La senda de la gloria

Jeffrey Archer

Fragmento

Sábado, 1 de mayo de 1999

L a última vez que salí a escalar con botas de clavos me caí —dijo Conrad.

Jochen sintió ganas de gritar de alegría, pero sabía que si contestaba aquel mensaje en clave podía alertar al grupo rival que sintonizaba su frecuencia o, todavía peor, permitir que algún periodista que estuviera a la escucha se enterara de que habían descubierto un cuerpo. Dejó la radio encendida, confiando en que hallaran una pista que revelara cuál de las dos víctimas había encontrado el equipo de rescate. Pese a ello, no se oyó nada más, únicamente el chisporroteo del aparato, que confirmaba que había alguien pero que no deseaba hablar.

Jochen siguió las instrucciones al pie de la letra y, al cabo de sesenta segundos de silencio, apagó la radio. Le habría gustado que lo hubieran elegido para formar parte del equipo de escalada que había salido en busca de los dos cuerpos, pero lo habían echado a suertes y él había perdido. Alguien debía quedarse en el campamento base para ocuparse de la radio. Contempló la nieve que caía en el exterior de la tienda e intentó imaginar lo que debía de estar ocurriendo en lo alto de la montaña.

Conrad Anker se quedó mirando el cuerpo congelado y la piel blanca como la nieve. Las prendas de ropa —o lo que quedaba de ellas— parecían las de un mendigo, no las de un hombre educado en Oxford o Cambridge. Una gruesa cuerda de cáñamo seguía anudada a la muñeca del muerto; el extremo desgarrado indicaba que debía de haberse roto durante la caída. Tenía los brazos extendidos por encima de la cabeza, y la pierna izquierda cruzada sobre la derecha. La tibia y el peroné de esta última estaban fracturados, de manera que el pie parecía haberse desprendido del resto del cuerpo.

Ningún miembro del equipo dijo nada mientras intentaban llenarse los pulmones con el aire escaso. A más de ocho mil metros de altura, hay que racionar las palabras. Al fin Anker se arrodilló en la nieve y ofreció una oración a Chomolungma, la diosa de la Madre Tierra. Se tomó su tiempo. Después de todo, los historiadores, los alpinistas, los periodistas y los simples curiosos llevaban más de setenta y cinco años esperando ese momento. Se quitó uno de los gruesos guantes de forro polar y lo dejó a su lado, en la nieve; luego se inclinó adelante con un movimiento lento y exagerado, y con el dedo índice de la mano derecha apartó la solapa congelada de la chaqueta del muerto. Fue consciente de los latidos de su corazón mientras leía las nítidas letras rojas en la cinta cosida en el interior del cuello de la camisa.

—¡Dios mío! —exclamó una voz a su espalda—. ¡No es Irvine! ¡Es Mallory!

Anker no dijo nada. Todavía necesitaba confirmar el descubrimiento que les había llevado a viajar ocho mil kilómetros.

Deslizó la mano sin guante en el bolsillo interior de la chaqueta del muerto y extrajo con destreza la bolsita que la esposa de Mallory había confeccionado tan laboriosamente para su marido. Desdobló con cuidado la tela de algodón, temiendo que se deshiciera en sus manos. Si encontraba lo que estaba buscando, el misterio por fin quedaría resuelto.

Una caja de cerillas, unas tijeras de uñas, un lápiz sin punta, una nota escrita en un sobre en la que se indicaba cuántas botellas de oxígeno quedaban antes de que intentaran la ascensión final, una factura sin pagar de Gamages por un par de gafas, un Rolex sin manecillas y una carta de la esposa de Mallory fechada el 14 de abril de 1924. Sin embargo, lo que Anker esperaba encontrar no estaba allí.

Miró al resto del equipo, que lo esperaba con aire de impaciencia. Respiró profundamente y habló despacio:

—No hay ninguna fotografía de Ruth.

Uno de ellos gritó de alegría.

Libro primero Un muchacho poco comun

LIBRO PRIMERO

Un muchacho poco común

1892

Capitulo 1

1

St. Bees, Cumbria, martes, 19 de julio de 1892

S i alguien hubiera preguntado a George por qué había empezado a caminar hacia la roca, no habría sido capaz de explicarlo. El hecho de que tuviera que meterse en el mar para alcanzar su objetivo no parecía importarle, aunque no sabía nadar.

