Comanche

Jesús Maeso de la Torre

Fragmento

Capítulo 1

1

Tejas

Misión de la Santa Cruz en San Sabá

16 de marzo de 1758

Un inquietante silencio precedió al asalto comanche.

Un sol del color del acero se resistía a asomar y una paz serena envolvía la misión española de la Santa Cruz. De súbito se escucharon relinchos de caballos que alteraron la paz del vecindario, poblado por colonos españoles y apaches cristianizados con sus familias.

Un atronador estrépito de alaridos, piafar y relinchos de caballos quebró la calma del pueblo fronterizo de San Sabá. El inesperado tumulto paralizó a los vecinos de aquel mísero lugar perdido en la frontera entre Tejas y Nuevo México. Protegido por un tosco murallón de madera, guardaba una iglesia, una treintena de casas de adobe y diez o doce wickiup —chozas apaches—, donde malvivían no más de trescientas almas con el corazón en vilo.

Era la sorpresa de lo inesperado en la que vivían inmersos, unida al espanto de lo imprevisible, lo que los había alarmado, poniéndolos en guardia. Sabían que los feroces comanches habían invadido las llanuras de Tejas en busca de caballos y de cabelleras, y que habían atacado algunos ranchos donde había apaches instalados.

Los pájaros dejaron de piar y los más madrugadores miraron en dirección al río. Paralizados y achicando los ojos contemplaron la aterradora avalancha que se precipitaba sobre la misión. Una aulladora marea de jinetes comanches, a los que se unían también combatientes de las feroces naciones tónkawa, bidai, wichita y teja, galopaban a rienda suelta, profiriendo alaridos espantosos.

Una multitudinaria jauría de sabuesos rabiosos se les venía encima, y poco podían hacer para defenderse.

Vieron con pavor que los capitaneaba el violento jefe comanche Qua ku’ku («Garras de águila»), ataviado con un estrafalario y sucio uniforme azul de oficial francés. Esgrimía un mosquete comprado en la frontera a los gabachos de Fuerte Nacogdoches. Les pareció un ridículo espantapájaros, pero también un aterrador demonio que venía por su botín de cabelleras.

Nadie pudo detener la violenta agresión de los comanches, que, en un frenético ataque sin dirección ni orden, sembraron el terror en la misión. Un rumor silbante de las flechas incendiarias y de las detonaciones de los mosquetes se sucedía sin interrupción, causando estragos entre los aterrorizados habitantes de la aldea tejana. El aire se enturbió con la polvareda y el fuego, y los asaltados corrían sin apenas poder respirar.

Pronto se propagó el pánico con el saqueo, la muerte y el horror.

—¡Venimos a matar a apaches y cristianos! —gritaban en castellano.

Comenzó a correr la sangre y varias mujeres y niños cayeron aplastados bajo los cascos de los caballos. Los asustados colonos pronto se dieron cuenta de que era imposible huir y optaron por esconderse, pero los comanches, con una astucia y furia bestiales, los rodeaban y masacraban cortándoles las cabelleras entre horrísonos rugidos. Solo la pequeña iglesia permanecía a salvo del ataque y desde ella se oían los gritos de un fraile, llamando a la resistencia y a la oración. Los fieros comanches ebrios de cólera derribaban las puertas de las casas y chozas, mataban los animales y saqueaban con el placer dibujado en sus rostros pintarrajeados.

El tronar de la destrucción y el fragor de los derrumbes por el fuego mantenía paralizados a los vecinos que se escondían en rincones de las cuadras. La partida de atacantes enflechaban sus arcos contra todo aquel que intentaba escapar y disparaban los mosquetes en todas direcciones. Iban casi desnudos, con las «plumas del valor» adornando sus greñas y cabelleras, embadurnados de tintura ocre y negra y luciendo collares y gorros estrambóticos.

El jefe indio ordenó derribar las puertas de la iglesia, que cayeron al suelo como dos frías lápidas sobre sus tumbas. Tras el dintel, impertérrito como una efigie de arcilla, se hallaba el encorvado fray Alonso Terreros, un bondadoso y ascético franciscano, quien, con las manos alzadas en señal de paz, ofrecía al enfurecido cabecilla hojas de tabaco y unas fruslerías para apaciguar su ánimo.

—¡En nombre de Jesucristo, detén la matanza, hijo mío! —le rogó.

Qua ku’ku lo miró con desprecio y el monje se sintió indefenso y angustiado. Y en su desamparo, un miedo atroz le heló la sangre. Intuyó que iba a morir, cuando el líder de la turba ordenó desaforado:

—¡Kun, kun, kun! —«Fuego, fuego, fuego.»

Al instante, una salva de disparos y un haz de flechas silbaron en el aire impactando en los jóvenes apaches que acompañaban al sacerdote cogidos de su cíngulo y en el cuerpo blando del religioso, que se desplomó en el suelo como un muñeco desmadejado. Antes de que expirara desmontaron cuatro jinetes y recogieron el cuerpo del fraile moribundo. Entre aullidos brutales lo condujeron a la torre de la iglesia y lo colgaron bocabajo de la campana de la iglesia, como si de un macabro badajo humano se tratara. Sus carnes blancas y ensangrentadas quedaron al aire para escarnio de sus asustados hijos. Hilos presurosos de sangre corrieron por el hábito pardo y su cráneo tonsurado, empapando las paredes blancas y las piedras del suelo.

Otros comanches penetraron con los caballos en el templo cristiano y se encontraron con otros dos religiosos, el joven y pelirrojo padre Santisteban y al venerable fray Miguel, que los miraban espantados, mientras abrazaban a un grupo de niños de ojos inocentes y miradas aterradas. Al primero, que se protegió bajo el altar, le cortaron la cabeza de un tajo con un hacha, antes de que pudiera emitir un solo grito de defensa. Después prendieron fuego a su sotana, quedando el cuerpo inflamado como una antorcha humana.

Al segundo lo apalearon sin compasión, quedando tendido en las losas, maltrecho y malherido. Y los niños lo rodearon con los ojos llenos de lágrimas, mientras se lamentaban:

—¡Padrecito, padrecito, no nos dejes!

Crecieron los alaridos irracionales de los asaltantes que demolían las iconografías de los santos. Con una cuerda derribaron la imagen que presidía el retablo, un seráfico San Francisco, que al derrumbarse se hizo añicos. Uno de los atacantes enarboló en alto la cabeza de escayola cercenada del Poverello de Asís, saliendo de la iglesia con su sacro triunfo y gritando desaforadamente. El hatajo de comanches, lanzas en mano, comenzó a causar estragos tirando al suelo los pebeteros de incienso, los exvotos, los cuadros sagrados y las candelas de aceite.

