Los monstruos

Dave Eggers

Fragmento

Los monstruos

1

Acompañando cada jadeo de Stumpy, Max persiguió a su perro blanco como una nube por el pasillo de arriba y escaleras de madera abajo hasta el frío vestíbulo abierto. Max y Stumpy lo hacían a menudo, eso de corretear y pelearse por la casa, aunque la madre y la hermana de Max, las otras dos residentes del hogar, no apreciaban el volumen y violencia del juego. El padre de Max vivía en la ciudad y telefoneaba los miércoles y los domingos, pero no siempre.

Max arremetió contra Stumpy, erró la embestida, salió disparado hacia la puerta delantera y volcó la canasta-tirador. La canasta-tirador era un pequeño recipiente de mimbre que a Max le parecía una tontería pero que su madre insistía en tener en el tirador de la puerta principal porque daba buena suerte. La canasta servía sobre todo para caerse y aterrizar en el suelo, donde a menudo la pisaban. De modo que Max tiró la canasta y luego Stumpy la pisó, atravesando el fondo con la pata y produciendo un desafortunado ruido de mimbre roto. Max se preocupó un segundo, pero enseguida la visión de Stumpy tratando de pasearse por la casa con la cesta enganchada en la pata eclipsó cualquier preocupación. Max se rió sin parar. Cualquiera con dos dedos de frente habría captado la gracia de la situación.

–¿Piensas pasarte el día trasteando? –preguntó Claire, irguiéndose de pronto por encima de Max–. Solo llevas en casa diez minutos.

Su hermana Claire tenía catorce años, casi quince, y Max ya no le interesaba, al menos de forma constante. Ahora Claire iba al instituto y ya no le atraían las cosas que antes les gustaba hacer juntos –incluido el Lobo y el Amo, un juego que Max seguía considerando digno–. Claire había adoptado un tono de descontento y enojo perpetuo hacia todo lo que hacía Max y hacia casi todas las cosas que existían en el mundo.

Max no contestó a la pregunta de Claire; cualquier respuesta le daría problemas. Si respondía «No», implicaría que había estado trasteando, y si decía «Sí», significaría no solo que había sido un trasto y así lo admitía, sino que tenía intención de seguir siéndolo.

–Será mejor que te esfumes –le aconsejó Claire, repitiendo una de las expresiones favoritas de su padre–. Tengo visitas.

Si Claire hubiera pensando con claridad, habría deducido que pedirle a Max que se esfumara solo serviría para motivarlo a destacar más y que contarle que esperaba visitas le animaría a quedarse.

–¿Va a venir Meika? –preguntó el niño.

Meika era su favorita entre las amigas de Claire, el resto eran imbéciles. Meika le prestaba atención, de hecho hablaba con él, le hacía preguntas, una vez incluso había entrado en su cuarto a jugar al Lego y admirar el disfraz de lobo que guardaba en la puerta del ropero. Meika no había olvidado lo que era divertirse.

–No es asunto tuyo –contestó Claire–. Tú déjanos en paz, ¿vale? No les pidas que jueguen al mecano ni a ninguna otra chorrada que se te ocurra.

Max sabía que observar y molestar a Claire y sus amigos sería mejor en compañía, de modo que salió a la calle, se montó en bici y se dirigió a casa de Clay. Clay era nuevo; vivía en una de las casas prefabricadas del final de la calle. Y aunque era paliducho y cabezón, Max le había concedido una oportunidad.

Max condujo por la acera serpenteando, con la cabeza repleta de ideas sobre lo que Clay y él podrían hacer con los amigos de Claire o, si no les dejaban, las cosas que podrían hacerles. Era diciembre y la nieve, un polvo seco hacía tan solo unos días, empezaba a fundirse dejando rastros fangosos en las carreteras y las aceras y clapas en los jardines.

Algo estaba pasando en el vecindario de Max. Estaban derruyendo las casas viejas y en su lugar levantaban casas nuevas, más grandes y ruidosas. En su manzana había catorce casas y, en los dos últimos años, seis de ellas, todas de una sola planta y tirando a pequeñas, habían sido arrasadas. En todos los casos había ocurrido lo mismo: los propietarios se habían marchado o habían muerto de viejos y los nuevos dueños habían decidido que les gustaba la ubicación pero querían una casa mayor en el lugar de la anterior. Ello trajo al barrio el ruido constante de las obras y, afortunadamente para Max, la provisión casi infinita de materiales de desecho: clavos, maderas, cables y baldosas. Con todos ellos se había dedicado a armar una especie de casa propia en un árbol, en el bosque junto al lago.

Max siguió pedaleando, después soltó la bici y llamó a la puerta de Clay Mahoney. Se agachó a atarse los zapatos y, mientras terminaba el segundo nudo del zapato izquierdo, se abrió la puerta.

–¿Max?

La madre de Clay se erguía sobre él vestida con pantalones negros ajustados y una camisetita blanca (que decía ¡HOY! ¡SÍ!) por encima de un top de lycra negro; vestía como una esquiadora en plena competición. Detrás de ella, alguien había pausado un vídeo de ejercicios. En la pantalla del televisor tres mujeres musculosas se estiraban arriba y a la derecha, desesperadas y haciendo muecas, tratando de alcanzar algo fuera de plano.

–¿Está Clay? –preguntó Max, incorporándose.

–No, lo siento, Max. No está en casa.

La mujer sostenía un bote plateado y grande con asa negra –una especie de taza de café–, y mientras le daba un sorbo paseó la vista por el porche delantero.

–¿Has venido solo?

Max meditó un segundo la pregunta, buscándole un segundo sentido. Por supuesto que estaba solo.

–Sí –contestó.

Max se había fijado en que la expresión de la madre de Clay era siempre de sorpresa. La postura y la voz apuntaban que estaba al corriente, pero los ojos decían: «¿De veras? ¿Qué? ¿Cómo puede ser?».

–¿Como has llegado hasta aquí? –preguntó la mujer.

Otra pregunta rara. La bicicleta de Max descansaba poco más de un metro detrás de él, a plena vista. ¿Es que no la veía?

–En bici –contestó el niño, señalándola con el pulgar por encima del hombro.

–¿Solo?

–Sí.

«Qué mujer», pensó Max.

–¿Solo? –repitió ella.

Tenía la mirada descontrolada. Pobre Clay. Su madre estaba tarumba. Max sabía que debía andarse con cuidado con lo que decía a una loca. A los locos había que tratarlos con cautela, ¿no? Decidió ser muy educado.

–Sí, señora Mahoney. Estoy… solo. –Pronunció las palabras despacio, con detenimiento, mirándola todo el rato a los ojos.

–¿Tus padres te dejan pedalear por ahí tú solo? ¿En diciembre? ¿Sin casco?

Estaba claro que a la mujer le costaba captar lo evidente. Era evidente que Max estaba solo y era evidente que había llegado en la bici. Y no llevaba nada en la cabeza, así que ¿por qué preguntar por el casco? Aquella mujer deliraba. ¿O quizá sufriera ceguera funcional?

–Sí, señora Mahoney. No necesito casco. Vivo en la siguiente manzana. He venido por la acera.

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