Historia de una flor

Claudia Casanova

Fragmento

15 de octubre de 1888

El ramo de la novia espera encima de la mesa. Todo está en silencio. Desde la ventana, las colinas dibujan un mantel de colores en el horizonte. Hace años que Alba miró ese paisaje por primera vez, y lo que entonces era nieve hoy es un valle de flores azules y amarillas, un vestido sencillo para una tierra que jamás olvidará. Por eso ha querido casarse aquí, a pesar de que su futuro marido ya tiene la plaza de juez en Mérida. Y también por las razones que están encerradas en su corazón, las que no podrá decir jamás. Contempla los valles que nunca se cansó de recorrer, y su mirada se detiene en Valcabriel, en la sierra de Albarracín. La flor blanca. El ramo en sus manos, enfundadas en delicados guantes de hilo. Saxifraga alba.

—¿No querrás rosas, hija? —había preguntado su padre.

—Las rosas son para las fiestas —respondió Alba.

—¿Y tu boda no es una fiesta? —dijo él.

Su madre no habría hecho esa pregunta, pero Mercedes de Cararach estaba muerta y el mundo había cambiado cuando ella se fue. «Ya no tengo madre», se repetía Alba el día de su entierro. Como si quisiera convencerse, porque fuera demasiado difícil creer que ya no estuviera allí. Todas las ausencias necesitan rubricarse, o se quedan en simples vacíos.

Llaman a la puerta; debe de ser su padre para acompañarla a la iglesia. Pero no, el sol aún no toca la mitad del cielo: es demasiado pronto. La novia se da la vuelta. Una muchachita espera en el umbral de la puerta. Es una criada, más bien una niña, que se inclina impresionada al verla como si estuviera frente a la mismísima reina María Cristina. Y no es para menos: la belleza tranquila de Alba Ruiz de Peñafiel parece hecha a medida para el día de hoy. Lleva un vestido de seda de color blanco crudo que ha levantado revuelo en el pueblo, porque la tradición mandaba que el traje fuera negro. La modista que su padre hizo traer de Madrid insistió en que la reina inglesa se había vestido de blanco, y que eso lo cambiaba todo. La mantilla es la única prenda que atenúa la insolencia del blanco: es de brocado plateado, como corresponde. Esta mañana, Alba se ha dejado vestir sin mirar dos veces las telas exquisitas.

—Han traído esto para usted, señora —dice la chiquilla, y deja una bolsita de terciopelo encima de la mesa antes de volver a inclinarse y desaparecer.

Alba deja el ramo con cuidado encima de la mesita y se quita el guante de la mano derecha para acariciar el terciopelo negro de la bolsa. Hay un objeto metálico dentro, del tamaño de una almendra. En el terciopelo hay un bordado de oro, unas líneas sencillas en forma de flor. Las recorre lentamente. Le tiemblan los dedos al deshacer el nudo de la bolsa. El tacto del terciopelo tiene recuerdos que se despiertan sin que ella pueda evitarlo. «Jamás había visto un chaleco de terciopelo», dijo una vez. Traga saliva, porque sin darse cuenta ha susurrado la frase sin voz, sus labios han repetido las palabras como si al conjurar la frase también pudiera convocarlo a él. El pequeño óvalo resplandece bajo los rayos del sol. Es de plata, tan pulida como si fuera un espejo, y ahora se tiñe del color de rosa de sus yemas desnudas. Un medallón con una flor grabada, una flor sencilla como las que reposan en la mesita. Como el bordado de oro. Saxifraga alba. «Blanca, como tu piel», las palabras resuenan en sus oídos como si los labios de él se posaran allí.

En el medallón hay un diminuto cierre, que se abre con un chasquido suave cuando Alba lo empuja. Y allí están sus ojos, aunque la fotografía está en blanco y negro y los de él eran del color azul oscuro que tiene el mar cuando viene tormenta. La plata en la palma de la mano le quema la piel igual que la imagen diminuta que la mira desde el medallón. No puede dejar de mirar. Ni siquiera a través de las lágrimas que anegan sus ojos, que se deslizan por sus mejillas, que manchan la preciosa seda del cuello de su vestido de novia. Todas las barreras que había construido se derrumban. De la bolsa cae un rectángulo de papel, doblado cuidadosamente, fino como el que su padre hace traer del extranjero, fabricado por maestros italianos, para firmar los contratos importantes. En el interior se vislumbran hileras de letra apretada, escritas con pulcritud. Es la última carta de Heinrich Willkomm.

