Guardianes de la intimidad

Dave Eggers

Fragmento

OTRA

OTRA

Había ido a Egipto, de correo, sin problemas. Le entregué el paquete a un tipo en el aeropuerto y con eso había cumplido, estaba libre al mediodía del primer día. Era un mal momento para estar en El Cairo, resultaba poco prudente dadas las relaciones entre nuestro país y la región, pero fui de todos modos porque en ese momento de mi vida sí había una mínima esperanza, por pequeña y desalentadora que fuera…

Había tenido problemas para pensar, para terminar las cosas. Palabras como «ansiedad» y «depresión» parecían adecuarse al momento, no me interesaban las cosas de siempre, no lograba beberme un vaso de leche sin deliberar, pero no me detenía a cavilar y regodearme. Un diagnóstico lo habría hecho menos interesante.

Había estado casado, dos veces; había cumplido los cuarenta rodeado de amigos; había tenido mascotas, trabajos en el servicio diplomático y gente trabajando a mi cargo. Años después, un mes de mayo, me encontraba en Egipto en contra del consejo de mi gobierno, solo y con diarrea leve.

Hacía un calor nuevo, seco y sofocante, un calor que no conocía. Solo había vivido en lugares húmedos –Cincinnati, Hartford– donde la gente que conocía se compadecían los unos de los otros. Aunque sobrevivir en el calor egipcio resultaba estimulante: vivir bajo el sol me hacía sentir más liviano y fuerte, hecho de platino. Perdí cuatro kilos y medio en unos días, pero me sentía bien.

Hacía solo unas semanas que unos terroristas habían asesinado a setenta turistas en Luxor y todo el mundo estaba nervioso. Yo acababa de estar en Nueva York, en lo alto del Empire State Building, a los pocos días de que un tipo hubiera abierto fuego allí mismo y matado a una persona. No me dedicaba a perseguir problemas de manera consciente, pero, entonces, ¿qué puñetas estaba haciendo?

Un martes estaba paseando junto a las pirámides, disfrutando del polvo y bizqueando porque ya había perdido mis segundas gafas de sol. Los vendedores ambulantes que trabajaban en la planicie de Gizeh –uno de los encantos menos encantadores del mundo– intentaban venderme cualquier cosa: pequeños escarabajos de juguete, llaveros de Keops, sandalias de plástico. Hablaban veinte palabras de una docena de idiomas y conmigo lo intentaron en alemán, español, italiano e inglés. Dije que no, me fingí mudo y me acostumbré a contestarles «¡Finlandia!» a todos, seguro de que no sabían finlandés, hasta que un hombre me ofreció montar a caballo en inglés americano marcando las erres de un modo obsceno. Eran listísimos, los muy cabrones. Yo ya había dado un caro y breve paseo a camello, sin ningún interés, y aunque nunca había paseado tranquilamente a caballo y en realidad tampoco quería hacerlo, le seguí a pie.

–A través del desierto –me dijo, guiándome más allá de un autocar plateado que descargaba turistas suizos de edad avanzada. Le seguí–. Vamos a por caballo. Cabalgamos hasta Pirámide Roja. –Le seguí–. Tú tienes caballo para ti –dijo, contestando a mi última pregunta no planteada.

Yo sabía que acababan de reabrir la Pirámide Roja o que estaban a punto de hacerlo, aunque ignoraba por qué la llamaban Roja. Quería cabalgar por el desierto. Quería descubrir si ese hombre –menudo, de dientes marrones, ojos atentos y bigote de poli– intentaría matarme. Había montones de egipcios a los que les encantaría matarme, de eso estaba seguro, y estaba listo para el combate con cualquiera que me quisiera muerto. Estaba solo, era imprudente y, frente a la furia, reaccionaba a la vez con pasividad y rapidez. Vivía una época bella, todo resultaba electrizante y odioso. En Egipto destacaba, unos me chillaban y otros me abrazaban. Un día un hombre elegante que vivía bajo un puente y quería enseñar en un internado americano me invitó a zumo de caña de azúcar. Yo no podía ayudarle pero él estaba convencido de lo contrario y me hablaba a gritos junto al bar de zumos, fuera, en una de las atestadas calles de El Cairo mientras los demás miraban con indiferencia. Yo era una estrella, un pagano, un enemigo, nada.

En Gizeh me alejé de los turistas y los autobuses junto al hombre de los caballos –que no olía a nada en particular– y descendimos la meseta. La arena dura fue ablandándose. Pasamos junto a un anciano en una cueva subterránea y tuve que pagarle baksheesh, propina, porque el tipo era «famoso» y el guardián de la cueva. Le di un dólar. El primer hombre y yo seguimos adelante, más o menos kilómetro y medio, y donde el desierto se juntaba con un camino me presentó a su socio, un gordo que llenaba a reventar una camisa raída y que tenía dos caballos árabes, ambos negros.

Me ayudaron a montar el más pequeño. El animal rezumaba vida, estaba inquieto y tenía las crines pegajosas por el sudor. No les conté que solo había montado en una ocasión y además en una feria del Cuatro de Julio dando vueltas alrededor de una pista medio borracho. Estaba buscando huesos de dinosaurio en Arizona puesto que, fugazmente, me consideré arqueólogo. Todavía no sé por qué me hicieron como soy.

–Hesham –dijo el jinete, y se señaló el esternón con el pulgar. Asentí.

Monté en el caballo pequeño y Hesham y yo nos despedimos del gordo y trotamos unos ocho kilómetros por un camino rural recién pavimentado, pasando por delante de varias granjas mientras los taxis nos adelantaban entre bocinazos. ¡En El Cairo las bocinas no paran! La gente conduce con la mano izquierda para poder comunicar mejor con la derecha cualquier matiz de sus sentimientos. Mi silla era simple y pequeña; me pasé un minuto entero tratando de dilucidar cómo se enganchaba al caballo y cómo debía engancharme yo a ella. A través de la silla notaba hasta el último hueso, músculo y cartílago que constituían el caballo. Le acaricié el cuello a modo de disculpa y me apartó la mano de una sacudida. Me aborrecía.

En cuanto abandonamos el camino y cruzamos un estrecho desfiladero, el desierto infinito se extendió ante nosotros. Me sentí un hijo de puta por haber dudado siempre de que fuera tan grande y aquiescente. Daba pena pisarlo vista la delicadeza con que le habían dado forma, superponiendo capa tras capa de velludillo.

Con los primeros pasos del caballo sobre la arena, Hesham preguntó:

–¿Sí?

Y yo asentí.

Enseguida azotó a mi caballo y jaleó al suyo y salimos al galope por el Sahara en pos de una duna del tamaño de un edificio de cuatro plantas.

Nunca antes había galopado. No tenía ni idea de dirigir al caballo. El animal volaba; parecía gustarle. El último caballo que había montado me frenaba constantemente. Este se limitaba a estirar la cabeza hacia el futuro de manera rítmica.

Resbalé hacia el final de la silla de montar y volví a adelantarme. Ovillé las riendas en una mano y me incliné, acercándome al cuerpo del animal. Pero algo o todo iba mal. Me atacaban desde todos los ángulos. Hacía años que no experimentaba tanta violencia.

Hesham, al ver mis esfuerzos, aminoró la marcha. Se lo agradecí. El mundo se tranquilizó. Recuperé el domin

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