Solo una persona de las que había en la playa esa mañana mostró algún interés en aquel niño de seis años. El reverendo Leigh Mallory dobló su ejemplar del Times y lo dejó a sus pies, en la arena. No dijo nada a su esposa, que descansaba a su lado en la tumbona con los ojos cerrados, disfrutando de los ocasionales rayos de sol, del todo ajena a los peligros que acechaban a su hijo mayor. Sabía que Annie sufriría un ataque de pánico, como le ocurrió el día en que el niño trepó al tejado del ayuntamiento del pueblo durante una reunión de la organización benéfica Mother’s Union.

El reverendo Mallory echó un rápido vistazo a sus otros tres hijos, que jugaban alegres en la orilla, indiferentes a lo que podía ocurrirle a su hermano. Avie y Mary estaban muy entretenidas recogiendo las conchas que la marea de la mañana había arrastrado a la playa, mientras que su hermano pequeño, Trafford, parecía muy concentrado en llenar de arena su cubo de lata. Mallory volvió a mirar a su hijo mayor y heredero, que seguía caminando con decisión hacia la roca. Aún no estaba preocupado; sin duda el chico acabaría comprendiendo que debía regresar. Sin embargo, cuando vio que las olas empezaban a llegar a las rodillas del muchacho, se levantó de la tumbona.

Aunque George ya casi no hacía pie, tan pronto como alcanzó un aguzado escollo se izó ágilmente fuera del agua y fue saltando de piedra en piedra hasta llegar a lo alto. Una vez allí, se sentó para contemplar el horizonte a sus anchas. Aunque su asignatura favorita en el colegio era la historia, resultaba evidente que nadie le había hablado todavía del rey Canuto.

Su padre observaba no sin inquietud las olas, que empezaban a rodear la roca. Esperó con paciencia a que su hijo se percatara del peligro en que se hallaba y que se diera la vuelta para pedir ayuda, pero no lo hizo. Cuando el primer roción de espuma salpicó los pies del muchacho, el reverendo Mallory se acercó despacio a la orilla.

—Muy bien, hijo mío —murmuró al pasar junto al menor de los niños, que había empezado a construir un castillo de arena. Sin embargo, no perdió de vista ni un instante al mayor, que seguía sin mirar hacia la playa a pesar de que las olas le mojaban ya los tobillos.

El reverendo se zambulló y nadó hacia la roca, pero con cada brazada, lenta, al estilo militar, comprendía que se encontraba mucho más lejos de lo que había creído.

Por fin alcanzó su objetivo y trepó con esfuerzo por la roca. Mientras escalaba sin hacer gala de la seguridad que su hijo había mostrado momentos antes, se hizo algunos cortes en las piernas. Cuando llegó junto al muchacho, procuró que este no notara que se hallaba sin aliento y bastante enfadado.

Entonces oyó los gritos. El reverendo se volvió y vio a su mujer, de pie en la orilla, chillando desesperadamente.

—¡George! ¡George!

—Creo que deberíamos regresar, hijo —sugirió el reverendo Mallory, procurando controlar el tono de voz—. No queremos que tu madre se preocupe, ¿verdad?

—Un momento más, padre —rogó George, que seguía mirando fijamente el mar.

Sin embargo, el padre decidió que ya no podían esperar más y cogió a su hijo en brazos con cuidado.

Tardaron bastante en alcanzar la seguridad de la playa, ya que el reverendo Mallory, que cargaba con el chico, tuvo que nadar de espaldas impulsándose solo con las piernas. Así descubrió George que los viajes de regreso a veces parecen mucho más largos que los de ida.

Cuando el reverendo se desplomó en la playa, la madre corrió hacia ellos, cayó de rodillas y estrechó a su hijo contra su pecho, llorando y gritando «¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias Dios mío!», sin prestar la menor atención a su agotado marido. Las dos hermanas de George, llorando en silencio, se mantenían a una prudente distancia de la marea que subía, mientras Trafford seguía construyendo su castillo, demasiado pequeño para concebir cualquier idea relacionada con la muerte.

El reverendo Mallory por fin logró sentarse y contempló a su hijo mayor, que seguía observando el mar a pesar de que la roca había desaparecido de la vista. Comprendió entonces que el muchacho carecía por completo de la sensación de miedo y de toda noción de riesgo.

1896

Capitulo 2

2

M édicos, filósofos e incluso historiadores han debatido sobre la importancia de la herencia al intentar comprender y explicar el éxito o fracaso de las generaciones posteriores. Si un historiador hubiera estudiado a los padres de George Mallory, le habría resultado difícil encontrar una razón que justificara el extraño don del muchacho, por no mencionar su atractivo físico.

