi paseo con él en la penumbra, por el jardín trasero cubierto de rocío.

Así pues, es muy posible que no me haya fijado en las monedas de cobre ni en ningún otro indicio de que un intruso haya entrado en nuestra propiedad. Percibo helor en un rincón de mi mente, una sombra oscura e inquietante. Me trae a la memoria aquello en lo que no quiero pensar.

«Te has ido ya de vacaciones, aunque en realidad sigues aquí. Es un error impropio de ti.»

Mis pensamientos vuelven a la cocina, a la Rohrbaugh nueve milímetros de acero azul en su funda que descansa sobre la encimera, junto a los fogones. Siempre llevo conmigo la pistola, liviana y con mira láser, incluso cuando Benton está en casa. Pero esta mañana no he pensado ni por un momento en armas o en la seguridad. He liberado mi mente del control obsesivo sobre los paquetes que han llegado a mi oficina central a lo largo de la noche, discretamente metidos en bolsas negras y transportados en mis furgonetas blancas sin ventanas: cinco pacientes muertos que aguardan en silencio la visita de los últimos médicos que los tocarán en este mundo.

He evitado afrontar las realidades peligrosas, trágicas y malsanas de costumbre. Un error impropio de mí.

«Mierda.»

Busco una explicación para olvidarme de ello. Alguien está jugando con moneditas. Eso es todo.

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2

Nuestra casa del siglo XIX en Cambridge se encuentra en el extremo norte del campus de Harvard, a la vuelta de la esquina de Divinity School y enfrente de la Academia de Artes y Ciencias. No son pocas las personas que utilizan nuestro jardín como atajo. No está cercado, y el muro, más que una barrera, constituye una ruina decorativa. A los niños les encanta trepar por él y esconderse detrás.

«Seguramente se trata de uno que dispone de mucho tiempo libre ahora que se han acabado las clases.»

—¿Te has fijado en lo que hay encima del muro? —Camino por el césped moteado de sol y llego al banco de piedra que rodea la magnolia y en el que Benton se ha sentado a leer el periódico mientras yo preparaba el brunch.

—¿Y qué es lo que hay? —pregunta.

Sock, tendido a sus pies, me lanza una mirada acusadora. Sabe perfectamente lo que le espera. En el instante en que saqué las bolsas de viaje anoche y comencé a realizar un inventario del material de tenis y el equipo de buceo, se sumió en un estado melancólico, uno de aquellos agujeros emocionales que excava para sí mismo, pero más profundo de lo habitual. Por más que lo intento, no consigo animarlo.

—Monedas. —Le paso a Benton un expreso preparado con granos recién molidos, un estimulante edulcorado e intenso que despierta en ambos toda clase de apetitos de la carne.

Lo cata cuidadosamente con la punta de la lengua.

—¿Has visto a alguien dejarlas allí? —pregunto—. ¿Cuando estabas encendiendo la barbacoa, ya estaban allí las monedas?

Dirige la vista hacia los relucientes centavos alineados sobre el muro, tocándose entre sí.

—No me había fijado ni he visto a nadie. No las han puesto allí mientras yo estaba aquí fuera, eso seguro —afirma—. ¿Cuánto falta para que las brasas estén listas? —Es su manera de preguntar si las ha encendido bien. Le gustan los halagos, como a todo el mundo.

—Están perfectas, gracias. Démosles un cuarto de hora más —respondo mientras él reanuda la lectura de un artículo sobre el aumento espectacular del fraude con tarjetas de crédito.

Los oblicuos rayos de sol de media mañana le tiñen de plata brillante el cabello, que lleva un poco más largo que de costumbre, le cae sobre la frente y se ondula por detrás.

Observo las arrugas finas en su anguloso y apuesto rostro, agradables patas de gallo que le han salido por sonreír, y el hoyuelo del recio mentón. Sus manos ahusadas, elegantes y hermosas me recuerdan las manos de un músico, tanto si sujetan un periódico como un libro, una pluma o una pistola. Cuando me inclino sobre él para echar un vistazo al artículo, percibo el sutil y terroso aroma de su loción para después del afeitado.

—No sé qué harán esas empresas si la situación empeora. —Tomo un sorbo de mi café, turbada por recuerdos desagradables de mis recientes roces con ciberdelincuentes—. El mundo se irá a la quiebra por culpa de maleantes a los que no podemos ver ni apresar.