Entregados al robo y al terror, mataron sin piedad a los apaches y españoles allí refugiados, cortándoles las cabelleras y vaciando sus ojos para que no hallaran el camino hacia el Gran Espíritu. Con las pupilas incendiadas irrumpieron en la sacristía, donde derribaron los armarios y quemaron los documentos que allí se guardaban, así como los indumentos y vasos sagrados de la comunidad franciscana.

El fragor de los alaridos y los destrozos aumentaba. Ebrios de sangre, los asaltantes se entregaban a una insensata destrucción y al pillaje del poblado. Qua ku’ku blandió el fusil y a grandes chillidos decidió que quemaran la empalizada de madera que rodeaba la misión.

Una espiral de humo gris comenzó a sobresalir entre las lomas.

El centinela del solitario presidio de San Luis de las Amarillas, situado a legua y media de la aldea misionera atacada, avizoró su cabeza para cerciorarse del peligro. La fortaleza protegía a esa y otras misiones franciscanas. El vigilante también escuchó el lejano fragor de los cascos de los mustang indios, y dio el aviso disparando tres veces su fusil y tocando frenéticamente la campana. Los soldados del fortín salieron al patio de armas. Vivían en el presidio ya que las autoridades no permitían que los soldados se vieran mezclados con la misión pacífica de los misioneros y también para evitar el contacto con las mujeres indias.

El Presidio Real, alzado en madera y adobe sobre sillares de granito, era un cuadrado perfecto de doscientas varas por cada lienzo amurallado, y constituía una inexpugnable fortaleza, temida por los feroces comanches que merodeaban por el sureste de Tejas. En cada uno de los cuatro bastiones en forma de estrella de los extremos, estaban situados los cañones y cureñas y ondeaba la blanca bandera borbónica con los castillos y leones castellanos. Dentro de las dependencias vivían unas trescientas personas, entre oficiales, dragones y los guías indios con sus familias. En los rincones se hallaban las cuadras, la herrería, un almacén, un subterráneo para la pólvora y un pasadizo que comunicaba con el exterior para avituallarse de agua, y para la huida en caso de asedio.

Sonaron dos golpes sonoros en la puerta del coronel, don Diego Ortiz de Parrilla, que se incorporó de un salto de su lecho.

—¿Qué novedad hay? —dijo abriéndola y con la mirada atenta.

—Mi coronel —le informó el centinela—, parece que esos salvajes comanches están atacando la misión de San Sabá. Se ven humos en esa dirección, se oyen cabalgadas y gritos de guerra.

—Vamos, avisa al sargento Arellano que forme la tropa disponible en el patio. Que vayan armados y con todas las impedimentas.

—¡A la orden, mi coronel! —contestó juntando los tacones.

Cuando al poco el oficial pasó revista a su tropa, en aquel momento reducida a cincuenta dragones de cuera y otros tantos esforzados apaches lipán, frunció el ceño. Demasiados territorios de la Corona española para defenderlos con tan exiguo destacamento y medios militares tan escasos. Desde Tejas al Pacífico, y mediante una tupida red de presidios de defensa, debían contener a las hordas errantes de comanches y mantener incólumes las conquistas y el honor de España en aquella parte del Nuevo Mundo.

No obstante, don Diego estaba satisfecho con el ardor guerrero de sus dragones, los temibles jinetes hispanos que velaban por la seguridad y dominio en aquella colosal frontera del norte del continente. La mayoría eran españoles, o criollos nacidos en Nueva España, los más caballeros y voluntarios por diez años. Eran inmunes al hambre, a la sed y a las largas cabalgadas tras los esquivos comanches, que los reverenciaban, temían y respetaban por su arrojo y su a veces expeditiva severidad guerrera. Inasequibles al desaliento y espadachines formidables, artilleros y jinetes expertos, su fama de invencibles guerreros los precedía allá donde aparecían sus escuadrones.

Se les conocía en la frontera como «dragones de cuera» porque sobre la reglamentaria chaqueta azul con ribetes rojos, calzón de tripe azulado y capa azul cobalto, se protegían con un abrigo sin mangas de color pajizo u ocre, forrado con hasta siete capas de cuero curtido, invulnerable a las flechas y lanzas indias.

Se defendían de los ataques indios con la reglamentaria espada toledana del ejército español, lanza, adarga, escopeta, dos pistolas, cartucheras y bandolera de gamuza, con la identificación de su unidad. Usaban un elegante corbatín negro, botines o botas y un sombrero cordobés de ala ancha adornado con una pluma roja. Protegían el brazo izquierdo con un vistoso escudo redondo de doble envoltura en el que iban bordadas las armas de Castilla en vivísimos colores. Cada dragón poseía seis caballos, un potro y una mula y disponía de dos criados indios que le servían de escuderos, domésticos y guías.

Don Diego Ortiz estaba satisfecho con su intrepidez y compromiso, y sobre todo con su probada eficacia y valentía en la persecución de las partidas de indios revoltosos y de los ladrones comanches que infectaban la frontera del Virreinato de Nueva España, un territorio despoblado por el que solo cabalgaban indios salvajes y fieros españoles, y donde el fortín de ayuda más próximo estaba a más de cuarenta millas.

Vivir en aquellos solitarios reductos significaba para cualquier soldado español una prueba de valor, y tanto o más para los que quedaban en el fortín, un reducido número de dragones, y las mujeres y los niños, que miraban con indecible pesadumbre cómo sus maridos y padres podían no regresar a su hogar tras un encuentro con los belicosos comanches. La columna de dragones abandonó la fortaleza al trote corto y en fila de a dos, entre los redobles de los dos tambores del regimiento.

No bien hubieron cabalgado media milla cuando de repente surgió ante sus ojos un variopinto tropel de comanches que habían abandonado el poblado en llamas con intención, no de atacar el presidio, sino de hacer un alarde de su poderío ante los soldados españoles.

Iban desnudos o con un vestuario estrambótico, resultado de sus sucesivas depredaciones de ranchos y poblados de Luisiana y Tejas. Algunos se veían con casacas azules del ejército francés, pieles colgando de sus piernas, cuernos de búfalo y ciervo en sus cabezas, cabelleras atadas a las lanzas, plumas de seda de alguna dama de Luisiana y vistosos retazos de colores de vestidos mexicanos.

