El planeta inhóspito

David Wallace-Wells

Fragmento

cap-2

 

Es peor, mucho peor, de lo que imaginas. La lentitud del cambio climático es un cuento de hadas tan pernicioso quizá como el que afirma que no se está produciendo en absoluto, que nos llega agrupado con otros en una antología de patrañas tranquilizadoras: que el calentamiento global es una saga ártica que se desarrolla en lugares remotos; que se trata más que nada de una cuestión de niveles del mar y litorales, y no de una crisis envolvente que no deja lugar intacto ni vida sin deformar; que es una crisis del mundo «natural», no del mundo humano; que estos son dos mundos distintos, y que hoy en día vivimos en cierto modo fuera de la naturaleza, o más allá, o como mínimo protegidos de ella, y no ineludiblemente en su seno, y literalmente desbordados por ella; que la riqueza puede servir de escudo contra la devastación del calentamiento; que la quema de combustibles fósiles es el precio de un crecimiento económico continuado; que este, y la tecnología que produce, inevitablemente encontrará el mecanismo para evitar el desastre medioambiental; que hay en el largo devenir de la historia humana algún parangón para la escala o el alcance de esta amenaza, algo capaz de infundirnos confianza a la hora de hacerle frente.

Nada de eso es cierto. Pero empecemos por la velocidad del cambio. La Tierra ha experimentado cinco extinciones masivas antes de la que estamos viviendo hoy,[1] cada una de las cuales supuso un borrado tan completo del registro fósil que funcionó como un reinicio evolutivo; el árbol filogenético del planeta se expandió y se contrajo a intervalos, como un pulmón: un 86 por ciento de las especies murieron hace 450 millones de años; 70 millones de años después, un 75 por ciento; 125 millones de años más tarde, un 96 por ciento; transcurridos otros 50 millones de años, el 80 por ciento; y 135 millones después, de nuevo el 75 por ciento.[2] A menos que seas adolescente, probablemente leíste en tus libros de texto del instituto que estas extinciones fueron consecuencia del impacto de asteroides. En realidad, en todas ellas, salvo en la que acabó con los dinosaurios, intervino el cambio climático producido por gases de efecto invernadero.[3] La más notoria tuvo lugar hace 250 millones de años; comenzó cuando el dióxido de carbono (CO2) aumentó la temperatura del planeta cinco grados centígrados,[4] se aceleró cuando ese calentamiento desencadenó la emisión de metano, otro gas de efecto invernadero, y acabó con casi toda la vida sobre la Tierra. Actualmente, estamos emitiendo CO2 a la atmósfera a una velocidad bastante mayor; según la mayoría de las estimaciones, al menos diez veces más rápido.[5] Ese ritmo es cien veces superior al de cualquier otro momento de la historia humana previo al comienzo de la industrialización.[6] Y en la atmósfera ya hay un tercio más de CO2 que en cualquier otro instante de los últimos 800.000 años,[7] quizá incluso de los últimos 15 millones de años.[8] Entonces no había humanos. El nivel del mar era más de treinta metros más alto.[9]

Mucha gente percibe el calentamiento global como una especie de deuda moral y económica, acumulada desde el comienzo de la Revolución industrial y que vence ahora, al cabo de varios siglos. De hecho, más de la mitad del CO2 expulsado a la atmósfera debido a la quema de combustibles fósiles se ha emitido en las tres últimas décadas.[10] Lo que significa que hemos infligido más daño al devenir del planeta y a su capacidad para soportar la vida y la civilización humanas desde que Al Gore publicó su primer libro sobre el clima que en todos los siglos —todos los milenios— anteriores. Naciones Unidas estableció su marco sobre cambio climático en 1992, y al hacerlo dio a conocer inequívocamente el consenso científico al mundo entero, lo que significa que ya hemos generado tanta devastación a sabiendas como en nuestra ignorancia. El calentamiento global puede parecer una fábula que se desarrolla a lo largo de varios siglos e infligirá un castigo propio del Antiguo Testamento a los tataranietos de los responsables, ya que fue la quema de carbón en la Inglaterra del siglo XVIII la que prendió la mecha de todo lo que vino después. Pero ese es un cuento sobre villanía histórica que absuelve, injustamente, a los que viven ahora. La mayor parte de la quema se ha producido a partir del estreno de Seinfeld. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el porcentaje asciende hasta alrededor del 85 por ciento.[11] La historia de la misión suicida del mundo industrializado es una que dura lo que una sola vida humana: el planeta pasó de una aparente estabilidad a estar al filo de la catástrofe en los años que separan un bautizo o un bar mitzvá de un funeral.

Todos conocemos esos periodos vitales. Cuando nació mi padre, en 1938 —entre sus primeros recuerdos, las noticias de Pearl Harbor y las míticas fuerzas aéreas de las películas de propaganda que llegaron a continuación—, el sistema climático parecía, para la mayoría de los observadores, estable. Desde hace tres cuartos de siglo, los científicos entienden el efecto invernadero, entienden cómo el CO2 generado al quemar madera, carbón y petróleo recalienta el planeta y desquicia todo lo que sucede en él.[12] Pero todavía no habían visto el efecto, no de manera fehaciente, aún no, lo que hacía de ello, más que un hecho palpable, una oscura profecía que no se cumpliría hasta un futuro muy remoto, quizá nunca. Cuando mi padre murió, en 2016, semanas después de la firma agónica del Acuerdo de París, el sistema climático amenazaba con despeñarse hacia la desolación, al superar un umbral de concentración de CO2 —400 partes por millón en la atmósfera terrestre, en el lenguaje desazonante y banal de la climatología— que había sido durante años la marcada línea roja que los ambientólogos habían trazado ante el rostro devastador de la industria moderna, como diciendo: «Prohibido el paso».[13] Por descontado, hicimos caso omiso: apenas dos años después, alcanzamos un promedio mensual de 411, y nuestra culpa satura el aire del planeta tanto como el CO2, aunque hemos decidido creer que no la respiramos.[14]

Ese único periodo vital es también el de mi madre: nacida en 1945, hija de judíos alemanes que huían de las chimeneas en las que incineraron a sus familiares, ahora disfruta su septuagésimo tercer año en el paraíso del confort estadounidense, un paraíso sustentado por las fábricas de un mundo en vías de desarrollo que, también en el transcurso de una vida humana y gracias a la producción de bienes, ha ascendido a la clase media global, con todas las tentaciones de consumo y todos los privilegios de combustibles fósiles que ese ascenso conlleva: electricidad, coches privados, viajes en avión, carne roja. Mi madre ha fumado durante cincuenta y ocho de esos años, siempre sin filtro, y ahora encarga sus cigarrillos por cartones desde China.

Es también el periodo vital de muchos de los primeros científicos que han dado públicamente la voz de alarma sobre el cambio climático, algunos de los cuales, por increíble que parezca, siguen en activo: tal es la velocidad con la que hemos alcanzado este promontorio. Algunos de estos científicos incluso llevaron a cabo su investigación con financiación de Exxon, una compañía que ahora es objeto de un gran número de demandas que buscan juzgar a los responsables del régimen de emisi

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