—No me extraña que el uso de programas espía de teclado se haya disparado y se haya vuelto cada vez más difícil de detectar. —Pasa la página con un crujido del papel—. Así consiguen el número de tu tarjeta y lo utilizan para comprar mediante cuentas tipo PayPal, a menudo en el extranjero, para no dejar rastros. Y eso por no hablar del software malicioso.

—Que yo recuerde, no he comprado nada por eBay recientemente. No soy usuaria de Craigslist ni otras webs de anuncios clasificados. —Ya hemos mantenido esta conversación varias veces en los últimos tiempos.

—Sé que es muy irritante. Pero les ha pasado a otras personas cuidadosas.

—A ti no te ha pasado. —Deslizo los dedos por su cabellera abundante y suave, que ya había adquirido un color platino antes de que lo conociera, cuando él era muy joven.

—Tú compras más que yo —señala.

—No mucho. Tú te pones trajes finos, corbatas de seda y zapatos caros. Ya has visto mi ropa de diario. Pantalones estilo cargo. Bata. Zuecos sanitarios de goma. Botas. Excepto cuando voy a los juzgados.

—Te estoy imaginando vestida para ir a los juzgados. ¿Llevas falda, aquella de raya fina con la raja por detrás?

—Y zapatos con un tacón razonable.

—La palabra «razonable» es incompatible con las fantasías que estoy teniendo ahora mismo. —Alza la vista hacia mí. Me encanta la musculosa esbeltez de su cuello.

Deslizo los dedos por las vértebras cervicales hasta localizar la C7, hundo despacio y con delicadeza las yemas en el músculo largo del cuello y noto que se relaja, que se adueña de él un estado de ánimo lánguido, flotando en una sensación de placer físico. Dice que soy su kriptonita, y es cierto. Lo percibo en su voz.

—A lo que voy —dice— es a que resulta imposible estar siempre protegido contra todos los programas maliciosos que registran las pulsaciones de teclas que realiza el usuario y transmiten la información a piratas informáticos. Para caer víctima de ellos, basta con abrir un archivo infectado adjunto a un mensaje de correo electrónico. Estás consiguiendo que me resulte difícil pensar.

—¿A pesar del software antiespía, las contraseñas de un solo uso y los cortafuegos que implementa Lucy para proteger nuestro servidor y nuestras cuentas de correo electrónico? ¿Cómo podría alguien descargar un programa espía de teclado? Mi intención es hacer que te resulte difícil pensar. Lo más difícil posible.

La cafeína y el néctar de agave están surtiendo efecto. Recuerdo el tacto de su piel, de su nervuda delgadez, mientras me aplicaba champú en la ducha, masajeándome el cuero cabelludo y el cuello, tocándome hasta que yo no podía resistirlo más. Nunca me he cansado de él. Es imposible.

—El software no puede eliminar los programas maliciosos que no reconoce.

—No creo que esa sea la explicación.

Lucy, mi sobrina, un genio de los ordenadores, jamás permitiría semejante violación del sistema informático que ella programa y mantiene en nuestra sede, el Centro Forense de Cambridge, el CFC. Por más que me incomode admitirlo, es mucho más probable que ella sea perpetradora de programas maliciosos y ciberataques que víctima de ellos.

—Como ya te he dicho, lo que seguramente ocurrió fue que alguien te clonó la tarjeta en un restaurante o una tienda. —Benton pasa otra página y yo le acaricio el recto tabique nasal y la curva de la oreja—. Es lo que Lucy cree.

—¿Cuatro veces desde marzo? —Pero estoy pensando en nuestra ducha, los brillantes azulejos blancos y apaisados, el sonido del agua al caer y salpicar con intensidades y ritmos distintos mientras nos movíamos.

—También dejas que Bryce la use cuando hace compras por teléfono para ti. No digo que lo vea capaz de cometer alguna imprudencia, y mucho menos a propósito. Aun así, preferiría que no se la dejaras. Su comprensión de la realidad es diferente de la nuestra.

—Piensa en las peores atrocidades imaginables todos los días —replico.

—Eso no significa que comprenda las cosas. Bryce es más ingenuo y confiado que nosotros.

La última vez que le pedí a mi jefe de personal que comprara algo con mi tarjeta de crédito fue hace un mes, cuando le mandó unas gardenias a mi progenitora por el Día de la Madre. El aviso más reciente de fraude lo recibí ayer. Dudo mucho que tenga algo que ver con Bryce o mi madre, aunque encajaría de maravilla con el historial de mi familia disfuncional que mi buena acción fuera castigada más allá de las quejas habituales de mi madre y las comparaciones con mi hermana Dorothy, que estaría en la cárcel si ser una narcisista egocéntrica se considerara delito.

