El triunfo de la democracia en España

Paul Preston

Fragmento

cap-1

Prólogo a la presente edición

Cuando escribí la primera edición de este libro, formaba parte de lo que, en mi concepto original, habría sido una trilogía que constaría de los siguientes volúmenes: La destrucción de la democracia en España, La lucha por la democracia en España y El triunfo de la democracia en España. Este iba a ser el tercero. El primero, La destrucción de la democracia en España, había sido publicado en 1978 en Madrid, donde fue presentado por Felipe González. La intervención del líder socialista ya de por sí subrayaba (pero también por lo que él decía respecto al papel del PSOE tanto en los años treinta como en los setenta) la conexión de aquel libro con este tercero. El segundo libro iba a ser un estudio muy amplio de la lucha antifranquista, la represión, el exilio y la resistencia en el interior. Ese libro fantasma fue objeto de mis investigaciones a fondo durante varios años. A lo largo de mucho tiempo, me entrevisté con dirigentes de muchos partidos, grupos y sindicatos de la oposición y coleccioné libros, panfletos y periódicos clandestinos. Un primer fruto de dicho trabajo había sido el libro colectivo que coordiné en Inglaterra en 1976, España en crisis, especialmente el capítulo titulado «La oposición antifranquista: la larga marcha hacia la unidad».[1] Aquel importante trabajo fue el primer esbozo de un proyecto ambicioso, pero no llegué nunca a redactar el libro definitivo. Las razones por las que me vi desviado tienen que ver con la génesis del libro actual y con mi interpretación de lo que fue la transición a la democracia en España. De todas formas, la materia de investigación acumulada sí sería utilizada en mi biografía de Santiago Carrillo.[2]

Paradójicamente, mis esfuerzos por escribir la historia de la resistencia antifranquista me abrieron la posibilidad de adelantar este tercer tomo de la trilogía y, al mismo tiempo, demorar indefinidamente el proyecto del segundo. Esto ocurrió por varias razones entrelazadas, unas de índole intelectual y otras personales. Mis investigaciones sobre la izquierda durante el franquismo me habían llevado a conocer a muchos dirigentes de la oposición. Como consecuencia de aquellos contactos me vi, en el año 1975, ligado primero a los trabajos de la Junta Democrática y después, a partir de abril de 1976, cuando esta se había unido con la Plataforma de Convergencia Democrática, a los de la Coordinación Democrática. Mi papel fue muy marginal: yo actuaba de intérprete y enlace entre los políticos ingleses y los líderes de muchos grupos españoles que venían a Londres en busca de apoyo para el proceso de democratización en la península. Sin embargo, por muy secundaria que fuera mi participación, me proporcionó un puesto de observación privilegiado para cualquier joven historiador de la España contemporánea en unos momentos muy dramáticos. No era de extrañar que me alentase, como expliqué en el prólogo de la primera edición, a estudiar el proceso que se desarrollaba delante de mí.

Por supuesto, fue interesantísimo para un historiador estar en contacto con tantos personajes de la política española, como indicaba en el prólogo original, pero también, he de confesar, fue una experiencia personal estimulante. El grupo de españoles en Londres que aportaban su grano de arena a la lucha por la democracia en su país, Pepe Coll Comín, Nicolás Belmonte, Juan Antonio Masoliver, Eric Clavería, Nisa Torrents, Isabel Vázquez de Castro y Ángel García de Paredes, se convirtieron en amigos de verdad. A la vez, los momentos dramáticos se vieron aligerados por otros divertidos. No es este el lugar para contar anécdotas de la oposición antifranquista en el exilio, pero hay una que siempre me recuerda la dimensión humana de aquellos días. Como había que tener una cuenta bancaria para el funcionamiento del grupo, fuera para el alquiler de locales o para el alojamiento de personajes que venían del exterior, Nicolás Belmonte se dirigió a un banco londinense. Sin embargo, por no ser la Junta Democrática ni una empresa ni un partido político inscrito en Gran Bretaña, no había un concepto adecuado para el titular de la cuenta, hasta que al funcionario del banco se le ocurrió abrir la cuenta a nombre de un particular, Juanita Democrática. En adelante, Juanita, así rezaba el talonario colectivo, fue el nombre por el que se conoció aquel grupo de amigos.

