El club de los execrables

Santi Giménez
Malcolm Otero

Fragmento

Antes de nada quiero desmentir de manera tajante que Santi Giménez y Malcolm Barral se conocieran en la cárcel. Por más que muchos estén interesados en desprestigiarlos, la verdad es otra. Aunque la lista de antecedentes penales de ambos es casi tan grande como el ego de Cristiano Ronaldo, fui yo quien los presentó. Y por supuesto que asumo mi culpa por ello.

Trataré de contar cómo sucedió. A Malcolm, editor literario, lo conocí cuando la noche previa al día de Sant Jordi acompañaba a un escritor latinoamericano de enorme prestigio. La casa editorial le había hecho un encargo a Malcolm, entonces un joven empleado, que debía cumplir a rajatabla. El escritor era muy bebedor y se trataba de lograr que llegara en perfectas condiciones a la larga jornada de firmas del día siguiente. Cuando yo caí en el mismo bar en que estaban ambos, el escritor prestigioso y latinoamericano andaba a cuatro patas por la moqueta del Giardinetto y exigía que le dejaran bailar desnudo sobre el piano. Malcolm, desolado, me explicó que no pensó que compartir una botella de tequila con él llegara a causar tales efectos. ¿Qué hacer?, me preguntó Malcolm. Y yo le contesté con sinceridad: a una persona en ese estado nunca se le puede permitir que beba a solas. Nos emborrachamos con él y exaltamos una amistad naciente.

En aquel momento yo estaba a punto de sumar un millón de amigos, reto que ni tan siquiera estaba al alcance de Roberto Carlos, entonces un conocido futbolista del Real Madrid. Así que aceptar la amistad de Malcolm era casi un incordio, pero en las semanas posteriores a su despido de la editorial, puesto que la mañana de Sant Jordi el escritor prestigioso y latinoamericano había terminado vomitando sobre la cola de sus fans, tuve que ejercer de hombro consolador para Malcolm. Para cuando él encontró un trabajo, que resultó aún mejor, ya éramos eso que se ha dado en llamar amigos.

Años antes, por mi pasión deportiva había conocido a un joven reportero del diario Sport llamado Santi Giménez. Interesado en personas que sin ser profesionales del deporte exhibieran cualidades físicas asombrosas, vino a mi chalet en Galapagar para escribir un reportaje sobre mi humilde persona. La entrevista, que apareció en la contraportada del Sport en febrero de 1997, carecía de rigor periodístico y estaba llena de disparates e invenciones, así que escribí una breve carta de protesta al director del diario. Para mi sorpresa, el despido de Santi Giménez me produjo una profunda sensación de culpa que traté de paliar con una comida de desagravio en la Barceloneta. Fue en aquella jornada cuando conocí, de primera mano, las condiciones sobrehumanas del hígado de Santi. Me bastó preguntar al camarero: «Oiga, pero ¿qué hacen todas estas botellas vacías de vino blanco sobre nuestra mesa?», para que el empleado me contestara, amable, que los cascos de cristal no me los iba a cobrar.

Regenerado, traté de olvidar a ambos y distanciarme de ellos, pero unos años después, volví a Barcelona para rodar unas escenas de la primera temporada de la serie ¿Qué fue de Jorge Sanz? En el capítulo que andaba rodando necesitaba recrear una escena nocturna donde el famoso actor español se agarraba una tajada increíble en un bar de Jaén. Jaleado por los clientes del bar a deshoras, Jorge caía en una espiral de autodestrucción y degradación. Para su mala fortuna, en la ficción, la escena era grabada en móvil por uno de los asistentes y colgada en YouTube con la etiqueta: «Jorge Sanz borracho en Jaén.» Como es evidente, la grabación se convertía en viral.

Para componer el numeroso grupo de figurantes que a las cuatro de la mañana debían abarrotar el garito que teníamos alquilado para el rodaje, recurrimos a conocidos dipsómanos de Barcelona. Fue esa noche cuando, entre los figurantes, las presencias de Malcolm y Santi se destacaron entre las demás. Sus gritos, sus imprecaciones, su talante colaborativo con la filmación hasta alcanzar asombrosos grados de lo que llamamos cinéma vérité o sinceridad interpretativa, me conmovieron. El propio Jorge Sanz me comentó que jamás en su larga y procelosa carrera había trabajado con una figuración tan entregada a sus papeles. Fue así como, al finalizar la jornada, en horas donde otras jornadas laborales comienzan, presenté a Malcolm y a Santi mutuamente.