Regalarle un arbusto de gardenias podado artísticamente había sido una desconsideración imperdonable, pues ella cultiva esas flores en el jardín. «Ha sido como mandarle hielo a un esquimal. En cambio, Dorothy me mandó unas rosas rojas preciosas con Gypsophila», fueron las palabras textuales de mi madre. Daba igual que me hubiera tomado la molestia de mandarle su planta ornamental favorita y que, a diferencia del ramo de rosas, el arbusto estuviera vivo.

—Pues es frustrante, y, como no puede ser de otra manera, mi tarjeta nueva llegará cuando estemos en Florida —le comento a Benton—. Habré salido sin ella, y eso es empezar las vacaciones con mal pie.

—No la necesitas. Te invito yo.

Es lo que suele hacer, de todos modos. Me gano bien la vida, pero Benton es hijo único y posee un patrimonio ingente. Su padre, Parker Wesley, invirtió audazmente su cuantiosa herencia en negocios como la compraventa de objetos de arte. Obras maestras de Miró, Whistler, Pissarro, Modigliani y Renoir, entre otros, habían pasado una temporada colgados en las paredes de la residencia de los Wesley, que también adquiría y vendía coches clásicos y manuscritos únicos con los que nunca se quedaba de forma permanente. Su secreto consistía en saber cuándo renunciar a ellos. Benton heredó una mentalidad y un temperamento similares. Sus raíces de Nueva Inglaterra lo dotaron también de una lógica infalible y una férrea determinación yanqui que no flaquea ante el trabajo duro o las incomodidades.

Lo que no significa que no sepa vivir bien o que le importe un rábano lo que piensen los demás. No le gustan la ostentación ni el despilfarro, pero hace lo que le da la gana. Contemplo nuestro jardín bellamente diseñado y cuidado, la parte posterior de nuestra antigua casa de madera, con el revestimiento repintado hace poco de un color azul ahumado y los postigos de gris granito. Del tejado de pizarra oscura sobresalen dos chimeneas de ladrillo rojo parduzco, y algunas ventanas conservan el vidrio ondulado original. Llevaríamos una existencia de ensueño y deliciosamente privilegiada de no ser por nuestras profesiones. Centro de nuevo mi atención en las pequeñas monedas de cobre que relucen bajo el sol a pocos metros de nosotros.

Sock permanece del todo inmóvil sobre la hierba, con los ojos bien abiertos, y observa todos mis movimientos mientras me acerco al muro y aspiro el perfume de las rosas de color albaricoque y rosado con cálidos tonos amarillos. Los frondosos arbustos han crecido hasta media altura de la antigua tapia de ladrillo, y me complace comprobar que las rosas de té también se están dando bien esta primavera.

Las siete monedas, todas ellas con la efigie de Lincoln hacia arriba, son de 1981, lo que me resulta curioso. Pese a tener más de treinta años de antigüedad, parecen recién acuñadas. Tal vez sean falsas. Pienso en el año. Es el de Lucy. El año en que nació. Y hoy es mi cumpleaños.

Examino el viejo muro, de unos quince metros de largo y uno y medio de alto que para mí representa poéticamente una arruga en el tiempo, un agujero de gusano que nos conecta con otras dimensiones, un portal entre «nosotros» y «ellos», entre nuestras vidas pasadas y presentes. Lo que queda de la tapia se ha convertido en una metáfora de nuestros intentos de atrincherarnos contra cualquiera que desee hacernos daño. Lo cierto es que no es posible si alguien tiene auténtico empeño en ello, y una sensación se agita en lo más profundo de mi mente, fuera de mi alcance. Un recuerdo, enterrado o apenas formado.

—¿Por qué iba alguien a dejar allí siete monedas de un centavo, todas con la cara hacia arriba y del mismo año?

El campo de visión de nuestras cámaras de seguridad no abarca las esquinas del extremo más alejado del muro, que está ligeramente inclinado y termina en unas columnas de piedra caliza recubiertas por completo de hiedra.

A principios del siglo XIX, cuando un acaudalado trascendentalista construyó la casa, la finca ocupaba una manzana entera y estaba cercada por una tapia serpenteante. Lo único que queda de ella es un tramo de ladrillo medio en ruinas y dos mil metros cuadrados de terreno con un angosto camino de acceso adoquinado y una cochera independiente que originalmente era para carruajes.