Con todo, fue una experiencia humana, además de política y profesionalmente enriquecedora. Sin embargo, justo por los testimonios de excepción que me proporcionó, fue una experiencia que me hizo repensar la lucha antifranquista y el proceso de democratización en España. Creo sinceramente que antes había dado por supuesto que el restablecimiento de la democracia sería el triunfo final de la lucha antifranquista. Ya que la dictadura no fue derrotada y la democratización fue un proceso de negociación entre elementos de la oposición y otros procedentes del mismo régimen, tuve que reflexionar sobre la dificultad de trazar la continuidad entre las luchas de la inmediata posguerra y el triunfo eventual de la democracia en el periodo 1976-1982.

Decir esto no significa, ni mucho menos, infravalorar el sufrimiento y el heroísmo de los luchadores por la democracia que padecían las consecuencias de la victoria de Franco. El exilio, las cárceles, las torturas, las ejecuciones, la lucha de los huidos en los montes, la guerrilla de 1944 a 1951, el esfuerzo por mantener una vida sindical en la clandestinidad, el trabajo silencioso de los partidos nacionales y regionalistas, todo forma parte de la lucha por la democracia, todo es parte de la herencia democrática española y, sin ello, es difícil concebir que hubiese habido una transición a la democracia. Sin embargo, no pude evitar ver cierta desconexión entre aquellas luchas y sufrimientos y el tejido de la transición pactada de 1976 a 1977. Por tener la oportunidad de observar ese proceso de cerca, me dejé desviar del estudio de la oposición de los años cuarenta y cincuenta. Hasta cierto punto, para que triunfara la democracia en los años peligrosos que vieron la muerte de Franco y la agonía de su régimen, esa parte de la herencia democrática fue silenciada. Precisamente al publicar una nueva edición de El triunfo de la democracia en España en 2001, ya se podía ver tanto las grandezas como las miserias del llamado «pacto del olvido» de otra forma. Las grandezas las estudiaría luego en mi libro sobre el rey Juan Carlos,[3] las miserias, en mi libro El holocausto español.[4]

Franco quería mantener siempre supurante la división de la nación en vencedores y vencidos. A pesar de ello, la transición a la democracia se basó en una transacción entre varias Españas: la parte más progresista y moderada de la España franquista, la España de las víctimas de la dictadura que renunció a venganzas y ajustes de cuentas, y la inmensa tercera España que quería una normalización dentro de una Europa democrática. Uno de los costes de esa transacción fue que los familiares de las víctimas de la dictadura, los afligidos y/o sus descendientes, no tuvieron el reconocimiento de sus sufrimientos que les permitiría finalmente llorar a sus muertos y lamentar otras pérdidas de vidas enteras: los profesores, médicos, abogados, funcionarios y trabajadores que no podían ejercer sus profesiones; las mujeres que tenían que prostituirse, los niños que sufrían hambre y que, por falta de educación, nunca pudieron realizarse. Todo esto tuvo que olvidarse durante la transición por la necesidad primordial de evitar obstaculizar con amarguras y rencillas un proceso delicadísimo. El pacto del olvido fue ineludible en el contexto de los años setenta, cuando había un búnker bien armado. Sin embargo, no dejó de llevar consigo una inmensa injusticia: las víctimas que debieron silenciar sus penas durante casi cuarenta años tuvieron que seguir callándose. En ese sentido, el pacto del olvido no era un pacto a partes iguales.[5]