Entre ellos surgió una amistad con tintes de rivalidad. Verlos juntos era sentirse juez de una competición particular. No querría ahora entrar en detalles que quizá desanimen la lectura de este intrigante libro. Los oyentes de Rac 1, y muchos de sus trabajadores, conocen por sí mismos de lo que son capaces estos dos locutores cuando se les regalan cinco minutos de micrófono abierto. Y digo regalar porque los tipos no hacen más que quejarse de su salario, ahí lo dejo. Por su espacio radiofónico, que dirige con mano de hierro Xavi Bundó, han pasado biografías de personajes impecables y queridos a los que han despellejado de manera inmisericorde, en algunos casos hasta de cuerpo presente. Los recuerdo bien a las pocas horas de conocerse la muerte de Fraga o de Prince, ambas estrellas pop, ya componiendo mentalmente sus programas de descrédito. El éxito de audiencia solo puede explicarse por la enorme maldad que guía los instintos del oyente. Como grandes figuras periodísticas saben, la maldad es lucrativa y hoy en día las personas no aspiran más que a atesorar una reputación virtuosa.

Barral y Giménez hacen con el prestigio de los personajes que protagonizan su espacio algo parecido a lo que Hitler hizo con Polonia durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial. La ausencia de ternura y conmiseración los convierte en los locutores más queridos de la radio. Los oyentes se frotan las orejas a la espera de quién será el siguiente. Huelen sangre y como bestias carroñeras aguardan a que estos dos depredadores del dial dejen sobre el mantel los despojos de personas intachables. Porque díganme ustedes ¿qué pueden haber hecho de negativo en su vida personalidades como Gandhi, Cantinflas, el general Custer o Steve Jobs? Para desvelarlo tendrán que leer estas líneas. No se trata de meras transcripciones de sus programas de radio. Al contrario, perspicaces correctores han dotado a este escrito de la apariencia de algo legible. Hasta los oyentes del programa se sorprenderán de que ahora sí, entienden la vocalización de los locutores, desentrañan su sintaxis, acceden a algo parecido a la comprensión lectora.

Seamos generosos, hay que tener en cuenta que los autores son de esas personas que cometen faltas de ortografía hasta cuando piensan. Son víctimas del sistema educativo español que ya antes de la Logse fabricaba verdaderos zoquetes. Aunque quiero desmentir que fueran expulsados de todos los colegios en los que estuvieron matriculados. No es así. Los expulsaron solo de tres o cuatro. También es necesario desmentir que acumulan las denuncias judiciales por parte de familiares y herederos morales de los personajes aquí retratados. Creo que las querellas que afrontan son como mucho cuatro o cinco, no más, y todas ellas por comportamiento incívico en las calles de Barcelona, regido con mano de seda y guante de hierro por Ada Colau.

Este libro que tienen en las manos es la mejor razón para no morirse. Porque cuando te mueres, mira lo que hacen estos tipos contigo. Así que podemos considerarlo un volumen adscrito a la moda de los libros de autoayuda. Por último quiero desmentir a los que sostienen públicamente que estos dos tipos son amigos míos. Que en ocasiones alguien me haya visto junto a ellos en esas horas donde los murciélagos sustituyen a las golondrinas no significa que mi relación con ambos pase de ser una distante cordialidad. Es más, he pedido una orden de alejamiento contra ambos: no podrán acercarse a menos de quinientos metros de mi capilla ardiente. Y ahora disfruten de la lectura, ustedes que pueden, los protagonistas de este volumen no podrían hacerlo ni aunque estuvieran vivos.

DAVID TRUEBA

Ya es hora de desmontar uno de los mayores mitos de la historia del siglo XX. Una de las figuras más irreprochables y admiradas en todo el mundo, ejemplo máximo de la concordia, la paz, el pacifismo y el amor entre los pueblos, y cuya memoria y figura sirven lo mismo para justificar una idea política que para poner nombre a un restaurante. De una vez por todas descubriremos, finalmente, qué se esconde detrás de los harapos de Gandhi.

De entrada, convengamos en que no habría pasado los estándares de masa corporal de la pasarela Cibeles. Después querremos culpar solamente a las top models...

Algunos, con buen criterio, diréis: «Hombre, es que él hacía una huelga de hambre por una buena causa.»

Vale. Lo aceptamos: unas dejan de comer para ganar millones y ser famosas, otros por la paz y para acabar con el colonialismo.