Los padres de George se consideraban de clase media-alta, pese a carecer de los recursos para semejante pretensión. Los feligreses de la parroquia de Mobberley, en Cheshire, consideraban al reverendo demasiado apegado a los rituales, inflexible y estrecho de miras, y compartían la opinión unánime de que su mujer se comportaba como una esnob. En consecuencia, concluían, el muchacho debía de haber heredado su talento de algún pariente lejano. En cualquier caso, el reverendo tenía plena conciencia de que su hijo mayor era un jovencito poco común, y estaba dispuesto a cualquier sacrificio para que George recibiera su educación en Glengorse, un distinguido colegio del sur de Inglaterra.

—Tendremos que apretarnos el cinturón, sobre todo si Trafford va a seguir tus pasos —decía a menudo el reverendo.

Tras sopesar aquellas palabras durante un tiempo, George acudió a su madre para preguntarle si en el sur de Inglaterra no había algún colegio al que pudieran asistir sus hermanas.

—Cielo santo, no —respondió ella con desdén—. Eso sería tirar el dinero. Además, ¿de qué serviría?

—Para empezar, significaría que Avie y Mary tendrían las mismas oportunidades que Trafford y yo —señaló George.

Su madre soltó un bufido.

—Ya me dirás por qué habría que someter a las niñas a semejante calvario si no ha de servirles para encontrar un buen marido.

—¿Y no podría ser que un hombre prefiriera casarse con una mujer culta y educada?

—Eso es lo último que quieren —respondió su madre—. No tardarás en comprender que los maridos solo esperan que sus esposas les proporcionen al menos un heredero y se ocupen del servicio.

George no quedó muy convencido y decidió esperar a que se presentara el momento adecuado para plantear la cuestión a su padre.

En 1896, las vacaciones de verano de los Mallory no transcurrieron en la playa de St. Bees, sino en las montañas de Malvern Hills. Cuando la familia descubrió que ninguno de sus miembros podía mantener el ritmo de George en las excursiones, su padre hizo al menos el valiente intento de acompañarlo a las cimas más altas mientras los demás se quedaban tan contentos en los valles.

George abordó el delicado asunto de la formación de sus hermanas mientras su padre, resollando, lo seguía a varios metros de distancia.

—¿Por qué las chicas no tienen las mismas oportunidades que los hombres?

—Porque no está en el orden natural de las cosas, hijo mío.

—¿Y quién decide cuál es el orden natural de las cosas?

—Dios —respondió el reverendo Mallory, quien se sentía en terreno conocido—. Él decretó que el hombre proporcionara el sustento y el cobijo a la familia, mientras la esposa permanecía en el hogar, cuidando de los hijos.

—Pero sin duda Dios ha de saber que a menudo las mujeres han sido bendecidas con más sentido común que sus compañeros. Estoy seguro de que Él es consciente de que Avie es mucho más inteligente que Trafford o yo.

El reverendo Mallory se quedó rezagado, pues necesitaba algo de tiempo para sopesar el razonamiento de su hijo, y un poco más aún para decidir cómo responderle.

—Los hombres son por naturaleza superiores a las mujeres —explicó al fin, no del todo convencido, tras lo cual añadió débilmente—: Y no deberíamos intentar alterar la naturaleza.

—En ese caso, padre, ¿cómo es que la reina Victoria se ha mantenido en el trono durante más de sesenta años?

—Simplemente porque no había un príncipe varón que pudiera heredar la Corona —contestó su padre, con la sensación de que se estaba adentrando en territorios inexplorados.

—Entonces fue una suerte para Inglaterra que tampoco hubiera ningún heredero varón cuando la reina Isabel ascendió al trono —comentó George—. Quizá haya llegado el momento de permitir que las chicas tengan las mismas oportunidades que los chicos para abrirse paso en el mundo.

—Eso nunca debería ocurrir —farfulló su padre—, porque alteraría el orden natural de la sociedad. Si las cosas fueran como tú dices, ¿cómo iba tu madre a encontrar una cocinera o una doncella?

—Un hombre podría realizar ese trabajo —repuso el niño, candorosamente.

—¡Cielo santo, George! —exclamó su padre—. Creo que te estás convirtiendo en un librepensador. Espero que no hayas prestado atención a los desvaríos de ese tal George Bernard Shaw.

—No, padre, pero sí he leído algunos de sus panfletos.

No resulta infrecuente que los padres sospechen que su progenie es más inteligente que ellos mismos, pero el reverendo Mallory no estaba dispuesto a admitir tal cosa cuando su hijo mayor apenas acababa de cumplir los diez años.