El jefe de la banda desgajada del grueso de la partida comanche, un indio vociferante y desaliñado, iba tocado con un tricornio militar deshilachado y enarbolaba una sombrilla tintada de sangre reseca, que seguro había pertenecido a una mademoiselle de Eminence o de Nueva Orleans. Los caballos iban pintados de lunares blancos, escarlatas y rojos, y algunos llevaban las crines trenzadas. Al coronel le pareció que eran tan risibles como letales, y reaccionó expeditivo. Iría a por ellos. Dando alaridos y envueltos en polvo, le parecía que habían escapado del mismísimo infierno.

—¡Desplegaos en línea de ataque! —decidió Ortiz al verlos.

La reordenación fue rápida y coordinada. Con las lanzas en ristre, los dragones se alinearon tras el alférez que portaba la insignia real.

—¡Al ataque! —gritó la orden de embestida, sin descomponerse la formación de hombres y caballos, que se encabritaron y corcovearon antes de lanzarse a galope tendido sobre la legión de los bárbaros indios.

La partida comanche se detuvo paralizada. No esperaban encontrarse cuerpo a cuerpo con la unidad regular de los dragones hispanos, a los que rehuían en campo abierto. Su forma de combatir a los españoles era harto conocida: emboscadas y retiradas rápidas, nunca un enfrentamiento directo cuerpo a cuerpo.

El cabecilla del paraguas de seda dio orden de repliegue, y no hacia el poblado que devastaban sus hermanos comanches y tónkawa, sino al norte, donde no había ningún presidio español que pudiera combatirlos. La huida era su única posibilidad de salir vivos del encuentro.

Pronto un polvo amarillento los envolvió, como si fueran demonios vaporosos. Solo un rumor de espantosos alaridos vibró en el aire y desaparecieron como trasgos. Don Diego señaló con su espada la misión, envuelta en aquel momento en una turbia humareda. La tropa se dirigió vertiginosa hacia su objetivo. El coronel se temía lo peor y comprendió que llegaban demasiado tarde en su auxilio. El sargento Arellano, que cabalgaba a su lado, advirtió una mueca de preocupación seria en su coronel. De sus labios crispados, casi ocultos por su hirsuto y trigueño mostacho, no salía ninguna orden.

Resultaba desmedido el estremecimiento que experimentaba con la escalofriante visión que se ofrecía ante sus atónitos ojos, a pocos pasos del asolado poblado.

Capítulo 2

2

Tejas

Entre la confusión del fuego y el humo los dragones reales pudieron contemplar la estremecedora imagen de la misión devastada y de cuatro cuerpos destripados y retorcidos cabeza abajo, que colgaban del arco de entrada de la misión, con los cráneos escalpados y los rostros tintos en sangre.

Al sargento mayor le temblaba el labio inferior. Uno de los ahorcados era un clérigo de rostro irreconocible al que habían torturado espantosamente. Y como si los comanches se hubieran ejercitado en el tiro, a los ajusticiados los habían alanceado y estaban cubiertos de jabalinas chorreantes de sangre. Ya no había nada que hacer.

—Malditos bárbaros —musitó el coronel a Arellano.

—Son un hatajo de fieras y no merecen piedad, señor.

Un nudo atenazó sus gargantas. Varios hombres y mujeres heridos y cubiertos de barro rojizo maldecían a los comanches que aún saqueaban la aldea y que, ante la presencia de los dragones, iniciaron la retirada. Saltaban las empalizadas aún humeantes y huían por donde habían venido, alzando espesos remolinos de arena, piedras y ramajes. Aquella horda enfurecida había cumplido su cometido de intimidación y espolio y huía cargada de pelambreras sanguinolentas y de cuanto había podido rapiñar. Los comanches regresaban al amparo de los escarpados e inaccesibles refugios en el río Colorado, donde solían levantar sus poblados nómadas.

Ortiz, con el pelo de estopa al viento, alzó su mano enguantada y ordenó desmontar a sus hombres y aprestarse a combatirlos tras un muro de adobe. Rodillas en tierra aguardaron silenciosos.

—¡Preparen avancarga! —gritó seco—. ¡Pólvora! ¡Baqueta! ¡Bala!

Con serena frialdad los dragones practicaron el ritual aprendido y mil veces ejercitado en el patio de armas con sus seguros mosquetes Brown Bessarma poderosa—. Los auxiliares hicieron lo propio con el viejo y seguro fusil español «de patilla». Los cebaron, cargaron y taponaron con sendas bolitas de papel los cañones para que no escapara la munición. Inmediatamente, a la orden de abrir fuego, lo hicieron tres veces con certera puntería, y en menos que se reza un paternoster.

—¡Cerrad la fila! —persistía el coronel—. ¡Fusiles firmes!

Las estruendosas descargas de los fusileros hispanos causaron estragos en la retaguardia comanche, que perdió más de medio centenar de jinetes de los que huían en desbandada, profiriendo aullidos horrendos. Las monturas de los alcanzados se tambalearon y, resoplando, cayeron en tierra. Y aunque muchos contestaron con sus rifles y con una andanada de flechas de sus arcos, ninguna dañó a los presidiales. No obstante, el parapeto quedó erizado de venablos y agujereado con los impactos.

Una vez que la horda comanche hubo desaparecido de la aldea de San Sabá, solo se oían lamentos de muerte, cuando los soldados entraron en formación al son de los tambores. Los bocados e ijares de los caballos aún sudaban espuma por la cabalgada. Los rostros temerosos y ensangrentados de los sobrevivientes rezumaban cansancio y odio a los comanches por la cruenta matanza y expolio. Colonos y apaches rodearon al coronel de dragones, rogándoles una venganza ejemplar. Estaban desalentados y lloraban por sus familiares muertos. Un desastrado anciano apache de piel como el pergamino, seca y arrugada, con los brazos alzados y ajeno a sus salvadores, cantaba una quejumbrosa canción india, dedicada a los que habían perecido.

—Es la «canción a los espíritus» de los ute y de los apaches —señaló el sargento a su oficial, que asintió.

Don Diego indicó a unos de sus hombres que bajaran a los colgados. Se les acercaron algunos vecinos gimiendo y apretando los puños. El alcaide, un conocido ganadero de la zona, imploró al coronel.

—¡Nuestra situación no puede ser más desesperada, señoría! ¡Son como lobos enfurecidos! ¡Perseguidlos y matadlos! —se le oyó.

El impávido oficial escuchó sin contestar aquellas sentidas palabras, pero con solo cien hombres no podía perseguir a una partida tan numerosa y en tan vasto territorio. Siempre estaba dispuesto a luchar y morir, como sus fieles dragones, pero no a cometer un suicidio colectivo.