—Están muy lustrosas —añado—. Es evidente que les han sacado brillo, a menos que no sean auténticas.

—Chicos del barrio —dice Benton.

Sus ojos ambarinos me observan por encima del Boston Globe mientras una sonrisa le juguetea en los labios. Lleva vaqueros, mocasines y una cazadora de los Red Sox. Tras dejar a un lado el expreso y el periódico, se levanta y camina hacia mí. Me abraza por la cintura desde atrás y me da un beso en la oreja, apoyando la barbilla en mi cabeza.

—Si la vida fuera siempre tan agradable —dice—, a lo mejor me jubilaría y mandaría al diablo este juego de policías y ladrones.

—No serías capaz. Y ojalá ese fuera tu juego de verdad. Deberíamos empezar a comer pronto y prepararnos para irnos al aeropuerto.

Echa una ojeada a su teléfono y teclea a toda prisa lo que parece una respuesta de una o dos palabras.

—¿Va todo bien? —Sujeto con fuerza los brazos que me rodean—. ¿A quién le escribes?

—Todo bien. Me muero de hambre. Cántame el menú.

—Filetes asados de pez espada al salmoriglio, dorados y untados con aceite de oliva, zumo de limón y orégano. —Cuando me inclino hacia él, percibo su calor, el frescor del aire y el ardor del sol—. Tu panzanella favorita. Tomates de variedad tradicional, albahaca, cebolla dulce, pepino... —Oigo el susurro de las hojas que se mueven y huelo la delicada fragancia de las magnolias en flor— y ese vinagre añejo de vino tinto que tanto te gusta.

—Delicioso y con mucho cuerpo, como tú. Se me hace la boca agua.

—Bloody Marys. Rábano picante, limas recién exprimidas y chiles habaneros, para irnos ambientando antes del vuelo a Miami.

—Y luego nos damos una ducha. —Esta vez me besa en los labios, sin importarle que alguien pueda vernos.

—Ya nos hemos dado una.

—Y tenemos que darnos otra. Me siento supersucio. A lo mejor sí que tengo otro regalo para ti. Si estás en condiciones.

—La pregunta es si lo estás tú.

—Nos quedan dos horas largas antes de que tengamos que salir para el aeropuerto. —Me da otro beso, más largo y profundo, en el instante en que percibo el tableteo rápido y lejano de un helicóptero de gran potencia—. Te quiero, Kay Scarpetta. Más y más con cada minuto, cada día, cada año que pasa. ¿Qué sortilegio ejerces sobre mí?

—La comida. Se me da bien la cocina.

—Qué día tan maravilloso, aquel en que naciste.

—Mi madre no opina lo mismo.

De pronto, se aparta de mí de forma casi imperceptible, como si hubiera visto algo. Con los ojos entornados a causa del sol, vuelve la vista hacia la Academia de Artes y Ciencias, que se encuentra una manzana al norte, separada de nuestra propiedad por una hilera de casas y una calle.

—¿Qué pasa? —Miro en la misma dirección que él mientras el ruido del helicóptero se intensifica.

Desde el jardín de atrás vislumbramos el tejado de metal corrugado con una pátina de cobre que asoma por encima del terreno densamente arbolado. Algunas de las figuras más relevantes del mundo empresarial, político, académico y científico pronuncian conferencias y celebran reuniones en ese edificio, conocido por algunos como la Casa de la Mente.

—¿Qué pasa? —Sigo la atenta mirada de Benton, y el rugido del aparato que vuela bajo suena aún más cerca.

—No lo sé —dice—. Me ha parecido ver un destello ahí, como el flash de una cámara, pero menos brillante.

Oteo la fronda de los viejos árboles y las múltiples vertientes del tejado de metal verde, pero no descubro nada fuera de lo normal. No veo a nadie.

—Tal vez era el sol reflejado en la ventanilla de un coche —aventuro, y me percato de que Benton vuelve a teclear en su móvil un mensaje breve para alguien.

—Ha surgido entre los árboles. Antes me ha parecido captar algo con el rabillo del ojo. Un resplandor fugaz. Un reflejo, tal vez. Pero no estaba seguro... —Dirige de nuevo la vista hacia allí, y el ruido del helicóptero resulta casi ensordecedor—. Espero que no sea un puto reportero con un teleobjetivo.