Hay un argumento que todavía se esgrime con cierta frecuencia para evitar condenar la legalidad del franquismo. Según este, una condena tal puede minar la base legal de la democracia actual, ya que dos elementos cruciales de su fragua —la reforma política de 1976 y la monarquía que la encabezó— tenían una notable continuidad con el sistema franquista. De hecho, se puede contestar que ni Franco creyó en su propia «legitimidad» ni (como espero que pruebe este libro) la monarquía democrática tiene necesidad de tal legitimidad. Franco despreció olímpicamente su propia legitimidad. A finales del año 1943, los servicios secretos de la dictadura interceptaron una carta de don Juan de Borbón a uno de sus partidarios en la que jugaba con la idea de una ruptura pública con el régimen. En la carta que escribió al heredero del trono negó que hubiera nada ilegítimo en su presente situación, afirmando con una increíble arrogancia y seguridad en sí mismo: «Entre los títulos que dan origen a una autoridad soberana sabéis se encuentran: la ocupación y la conquista; no digamos el que engendra el salvar una sociedad».[6] El 19 de marzo de 1945, don Juan hizo público su Manifiesto de Lausana, en el cual denunciaba la naturaleza totalitaria del régimen de Franco y sus lazos con las potencias del Eje, pidiendo además que se diera paso a una monarquía moderada, democrática y constitucional. Franco lo rechazó de plano, diciendo al general Kindelán: «Mientras yo viva nunca seré una reina madre».[7]

La actitud de Franco frente al país era más o menos lo que habría sido de haber realizado su antigua ambición de ser alto comisario en Marruecos. Es decir, se consideraba un mando supremo colonial que gobernaba por medios militares de violencia y terror. Delegaba ciertas áreas del poder a sus ministros y les daba total libertad siempre que sus acciones no amenazasen su propio poder. Al final, todo dependía de él y, por tanto, a veces trataba con una frialdad glacial a sus ministros y se burlaba de las más acariciadas instituciones de su régimen. Proclamaba a menudo que la llamada democracia «orgánica» de su seudoparlamento, las Cortes, con sus elementos supuestamente representativos, los procuradores nombrados a dedo, era infinitamente superior a la democracia parlamentaria occidental porque esta se había contagiado por su dependencia de la voluntad de las masas. Sin embargo, cuando Joaquín Ruiz-Giménez hizo un comentario que daba a entender que se lo creía, Franco le espetó con impaciencia: «¿Y a quién representan las Cortes?».[8] En otra ocasión, en julio de 1957, cuando el general Rafael García Valiño votó en contra de una ley nada conflictiva (la ley de enseñanza técnica) y, por otra parte, aprobada casi unánimemente, Franco se indignó: «Si no le gusta el proyecto, debe abstenerse, pero nunca votar en contra, pues el cargo me lo debe a mí por nombramiento directo mío».[9] En otra ocasión, le comentó a Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate, mofándose de ello: «El Movimiento es la claque que me acompaña en mis viajes por España».[10] Mediante estas frases desdeñosas Franco estaba reconociendo indirectamente que la estructura legal e institucional de su régimen no era más que una fachada construida al detalle para cubrir su dictadura personal.

El rey ya no necesita una legitimidad franquista de la que tan fácilmente se burlaba el mismo Franco. La monarquía de Juan Carlos I ha conseguido superar su pecado original: haber sido concebida por el general Franco con el propósito de dar continuidad a los principios fundamentales del Movimiento. Un estigma que en teoría podría haber impedido que la monarquía jamás fuera aceptable para los demócratas españoles fue borrado por el papel que desempeñó el rey en la transición a la democracia y en especial durante las crisis de golpismo entre 1977 y 1982, sobre todo durante el golpe de Tejero del 23 de febrero de 1981. En otras palabras, la monarquía borbónica superó una prueba de utilidad nacional precisamente por haber contribuido a impedir varios intentos de volver al franquismo. Esto, junto a un cuarto de siglo durante el cual ejerció la jefatura del Estado con dignidad y neutralidad, es uno de los pilares de la estabilidad y la durabilidad de la monarquía democrática.

