Las brigadas internacionales

Giles Tremlett

Fragmento

Introducción

Introducción

Virgilio Fernández del Real entró por la puerta de mi piso de Madrid en silla de ruedas, vestido tan teatralmente como siempre. Una capa salmantina gruesa, negra y granate le envolvía la parte superior del cuerpo y le evitaba así el frío de marzo. En la boina negra llevaba clavada una cinta con las franjas roja, gualda y morada de la ya extinta Segunda República y un emblema con los mismos colores y el símbolo triangular de las Brigadas Internacionales. Una poblada barba blanca, ojos azules y cejas blancas y tupidas ocupaban gran parte del espacio libre entre la boina y la capa. Al verlo, de entrada, la gente reaccionaba de formas diferentes. Algunos veían en él una especie de dignidad severa; otros, a un adorable abuelo. En cualquier caso, causaba sensación.

Sin embargo, ese día de marzo de 2018, Virgilio era una sombra del vigoroso nonagenario que había conocido apenas tres semanas antes. Tenía un aspecto pálido, dolorido y apático. Dos semanas enfermo y en el hospital debilitan a cualquiera, pero mucho más a los 99 años. Le había ofrecido un lugar donde recuperarse de las secuelas de una infección vírica hasta que se sintiera con fuerzas para volver a su casa de México, pero, a pesar de las palabras siempre tranquilizadoras de su esposa, Estela Cordero, me entró el pánico de que no fuera a recuperarse nunca. A la mañana siguiente, Virgilio, vestido con ropa de andar por casa de color rojo intenso, seguía pálido, pero cuando me ofrecí a prepararle el desayuno, me pidió que le friera dos huevos con chistorra. Estaba claro que se encontraba mejor.

Virgilio venía de Guanajuato, una pintoresca ciudad con abundantes restos de la época colonial y famosa por sus minas de plata, que formaban una red de túneles bajo la localidad en la empinada ladera de un valle fluvial. Este pediatra jubilado tenía su domicilio en una hacienda restaurada de la época colonial, con un jardín cerrado lleno de plantas exóticas. En la actualidad, funciona como centro de arte, con el nombre de su difunta primera esposa, la artista canadiense Gene Byron. Durante la década anterior, Virgilio había regresado a Madrid cada año, más o menos, en respuesta a la llamada de quienes pretendían recordar a los más de 35.000 voluntarios extranjeros que vinieron a España a luchar en una guerra que enfrentó a las tropas y armas de los fascistas —que Hitler y Mussolini proporcionaron al general reaccionario Francisco Franco— contra los defensores de la República democrática. Para algunos, Virgilio era un héroe. La cola de gente que desfiló por nuestra cocina para rendirle homenaje en los días posteriores fue impresionante. Para otros, en cambio, en mi barrio conservador, donde una arraigada desconfianza hacia la izquierda se ha transmitido de generación en generación, era una especie de viejo demonio.

Al cabo de algo más de un año, en mayo de 2019, Virgilio me envió un mensaje después de que en las elecciones municipales de Madrid los conservadores se hicieran con la alcaldía gracias al apoyo de un nuevo partido de derecha radical, Vox. «Tenemos que demostrar que somos la inmensa mayoría, y esos fascistas, que se vayan preparando para irse a tomar por culo», dijo. Virgilio, que ya era centenario y seguía confesándose comunista, no había perdido ni un ápice de la pasión política que lo había llevado a unirse con 18 años a las Brigadas Internacionales como anestesista ad hoc.

A principios de ese mismo mes yo tenía previsto visitar a Geoffrey Servante, el único brigadista británico que quedaba con vida, en su casa de retiro en el Bosque de Dean. La experiencia española de Servante comenzó en el verano de 1937 con una apuesta en un pub del Soho londinense, donde oyó a alguien decir que ya no era posible enrolarse en las Brigadas Internacionales. Le dijeron que la política de apaciguamiento con respecto a los fascistas (enmascarada como de «no intervención» en la Guerra Civil española) había obligado a los franceses a cerrar la frontera terrestre con España mientras los buques de guerra de Gran Bretaña y otros países patrullaban las costas. «Te apuesto cien libras a que lo consigo», intervino Servante, exmiembro de la Marina Real británica, educado en los jesuitas y apolítico. En efecto, burló el bloqueo.

A diferencia de los voluntarios británicos que murieron (una quinta parte)[1] y de un número considerable de heridos, Servante resultó ileso.[2] Su pequeña unidad de artillería, de hecho, no participó en grandes batallas y las historias que contaba indican que para él España fue más que nada una aventura. Puede que para él todo en este mundo lo fuera: en las fotografías de la época, luce en el rostro una sonrisa pícara, pero también en otras más recientes. Sin embargo, Servante no llegó a cobrar el dinero de la apuesta, ya que el hombre con quien la hizo murió antes de que él regresara a Inglaterra. Yo acababa de obtener el correo electrónico de la hija de Servante y estaba escribiéndole un mensaje cuando introduje el apellido de la familia en un buscador de internet para comprobar cómo se escribía (se parece mucho al apellido español Cervantes, pero figura en los registros de la zona del Bosque de Dean desde hace siglos). Así fue como me enteré de que Servante había muerto dos semanas antes, a los 99 años. Ya había hablado con otros brigadistas de Gran Bretaña, Estados Unidos y otros países —y siempre me impresionó la intensidad con que recordaban su experiencia—, pero me entristeció particularmente no haber llegado a hablar con Servante. Era una de las pocas voces supervivientes que encajaba sin lugar a dudas con el tipo al que los brigadistas más comprometidos políticamente —a los que algunos apodaban «los del cien por cien»— tachaban de «aventureros». Los «aventureros» no se tomaban su vivencia tan en serio, y aunque apenas tengamos noticias suyas, es probable que fueran más numerosos de lo que imaginamos.

Virgilio no regresó a España. En noviembre de 2019 me envió un vídeo en el que, con voz jadeante, lanzaba una especie de proclama final: «Cumpliré 101 años el 26 de diciembre», decía, para luego reivindicar unas condiciones laborales justas para los empleados domésticos en México y exclamar: «¡Viva la República española!». No llegó a celebrar dicho cumpleaños: murió cuando solo le faltaban nueve días. «Lo abrazo y es como si aún estuviera aquí, pero lejos al mismo tiempo», escribió Estela en un mensaje enviado a los quince minutos de su muerte.

En la actualidad, solo nos consta que sigan vivos otros dos veteranos de las Brigadas Internacionales, residentes en Francia y en España (ya que las Brigadas, en una parte de su historia que la mayoría pasa por alto, también reclutaron soldados en este país, y Virgilio —nacido en Larache, Marruecos, en 1918— fue uno de los primeros españoles en incorporarse a ellas, tras lo cual se convirtió en uno más de la diáspora de exiliados republicanos al término de la guerra). Incluso puede que ya no estén con nosotros cuando esta historia llegue a manos de los lectores, lo cual, en cierto modo, supone cierto alivio: nadie podrá sentirse ofendido o con ganas de discutir, y eso que los brig

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