George se disponía a lanzar la siguiente pregunta cuando advirtió que su padre se estaba quedando cada vez más rezagado. Desde luego, en cuestión de subir montañas, el reverendo Mallory se había visto obligado a aceptar desde hacía tiempo que su hijo se hallaba en un nivel superior.

Capitulo 3

3

G eorge no lloró cuando sus padres lo enviaron al internado. Y no porque no tuviera ganas, sino porque otro chico, vestido con la misma chaqueta roja e idéntico pantalón gris, berreaba a moco tendido al otro lado del vagón.

Guy Bullock provenía de un mundo completamente distinto al suyo. No fue capaz de aclararle exactamente cómo se ganaba la vida su padre, pero fuera cual fuese su oficio, la palabra «fábrica» apareció más de una vez en la explicación, algo que sin duda su madre no habría aprobado. Otro aspecto quedó en evidencia cuando Guy le relató las vacaciones que había pasado con su familia en los Pirineos: ese muchacho nunca había tenido que escuchar la frase «tendremos que apretarnos el cinturón». A pesar de todo, cuando llegaron por la tarde a la estación de Eastbourne, ya se habían hecho inseparables.

Los dos muchachos dormían en camas contiguas en el dormitorio de los pequeños, se sentaban juntos en clase y, cuando iniciaron el último curso en Glengorse, nadie se sorprendió de que acabaran compartiendo el cuarto de estudio. Pese a que George superaba a Guy en casi todo, este nunca daba muestras de molestarse por ello. Lo cierto era que parecía disfrutar con los éxitos de su amigo, incluso cuando George fue elegido capitán del equipo de fútbol y acabó obteniendo una beca para ir a Winchester. Guy confesó a su padre que él no habría conseguido una plaza en esa institución de no ser porque George siempre lo animaba a que se aplicara más en sus estudios.

Mientras Guy comprobaba los resultados de los exámenes de ingreso colgados en el tablón de anuncios, su amigo parecía mucho más interesado en el aviso que había justo debajo. El señor Deacon, el profesor de química, invitaba a los alumnos que terminaban ese año los estudios a acompañarlo durante unas vacaciones en Escocia, practicando la escalada. Guy no sentía un interés especial por el montañismo, pero al ver que George ya se había inscrito en la lista, inmediatamente añadió su nombre.

George nunca había sido uno de los alumnos predilectos del señor Deacon, acaso porque la química no era una materia en la que destacara; no obstante, dado que su pasión por la montaña superaba con creces su indiferencia por los mecheros Bunsen o el papel tornasol, decidió que no le quedaba más remedio que soportar lo mejor posible al señor Deacon. Al fin y al cabo, confesó a Guy, si aquel tipo desagradable se tomaba la molestia de organizar una salida a la montaña todos los años, no podía ser tan mala persona.

Desde el mismo instante en que llegaron a las desoladas Highlands, George se sintió transportado a otro mundo. Durante el día recorría los parajes cubiertos de brezo y helechos, y por la noche, a la luz de una vela, se sentaba en su tienda para leer El extraño caso del doctor Jekill y mister Hyde antes de caer dormido, muy a su pesar.

Cada vez que el señor Deacon se disponía a ganar una nueva cima, George se quedaba con los últimos miembros del grupo, considerando la ruta de ascenso que su maestro había elegido. En un par de ocasiones fue lo bastante audaz para sugerirle un camino alternativo, pero el profesor hizo caso omiso de sus propuestas y se limitó a recordarle que llevaba dieciocho años organizando escaladas en Escocia, además de conminarle a que no olvidara el valor de la experiencia. George volvió con los demás y siguió caminando tras su maestro por los senderos trillados.

Todas las noches, durante la cena, en la que George tuvo ocasión de probar por primera vez el salmón y la cerveza de jengibre, el señor Deacon dedicaba un tiempo considerable a exponer sus planes para el día siguiente.

—Mañana nos enfrentaremos a nuestra prueba más difícil, pero tras diez días en las Highlands creo que estarán ustedes más que preparados para superar el reto —declaró el profesor. Una docena de rostros expectantes lo miraron fijamente, esperando que continuara—. Intentaremos escalar la cumbre más alta de Escocia.

—El Ben Nevis —intervino George—, de mil trescientos cuarenta y cuatro metros —añadió, a pesar de que nunca había visto aquella montaña.

—En efecto —asintió el señor Deacon, claramente molesto por la interrupción—. Una vez hayamos llegado a la cima, almorzaremos mientras disfrutamos de unas de las mejores vistas de las islas Británicas. Dado que debemos estar de regreso en el campamento antes del anochecer, y puesto que el descenso siempre es el capítulo más difícil de cualquier escalada, se presentarán a desayunar a las siete, de modo que podamos partir a las ocho en punto.