Ante todo, Gandhi fue una de las personas que vinieron a demostrar que es posible conseguir cosas de manera pacífica (solo hace falta que añadamos «y familiar»), lo cual, como se ha demostrado últimamente, no funciona demasiado. Igual el sistema ha caducado: a los acontecimientos recientes nos remitimos.

El propio Rabindranath Tagore le puso el título de Mahatma [gran alma], un título que él, en un primer momento, rechazó con cierta falsa modestia; decía no merecerlo, pero con el tiempo acabó firmando sus escritos como Mahatma.

Gandhi representa la cabeza del movimiento pacifista y su influencia llega hasta nuestro días. Predicaba el ahimsa, concepto espiritual que aboga por la no violencia y el respeto a la vida. Creía en la desobediencia pacífica y en métodos como la huelga de hambre.

Fue el impulsor de la Marcha de la Sal, que cubrió a pie trescientos kilómetros, hasta la costa del océano Índico. (Ríete del camino de Santiago.) Recogió con sus manos un poco de sal para reforzar la idea de que era de todos y así hacer pública una llamada a la desobediencia civil contra el monopolio y abuso de los impuestos sobre la sal, que esquilmaban a las clases más populares de India. Su acción fue imitada a lo largo de los centenares de kilómetros de costa por millones de personas que desafiaron, de ese modo, el poder colonial.

Con un éxito bastante notable, irritó sobremanera a los colonizadores, a los que sacó totalmente de quicio. Para muestra, un botón. Churchill dijo de nuestro Mahatma: «Es un faquir sedicioso —no lo llamó tumultuario de milagro— que sube medio desnudo las escaleras del palacio del virrey.» Para los de la ESO: «sedicioso» significa «revolucionario», pero igual esta palabra ya es de uso común incluso para los de la ESO.

En fin, un tipo casi santo, admirable a más no poder, que quiso integrar las castas más bajas de la sociedad y protestar contra las injusticias de forma pacífica...

Pero, un momento, que nosotros estamos aquí para hablar mal de él, no para escribir un melifluo perfil en un dominical de periódico (para los de la ESO, unos papeles que explican las noticias que salen en internet). Nuestra misión es buscar su lado oscuro. Y lo hemos encontrado. Y no, no nos referimos a que por su culpa Ben Kingsley quedase encasillado para siempre en el papel de Gandhi. Pobre Ben (bueno, no tanto, que según dicen los que han tenido trato con él es un cretino supino), que quedó más encasillado que James Gandolfini con Tony Soprano, que aunque hiciera de cura tú pensabas: «Mátalo, Tony, mátalo.»

Lo que hemos encontrado sobre Mahatma es grave.

Trabajó veinte años como abogado en Sudáfrica, donde escribía con regularidad en los diarios. Cosas como estas:

«Podríamos entender que no se nos clasificara con los blancos, pero que nos coloquen al mismo nivel que los cafres es demasiado para soportarlo.»

«Creemos también que la raza blanca de Sudáfrica debería ser la raza predominante.»

«Los europeos intentan degradar a los indios al nivel de los negros, que solo se ocupan de cazar y cuya única ambición es tener ganado para comprar una mujer y después morir en la indolencia.»

¡Vaya, vaya con Mahatma! Claramente tuvo una juventud un poco racista, al menos con respecto a la raza negra. También, según el coronel G. B. Singh, Gandhi animaba a India a enviar un ejército contra los zulús, lo que entra en directa contradicción con la posterior postura pacifista de nuestro admirado personaje. Por si fuera poca falta de coherencia, también se puso del lado de los ingleses en la guerra de los bóeres. ¡De los ingleses, Mahatma! Es como si a Piqué se le descubriera que ha sido socio del Real Madrid.

Podríamos concluir que Gandhi fue un pacifista de postal y que, como Aznar, en la intimidad proclamaba otras ideas. Pero esto no es todo. Muchos testigos afirman que era muy violento con su mujer y sus hijos. De hecho, cuando Gandhi promovió el boicot a los productos ingleses, su hijo Harilal se hizo comerciante de ropa británica y se convirtió al islam. Toma venganza. Como si Pepe Bono se pone a cultivar calçots.

La cosa es que de puertas adentro, pero adentro-adentro, no era pacifista. De hecho, su pacifismo es más que cuestionable, porque es complicado ser pacifista y mantener buenas relaciones con Hitler.

Hitler y Gandhi mantuvieron durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial una correspondencia que no deja a Mahatma en muy buen lugar. Gandhi se dirige a Adolf como «sincero amigo» y le dice cosas como «no tengo dudas sobre su valentía y tampoco pienso que sea usted el monstruo que describen sus oponentes».