—¡Son una amenaza para Dios y para el rey! —gritó un colono.

Con indecible frustración, el coronel dispuso que sus hombres se dispersaran por la misión por si quedaba algún comanche emboscado, que evaluaran los daños y reunieran a los supervivientes junto a la iglesia, ahora ennegrecida por el incendio.

El sargento Arellano penetró con la espada en ristre en el desmantelado templo, donde contempló cuerpos de apaches muertos y retorcidos, cabelleras cortadas, y a algunos niños empapados en la orina de sus vejigas y con la palidez del horror dibujada en sus rostros diminutos. Asustados e inmóviles, estaban hechos un ovillo retorcido como si fueran gusanos heridos, agarrados a una niña mayor que ellos.

—No temáis, os protegeremos en el presidio. ¡Reuníos fuera!

Entró en la sacristía, donde el expolio había sido brutal. El fuego había consumido armarios, casullas y cuadros. No habían dejado ningún cáliz, patena, incensario, misal u objeto sagrado de valor.

—Ladrones y paganos profanadores —masculló el sargento.

Arellano cebó la pistola y salió al corral tomando precauciones. Vio varios cuerpos inermes y, cuando lo abandonaba, percibió un débil gemido y un mortecino canturreo. Reparó en una niña que cantaba una elegía fúnebre, mientras con un paño limpiaba la sangre de los rostros de dos adultos muertos, y lo hacía con una emotiva ternura. Su pelo lacio y negrísimo estaba pegado a su rostro ovalado y tiznado de hollín y con un cuajarón de sangre coagulada en la frente. Debía de tener unos doce o trece años, y se dirigió hacia ella con humanidad. Sus ojos, grandes, rasgados y cándidos, lo miraban rogando compasión y auxilio.

El sargento le apartó los cabellos de la cara y vio que se tragaba el amargor salado de sus lágrimas. Pero al ver ante sí el uniforme de los dragones de Su Majestad, su miedo se disipó y le sonrió.

—Señor, esos salvajes han asesinado a mis padres. No me dejéis sola, os lo ruego —le suplicó entre gemidos.

—Esos canallas ya no te harán nada. Levántate, vamos —le pidió—. Después serán enterrados como corresponde a unos seres humanos.

Pensó que, para el altivo pueblo apache lipán de la frontera, resultaba más inhumano vivir que morir, atosigados por aquel pueblo llegado hacía unos años del norte: los comanches, una tribu hermana que no conocía ni la piedad ni la clemencia. Había visto algunos cuerpos decapitados, cráneos fragmentados y ancianos mutilados, y sabía que lo hacían por el solo placer de matar y de sembrar el terror.

—¿Cómo te llamas? —la consoló.

—Wasakíe, señor. Llevo dos años en la misión, huyendo de esos demonios —dijo tenuemente.

—¿No estás bautizada aún?

—No, señor —musitó—. Fray Alonso nos estaba preparando.

—Vete con los otros, anda. ¡Qué locura, Dios mío! —exclamó.

Wasakíe se incorporó al grupo de llorosos hermanos apaches algo desorientada, regalándole una mirada de reconocimiento inefable al sargento mayor, que se ablandó con el gesto de la indiecita. Pedro de Arellano se fijó que en la mano apretaba una quena, una flauta hecha con un hueso humano, y que de su cuello colgaba una bolsa de piel de venado con tiras colgantes. Supuso por su grosor que la niña llevaba algunas mazorcas de maíz en ella, como era usual entre los apaches.

En el morral lucía grabado un sol en tonalidad roja, y también un extraño símbolo geométrico que él conocía bien de sus años de servicio en la frontera. Se trataba de una figurilla esquemática con las piernas dobladas, de brazos cortos, con el dorso triangular y sobre la cabeza un casco cónico. Era la forma con la que los indios representaban a un conquistador español en sus jeroglíficos y dibujos, desde hacía dos siglos. Le extrañó sobremanera, pero no era el momento de registrar a nadie, y menos a una niña. Con un gesto expeditivo la apremió a que se reuniera con los otros chiquillos en la plazuela de la iglesia. Pero aquella sorprendente imagen pintada de un español lo había dejado pensativo. ¿Por qué tenía grabado precisamente aquel símbolo?

No obstante, lo olvidó de inmediato. Tenía otras cosas más importantes en que pensar, como buscar a algún comanche herido o emboscado de los que se habían atrevido a profanar lo más sagrado.

Los españoles estaban sobre aviso y don Diego no dejaba de mirar en dirección al este por si regresaba la brutal jauría. En lontananza, alineados sobre una loma, vieron a los comanches agrupados, como si estuvieran evaluando atacar de nuevo, o huir. Sin embargo, un convoy de refuerzos y acémilas cargadas con avituallamientos que se dirigía al presidio, proveniente de San Antonio, los disuadió. Al poco, los comanches desaparecieron tras las colinas, no sin antes proferir atroces gritos de guerra.

El sargento Arellano facilitó al coronel la novedad de las bajas.

—Señor, han asesinado a veinte apaches amigos y a cinco españoles. Otros morirán de sus lesiones. Los heridos son cuantiosos, pero se recuperarán. Hay dos niños que han quedado huérfanos, y fray Miguel no pasará de esta noche.

Los salvados, españoles, mexicanos e indios aliados se negaron a abandonar la misión y protegerse en el fortín. Deseaban enterrar a sus muertos, buscar sus ganados dispersos y curar a sus heridos.

—¡Bien, os dejaré una escolta de quince dragones para que os protejan y también al cirujano del regimiento, mientras llegan los refuerzos! No creo que se atrevan a regresar de nuevo. ¡Estaremos alerta!

»¡En marcha! ¡Al presidio! —exclamó Ortiz, y montaron.

El tambor de órdenes resonó y los dragones se alinearon en fila de a dos. Los dos niños apaches que habían perdido a sus familias cabalgaban con ellos mudos como efigies, pero sin emitir un solo gemido. Wasakíe, silenciosa y asida a su faltriquera y con el hatillo de sus parcas pertenencias colgado del cuello, iba en la montura del sargento Arellano, fuertemente abrazada a su cintura. A lo lejos, provenientes de la aldea de San Sabá, se oían lastimeros cánticos indios y alaridos de dolor.

Con la opacidad del atardecer, el sargento Arellano volvió la cabeza y observó el humeante poblado, que tomaba caprichosas formas. Parecía un lugar irreal y fantasmagórico, donde reinaba únicamente el dolor.