Guy prometió despertar a su amigo a la mañana siguiente, a las seis, ya que George con frecuencia se quedaba dormido y se perdía el desayuno, cosa que en ningún caso disuadiría al señor Deacon de ajustarse a ese horario más propio de unas maniobras militares. Sin embargo, George estaba tan entusiasmado ante la idea de escalar el pico más alto de Escocia que al día siguiente fue él quien despertó a su amigo. También fue de los primeros en unirse al señor Deacon para el desayuno, y después se sentó ante su tienda, impaciente, mucho antes de que el resto del grupo estuviera listo para partir.

El señor Deacon miró su reloj y exactamente a las ocho y un minuto se puso en marcha a paso vivo por el camino que conducía al pie de la montaña.

—¡Ensayo de silbato! —gritó cuando llevaban caminando algo más de un kilómetro.

Todos los chicos, salvo uno, sacaron sus silbatos y soplaron con fuerza la señal que, llegado el caso, indicaría que estaban en peligro y necesitaban ayuda. El señor Deacon no pudo evitar que una ligera sonrisa aflorara a sus finos labios cuando advirtió cuál de sus pupilos no había obedecido la orden.

—¿Debo suponer, Mallory, que ha olvidado su silbato?

—Sí, señor —confesó George, muy disgustado porque Deacon lo hubiera pillado en falta.

—Entonces tendrá usted que regresar inmediatamente al campamento, recogerlo e intentar reincorporarse al grupo antes de que iniciemos la escalada.

George no perdió el tiempo protestando. Desanduvo el camino a toda prisa y, al llegar al campamento, entró a gatas en su tienda, donde encontró el silbato encima del saco de dormir. Soltó una imprecación, lo cogió y salió corriendo con la esperanza de encontrar a sus compañeros antes de que empezaran el ascenso. Sin embargo, cuando llegó al pie de la montaña, la pequeña serpiente de escaladores ya había empezado a subir. Guy Bullock, que cerraba la marcha, miraba constantemente hacia atrás con la esperanza de ver a su amigo. Se sintió aliviado al comprobar que George corría frenéticamente tras ellos y le hizo señales con la mano. Mallory le devolvió el gesto mientras el grupo continuaba su lento avance por la montaña.

—No se salga del camino —habían sido las últimas palabras que había oído de labios de Deacon antes de que desaparecieran tras el primer recodo.

Cuando perdió de vista al grupo, George se detuvo y contempló la montaña, bañada por el cálido y brumoso resplandor matinal. Las rocas vivamente iluminadas y las gargantas en sombra sugerían cientos de caminos distintos para llegar a la cumbre, todos ellos descartados por el señor Deacon y su fiel tropa de montañistas en favor del itinerario recomendado en la guía excursionista.

Los ojos de George se fijaron en una línea serpenteante, seguramente el lecho seco de algún arroyo que fluía durante nueve meses al año, pero no en esa época. Salió del sendero, haciendo caso omiso de las flechas indicadoras, y se encaminó hacia la falda de la montaña. Sin pensarlo dos veces, se encaramó al primer peñasco, como un gimnasta que subiera a la barra fija, y con gran agilidad empezó a pasar de roca en roca y de apoyo en apoyo sin vacilar ni un instante ni mirar abajo en ninguna ocasión. Solo se detuvo un momento, cuando se topó con un afloramiento dentado situado a unos trescientos metros del pie de la montaña. Estudió el terreno unos momentos para localizar una nueva ruta y se puso en marcha de nuevo. En ocasiones sus pies se apoyaban en huecos gastados, mientras que otras seguían caminos vírgenes. No volvió a detenerse hasta que estuvo a medio camino de la cima. Miró la hora: las nueve y siete minutos. Se preguntó a qué cota habrían llegado el señor Deacon y sus compañeros.

Ante él distinguió un sendero que parecía haber sido utilizado por animales o escaladores expertos. Fue siguiéndolo hasta llegar ante una imponente losa de granito, una puerta cerrada a cal y canto que impedía el paso hacia la cima. Estuvo un rato sopesando las alternativas: podía volver sobre sus pasos o bien tomar el camino más largo que rodeaba la roca y que, sin duda, lo devolvería a la seguridad del camino señalado. Ambas opciones añadían un tiempo considerable al ascenso. Se hallaba sumido en estas reflexiones cuando una oveja, que evidentemente no estaba acostumbrada a que la molestaran los humanos, soltó un balido quejumbroso en lo alto de un saliente situado por encima de él y escapó ladera arriba, revelando sin querer al intruso el camino que debía tomar. El muchacho sonrió.