Si los aliados le hubieran hecho caso, ahora mismo estaríamos todos desfilando al paso de la oca. Gandhi, con las cámaras de gas funcionando a todo trapo, dijo a los judíos que «se ganarían el amor de Dios si iban voluntariamente a su muerte sin resistirse». (Ya hemos dicho que en cuestiones raciales ni siquiera rozaba el aprobado.)

Y, además, en los momentos en que Alemania ganaba por goleada, mandó un mensaje al pueblo británico para que dejara ya de resistirse a la invasión alemana: «Las armas no servirán para salvarlos ni a ustedes ni a la humanidad. Tienen que invitar a Hitler y Mussolini a que tomen todo lo que quieran de sus países. Si quieren sus casas, marchen de ellas. Si no les permiten salir, sacrifíquense.» Esta frase es realmente de Gandhi, no del malo de Indiana Jones y el templo maldito.

La frontera entre el pacifismo y ser imbécil siempre ha sido muy fina. De hecho, cuando se dio el conflicto entre India y Pakistán, Gandhi tampoco insistió demasiado en la no violencia.

Probablemente, estas opiniones, bastante cuestionables, que dejó por escrito sean el motivo por el cual nunca recibió el premio Nobel de la Paz. El responsable del Comité del premio, Jacob Wörm-Müller, describió a nuestro hombre así: «Indudablemente, es una persona buena, noble y ascética, pero presenta violentos cambios en sus políticas que difícilmente pueden ser explicados a sus seguidores. Es un luchador por la libertad y a la vez un autoritario; un idealista y un nacionalista; un Cristo que se convierte a menudo en un vulgar político.» Hay que tener en cuenta que esto pasaba cuando el premio Nobel de la Paz aún gozaba de cierto prestigio.

Pero Gandhi también era..., cómo decirlo, «rarito» en otros aspectos. Mostraba cierta predilección por las chicas jóvenes. Y cuando decimos jóvenes, nos referimos a muy jóvenes. Y ello sin tener en cuenta que se casó a los trece años con una chica de su edad (algo habitual en India), lo que en cualquier caso no quita que tuviera una relación extraña con el sexo.

Siempre se culpó de no haber podido acompañar a su padre en su lecho de muerte porque cuando murió estaba haciendo el amor con su esposa (la de Gandhi, qué pensabais, tarados).

Eso lo traumatizó bastante, hasta el punto de que la última biografía de Mahatma, publicada por el premio Pulitzer Joseph Lelyveld, revela que tenía una relación con un arquitecto alemán, con quien mantenía una correspondencia de sexting bastante subidita de tono. Las cartas, antes de ser subastadas en Sotheby’s por la familia del arquitecto, fueron compradas por un millón de euros por el gobierno indio, que así evitó el escándalo. Con el arquitecto la relación se deterioró y acabaron distanciados. Era alemán, pero también judío, y no se tomó demasiado bien la amistad de Mahatma con Hitler. ¡A quién no le ha pasado! No siempre los amigos de tu novio son de tu agrado.

A los treinta y seis años, después de tener cuatro hijos, Gandhi se declaró célibe y renunció al sexo. Pero con matices. En 1944 The Times publicó un editorial instando a los seguidores de Mahatma a que hiciesen una colecta y le compraran una manta. Era una manera irónica de denunciar la práctica de Gandhi, que hasta sus últimos días dormía con adolescentes desnudas para «calentarse». En el sentido térmico, según él.

Ese mismo argumento utilizó con uno de sus sobrinos cuando este pilló al vejete durmiendo con su mujer de diecisiete años. «No es lo que parece», afirmó Gandhi, y añadió que se acostaba con ella para «corregirle la postura mientras dormía». Finalmente, reconoció que se acostaba con chicas muy jóvenes desnudas para poner a prueba su castidad. Desde luego, hemos visto tácticas peores en bares.

Parece, pues, que Gandhi evolucionó hacia una persona que se alejaba de ese ejemplo que ha perdurado durante muchas generaciones. Sin duda, la protesta pacífica es la manera correcta de hacer las cosas, y él la puso en práctica con el ejemplo. De hecho, todos (menos Ben Kingsley, claro) deberíamos admirar al Gandhi que nos ha quedado y no al hombre que devino al final de sus días, ese que buscaba calentarse la cama con las esposas de sus sobrinos.