Irónicamente, Franco había excluido la monarquía precisamente por varias razones, desde los resentimientos hacia Alfonso XIII hasta la razón fundamental: no se fiaba de que el heredero legítimo al trono, don Juan de Borbón, comulgase con los principios en los que se basaba su régimen. Franco proclamaba una España en monarquía, pero excluía a la familia real, se convirtió en regente vitalicio y se autoatribuyó el derecho de elegir su propio sucesor monárquico. Al elegir un Borbón, quiso neutralizar a los franquistas monárquicos, pero al saltar una generación, rompió la continuidad de la línea borbónica porque quiso establecer los cimientos de un nuevo tipo de monarquía, franquista, libre de constituciones y de las asociaciones democráticas de don Juan. Con su proyecto retorcido de reemplazar la legitimidad de los Borbones por una legitimidad franquista, Franco contribuía sin querer a la actual popularidad y estabilidad de la monarquía. Las reglas de su juego garantizaron que la única manera en que Juan Carlos pudiera restablecer la monarquía sería a base de probar su propia utilidad a la nación. Así ha sido, y ha creado una nueva «legitimidad de utilidad».

Al rechazar de facto el pasado franquista, el rey conectaba con el deseo popular de contribuir en lo que fuera posible al restablecimiento y luego a la consolidación de la democracia. El 1 de octubre de 1975, Franco había aparecido delante de una multitud de seguidores concentrada frente al palacio de Oriente de Madrid. Su discurso paranoico, repleto de la fraseología de la Guerra Civil española, denunció la amenaza democrática que venía desde Portugal como «una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social».[11] Este fue el mismo Franco que, en 1960, se había burlado de don Juan de Borbón por querer ser «el rey de todos los españoles», diciendo que «para eso no hubiese sido necesaria la sangrienta guerra civil». Se indignaba de que aquel concepto pudiera incluir «a todos los vencidos, separatistas catalanes, comunistas, anarquistas, socialistas, de la CNT, republicanos de varios matices y terroristas, también, ¿por qué no?, todos son españoles». «Parece mentira —decía— que lo que hemos visto y sufrido no haya servido de escarmiento a toda persona medianamente culta y sensata.»[12] En la investidura del rey Juan Carlos, el cardenal Enrique y Tarancón pidió que reinase como «rey de todos los españoles», por lo que recibió las gracias encarecidas del propio monarca.[13]

De esta forma, Juan Carlos iniciaba el proceso de rechazo del franquismo, haciendo suyo el grito tácito del pueblo español: «¡Basta ya de violencia! ¡Basta ya de guerras civiles!». El recuerdo de los horrores de la guerra y de las violencias posteriores fue tan fuerte que, sin embargo, aunque aún subsistían odios personales, el consenso político posfranquista se estableció sobre la base de un acuerdo colectivo de renunciar a la venganza. Se subsumieron los odios en lo que se ha llamado «un pacifismo militante». Las consecuencias de esto han sido importantísimas para la supervivencia de la nueva democracia en España. Más del 70 por ciento de los españoles se definen como pertenecientes a un amplio espectro que va del centro derecha al centro izquierda. En ninguna de las elecciones que se han convocado desde 1977 los partidos de la extrema izquierda o de la extrema derecha han conseguido más del 2 por ciento de los votos. Después del fracaso del golpe militar del 23 de febrero de 1981, millones de personas se lanzaron a las calles de España para manifestar su apoyo a la democracia y su condena de los intentos del coronel Tejero de repetir la experiencia de 1936.

Aquella moderación popular era, en gran medida, una reacción contra los intentos franquistas de mantener vivos los odios de la Guerra Civil española y fue un fiel reflejo del recuerdo horrorizado de lo que había significado el conflicto. Solamente los falangistas más militantes y los militares más franquistas podían seguir vanagloriándose de «los valores del 18 de julio» y de «la Cruzada». La mayoría de la población rechazaba lo que había pasado, estaba decidida a evitar que se repitiera, y la reiteración incesante por parte del régimen de sus acontecimientos sangrientos les causaba repulsión. Fue rechazada por la gran mayoría de los españoles e incluso por el sucesor de Franco, Juan Carlos, quien se convirtió así en el símbolo nacional de la reconciliación.