La columna punitiva de los dragones reales volvió grupas y galopó de regreso hacia el presidio, dejando atrás la desolación y la muerte. Fustigaron a los caballos y descendieron por una hondonada de matorrales que los devolvería a la seguridad del recinto amurallado.

Todos estaban al tanto de que más pronto que tarde, a aquellos salvajes se les aplicaría de la forma más expeditiva el castigo que solo conocían los dragones del rey. El revés recibido sería devuelto con la conocida contundencia del indómito coronel Ortiz de Parrilla, un veterano forjado por la frontera, que no se dejaba intimidar.

Y los comanches también lo sabían.

El sol se batía en retirada cuando regresó la columna al fortín.

Las mujeres, el capellán y los centinelas los recibieron con gozo. Siempre que salían del fuerte, el miedo les oprimía el alma. Don Diego, en un incontenible torrente de recomendaciones y disposiciones, reordenó la guardia. Arellano le pidió al oficial acoger a la niña india y este accedió. Los niños fueron admitidos por el capellán, que los alojó en el barracón donde vivían otros tres apaches que habían perdido a sus familiares.

Doña Josefina Gago, esposa del sargento mayor Arellano, recibió con agrado a la niña india en su cobertizo, aunque algunas mujeres cuarteleras chismorreaban entre sí. La señora, que se tocaba con una mantilla castellana con la que recogía su pelo castaño y bien peinado, la miró intensamente, con conmiseración, y le sonrió. Quedó consternada al ver la cara de Wasakíe tan apenada, vulnerable y vacía.

Nunca comprendería a aquel aguerrido y austero pueblo apache. Había perdido a sus padres de forma atroz hacía solo unas horas y no exteriorizaba el menor pesar, ni lloraba. Parecía que nada de su alrededor la afectaba y que aceptaba su sino.

Josefina no solía disentir de las decisiones de su marido y aceptó quedarse con la huérfana hasta que una familia compasiva se hiciera cargo de ella definitivamente o la reclamara su tribu lipán. El ama de casa, una mujer con genio y con un valor nada desdeñable, había seguido sin rechistar a su marido desde su Chihuahua natal por algunos presidios de la frontera, Tubac, Albuquerque, Tucson, Laredo y ahora San Luis, con mucho, el más expuesto de Nuevo México. Habían sufrido juntos muchas penurias y siempre con el miedo pegado a su garganta.

La dueña temía por la seguridad de los suyos, y en especial de su único hijo, el pequeño Martín, la razón de su vida, que se había criado en los patios de los cuarteles donde había estado destinado su padre.

Wasakíe consintió lavarse a solas en una jofaina de porcelana desconchada y ponerse un vestido usado pero limpio, sobre el que doña Josefina colocó un pequeño escapulario de la virgen de Guadalupe, de la que era muy devota. La niña, que no había dicho una sola palabra, salió al comedor, que olía a alhucema. Con mirada ausente y ojos dilatados sintió arder las lágrimas en la garganta.

Pero ahogó el llanto al ver ante sí a un niño que la observaba con inusitado interés. Vestía como un pequeño soldado, con un calzón blanco, botas de montar y chaleco azul sin cuello y con botonaduras doradas. Su figura suscitaba simpatía por sus labios pulposos y una mueca adorable en los cachetes cuando sonreía. Tenía el cutis sonrosado, aunque curtido por el viento, el pelo castaño peinado hacia atrás y unos ojos grises que relumbraban con arrogante intensidad.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el niño en castellano.

—Wasakíe —dijo la niña con una voz apenas audible.

—¿Qué significa Wasakíe? —se interesó el jovencito.

—«Aroma de azúcar» —contestó en su dulce español.

—Yo me llamo Martín, como mi abuelo, y un día seré soldado del rey, como mi padre. Nací en un presidio real de Tejas y siempre he vivido en un cuartel —contestó ufano y sin que le preguntara.

Deseaba hacerse accesible y, con la simpatía que comunicaba su rostro cordial, el pequeño anfitrión preguntó a la recién llegada:

—¿Cuántos años tienes? Yo cumplí once en la pasada Pascua.

—Tengo doce —contestó con timidez la india, intercalando algunas palabras de su nativo athabasco apache—. En la Luna del Otoño cumpliré trece. Y según las costumbres de mi pueblo, ya podré desposarme con un guerrero de mi tribu.

El zagal la miraba embobado, pero no comprendió en toda su exactitud aquella declaración y prosiguió interrogándola. Su primera impresión fue que la niña poseía una ternura que contagiaba y que algo infame le debía de haber ocurrido, pues una mueca de melancolía y tristeza asomaba en sus pupilas. Conocía a otras chiquillas apaches de cabellos espinosos y alborotados que vivían en los alrededores del fortín, pero al mirar el cuerpo y el rostro de aquella desconocida que había invadido su espartano hogar, le apeteció convertirse en su amigo. Era más fina que las otras. Su pelo era de finísimo azabache y unos pómulos salientes, morenos y redondeados le embellecían los ojos del color de las avellanas.

Al reírle tenuemente, Martín percibió que sus labios rojos escondían una dentadura perfecta. Realmente no se parecía a las crías apaches con las que solía jugar en el patio de armas y en la misión los días de mercado.

—¿Te ha traído aquí mi padre para salvarte de los comanches?

—Sí, eso creo. Han asaltado la misión y han matado a mis padres —le dijo abrumada por la pena, pero sin soltar una lágrima.

Poseído por un espontáneo furor, el niño le replicó:

—Mi padre y sus soldados los castigarán, y si no... lo haré yo. Sé montar a caballo y cebar un fusil, ¿sabes? También soy el monaguillo del capellán del fuerte —le participó ufano y le mostró un pequeño rifle hecho de madera de fresno, que el crío simuló disparar.

Wasakíe le sonrió levemente por su insolencia infantil, y le dijo:

—Desde hoy te llamaré Wakeda, «el que dispara».

La niña, al verse tan colmada de un afecto por el despierto chiquillo, al que no estaba acostumbrada por parte de los colonos blancos, le confesó:

—Aún no he rezado por la muerte de mis padres.

—Pues debes hacerlo. Así llegarán antes al cielo —adujo el niño.

—Claro. También es nuestra costumbre. Debo elevar una oración al Gran Espíritu para que encuentren el camino de luz. No pude concluir mis rezos en el poblado. ¿Se molestarán tus padres?

—No lo creo. Mi padre está con el coronel escribiendo un parte para enviárselo al virrey de México. Piden refuerzos para perseguir a esos rufianes. Mi madre está en la capilla rezando con el pater —la animó.