Ahora toca desmontar el mito del macho alfa por antonomasia. Un hombre al que, admitámoslo, envidiamos profundamente (no en vano se casó con Ali McGraw). El típico tío bueno que sin decir nada arrasa en los bares, que después de muerto sigue siendo un icono de la vida aventurera, un rebelde, un actor de los que ya no quedan. Una estrella con todas las letras. En fin, un tipo realmente execrable.

Veamos por qué Steve McQueen era una persona odiosa. El típico compañero de trabajo que se queda sin regalo el día de la fiesta del amigo invisible. Un indeseable sin fisuras.

Nos metemos con alguien tan grande que ha hecho tres anuncios televisivos de éxito de manera póstuma. (Para los de la ESO: significa «después de morir»). Solo se le acerca Bruce Lee, con su «Be water, my friend».

Los siete magníficos es una película colosal de John Sturges, de 1960. Cuando solo había dos cadenas de tele en España, los sábados por la tarde, después de Heidi, siempre echaban pelis del Oeste. Muchos miembros de nuestra generación debimos de ver esta inmensa película catorce veces seguidas. Incluso aceptábamos tragarnos la hiperglucémica Heidi para poder ser algún día uno de los Siete.

Esta película supuso la consagración de un actor, hasta ese momento secundario, de telefilmes de western, llamado Steve McQueen. Llegó a aquel rodaje como un Yerry Mina de la vida que tenía que dar la réplica a Yul Brynner (el Messi del cine de acción de los sesenta) y que salió del filme sin amigos, con una fama nefasta, pero convertido en una estrella mundial. Ese rodaje fue una guerra.

McQueen quería triunfar a cualquier precio. La televisión se le había quedado pequeña y le llegó la oportunidad de rodar una película que tenía posibilidades de marcar época. Pero resulta que tenía contrato con la tele. Steve pide romper el contrato con su productora de televisión para ir a hacer Los siete magníficos, pero le dicen que no y él no se lo toma muy bien que digamos. Era testarudo e iba a hacer lo que fuera necesario para tener un permiso de rodaje, así que un día llega al aeropuerto de Boston, alquila un coche y se estrella contra la fachada del banco más importante de la ciudad. Un alunizaje digno de El Vaquilla. Para los de la ESO: uno de los delincuentes que salían en la tele antes que Bárcenas y Millet.

Hay que decir que nuestro hombretón era un gran conductor, amante de motos y coches, y amigo de los especialistas de los estudios. Sabía impactar y salir (casi) ileso: de resultas de la monumental castaña consiguió un collarín cervical y una baja laboral de los estudios de televisión. Al cabo de dos días ya estaba en Cuernavaca, México, participando en uno de los rodajes más épicos de la historia del cine.

Os preguntaréis si la lio mucho. Pues, como resumen, que sepáis que, muchos años más tarde, Robert Vaughn, que compartió reparto con él, le dijo: «En aquella época, el resto de actores estábamos tan ocupados odiándote que nos robaste la película sin que nos diéramos cuenta.» James Coburn, por su parte, lo resumió diciendo que «desde el primer día, el principal objetivo de Steve fue promocionarse y robar escenas a Brynner. Y se las robó todas».

Brynner y McQueen se odiaban. Yul era una estrella consagrada y Steve un trepa dispuesto a todo. Estamos hablando de un rodaje que era la Feria Mundial de la Testosterona (Yul Brynner, Eli Wallach, Robert Vaughn, Charles Bronson, James Coburn y Steve McQueen). Comparado con eso, Los mercenarios vendría a ser algo parecido a Los pitufos. McQueen lo tuvo claro desde el principio. Llegó con siete líneas de guion y, después de emborracharse y fumarse toda la marihuana de México con John Sturges (el director), acabó como la estrella de la película. Los otros actores empezaron a llamarle «supie» (por superestrella) o «Dick el Tramposo».

En la primera escena que se rodó, las instrucciones eran claras: los siete cruzan un río a caballo a la puesta de sol y el foco de la escena era para Yul Brynner, que encabezaba la marcha. McQueen, en segundo plano, improvisa y se saca el sombrero, lo mete en el río y se echa agua al pecho. Resultado: escena robada.

Eso solo fue el inicio. Brynner era bajito y, cuando tenía escenas con otros actores, solía hacerse un pequeño montículo de tierra para ponerse encima y estar a la altura. Mientras rodaban, Steve se dedicaba a dar pataditas al montoncito, de forma que así quedara por debajo de su nivel. En las escenas en las que se tenía que montar a caballo, McQueen, que era un gran jinete, siempre pasaba por su lado de manera abrupta, lo adelantaba e incluso a veces lo hacía caer.