Los dos alzamos la mirada a la vez cuando aparece el Augusta azul intenso, de líneas elegantes, con una raya de color amarillo vivo, la parte inferior plana y plateada y el tren de aterrizaje replegado. Noto la vibración en los huesos, y Sock está encogido de miedo sobre la hierba, apretado contra mis piernas.

—Lucy —digo en voz muy alta mientras observo, paralizada. No es la primera vez que hace algo así, pero nunca a una altitud tan baja—. Madre mía. ¿Qué está haciendo?

Las aspas de materiales compuestos aporrean el aire con un ritmo sordo y agitan las copas de los árboles mientras mi sobrina sobrevuela nuestra casa a menos de ciento cincuenta metros de altura. El helicóptero describe un círculo con un bramido estruendoso y se queda suspendido, con el morro inclinado hacia abajo. Alcanzo a vislumbrar el casco y la visera ahumada de Lucy, que acto seguido se aleja, desciende aún más sobre la Academia de Artes y Ciencias y da una vuelta despacio en torno al terreno antes de marcharse.

—Creo que Lucy acaba de desearte un feliz cumpleaños —dice Benton.

—Espero por su bien que los vecinos no la denuncien a la Administración Federal de Aviación por infringir la normativa de reducción de ruido. —A pesar de todo, no puedo evitar sentirme emocionada y conmovida.

—Eso no supondrá un problema. —Mira otra vez su teléfono—. Puede echarle la culpa al FBI. Le he pedido que, mientras estaba por la zona, llevara a cabo un vuelo de reconocimiento. Por eso volaba tan bajo.

—¿Sabías que iba a realizar un vuelo rasante sobre la casa? —pregunto, aunque sé que se ha compinchado con ella y en qué momento. Por eso me ha entretenido en el jardín de atrás, para asegurarse de que no estuviéramos dentro de casa cuando ella llegara.

—No había ningún fotógrafo ni nadie con una cámara o un telescopio. —Benton tiende la vista en dirección al terreno boscoso y el verde tejado voladizo.

—Acabas de pedirle que eche un vistazo.

—Así es. Y su respuesta es «no joy». —Me muestra el mensaje de texto de dos palabras enviado por Janet, la compañera de Lucy, que en la jerga aeronáutica significa que no han avistado nada.

Están volando juntas, y me pregunto si su ostentosa y espectacular felicitación de cumpleaños es el único motivo. Entonces se me ocurre otra posibilidad. El helicóptero bimotor italiano de Lucy tiene aspecto de vehículo policial, por lo que los vecinos deben de creer que su presencia se debe a que el presidente Obama llegará a Cambridge esta tarde. Se hospedará en un hotel cerca de la Escuela de gobierno John F. Kennedy, a poco más de un kilómetro de aquí.

—Nada fuera de lo normal —dice Benton—. De modo que si había alguien encaramado a un árbol o algo así, ya se ha ido. ¿Te he comentado ya que estoy muerto de hambre?

—Comeremos en cuanto haya sacado a nuestro pobre y alterado perro para que haga sus cosas —contesto mientras mi atención se desvía de nuevo hacia las monedas en el muro—. Tú ponte cómodo mientras tanto. Ya se me resistía esta mañana, y ahora seguro que estará peor.

Me acuclillo en el césped y acaricio a Sock, esforzándome por tranquilizarlo.

—La máquina voladora ruidosa ya se ha ido, y yo estoy aquí contigo —le digo con dulzura—. Solo era Lucy, que revoloteaba por aquí, y no hay por qué tener miedo.

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3

Es jueves 12 de junio, día de mi cumpleaños, y me niego a obsesionarme con mi edad o con lo rápido que pasa el tiempo a medida que me hago mayor. Tengo muchos motivos para estar contenta y agradecida.

Pasaremos una semana en Miami leyendo, comiendo y bebiendo cuanto queramos, tal vez jugando al tenis, haciendo un poco de submarinismo y dando largos paseos por la playa. Me gustaría ir al cine, compartir un gran cubo de palomitas, quedarnos en la cama por la mañana hasta la hora que nos apetezca. Descansar, jugar, mandarlo todo al diablo. El regalo de Benton para mí es un apartamento que ha alquilado junto al mar.

Hemos llegado a una etapa de la vida en que nos conviene disfrutar de un poco de tiempo libre. Pero es algo que él lleva diciendo desde hace años. Y yo también. Desde esta mañana, estamos oficialmente de permiso, al menos en teoría. En realidad, no tenemos derecho a nada parecido. Benton es analista de inteligencia, lo que algunos aún llaman «experto en perfiles criminológicos». El FBI no le deja desconectar ni un momento, y el tópico de que la muerte nunca se toma vacaciones es cierto. Yo tampoco consigo desconectar nunca.