La india, con seria gravedad, inundó sus ojos de gratitud. Sonrió a Martín, se le acercó y le acarició su sedoso pelo, manifestándole:

—Creo que la gran estrella Na’k wi-si, la que protege a los pequeños, te ha sugerido que calmes mi dolor, Martín —balbuceó y se atrevió a llamarlo por su nombre.

Con un sosiego gozoso, Wasakíe tomó de su bolsa la flauta de hueso que su padre le había hecho y le explicó al criollo:

—La canción que voy a tañer se llama Cha-sa-tonga, o «del pequeño gran hombre», que eres tú, en agradecimiento por tu hospitalidad. Escúchala, niño de ojos de lobo.

Martín la miró pasmado y le sonrió dejando entrever unos hoyuelos magnetizadores en sus mejillas. En unos instantes resonó en la vivienda del sargento Arellano un silbido sinfónico que llenó la habitación de armonía. Enseguida Wasakíe entonó una canción que contenía un melodioso estribillo que Martín no llegó a comprender, pero que denotaba que aquella apache poseía una sensibilidad exquisita para la música:

—«Mae-tha, yan mun ga, mae-tha» —repitió varias veces, recordando a su madre y halagando a su pequeño protector.

Al concluir la sonora plegaria y observar la cara de asombro y fervor de Martín, Wasakíe notó que sus penas se habían aligerado. El españolito se le acercó, le presionó con su mano menuda el hombro y le acarició suavemente sus mejillas. Ambos halagos traspasaron el alma desgarrada de la niña. Había mucho afecto en aquel singular niño. Y en su soledad pensaba que en lo sucesivo podía confiar en él.

La noche cayó de golpe y el viento del sur movió con fuerza las malezas. Llegaron los padres de Martín y acompañaron a la huérfana a un exiguo cuarto donde habían improvisado un camastro de paja y lona con un crucifijo en la cabecera y una bacinilla mexicana a su lado.

—Duerme y descansa, y no te preocupes por nada —la consolaron.

La niña esgrimió una mueca de agradecimiento. Luego, en el silencio de la oscuridad, entresacó de la almohada la bolsa que le había confiado su padre con la figura ritual de un español por una parte y un sol por la otra y la apretó contra su pecho. Luego la escondió bajo el lecho. Era lo más valioso que poseía y el único recuerdo que le quedaba de sus padres.

«Guárdalo, mi niña. Perteneció a nuestros ancestros y en él va parte de la memoria del pueblo lipán. Perteneció a un conquistador español como los que hoy nos acogen. A aquel guerrero blanco, enviado de los dioses, nuestros padres le llamaron en idioma topi Tawa’pah, o “El hijo del sol”. Son escritos sagrados y muy valiosos, defiéndelos con tu vida», le rogó antes de emitir su último suspiro.

Wasakíe oyó los coyotes de la pradera aullar y se tapó la cabeza.

Al poco, un leve llanto precedió a un turbulento sueño de pesadillas.

Capítulo 3

3

Tejas

Martín conocía por su padre que el apache era un pueblo errante que habitaba un vastísimo territorio que abarcaba desde la Luisiana hasta Arizona, y que, empujados por los comanches, habían buscado la protección de los fuertes y misiones españolas del Virreinato.

Apaches chiricahuas, mescaleros y lipanes vivían de la caza, de la recolecta de frutos y del cultivo del maíz, que luego vendían en los mercados de Nuevo México.

Aquel éxodo obligado, empujados por los fieros comanches y yutas, había constituido una tragedia para su pueblo, hasta que los cuatro grandes jefes apaches firmaron un tratado con España, que llamaron La Paz del Álamo, que les permitió asentase junto a los presidios, comerciar y vivir protegidos por los frailes y dragones del rey.

Los comanches nunca les perdonaron semejante alianza contra natura, aliándose con los hombres blancos. ¿Pero qué podían hacer si no? Era cuestión de supervivencia para los lipán.

Wasakíe seguía cobijada en el cobertizo del sargento Arellano, donde su consternado ánimo había recuperado la calma. Martín la buscaba cada mañana y, gracias a su afecto y compañía, no se sentía tan descorazonada por la pérdida de sus padres. La destrucción y expolio de San Sabá había conducido a los apaches a abandonar las cercanías de los presidios y emigrar hacia el sur, para evitar la colisión con los comanches, fundando nuevos poblados en Guadalupe y Frío, por lo que no pudo ser entregada a ninguna familia de su raza.

Martín se alegró sobremanera de que la niña apache permaneciera en su hogar, y la familia Arellano, con la anuencia del sacerdote, se ofreció a educarla y a cuidarla el tiempo que fuera preciso. La huérfana se acomodaba a la vida del fortín, donde asistía con los otros niños a la catequesis del padre Leonardo y a las clases de ortografía y aritmética. Despertaba antes del alba, cuando aún no había sonado el tambor de órdenes convocando a la tropa al patio de armas, para ayudar en los quehaceres del hogar a la poco habladora doña Josefina, que solía preparar a aquellas horas la melaza, las tortas de harina y la carne curada para el desayuno de la tropa.

Martín, ante la dificultad de pronunciar su nombre apache, la llamaba afectivamente Azúcar y ella le sonreía con complicidad y lo llamaba con el nombre indio de Wakeda, que a Martín le seducía.

Él, a su vez, conforme aprendía palabras indias, comenzó a llamarla wihetonga («gran hermanita»), y ella abría su amplia y dulce sonrisa.

El sargento mayor, don Pedro de Arellano, hombre de naturaleza combativa, sentía una especial animadversión hacia los comanches, a los que tachaba de ladrones intratables y de fieras inhumanas. La nueva inquilina pronto se dio cuenta de que su protector blasfemaba, que era un soldado impaciente e irascible, aunque sensible en el hogar y compasivo.

—¡Dios confunda al gobernador y al virrey! Seis meses desde el ataque a San Sabá y aún no han enviado un mísero recluta —opinaba sobre sus superiores en presencia de ella, de su mujer y de su hijo.

Aseguraban en el presidio que don Pedro combatía con una valentía endemoniada, por lo que se había granjeado el respeto de sus soldados y del coronel Ortiz, que lo tenía además por un estimable estratega. Y Martín lo adoraba, pues era el espejo donde se miraba para un futuro en la milicia.