No se debe olvidar que este proceso de reconciliación fue abierto ya desde antes del final de la Guerra Civil española por Manuel Azaña cuando hablaba de la imposibilidad de triunfar personalmente contra compatriotas y denunciaba el antipatriotismo de quien propusiera exterminar al adversario.[14] Luego, el diálogo mantenido entre Indalecio Prieto y José María Gil Robles en 1948 se basaba en el reconocimiento de que una transición a la democracia solo se podría postular sobre la base de la amnistía y «la necesidad de eliminar de la vida española todo lo que signifique violencia, venganza o represalia injusta».[15] Prieto, Salvador de Madariaga y otros pasaron gran parte de sus vidas intentando realizar el llamamiento de Azaña de «paz, piedad y perdón». Prieto llevaba cuatro meses en la tumba cuando sus esfuerzos se acercaban a la fruición. Una delegación encabezada por Gil Robles, compuesta por monárquicos, católicos falangistas arrepentidos que llegaban desde el interior de España, se encontraba con otra, encabezada por Salvador de Madariaga, integrada por socialistas y nacionalistas vascos y catalanes en el IV Congreso del Movimiento Europeo del 5 al 8 de junio de 1962. La conferencia de Múnich —denunciada por Franco como contubernio y traición— fue, en muchos aspectos, un ensayo para la transición pactada hacia la democracia. Uno de los asistentes, Fernando Álvarez de Miranda, habló a los del interior y del exilio del reto de «romper con el pasado y saltar todo un río de sangre que los separaba». La misma valoración de la reconciliación inspiraba el diálogo entre comunistas y católicos mantenido a lo largo de los años sesenta.

El lenguaje de reconciliación empezó a escucharse en una parte muy importante de la Iglesia y hasta en los ambientes capitalistas más progresistas. El caso es que, aun contra la voluntad del dictador, bajo el franquismo se desencadenó un notable crecimiento socioeconómico que iba desfasando progresivamente las estructuras políticas del propio régimen. A finales de los años sesenta y principios de los setenta, era perceptible el desajuste entre una sociedad y una economía españolas cada vez más desarrolladas y capacitadas para ingresar en el Mercado Común Europeo y unas formas político-institucionales anacrónicas para la época. Obviamente, esos cambios afectaron de manera favorable a las fuerzas que componían la diversa oposición antifranquista, que solo comenzaron a unirse y a superar sus diferencias cuando el régimen empezó a mostrar su debilidad y decadencia. Pero también afectaron a los elementos más inteligentes de la coalición franquista, quienes, conscientes de la obsolescencia de las estructuras de la dictadura, iniciaron su separación gradual de esta. El caso más llamativo y evidente es el de la Iglesia, especialmente desde la presentación a la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes, el 13 de septiembre de 1971, de un proyecto de resolución en el que pidió perdón al pueblo español por no haber sabido actuar durante la guerra civil como «verdaderos ministros de reconciliación». Esta declaración logró mayoría, pero no la suficiente para ser adoptada; no obstante, simbolizando el cambio de bando de una importante parte de la Iglesia y un indicio de su percepción del estado de ánimo de los fieles, fue un tremendo golpe asestado a la convicción de Franco de que había que mantener para siempre la división de los españoles entre vencedores y vencidos. En definitiva, fue un hito crucial en el proceso que lleva a la transición.[16]

Desde finales de los años sesenta, también se apreció otro síntoma claro del desfase entre la sociedad y el Estado franquista en la progresiva irrelevancia que iba adquiriendo la estructura sindical del régimen. Los mismos empresarios para los cuales había sido creado ese aparato comenzaron a marginarlo y a negociar directamente con los sindicatos clandestinos unos convenios laborales efectivos y más rentables que los falsos acuerdos logrados a través de la central sindical. A esta deserción de la Iglesia y de sectores empresariales se fue añadiendo la oposición del creciente número de técnicos y especialistas que se iban formando al compás de la gran expansión de las universidades que se produjo durante los sesenta. Finalmente, el régimen recibió un golpe importante, en términos psicológicos, con el comienzo de las acciones de ETA. La imagen de invulnerabilidad del régimen se fue rompiendo precisamente por la facilidad, aislada y muy ocasional, desde luego, con la que determinados individuos del aparato franquista caían bajo los ataques de ETA.