La planta baja del caserón de la familia está llena de invitados que esperan la aparición de la novia, y sube el rumor de sus conversaciones como el zumbido de las abejas de aquel verano.

2. Teruel

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Teruel

Invierno de 1875

Teruel está cubierto con un manto blanco, y la muralla lo corta con sus dientes de piedra. La muchacha respira profundamente el aire helado y puro, y estira brazos y piernas, anquilosados después del largo viaje. Es el primer invierno que pasan allí, y el cielo los recibe con un gris profundo veteado de mármol. El resto de la familia baja del carruaje con lentitud, como un ciempiés adormilado. Su madre no tarda en amonestarla:

—¡Alba! Esa postura no es de señorita.

La joven se encoge de hombros, porque sabe que es verdad y también porque es una batalla perdida. Se acuclilla frente a un arbusto, con las faldas recogidas y los tobillos expuestos, y su corpiño aflojado porque era eso o no poder inclinarse para observar las curiosas hojas de la planta que ha atraído su atención. A Alba no le preocupa demasiado su aspecto. De hecho, su polisón yace abandonado en el asiento del carruaje. Cuando su hermana desciende del carruaje se lo tiende, burlona.

—Te has olvidado algo.

—No me distraigas, Luisa —murmura Alba sin dejar de observar la planta. Estira la mano con suma delicadeza y separa un tallo del resto, y lo guarda en su bolso bordado.

—Otro bolso que echas a perder. Todos los ensucias de barro —dice su hermana, dándole un codazo afectuoso. Alba levanta la vista y sonríe.

—Vaya quién fue a hablar —dice, señalando los dedos manchados de tinta de la otra. Luisa hunde las manos en el montón de nieve para limpiarlas. El azul tiñe ligeramente la nieve.

—¡Luisa! ¿Cómo se te ocurre? —La madre se abalanza sobre ella, y le seca las manos rápidamente con sus propias faldas hasta enrojecerlas—. Si pillas frío, nos pasaremos semanas quitándote la tos del pecho, hija.

Luisa se mira los pies, cabizbaja.

A Mercedes no le gusta recordarle su fragilidad.

No quiere privarla de la vida de una niña normal.

—Vamos, niñas, o llegaremos tarde —dice.

—¿Tarde a qué? Si aquí hasta el viento sopla más lento —pregunta Alba, enderezándose, contemplando la tierra tranquila que los rodea, donde la nieve es cómplice del silencio. Un rumor desde los arbustos que orillan el camino es la única respuesta a su pregunta: es una familia de ciervos que escapa hacia el interior del bosque, atemorizados.

—Eso es porque aún no estamos cerca de las montañas. Pero en la sierra no dirías lo mismo. Además, aún tenemos que llegar a casa, y por el color del cielo —dice, levantando la vista— parece que la tarde promete tormenta. Y quiero tenerlo todo listo para cuando llegue vuestro padre.

Después de largos meses de trabajos, había llegado carta del arquitecto al que su esposo Eduardo le confió el encargo de las obras de La Solariega, la casa que se han hecho arreglar en Valdecabriel. Anunciaba que salvo últimas pinceladas, que era más apropiado dejar en manos de los dueños y en especial del gusto de la esposa de don Eduardo, el caserón ya estaba listo para acoger a la familia. Sin dilación, Mercedes había viajado con las hijas para llegar antes que su marido, pertrechada de sábanas, telas, mantas, pieles y todo cuanto pudiera precisar para vestir la casa que aún no había visto.

Mercedes sabe que su marido ama esas tierras, y que por eso solamente ya tiene la obligación de quererlas también, pero más allá de su deber como esposa, es verdad que siente devoción por Teruel. Al contemplar las montañas pintadas de nieve no puede evitar recordar los años pasados en Austria. Allí la mandaron de joven, a un internado para señoritas, donde se educó como pocas muchachas de su tiempo. Guarda entre sus objetos más preciados los libros de gramática del alemán y del italiano, y cada vez que los abre y los recorre con la mirada, vuelve a escuchar las voces de Frau Herschmeier y de la signora Lucia, tan distintas entre sí: cálida y firme la profesora alemana, dulce y musical la de la italiana. Cada día leían fragmentos de libros y poesías, cada tarde era un festín de nombres y de sonidos: Goethe, Hölderlin, Petrarca, Dante... Y sobre todo, en aquel país fue donde aprendió a mirar el cielo y la tierra, porque allí las estaciones venían de gala, como una fiesta de la naturaleza: la primavera y el verano ataviadas de espléndidos colores, las colinas de verde brillante y los pájaros inquietos de árbol en árbol hacían olvidar los rigores del invierno, que a pesar de la nieve y del frío, envolvía el internado con un abrazo protector. La primera vez que vio a una de sus compañeras deslizarse montaña abajo con unos esquís, creyó que volaba. No tardó en aprender, ella también, a volar.