George buscó un asidero al que agarrarse antes de apoyarse en él y, lentamente, empezó a escalar. No miró hacia abajo ni una sola vez mientras trepaba por la pared vertical de granito, buscando los salientes a los que aferrarse con los dedos y cualquier punto de apoyo, por pequeño que fuera. Cada vez que hallaba uno, se encaramaba y lo utilizaba para afianzar los pies. Aunque la losa no debía de tener más de quince metros, transcurrieron más de veinte minutos antes de que George lograra superarla y contemplar por primera vez la cima del Ben Nevis. Su recompensa por haber tomado la ruta más difícil fue inmediata porque, a partir de ese momento, solo le quedaba una ligera pendiente hasta la cumbre.

Empezó a caminar a paso vivo por el poco frecuentado sendero y, cuando alcanzó lo alto de la montaña tuvo la sensación de hallarse en el techo del mundo. No le sorprendió comprobar que el señor Deacon y los demás no habían llegado todavía. Se sentó solo en la cumbre y contempló el paisaje que se extendía a sus pies. Pasaron sesenta minutos antes de que el profesor apareciera encabezando a sus fieles montañeses, que empezaron a vitorear y a dar palmadas a la solitaria figura que se hallaba sentada en la cima.

Visiblemente irritado, el señor Deacon caminó con decisión hasta el joven.

—¡Mallory! ¿Se puede saber cómo se las ha arreglado para adelantarnos? —quiso saber.

—No los he adelantado, señor —contestó George—. He encontrado un camino alternativo.

La expresión del rostro de Deacon puso de manifiesto su incredulidad.

—Como le he explicado muchas veces, Mallory, el descenso siempre es mucho más complicado que la subida, aunque solo sea porque ha empleado buena parte de sus energías para alcanzar la cima. Eso es algo que a los novatos les cuesta comprender —dijo el señor Deacon que, tras una pausa para causar mayor efecto añadió—: Y cuando lo hacen, es a menudo a un alto precio —concluyó. George no hizo comentario alguno—. Asegúrese de permanecer con el grupo durante la bajada.

Cuando los chicos hubieron dado buena cuenta de sus almuerzos, el señor Deacon ordenó que formaran una fila antes de ocupar su lugar en cabeza. De todas maneras, no se puso en marcha hasta que hubo visto a George Mallory en un grupo, charlando con su amigo Bullock, y sin duda le habría ordenado que se situara con él, delante, si hubiera llegado a oír sus palabras: «Nos veremos en el campamento, Guy».

Hubo un aspecto en el que George no tuvo más remedio que dar la razón al señor Deacon: el descenso de la montaña no solo resultó más difícil que el ascenso, sino también más peligroso, y, tal como había predicho, le llevó mucho más tiempo.

Anochecía ya cuando el señor Deacon llegó al campamento seguido por su tropa de agotados montañeros. Ninguno de ellos dio crédito a lo que vio: George Mallory estaba cómodamente tumbado, bebiendo cerveza de jengibre y leyendo un libro.

Guy Bullock estalló en carcajadas, pero al maestro no le hizo la menor gracia y obligó a George a ponerse en posición de firmes mientras le soltaba una larga y severa reprimenda sobre la necesidad de observar las normas de seguridad en la montaña. Una vez finalizada su diatriba, le ordenó que se bajara el pantalón y se inclinara hacia delante. El señor Deacon no tenía a mano la vara que solía utilizar, de manera que se quitó el cinturón con el que sujetaba su pantalón corto color caqui y administró seis azotes en las nalgas desnudas del muchacho. Sin embargo, y a diferencia de la oveja, George no soltó ni un quejido.

Al amanecer de la mañana siguiente, el profesor acompañó a George a la estación de tren más cercana, donde le compró un billete y le entregó una carta con órdenes precisas para que se la entregara a su padre nada más llegar a Mobberley.

—¿Por qué vuelves tan pronto? —preguntó el padre de George.

El muchacho le dio el sobre y permaneció en silencio. Mientras el reverendo Mallory lo abría y leía las palabras del señor Deacon, frunció los labios en un intento de disimular su sonrisa. Luego, miró a su hijo y lo amonestó con un gesto del dedo.

—Hijo mío, en el futuro debes recordar que has de tener más tacto y procurar no dejar en ridículo a los que son mayores y mejores que tú.

1905

Capitulo 4

4

Lunes, 3 de abril de 1905

L a familia se hallaba sentada alrededor de la mesa del desayuno cuando la doncella entró con el correo de la mañana. Dejó las cartas en un pequeño montón ante el reverendo Mallory junto con un abrecartas de plata: un ritual que realizaba todos los días.