Evidentemente, la tensión estalló entre los dos. Brynner lo amenazó y le dijo: «Yo nunca me pego con secundarios.» Y McQueen, muy en su papel, le respondió: «Yo soy sordo de un oído, me faltan dientes y tengo cicatrices, no pierdo nada en una pelea.»

Ya con la categoría de estrella para el público y de actor odioso para los compañeros, McQueen decidió convertir en un infierno el rodaje de otra película que le mereció la fama mundial: La gran evasión. Se basaba en hechos reales generales (una gran fuga de prisioneros aliados de un campo nazi) y en hechos reales particulares (durante su etapa en los Marines, McQueen estuvo más tiempo en el calabozo que de servicio). Él mismo reconocía que «para que yo hubiera sido ascendido a cabo, tendrían que haber muerto o haberse negado al ascenso todos los soldados del ejército».

De entrada, rechazó el guion de La gran evasión porque consideraba, como pasó en Los siete magníficos con Brynner, que el gran protagonista no era él sino James Garner. No paró hasta que logró cambiar la película de cabo a rabo... y un rodaje que en principio debía durar ochenta y cinco días se convirtió en uno de doscientos.

William Riley Burnett, el guionista, no se corta en sus memorias: «Steve McQueen era un cabronazo que, cuando ya teníamos un tercio de película filmado, asumió el mando y tuve que reescribirla entera.»

A McQueen no le gustaba que, después de salir en la primera escena, su personaje no volviera a aparecer hasta al cabo de media hora y saboteó el rodaje con su mejor estilo: a base de alcohol y drogas. Tumbó a la mayoría de los especialistas, eléctricos y demás personal. En aquella época estaba muy enganchado al peyote, la marihuana y la cocaína. Ese rodaje fue conocido en el mundo del cine como el de «The Great Headache» [El gran dolor de cabeza] en lugar de The Great Escape [La gran evasión].

Todo el mundo recuerda la inmortal escena final de la moto, que, por si fuera poco, no aparecía en el guion ni en el libro original de Paul Brickhill. Pero McQueen se la inventó sin que el resto de protagonistas fueran conscientes de ello. Contrató a un amigo suyo, campeón de motocross y famoso especialista de cine, el australiano Bud Ekins, y la rodó de madrugada con la segunda unidad para cambiar el final de la película. Cuando Richard Attenborough, teórico protagonista del film, lo supo ya era demasiado tarde. Podríamos seguir hablando de rodajes caóticos, como El rey del juego, donde consiguió que Spencer Tracy abandonara la película (también la abandonó Peckinpah, aunque por otros motivos) y que Edward G. Robinson estuviera a punto de matarlo, pero esos son asuntos meramente profesionales. Más allá de su trabajo, lo peor era McQueen como persona.

Su relación con las mujeres es difícil y, cuando menos, cuestionable. Hablando en plata: era un maltratador.

Nunca conoció a su padre, de quien, siendo ya una estrella de gran fama, declaró que «lo primero que haría si lo viera sería matarlo». Y, cuando se refería a su madre, hablaba «de aquella puta». Su infancia, que pasó en reformatorios donde su madre lo abandonaba para seguir al novio de turno, lo traumatizó.

Neile Adams, su primera mujer y madre de sus dos hijos, ejerció de la madre que nunca tuvo. Se enamoraron en Nueva York, donde los dos aspiraban a ser actores. Ella, que en principio fue la primera que triunfó, le consiguió los primeros papeles cuando empezó a trabajar en Hollywood. Él le pagó el cariño y el favor engañándola con todo lo que se movía.

Pocas semanas después de haber contraído matrimonio, Steve se montó una orgía con dos chicas en la habitación contigua a la de su mujer. Cuando se levantaron los cuatro (tres por un lado y la pobre Neile por otro), obligó a su mujer a que les hiciera el desayuno. Él mismo recuerda aquella época con la frase: «¿Por qué tengo que esforzarme para recibir amor en casa si tengo todo el que quiero fuera? Me pueden decir que soy machista y chovinista. Lo soy y me importa una mierda.»

Ella estaba cansada de las continuas infidelidades de su marido, incluso delante de los niños, como recuerda su hijo Chad en el documental I am Steve McQueen. Adams le confesó un día que le había pagado con la misma moneda y que se había acostado con otro. Loco de celos, McQueen le exigió que le dijera quién había sido. Ella se negó y él le propinó una paliza. Como seguía sin sacarle el nombre, cogió un revólver y la apuntó a la cabeza. Finalmente, Neile confesó que le había puesto los cuernos con Maximilian Schell.