De Austria, la madre se había traído una distinción como no se había visto en mucho tiempo en el pueblo natal de Eduardo, Santa Ana del Campo: un aire de haber respirado la pureza de las montañas, y de salir indemne de las noches de tormenta. Y como en Teruel la nieve podía detener el tiempo, Mercedes de Cararach, que tanto la amaba, era respetada, como si hubiera regresado convertida en una diosa. Ninguno de los habitantes de Santa Ana ni de la vecindad de La Solariega lo hubiera formulado así, pero todos se descubrían al verla, señores y campesinos, y las damas imitaban sus vestidos lo mejor que podían. Y ella les devolvía con creces ese amor discreto. Nada más fácil para ella, en el aire helado de la sierra, que cerrar los ojos e imaginarse de nuevo con dieciocho años, envuelta de nubes, a punto de casarse con el viudo Eduardo Ruiz de Peñafiel. Por eso, cuando las niñas crecieron y Mercedes quiso una casa en el campo, no hubo ninguna duda de dónde se instalarían.

Horas más tarde, el carruaje emprende el camino hacia la que ya todos los habitantes de la provincia conocen como «la casa de los Peñafiel». Alba saca la cabeza por la ventana y se deja besar la mejilla por el aire limpio de la sierra de Frías de Albarracín. De repente, piedra sobre piedra, emerge de entre las montañas rocosas la casa. La Solariega se yergue impresionante, un cuadrado de piedra y hierro y madera construido para aguantar el frío de los inviernos turolenses, que se mete entre los huesos como el agua entre las piedras.

—¡Es un castillo, madre! ¡Mira, mira! —exclama Alba.

Así lo hace, y Mercedes de Cararach frunce el ceño sin querer. Por un instante, la memoria fugaz del escudo de armas de la primera esposa de Eduardo se ha clavado en su retina, superpuesta a La Solariega. En un torreón de piedra como el que ahora contempla. Mercedes desliza el brazo por los hombros de Luisa, que distraída sonríe mientras sigue dibujando el perfil de las montañas. Alba contempla, fascinada, la torre. En la felicidad inconsciente de sus hijas, la madre logra ahuyentar el fantasma de la primera mujer, la que le dio dos hijos varones a su esposo. Se estremece, quizá es el frío. Lo primero que habrá que hacer, decide, es encender el hogar en todas las habitaciones. Solo el calor sirve para echar de casa a los fantasmas.

3. Dos hermanas

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Dos hermanas

Las hijas que Mercedes tiene con Eduardo han heredado su amor por la naturaleza. En el valle, cuando llega la primavera, las dos hermanas van juntas a todas partes, aunque son distintas como el sol y la luna. Bajan cerca del río. Luisa se acomoda bajo un árbol y se deja mecer por el cielo con los ojos cerrados hasta que sus manos no pueden más, y entonces busca en la bolsa de cuero que contiene las pertenencias de ambas y saca su cuaderno y su lápiz, el preciado regalo que su madre le hizo cuando cumplió quince años. A veces dibuja las mariposas que se posan en las ramas cercanas, como un ladrón que estudia lo que ha de robar, antes de llevárselas en una jarra de cristal, el botín del día. Otras, cuando las mariposas no aparecen, llena el vacío con letras. Sus cuadernos terminan siempre llenos de tachones, y sus dedos manchados de tinta. La otra, Alba, se adentra con las faldas recogidas hasta los tobillos en las orillas del río Cabriel, donde el agua y el cristal se confunden, y entra y sale con la meticulosa obsesión de una abeja industriosa, acumulando encima de la sábana que se ha traído de casa tallos, flores, hojas, semillas y cualquier fruto de la tierra, para llevárselo de vuelta a La Solariega y sumarlo a su herbario. Nada es demasiado humilde, todo despierta su curiosidad. La tierra habla con Alba y ella la escucha, y así podría vivir sin despertar.

Al atardecer, cuando la chimenea devora los troncos de madera y su padre se ha encerrado en el estudio, Alba y Luisa juegan a recitar los nombres de las localidades de la provincia, de un volumen de mapas de España de la biblioteca, mientras Mercedes lee o escribe cartas a la familia.

—Valdecuenca.

—Saldón.

—Tramacastilla.

—Torres de Albarracín.

—El Vallecillo.

—Olomarde.

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