Deliberadamente el padre de George hizo caso omiso de la pequeña ceremonia mientras untaba con mantequilla otra tostada: era consciente de que su hijo llevaba varios días esperando el informe de fin de curso. No obstante, George fingía la misma indiferencia mientras hablaba con su hermano acerca de las hazañas de los hermanos Wright en Estados Unidos.

—Si quieres saber mi opinión —intervino su madre—, no me parece natural. Dios creó a los pájaros para que volaran, no así a los seres humanos. Y haz el favor de no apoyar los codos en la mesa, George.

Las chicas no manifestaron su parecer: sabían que si no estaban de acuerdo con su madre, ella se limitaría a sentenciar que a los hijos había que verlos pero no oírlos. Sin embargo, dicha regla no parecía aplicarse a los varones.

El padre de George no se unió a la conversación, sino que se dedicó a examinar los distintos sobres, intentando determinar cuáles eran importantes y cuáles podían esperar. Una cosa era segura: cualquiera que pareciera contener peticiones de pago de los comerciantes locales permanecería en la parte inferior del montón y sin abrir hasta pasados varios días.

El reverendo Mallory decidió que había dos misivas que merecían su atención inmediata: una con el matasellos de Winchester y otra con un escudo de armas grabado en la solapa. Tomó un sorbo de té y sonrió a su hijo mayor, que seguía fingiendo el más absoluto desinterés por la comedia que se desarrollaba en el otro extremo de la mesa.

Al final cogió el abrecartas y rasgó el más liviano de los dos sobres, que contenía la carta del obispo de Chester. Su Gracia le confirmaba que estaría encantado de pronunciar un sermón en la iglesia de la parroquia de Mobberley, suponiendo, desde luego, que pudieran acordar una fecha adecuada. El padre de George pasó la carta a su esposa, quien esbozó una sonrisa al ver el blasón.

El reverendo Mallory se tomó su tiempo para abrir el segundo sobre, fingiendo no darse cuenta de que las conversaciones en la mesa habían cesado de golpe. Cuando hubo extraído el cuadernillo, empezó a pasar lentamente las páginas, examinando su contenido. Sonrió primero, frunció el ceño luego, pero a pesar del prolongado silencio, siguió sin manifestar opinión alguna. Aquella situación era demasiado excepcional para no disfrutar de ella un poco más.

Por fin, miró a George antes de volver a centrarse en el boletín:

—«Segundo premio en historia, con un ochenta y seis por ciento.» —leyó—: «Ha trabajado bien durante el semestre, con buenos resultados en los exámenes y un loable trabajo sobre Gibbon. Confío en que decida ampliar el tema en la universidad.» —El reverendo sonrió antes de pasar a la siguiente página—. «Quinta plaza en inglés, con un setenta y cuatro por ciento. Un prometedor ensayo sobre Boswell, pero necesita dedicar un poco más de tiempo a Milton y Shakespeare y no tanto a Robert Louis Stevenson.» —Entonces fue George quien sonrió. El padre prosiguió—: «Séptimo en latín, con un sesenta y nueve por ciento. Excelente traducción de Ovidio, muy por encima del nivel que Oxford y Cambridge exigen a sus aspirantes. Decimocuarto en matemáticas, con un cincuenta y seis por ciento, solo un uno por ciento por encima del nivel de ingreso.» —Su padre hizo una pausa, frunció el ceño y siguió leyendo—. «Vigésimo noveno en química…» —El reverendo alzó la mirada—. ¿Cuántos sois en clase? —preguntó.

—Treinta —contestó George, aunque sabía perfectamente que su padre ya conocía la respuesta.

—Sin duda tu amigo Guy Bullock ha evitado que quedaras el último —comentó con sequedad antes de volver al informe—. «… Con un veintiséis por ciento. Manifiesta muy poco interés en realizar experimentos; recomendamos que descarte la materia si tiene intención de proseguir con sus estudios.»

George se mantuvo en silencio mientras su padre desdoblaba la carta adjunta al boletín. Esta vez, el reverendo no tuvo en ascuas a toda la mesa.

—Tu tutor, el señor Irving —anunció—, opina que en septiembre deberías poder obtener una plaza en Cambridge. —Hizo una pausa—. Debo decir que me parece una elección sorprendente, teniendo en cuenta que se trata de una de las zonas más llanas de todo el país.

—Y esa, padre, es precisamente la razón de que confíe en que me permitirás visitar Francia este verano, para que así pueda ampliar mi formación.