En la fortaleza vivía una docena de niños, de los cuales cuatro eran apaches, entre ellos Wasakíe. Martín percibió desde el primer día que era una niña fuerte y que rara vez expresaba sus sentimientos. Nunca había visto lágrimas en sus ojos. Se lavaba a diario, cuidaba de su ropa y ayudaba a su madre, que estaba encantada con su presencia y con la atención que prestaba a sus enseñanzas. Más que una carga, había supuesto para ella una ayuda inestimable, y hasta le enseñó a la dueña cómo se cocinaba el guisado chippewa de pescado de río, con maíz y cebollas silvestres, que tanto alababa don Pedro.

Martín pensaba que se habían conocido gracias a la guerra con los comanches, aunque deploraba la terrible pérdida de sus padres, y le complacía su compañía. Wasakíe compartía la comida y el rancho que se hacía para todos los que habitaban el presidio, y con ellos celebraba sus fiestas canónicas y religiosas, aunque ella seguía la vieja religión de sus progenitores. Martín compartía con la niña los grandes planes para su futuro y, cuando no había peligro, salían juntos a jugar al arroyo, donde imaginaban aventuras y viajes imposibles.

A veces se remangaba los pantalones y ella el vestido, y cogían frambuesas silvestres, cangrejos y peces en las grumosas aguas del Colorado, o recorrían el presidio desde las cuadras al polvorín, llevándose las regañinas de los soldados.

—Como no nos conocemos apenas, inventemos nuestro pasado y juguemos a ser lo que realmente deseamos. ¿Tú qué ansías ser?

—Yo un capitán de dragones de Su Majestad. ¿Y tú, Azúcar?

—Yo una «mujer medicina», como mi madre. Conozco las virtudes benéficas de las plantas y sé hacer emplastos curativos —le dijo la niña.

—¿Tu madre era también apache, Wasakíe?

—No, era una mestiza mexicana, de Laredo, donde yo nací, en la otra orilla del río Grande, donde conoció a mi padre, Yukpá, «el risueño», un apache guía de los dragones en su juventud, hijo del famoso jefe Hobachee. Todos lo querían por su bravura. Murió en San Sabá defendiéndonos a mi madre y a mí. Me escondió bajo una pila de lavar y me salvó.

—Un guerrero valiente y una madre mexicana. Ahora comprendo por qué a veces no pareces una apache —la halagó—. ¿Tu madre era cristiana?

—Sí, claro, aunque no desdeñaba las creencias apaches y sus ritos. Se llamaba María y curaba a los enfermos de San Sabá. El Gran Espíritu los ha llamado con demasiada prisa.

Wasakíe enseñó al españolito el lenguaje mímico que usaban los indios del Nuevo Mundo y con el que se entendían entre sí las tribus del norte, como los iowas, los mohicanos, los sauk y sioux, los kickapú del oeste, y los apaches, creek, chiricahuas, comanches, mescaleros o semínolas del sur. Martín no tardó en aprender los rudimentos de aquel asombroso y práctico idioma universal, y con pueril intención comenzó a entenderse con Azúcar, su wihetonga, o «gran hermanita», utilizando sus muecas para desesperación de doña Josefina, que los creía locos.

Con la mediación de fray Leonardo, Wasakíe enseñó a los demás niños de la escuela, apaches y blancos, un divertido juego, el lacrosse, llamado así por los indios de las llanuras. Se trataba de golpear con largas raquetas una pelota de cuero que debían introducir entre dos palos adornados con cintas, aros y plumas. A Martín y a la chiquillería les gustaba jugar, y a veces se enfurecía si no lograba dominar la bola. La cara se le volvía roja y bufaba al correr.

—Wakeda, eres tan irascible como un indio cherokke, o como una anciana desdentada —le gritaba Azúcar para pincharlo.

La niña apache le regaló en la Pascua de la Natividad un carcaj confeccionado con piel de puma y un arco pequeño de inspiración omaha, hecho con madera de sauce y tendón de búfalo, así como varias flechas de sotol («cactus seco») con puntas de obsidiana unas y otras, con garras de un puma que vieron muerto en la pradera, y que se lo hizo a escondidas para regalárselo en la festividad.

El sargento aprobó el regalo, no así doña Josefina.

—¿Cómo has hecho esta maravilla, Wasakíe? —preguntó don Pedro.

—Con madera de roble muerto por un incendio, según el modo apache. Lo cogí en San Sabá, en un día de mercado.

—Cuando practiquéis, llamadme. Puede ser peligroso.

Martín y Azúcar conquistaron con el transcurrir de las semanas vividas en la fortaleza una amistad sin fisuras. La nieve y el frío visitaron la frontera, y los copos eran tan gruesos que la vida parecía verse a través de trozos de cuarzo. Pero a primeros de marzo brotó la primavera con todo su esplendor, claridad y exuberancia y se vieron las primeras mariposas.

Arellano y el coronel bramaban contra el virrey de Nueva España por su tardanza en enviarles refuerzos, y el presidio y quienes vivían en él se hallaban en un estado de tensa espera y hasta de desesperanza.

Azúcar y el pequeño Martín sesteaban una de aquellas tibias y lluviosas mañanas tendidos sobre la hierba fresca del arroyo, con las manos debajo de la barbilla, mientras imaginaban la mágica y fabulosa Ciudad Blanca llena de oro, perdida en la memoria de las leyendas de los apaches, que a la niña le habían narrado tantas veces. Y como si cabalgara sobre las nubes rojizas del horizonte, el zagal entrecerró los ojos, pues le parecía haber descubierto una columna de carros, caballos y hombres que se acercaba por el neblinoso camino de San Antonio. A causa de la lluvia debía de estar intransitable, razón por la que avanzaba tan lentamente. La euforia iluminó la cara del chiquillo, que dio un brinco.

—¡Llegan las tropas del virrey! Corramos al presidio.

Al mediodía, un regimiento completo comandado por el capitán Oyarzun, y bajo un copioso aguacero, hacía su entrada en el fortín de San Luis de las Amarillas. Los carros se hundían en el barro y se oía el chasquido de los látigos y las voces de los experimentados arrieros mexicanos. Don Diego y el sargento Arellano se abotonaron las chaquetas y salieron al patio. Saludaron marcialmente al oficial al mando y le dieron la bienvenida.

Martín, bajo el toldo del cobertizo, miraba extasiado la nueva tropa: quinientos soldados hispanos, más de un centenar de apaches amigos que harían de guías, un millar de caballos de guerra y más de quinientas mulas cargadas con fusiles Brown Bess, uniformes nuevos, botas, pistolas, rodelas con el emblema de España, lanzas y víveres.

«Por fin, Azúcar alcanzará su venganza —caviló con la mirada iluminada—. Esos comanches pagarán muy caros sus crímenes.»