Aunque parezca increíble, se reconciliaron y ella quedó embarazada. Cuando se lo dijo, Steve la obligó a abortar porque estaba convencido de que el hijo no era suyo.

¿Qué, ya va cayendo el mito?...

Obviamente, al cabo de poco ella pidió el divorcio y él no entendió nada. Pero se recuperó con suma facilidad, ¡y de qué manera! En el rodaje de La huida conoció a Ali McGraw, una de las mujeres más guapas de la historia del cine, protagonista no obstante de la babosa Love Story y esposa del máximo ejecutivo de la Paramount, Robert Evans. McGraw, licenciada en Filosofía e Historia del Arte, hija de buena familia, modelo y actriz, era la pieza que estaba deseando cazar el macho alfa. En una semana ya estaban viviendo juntos.

En sus memorias, Moving Pictures, McGraw dice que se enamoró de McQueen porque «exudaba peligro, me tenía hechizada, con él nunca sabías lo que pasaría ni lo que haría conmigo, con su arrogancia de macho». Por su parte, él la definió como «el mejor culo que he visto en mi vida». Todo un poeta.

El matrimonio fue apasionado y brutal. Los dos estaban drogados la mayor parte del tiempo y las agresiones no tardaron en llegar. McGraw recuerda que McQueen la anuló como persona, la obligó a abandonar el cine, a dejar de ver a sus amigos y a salir con la pandilla de motoristas que él frecuentaba. «Cuando estaba bien, era maravilloso; cuando estaba mal, era realmente muy peligroso.» Años después, en una entrevista, se lamentaba: «Todavía no sé cómo cambié mi mansión, el chófer, el estilo de vida que tenía para tirarme años en la parte de atrás de una moto comiendo polvo con aquel sujeto.»

El hecho de levantarle la mujer al productor más poderoso de Hollywood no es que fuera de gran ayuda para la carrera cinematográfica de McQueen, que quedó vetado para los Oscar.

Después de su matrimonio con McGraw, se casó una tercera vez, en esta ocasión con la modelo Barbara Minty. Una historia de amor preciosa. La vio en un anuncio en la revista Vogue en el consultorio del médico, quedó impresionado e inmediatamente llamó a su representante. «Consígueme una cita con la chica de la página 36», le ordenó. Y se casaron. Estuvo a su lado hasta que el cáncer acabó con él.

Después de esto, os preguntaréis: ¿Todavía hay algo más?

Pues sí. McQueen siempre odió a Paul Newman, con quien desarrolló una rivalidad unidireccional. Newman era todo lo que Steve siempre había querido ser y siempre hizo lo posible por estar por encima del actor de La leyenda del indomable.

Para entender esta rivalidad, recordemos que, cuando McQueen no era más que un actorcillo en el East Village de Nueva York y se enteró de la muerte de James Dean, dijo: «Me alegro que Dean haya muerto, esto me deja más campo a mí.»

La primera vez que Newman y Steve coincidieron en un rodaje fue en Marcado por el odio. Newman era la estrella y McQueen tenía un papelito. Parece ser que hacía frío y los extras y actores de tercera se helaban mientras Newman estaba en su limusina con calefacción. Steve intentó entrar para calentarse y alguien del estudio se lo impidió. Newman ni se enteró, pero él nunca se lo perdonó.

Estuvieron a punto de volver a coincidir en Dos hombres y un destino, cuando Steve ya era una estrella. El título original de la película era The Story of Butch Cassidy and Sundance Kid. Newman era Cassidy y ofrecieron el papel de Kid a McQueen. Para aceptar el papel, este exigió que se cambiara el título de la película para que se llamase The Story of Sundance Kid and Butch Cassidy. Le dijeron que no y ofrecieron el papel a un tal Robert Redford.

Finalmente, rodaron juntos The Towering Inferno [El coloso en llamas]. McQueen exigió aparecer con letras más grandes y antes que Newman en los carteles promocionales y en los títulos de crédito, tener doce líneas más de guion que su compañero, que la última escena fuera suya y obligó a cambiar las viseras de los cascos de bomberos para que se vieran más sus ojos azules que los de Paul Newman.

Como colofón, era también un tacaño de dimensiones inimaginables. No perdonaba ni una. En una ocasión pasó una factura de 250 dólares a la productora por el alquiler del reloj que llevaba en el rodaje.