Las monedas brillan bajo el fulgor de la mañana, tan relucientes y perfectas que no me atrevo a tocarlas. No recuerdo haber notado antes que estuvieran dispuestas en una hilera tan ordenada, orientadas en la misma dirección. Pero el jardín trasero se encontraba sumido en sombras cuando he salido por primera vez. Además, estaba distraída, por la renuencia de mi malhumorado perro a hacer sus necesidades y por las tareas de jardinería pendientes. Las rosas necesitan fertilizante y que las rocíen. Hay que cortar el césped antes de que se desate una tormenta que marque el inicio de una ola de calor, como la que han pronosticado para esta noche.

Le he dejado a Bryce unas instrucciones por escrito. Deberá ocuparse de que todo marche bien no solo en el CFC, sino también en casa. Lucy y Janet cuidarán del perro durante nuestra ausencia, y recurriremos a la artimaña habitual, que tiene sus inconvenientes, pero es mejor que la alternativa de dejar a Sock solo en una casa vacía aunque solo sea durante diez minutos.

Cuando llegue mi sobrina, saldré con él por la puerta como si fuera a llevármelo conmigo. Luego, lo guiaré con mimos hacia el coche en el que ella haya venido, que espero que no sea uno de sus armatostes monstruosos sin asiento de atrás. Le pedí de forma encarecida que trajera su todoterreno, aunque tampoco se trata precisamente de un vehículo normal. Ninguno de los coches que posee mi sobrina, genio de la informática, adicta al poder y ex agente de la ley, es apto para la plebe; ni el todoterreno blindado que más bien parece un bombardero negro mate, ni el agresivo 599 GTO cuyo motor suena como el del transbordador espacial. Sock detesta los cochazos, y tampoco le gusta el helicóptero de Lucy. Se sobresalta con facilidad. Se asusta.

—Vamos. —Exhorto a mi silencioso y cuadrúpedo amigo, que finge dormitar sobre la hierba con los ojos bien abiertos, lo que yo llamo hacer el muerto—. Tienes que descargar el vientre. —Se queda inmóvil, con los iris castaños fijos en mí—. Vamos. Te lo estoy pidiendo por las buenas. Por favor, Sock. ¡Arriba!

Lleva toda la mañana comportándose de un modo extraño, olisqueando por ahí, inquieto, para luego tumbarse, ocultando el rabo bajo el cuerpo y el morro alargado y estrecho bajo las patas delanteras, con aspecto totalmente abatido y ansioso. Siempre que vamos a dejarlo, Sock se da cuenta y se deprime, lo que me hace sentir fatal, como una mala madre. Me agacho para acariciarle el pelaje corto y manchado, y le toco con delicadeza las orejas deformes y con cicatrices a causa de los malos tratos que sufrió en el canódromo. Se pone de pie y se me apoya contra las piernas como un barco escorado.

—Todo irá bien —le aseguro para tranquilizarlo—. Tendrás hectáreas de terreno donde correr y podrás jugar con Jet Ranger. Sabes cuánto te gusta eso.

—No lo sabe. —Benton se sienta de nuevo en el banco y recoge el periódico bajo las alargadas ramas de hojas verde oscuro cargadas de céreas flores blancas grandes como moldes para tartas—. Resulta adecuado que tengas una mascota que no te escucha y te manipula de forma descarada.

—Vamos. —Lo conduzco hasta su zona favorita, sombreada por bojes y árboles perennes, cubierta por una gruesa capa de mantillo que desprende un aroma a pino. No muestra el menor interés—. ¿En serio? Está muy raro.

Miro alrededor, buscando alguna otra señal de que algo va mal, y mi atención se desvía hacia las monedas. Noto un escalofrío en el cogote. No veo a nadie. Tampoco oigo nada, salvo la brisa que susurra entre el follaje y el rumor lejano de un soplador de hojas de gasolina. Tomo conciencia poco a poco de lo que he pasado por alto en un principio. Ato cabos. El tuit con el archivo adjunto que recibí hace unas semanas. Por lo que recuerdo, un mensaje extraño y unos versos dirigidos a mí.