Para agravar más la situación, a finales de los años sesenta fue surgiendo otro problema biológico: el deterioro de la salud del propio Franco. Desde hacía tiempo, existía el problema de la enfermedad de Parkinson que había afectado ocasionalmente su lucidez y su dinamismo. Fue motivo de muchos comentarios, por ejemplo, la imagen de anciano agotado que mostró el Caudillo cuando leyó su discurso de presentación de la Ley Orgánica del Estado el 22 de noviembre de 1966.[17] En el verano de 1968, después de un Consejo de Ministros celebrado en Santander, uno de sus ministros, que llevaba ya varios años en el Consejo, le pidió un autógrafo sobre una foto de los dos juntos con el resto de ministros. Franco dijo que sí, se puso las gafas, cogió la foto, miró fijamente al ministro y le dijo: «Bien, y ¿cómo se llama usted?».[18] Franco siempre se había vanagloriado de su capacidad de aguante, presidiendo los Consejos de Ministros durante sesiones de ocho y diez horas. El 6 de diciembre de 1968, salió al baño por primera vez en treinta años. El 2 de junio de 1969, durante el viaje en coche de Madrid a Córdoba para inaugurar unas obras, Franco cayó inconsciente sobre el hombro de Federico Silva Muñoz, su ministro de Obras Públicas.[19] Unas semanas después de la crisis ocasionada por el asunto MATESA y el cambio ministerial del 29 de octubre de 1969, hubo una cena en la que corrió por la mesa la ocurrencia de que «En tiempos de Franco, no pasaba esto».[20]

No es de extrañar que dentro del pequeño círculo o camarilla de El Pardo se empezaran a preocupar seriamente por el estado físico del general, llegando a la conclusión de que Franco no era inmortal (lo que debió de ser difícil de aceptar para algunos). Fernando María Castiella le llamó el «Cansado».[21] A finales de septiembre de 1970, el presidente estadounidense Richard Nixon, acompañado de su consejero Henry Kissinger, llegó a Madrid para hablar de las bases estadounidenses y del futuro político de España. Después de pasear en coche por la capital, el dictador ya dormitaba, y mientras Nixon negociaba con Gregorio López-Bravo, Franco y Kissinger roncaban suavemente.[22]

Es imposible saber qué hubiera pasado si Carrero Blanco no hubiera sido asesinado por ETA en diciembre de 1973, pero no comparto la opinión de quienes dicen que su muerte aceleró la transición democrática en diez o quince años. Como mucho, creo que la aceleró en seis meses o quizá un año; aunque ahora debo contar otra anécdota: en 1989, Juan Carlos le comentó a un amigo mío que el asesinato de Carrero fue providencial porque, de haber seguido al frente del gobierno, «a lo mejor, estamos todavía esperando la transición». Detonar una crisis dentro del régimen fue el objetivo de ETA con su bomba de la calle Claudio Coello, lo cual supuso un golpe tremendo para el régimen.[23] Acentuó las luchas internas entre las familias políticas que componían la coalición franquista hasta extremos de desintegración porque Carrero, debido a su conexión con el Opus Dei y a su irreprochable pasado franquista, era insustituible en el papel de mediador entre las fuerzas moderadas y extremistas del franquismo. Obviamente, la intención de ETA al eliminar a Carrero era no solo acabar con un individuo, sino también abrir una crisis en el propio régimen. Y así sucedió, aunque insisto en que la crisis interna franquista era ya bastante grave antes del asesinato.

La muerte de Carrero Blanco abrió la puerta a la etapa de gobierno de Arias Navarro, que duraría hasta su dimisión forzada en el verano de 1976 para dar paso a Adolfo Suárez. Fue una etapa tan crucial en la preparación de la transición pacífica que, en este libro, la califiqué como el periodo de «mal necesario», porque Arias Navarro presidió una fase de honda crisis económica e inequívoco tambaleamiento de la dictadura que alentó los movimientos unitarios en el seno de la izquierda. Este crucial proceso unitario es imposible de entender sin referencia a la paralela desintegración del franquismo, ya que mientras la dictadura parecía inexpugnable, la izquierda había permanecido desunida y dedicada a discutir sobre sus distintas utopías. Una vez que se apreciaron posibilidades reales de acabar con el régimen, los diferentes partidos de izquierdas comenzaron a unirse sobre unas bases concretas para promover la transición a la democracia.