Una persona complicada, pero, sin duda, un icono, un mito que, como dijo uno de sus poquísimos amigos, el enorme James Coburn: «Gracias a Dios que hay gente como él, porque la vida sería muy aburrida sin gente como Steve. Sin gente como él, la vida no valdría la pena.» Y, encima, al final, Ali McGraw lo recuerda con cariño.

A James Joyce, porque lo admiramos muchísimo, lo incluimos en nuestro club de execrables con cierto pesar. Pero una cosa es admirarlo, aun reconociendo que nuestro héroe era un señor rarito al que hay que leer, y otra muy distinta tenerlo viviendo en casa.

Seguramente su Ulises, que cuenta la vida de Leopold Bloom y sus peripecias en Dublín el 16 de junio de 1904, es una de las revoluciones más trascendentales de la literatura moderna. Un libro con miles de referencias, con juegos fonéticos y muchas capas de lectura. Y, aunque os cueste creerlo, incluso divertido.

¿Quién no ha leído a Joyce? Ya os lo diremos nosotros: pocos. O, al menos, pocos reconocen no haberlo leído... En cualquier caso, somos conscientes de que queda muy chachi ir diciendo por los bares de ciertas zonas de la ciudad que Ulises es tu libro favorito.

Puede que vosotros, queridos lectores, lo tengáis en un estante, pero digámoslo claro: tampoco lo habéis entendido del todo... en el hipotético caso de que lo hayáis leído.

Y con el Ulises, que rebosa referencias pero también humor, incluso podemos aceptar que os resultó más o menos inteligible (para los de la ESO, que se entiende), pero lo que ya no cuela es Finnegans Wake, una obra incomprensible. Para muchos, una tomadura de pelo de Joyce. Aunque supuestamente está escrito en inglés, la broma recurrente es que pronto aparecerá una traducción... ¡al inglés! De hecho, Samuel Beckett dijo que no estaba escrito en ese idioma, simplemente porque no estaba escrito. Durante los últimos años de la vida de Joyce, Beckett fue su secretario: una curiosa relación. De hecho, habían de ser un poco como Richard Pryor y Gene Wilder en la película No me chilles que no te veo. Uno no veía tres en un burro y el otro estaba sordo como una tapia, lo que daba origen a anécdotas de todo tipo, como cuando Joyce estaba dictando una novela a Becket, alguien llamó a la puerta y Joyce dijo: «Adelante.» Becket no se enteró de lo que había pasado (porque obviamente no había oído a nadie llamar a la puerta) e incluyó la palabra «adelante» en medio de un párrafo sin que viniera a cuento de nada. Cuando se repasó el texto en la fase de relectura, a Joyce le gustó cómo quedaba y la palabra se quedó donde estaba.

De hecho, se dice que, en sus instantes finales, en el hospital de Zúrich donde murió en 1941, en un momento que despertó del coma, el autor cogió la mano de un enfermero y le preguntó: «¿De verdad no lo entiende nadie?» Se refería a Finnegans Wake, y supuestamente estas fueron sus últimas palabras. Así que no vengáis diciendo que entendéis Joyce, porque no se entendía ni él.

Incluso su mujer le preguntó: «¿Por qué no escribes algo que la gente pueda leer?» Y esta escena nos lleva a preguntarnos qué tal era su mujer. Pues, como no podía ser de otra manera, era todo un personaje. Se llamaba Nora Barnacle (apellido que, literalmente, significa «percebe», como la «13 Rue del ídem»). Antes de conocer a Joyce ya había recibido el sobrenombre de Man-killer [mata-hombres], porque con solo diecisiete años había tenido dos novios que habían muerto, uno de tifus y otro de tuberculosis. Muy chistosos los vecinos de Nora poniendo motes. Evidentemente, Nora no se los cargó, y cachondearse así de alguien con tan mala suerte no parece muy caritativo.

Cuando la conoció el padre de Joyce, otro señor que también merecería que le dieran de comer aparte, le hizo la broma a su hijo de que nunca se la quitaría de encima porque se le pegaría como un percebe. De esta forma el buen hombre, muy ingenioso él, se sumó a las chanzas recurrentes sobre la pobre Nora.

James conoció a Nora en el hotel donde ella trabajaba de camarera y describió sus dotes amatorias con la poética expresión de «alivio de mis urgencias». También, en un arranque de romanticismo, dijo que le gustaba porque era una chica con pocos remilgos sexuales, pero con la mente sin formar. Una tabula rasa. ¿Quién se resistiría a semejante piropo?

Pe

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