Los caballos, cansados y sudorosos, resoplaban y piafaban.

Aquella compacta fila de soldados era pura delicia para la imaginación del chiquillo. Adoraba la milicia. El acuartelamiento bullía de actividad, traqueteo de carros, órdenes y agitación de hombres y animales, que se acomodaban en los barracones y cuadras. Solo los centinelas permanecían inmóviles en las garitas de los torreones. El proceso de acondicionamiento era lento, pero se percibía un ambiente de prisa, desagravio y esperanza para los hispanos.

Los comanches que habían asaltado San Sabá recibirían su merecido cuando los nuevos soldados fueran convertidos en dragones de cuera, bajo la estricta disciplina del sargento mayor Arellano y con las clases de tiro que impartía el coronel en persona.

A lo lejos, a una distancia de dos millas, se recortaba sobre un cerro pelado la silueta de varios comanches que observaban la llegada de la nutrida tropa. Pronto el jefe Garras de Águila conocería la adversa noticia y pondría a sus guerreros en estado de guerra.

Martín y Wasakíe admiraban el formidable ejército en marcha.

El caliente viento del sur afinaba su silbo al ritmo de los tambores del regimiento de dragones, quienes con febril determinación transitaban bajo las órdenes del coronel Ortiz Parrilla, hacia río Rojo, en busca de las guaridas de los comanches. Aquel día de estío, con un cielo desprovisto de nubes, y después de un año y cinco meses del asalto y masacre de San Sabá, la expedición punitiva entonaba un viejo himno, cantado durante siglos en la vieja Iberia.

—«¡Viejas espadas, glorias pasadas, Santiago y cierra España!»

Martín, Azúcar y doña Josefina aguantaban las lágrimas al despedirlos. Temían que, en alguna de aquellas escaramuzas, el sargento fuera herido o abatido e irrumpiera la desgracia en la familia.

«A pesar de la lentitud del envío de refuerzos, hoy, festividad de San Bartolomé Apóstol, 25 de agosto del año del Señor de 1759, la tropa a mi mando, llegada de las guarniciones de Río Grande, San Luis de Potosí y Tejas, se dispone a dar cumplida respuesta a los comanches rebeldes y a otros indómitos indios de la frontera, tónkawas y wichitas, con la contundencia y severidad que merecen, tras haber expoliado y profanado la iglesia de San Sabá y asesinado a inocentes. En manos de Nuestro Señor dejo mi justa misión», había escrito el coronel en su diario de campaña.

Los dragones del rey cabalgaron por las llanuras durante días sin encontrar a las partidas responsables de la matanza de San Sabá, bien conocidas por los guías apaches, a los que los hispanos llamaban “genízaros”. Cruzaron las escarpaduras de Balcones y cruzaron el río Colorado del sur, exento de poblados comanches o de sus aliados. Según los exploradores, parecía que se los había tragado la tierra. En las orillas de los riachuelos que cruzaban no aparecían huellas de caballos, y la desolación cundió en el ejército español, que avanzó sin rumbo fijo hacia el río Brazos.

No había expirado septiembre cuando, de repente, el sargento Arellano, que cabalgaba en solitario con dos batidores, divisó un poblado comanche y tónkawa cerca de un riachuelo que desembocaba en el Brazos. Se alzó sobre el arzón de su montura y su corazón se aceleró. Puso el dedo en sus labios y volvieron grupas sin hacer ruido para avisar al grueso del ejército, ávido de entrar en batalla y cobrarse un severo desquite.

—¡Caballeros, una comanchería enemiga se halla en una vaguada cercana conocida por esos paganos como Yojuan! ¡Por los caballos robados, los genízaros están seguros de que participaron en la masacre de la misión! —les informó el coronel—. Partiremos antes del amanecer.

La venganza.

Los dragones parecían estar aquel crepúsculo matutino de buen humor, como si el inminente ataque sirviera para recuperar la dignidad perdida. Las exigencias de Ortiz eran claras: disparar a discreción y no dejar un comanche vivo. Según el coronel era pan comido. Llegaron a las inmediaciones como ladrones en la noche y, cuando el oficial español divisó con su catalejo el poblado donde aún dormían sus moradores, vio entre los humos que salían de los tipis y las primeras luces del alba un largo mástil con una bandera de Francia que presidía el poblado. Su intenso color azul y la gran cruz blanca con tres flores de lis que la cruzaban así lo proclamaba. No podía creerlo.

—¡Malditos franchutes! Esos están detrás de los ataques —le avisó.

Arellano despotricaba de Francia sin poder contenerse:

—¡Malnacidos! Sin sus rifles, estos perros no serían nada —dijo con ira—. Su insolencia hacia nosotros les viene de los franceses.

Ortiz, que esgrimía su ceño perpetuo, asintió, antes de disponer que los artilleros orientaran los cañones hacia el recinto y que sus hombres, pie en tierra, prepararan las mechas, la pólvora, las pistolas y las baquetas, para lanzar la primera andanada al surgir el astro rey.

Mientras tanto, los dragones, jinetes sobre sus monturas, rodeaban el poblado tras vadear el lecho del río, atentos a que Ortiz diera la orden de atacar. El poblado les pareció un mundo flotante, y solo se escuchaba el ladrido de algún perro y el piafar distante de los caballos.

Jinete sobre los estribos, el coronel dio la orden de disparar.

El estruendo de fusiles y cañones resultó atronador. Súbitamente aparecieron figuras negras y descontroladas de los tipis y comenzaron a arrojar andanadas de flechas hacia donde venía el fuego, describiendo parábolas de muerte. Aunque apenas alcanzaban sus objetivos, algunas se clavaban en las rodelas. Un grupo de indios se acercaron a los dragones y dispararon los fusiles en posturas inverosímiles, entre gritos salvajes y aullidos de muerte.

Y aunque buscaban el modo más favorable para defenderse del ataque, caían uno tras otro ante los certeros barridos de los fusileros hispanos. El silbido de las flechas comanches y tónkawas y de los fusiles franceses fue disminuyendo, pues los más huían en todas direcciones, escapando de la escabechina. Los oficiales, con sus pistolones de chispa y el sable en ristre, se abatieron en el poblado y persiguieron a los que se fugaban buscando su supervivencia en los bosques de abedules y los riscos del riachuelo.

Al cabo de unas horas de combate, el sol iluminaba con toda su crudeza a los indios muertos que yacían en la arena donde habían caído, y a algunos dragones que combatían cuerpo a cuerpo con los guerreros co

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