El nombre de usuario de Twitter era Cara de Cobre, y solo me vienen a la memoria fragmentos de lo que decía el poema. Algo sobre una luz que viene y un verdugo; me parecieron desvaríos de un demente. Los mensajes delirantes, por escrito o en el buzón de voz, no son infrecuentes. Mi dirección de correo electrónico y número de teléfono del Centro Forense de Cambridge son datos de libre acceso para el público. Lucy siempre rastrea el origen de las comunicaciones electrónicas no deseadas y me avisa si descubre algo por lo que deba preocuparme. Guardo el recuerdo vago de que me dijo que el tuit había sido enviado desde el centro de negocios de un hotel en Morristown, Nueva Jersey.

Tengo que consultarla al respecto. De hecho, decido hacerlo en este mismo momento. Tiene Internet inalámbrico en la cabina y Bluetooth en el casco de piloto. Por otro lado, es probable que ya haya aterrizado, así que saco el teléfono de un bolsillo de mi chaqueta. Pero antes de que pueda comunicarme con ella, alguien me llama. El tono de llamada suena como el timbre de un teléfono antiguo. Es el agente Pete Marino, y reconozco en la pantalla el número de su móvil, no el personal, sino el que usa para el trabajo.

Si su intención fuera desearme un feliz cumpleaños o un buen viaje, no me telefonearía desde su BlackBerry del Departamento de Policía de Cambridge. Se guarda mucho de hacer un uso remotamente personal de cualquier tipo de material, vehículo, dirección de correo electrónico o medio de comunicación que pertenezca al cuerpo. Es una de las numerosas ironías y contradicciones que forman parte de la vida de Marino. Desde luego nunca fue tan escrupuloso durante los años que trabajó para mí.

—¡Cielo santo! —farfullo—. Espero que no sea lo que me imagino.

—Siento hacerte esto, Doc. —La voz grave de Marino suena en mi auricular—. Sé que tienes que coger un avión. Pero debo informarte de lo que pasa. Eres la primera persona a la que llamo.

—¿Qué ocurre? —Empiezo a caminar despacio de un lado a otro del jardín.

—Tenemos uno en la calle Farrar —dice—. En pleno día, gente por todas partes, pero nadie ha visto ni oído nada. Como en los otros casos. Y la selección de víctimas me da una mala espina que te cagas, sobre todo porque coincide con la visita de Obama.

—¿Qué otros casos?

—¿Dónde estás? —pregunta.

—Benton y yo estamos en el jardín de atrás.

Noto los ojos de mi esposo clavados en mí.

—Tal vez sería mejor que entrarais en casa. Es así como pasa —asevera Marino—. Personas al aire libre, ocupándose de sus asuntos...

Sock está sentado, con las orejas dobladas hacia atrás. Benton se levanta del banco, observándome. Aunque la mañana sigue pareciendo hermosa y apacible, es solo un espejismo. Todo acaba de ponerse feo.

—En Nueva Jersey, después de Navidad, y luego otra vez, en abril. El mismo modus operandi —explica Marino, y lo interrumpo de nuevo.

—Para el carro. Rebobinemos. ¿Qué ha pasado exactamente? Y no comparemos el modus operandi con el de otros casos antes de contar con toda la información.

—Un homicidio a menos de cinco minutos de tu casa. Hemos recibido la llamada hace una hora más o menos...

—¿Y has esperado hasta ahora para notificarlo a mi oficina? ¿O, más concretamente, para notificármelo a mí?

Sabe perfectamente que cuanto antes se examine el cadáver in situ y se transporte a la sede del CFC, mejor. Nos deberían haber avisado al instante.

—Machado quería acordonar la escena antes. —Sil Machado es un detective del Departamento de Policía de Cambridge. Además, es un buen amigo de Marino—. Quería cerciorarse de que no hubiera un tirador activo esperando por ahí para abatir a alguien más. Es lo que ha dicho. —Detecto algo extraño en el tono de Marino. Hostilidad—. Lo que sabemos por el momento es que la víctima tenía la sensación de que alguien lo seguía. Estaba algo nervioso últimamente, al igual que las dos víctimas de Nueva Jersey —prosigue—. Se sentían observados, como si alguien estuviera jugando con ellos, y de pronto aparecieron muertos. Hay mucho que explicar y ahora mismo no tenemos tiempo. El tirador podría estar en la zona en estos momentos. Deberíais quedaros dentro hasta que yo pase a buscarte. Tardaré unos diez minutos.

—Dame la dirección exacta y ya iré yo para allá.

—Ni hablar. De eso nada. Y ponte un chaleco.