Mientras, la debilidad física de Franco iba aumentando. Esto dio lugar a una de las anécdotas más reveladoras del periodo. En julio de 1974, cuando estaba hospitalizado para ser tratado de una flebitis, estalló delante de la habitación del Caudillo una indecorosa pelea entre el doctor Vicente Gil y el yerno de Franco, Cristóbal Martínez-Bordiú. Que los dos profesionales encargados de la salud del jefe del Estado intercambiaran bofetadas fue un fiel reflejo del grado de descomposición del régimen. Doña Carmen despidió al doctor Gil con las palabras: «Médicos hay muchos, Vicente, y yernos solo hay uno». Se quedó pasmado al ver que, en reconocimiento de sus cuarenta años de servicio al Caudillo, se le mandó un televisor de los muchos regalados y almacenados en El Pardo.[24] Durante aquella enfermedad de Franco en 1974, se había activado el artículo 11 de la Ley Orgánica del Estado, a pesar de las muchas dudas del entonces príncipe Juan Carlos. Ejerció las funciones de jefe del Estado durante solo cincuenta días y fue bastante humillado por el yerno de Franco, que hizo hincapié en tratar a su propio yerno Alfonso de Borbón como si fuera el sucesor oficial. También se sintió humillado cuando Franco volvió a asumir la jefatura del Estado sin previo aviso.[25] Los síntomas de debilidad del dictador y de su régimen se sucedían. En octubre de 1974, con motivo del proceso judicial por el fraude del «aceite de Redondela», José María Gil Robles estaba aireando la fortuna que había hecho al respecto Nicolás Franco, hermano del dictador, se desató una campaña feroz contra Pío Cabanillas, quien se vio obligado a dimitir y, en solidaridad, también lo hizo el miembro más importante y «liberal» del gobierno: el ministro de Hacienda, Barrera de Irimo. Con ambos, dimitió todo el grupo de altos funcionarios que dominaban los engranajes del Estado, los cristianodemócratas conservadores del grupo «Tácito».

Con este abandono, la desintegración del sistema franquista ya era irreversible, aun antes de la muerte del general en noviembre de 1975. El 20 de octubre de 1975, se volvió a activar el artículo 11 de la Ley Orgánica. La primera experiencia había sido tan desagradable que el príncipe insistió en que esta vez no fuera provisional. Había rumores burlones de que cuando se lo dijo a Franco, el Caudillo había contestado: «Bueno, puede ser hasta que Su Alteza muera, pero luego asumiré otra vez mis poderes». El intento por parte de Arias de modificar el franquismo sin cambiar nada fue «un mal necesario» porque aceleró las divisiones del franquismo. Es decir, obligó a los elementos progresistas a reconocer que solo renunciando al franquismo podrían esperar una transición pacífica. Por tanto, Arias facilitó inadvertidamente el acercamiento de los elementos moderados del régimen a los elementos moderados de la oposición. Además, la ejecución de dos miembros de ETA y tres del FRAP, dos meses antes de esa muerte, modificó de manera radical la actitud internacional hacia la dictadura, que quedó aislada diplomáticamente. En esas condiciones, lo sorprendente es que Arias Navarro pudiera mantenerse en el gobierno durante los siete meses que siguieron a la desaparición de Franco.

Ello se debe, en gran medida, a la astucia del rey Juan Carlos, quien sabía que tenía que establecerse como rey antes de intentar un salto adelante en la transición. Era muy consciente de que algunos elementos todavía muy poderosos del franquismo, dentro del ejército, en la camarilla de El Pardo, el búnker en general, le veían con muchísimo recelo. Era muy importante ganar tiempo y para eso sirvió bien Arias, quien fue una garantía para los franquistas a ultranza de que el nuevo cumpliera sus juramentos de seguir las leyes fundamentales del Movimiento. Sin embargo, al ir estableciendo su propia autoridad, el rey no pudo eludir la conclusión de que Arias era incapaz de llevar adelante la reforma democrática que estaba exigiendo la situación. Por tanto, en junio de 1976 procedió a sustituirlo por Adolfo Suárez para acelerar ese proceso y para dirigirlo según las directrices trazadas por su gran consejero Torcuato Fernández-Miranda.

En 1976 había cierta preocupación por que la transición fuera un proceso sangriento en el que la presión del movimiento obrero y la amenaza de huelga general fueran el detonante de una reacción represiva de las fuerzas de orden público. De hecho, gracias al buen sentido de las fuerzas democráticas y de los políticos de la monarquía, el proceso de la transición en 1976 fue esencialmente pacífico. Sin embargo, si no hubiera sido por las presiones populares, los elementos progresistas del franquismo no habrían tenido motivos para admitir la ruptura pactada que fue la base de la transición. El momento crucial en el consiguiente mano a mano tuvo lugar a principios de 1977. Todos aprendieron del inmenso esfuerzo de contención hecho por la oposición franquista después de la matanza de Atocha.[26] De hecho, la renuncia a la venganza por parte de la izquierda fue justificada casi a diario durante la transición. Por mucho que se hagan alabanzas a la madurez y el alto grado de ciudadanía de un pueblo que parecía decidido a resolver el futuro por medio de la negociación, al cuestionar el pacto del olvido, tampoco se pueden olvidar las figuras omnipresentes de los golpistas y los terroristas, quienes lo hacían necesario. En enero del año 1977, la disciplina con que el PCE expresó su rechazo de la violencia fue la realización más completa de las esperanzas de reconciliación nacional.

Pensando en las preocupaciones y dramas del periodo que va de la muerte de Carrero Blanco, pasando por la de Franco mismo y acabando con las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, parece mentira decir que la transición a la democracia fue casi inevitable. Todo indica que el régimen franquista, inadvertidamente y contra su voluntad, sembró las semillas de lo que habrían de ser las bases y condiciones para su propia superación y sustitución por un régimen democrático. Había en la segunda mitad de los años sesenta y a comienzos de los setenta un cada vez más creciente consenso que se iba fraguando entre las fuerzas de izquierdas y ciertos elementos aperturistas del franquismo para favorecer una transición pacífica hacia la democracia parlamentaria. Sin embargo, si hoy la inevitabilidad de la transición es poco discutible, su perfil final era muy difícil de vislumbrar en 1975, cuando la mayoría de los españoles veían el futuro inmediato con una gran incertidumbre. Por una parte, sus ansiedades se iban a ver sobradamente justificadas por el grado de violencia que iba a acompañar al proceso de cambio, tanto por parte de los sectores militares reacios al cambio democrático como por parte de ETA.

Por tanto, al intentar explicar en este libro el triunfo final de la democracia tal y como se realizó, tuve que atender a dos planos paralelos: por un lado, las razones estructurales, de orden socioeconómico, que permitieron el carácter mayormente pacífico de todo el proceso y que son la base de la «inevitabilidad»; por otro, las vicisitudes y factores políticos que fueron desarrollándose durante el propio periodo transitorio hasta las primeras elecciones de junio de 1977 y aún más allá. En este sentido, el libro se encontró en un cruce de caminos en mi propia manera de percibir la historia. Siempre había pensado, y sigo pensando, que los grandes procesos históricos no se pueden entender sin trazar las estructuras socioeconómicas de fondo y sus conflictos con los sistemas de superestructura política. Este concepto subyace en La destrucción de la democracia en España, donde intenté equilibrar lo estructural y lo coyuntural del papel de los individuos. En adelante, desarrollé mi interés por los individuos y su papel en la historia —sin menospreciar los factores estructurales— en otros libros y, especialmente, mi biografía del mismo dictador.

En el prefacio a la primera edición de El triunfo de la democracia en España, comenté que «me fascinó el submundo absorbente de las negoci

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