Advierto que Benton pliega el periódico y coge su café, con la alegría empañada por lo que intuye. Algo está a punto de cambiarnos la vida. Ya tengo esa certeza. Lo miro con expresión sombría mientras detengo mis pasos y vierto mi expreso sobre el mantillo, sin pensarlo siquiera. Ha sido un acto reflejo. Lo que se presentaba como un día relajante y feliz ha cambiado con la brusquedad con que un avión se estrella contra una montaña envuelta en la niebla.

—¿No crees que Luke o algún otro médico puedan encargarse del caso? —le pregunto a Marino, aunque ya conozco la respuesta. —No le interesa tratar con Luke Zenner, mi jefe adjunto, y tampoco está dispuesto a conformarse con ningún otro de los forenses que trabajan para mí—. Otra posibilidad sería enviar a uno de nuestros investigadores. Sin duda Jen Garate podría ocuparse de ello, y Luke podría realizar el examen post mortem de inmediato. —Lo intento de todos modos—. Debe de estar en la sala de autopsias. Tenemos cinco casos esta mañana.

—Pues ahora tenéis seis. Jamal Nari —dice Marino, como si yo tuviera que saber a quién se refiere.

—Le han disparado cuando estaba en el camino de entrada de su casa, sacando las bolsas de compra de su coche, entre las nueve cuarenta y cinco y las diez —dice Marino—. Un vecino lo ha visto tirado en el suelo y ha llamado a la policía hace exactamente una hora y ocho minutos.

—¿Cómo sabes que le han disparado si no has inspeccionado aún la escena? —Echo una ojeada a mi reloj. Pasan ocho minutos de las once.

—Tiene un bonito agujero en el cuello y otro donde antes estaba el ojo izquierdo. Machado está allí y ha conseguido hablar por teléfono con la esposa. Ella le ha dicho que en el último mes habían sucedido cosas raras de cojones, y que Nari estaba tan preocupado que había empezado a cambiar su rutina, incluso su coche. Al menos es lo que Machado me ha transmitido. —Percibo el mismo tono de antes.

Esa hostilidad no tiene sentido. Los dos van juntos a partidos de béisbol y hockey. Montan en Harleys, y Machado es el principal responsable de haber convencido a Marino de que renunciara a su puesto de investigador forense jefe y reingresara en el cuerpo de policía. Eso ocurrió el año pasado. Yo aún intento acostumbrarme a su despacho vacío en el CFC y a su nueva costumbre de decirme lo que debo hacer. O su creencia de que puede decírmelo. Como en este momento. Reclama mi presencia en una escena del crimen, como si yo no tuviera voz ni voto en el asunto.

—He recibido algunas fotos por correo electrónico —declara Marino—. Como te digo, me recuerda el caso de la mujer asesinada en Nueva Jersey hace dos meses, cuya madre fue compañera mía de instituto. Le dispararon mientras esperaba el ferri de Edgewater. Estaba rodeada de gente, y nadie vio ni oyó un carajo. Un tiro en la parte posterior del cuello, otro en la boca. —Recuerdo haber oído hablar del suceso y la sospecha original de que había sido un crimen por encargo, quizá relacionado con conflictos familiares—. En diciembre la víctima fue un tipo que bajaba de su coche frente a su restaurante, en Morristown —continúa, y el singular poema me salta de nuevo a la mente. El tuit había sido enviado desde un hotel en Morristown. «Cara de Cobre.» Mi atención vaga otra vez hacia los siete centavos dispuestos sobre el muro—. Y en esa ocasión yo andaba por allí, de vacaciones con un colega policía, así que acudí a la escena. Un disparo en la parte de atrás del cuello, otro en la tripa. Balas de cobre macizo, de alta velocidad y con tan poca fragmentación que el análisis balístico no encontró coincidencia alguna. Pero no cabe duda de que hay un elemento en común en ambos casos. Estamos casi seguros de que se utilizó el mismo rifle, uno muy poco común.

«Estamos.» En algún momento, Marino se ha subido al carro de una investigación que escapa a su jurisdicción. Al parecer, está insinuando que nos encontramos ante unos asesinatos en serie, posiblemente cometidos por francotiradores, y no hay nada peor que una investigación basada en suposiciones. Si uno cree conocer ya la respuesta, lo retuerce todo para que encaje en su hipótesis.

—Vayamos paso a paso hasta saber exactamente a qué nos enfrentamos —le aconsejo mientras miro a Benton, que me observa y echa un vistazo a su móvil.

Sospecho que está revisando los portales de noticias y correos electrónicos, intentando averigu

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