—¿París? —inquirió el reverendo Mallory, arqueando una ceja—. ¿Qué tienes en mente, hijo mío, el Moulin Rouge?

La señora Mallory fulminó a su marido con la mirada para dejar bien claro que no aprobaba comentarios tan osados como ese ante las niñas.

—No padre, no estaba pensando en el rojo del Moulin Rouge, precisamente, sino en el blanco del Mont Blanc.

—¿Pero no sería muy peligroso? —objetó su madre en tono angustiado.

—Ni la mitad de peligroso que el Moulin Rouge —comentó el reverendo.

—No debes preocuparte por lo uno ni por lo otro, madre —aseguró George, riendo—. Mi tutor me acompañará todo el tiempo, y no solo es miembro del Alpine Club, sino que también actuará de carabina en caso de que me presenten a alguna chica.

El padre de George permaneció en silencio durante un momento. Nunca comentaba el coste de las cosas delante de sus hijos, pero sin duda se había sentido aliviado al saber que el muchacho había obtenido una beca para ir a Winchester que le sufragaría ciento setenta de las doscientas libras anuales que costaba la matrícula. El dinero no era un asunto que debiera discutirse durante el desayuno, aunque pocas veces dejaba de tenerlo presente.

—¿Cuándo tienes la entrevista para Cambridge?

—El jueves de la semana próxima.

—Pues te comunicaré mi decisión el viernes siguiente.

Capitulo 5

5

Jueves, 13 de abril de 1905

A unque Guy despertó a su amigo con tiempo, George se las arregló para llegar tarde al desayuno, según dijo, porque había tenido que afeitarse, técnica que todavía no dominaba.

—¿No se supone que hoy debe asistir usted a su entrevista en Cambridge? —le preguntó su tutor cuando vio que George se servía una segunda ración de porridge.

—Sí, señor —contestó el joven.

—Pues si mal no recuerdo —añadió el señor Irving, mirando su reloj—, el tren a Londres sale dentro de menos de media hora. No me extrañaría nada que los otros candidatos estuvieran ya esperando en el andén.

—Todos ellos hambrientos y necesitados de sus perlas de sabiduría —repuso George con una sonrisa traviesa.

—No lo creo —contestó el señor Irving—. Les dije lo mismo cuando bajaron a desayunar a primera hora porque me parecía esencial que no llegaran tarde a sus entrevistas. Si cree usted, señor Mallory, que soy excesivamente puntilloso en cuanto a la puntualidad, espere a conocer al señor Benson.

George acercó su plato de porridge a Guy, se levantó despacio y salió del comedor caminando lentamente, como si no tuviera la menor preocupación en el mundo. Una vez fuera, no obstante, echó a correr, cruzó el patio a toda velocidad y entró en el edificio de los dormitorios como si pretendiera batir un récord olímpico. Subió los peldaños de la escalera de tres en tres hasta el último piso y entonces recordó que no había hecho el equipaje para pasar la noche fuera. Sin embargo, cuando entró en tromba en su estudio, descubrió aliviado que su pequeña maleta de cuero estaba preparada y junto a la puerta. Sin duda su amigo había previsto que, una vez más, lo dejaría todo para el último minuto.

—¡Gracias, Guy! —exclamó en voz alta, confiando en que este disfrutara de un bien merecido segundo plato de porridge.

Cogió la maleta, saltó de dos en dos los escalones al bajar y volvió a cruzar el patio corriendo hasta detenerse ante la garita del portero.

—¿Dónde está el cabriolé de la escuela, Simkins? —preguntó desesperadamente.

—Se fue hará unos quince minutos, señor.

—¡Maldita sea! —masculló George antes de echar a correr hacia la estación, confiando en poder alcanzar el tren.

Mientras recorría las calles a toda prisa, lo asaltó la desagradable sensación de haber olvidado algo. De todas maneras, fuera lo que fuese, ya no tenía tiempo de volver a buscarlo. Cuando dobló la esquina de Station Hill, vio que una columna de humo negro se elevaba en el aire. ¿Era el tren que llegaba o el que salía? Apresuró la marcha, pasó corriendo ante el sorprendido revisor y salió al andén justo cuando el guardavías agitaba la bandera verde, subía a la plataforma del último vagón y cerraba la puerta tras él.

George echó a correr en pos del tren que empezaba a alejarse, pero los dos llegaron al final del andén en el mismo momento. El guardavías le sonrió compasivamente mientras el convoy ganaba velocidad y desaparecía tras una cortina de humo.

—¡Maldita sea! —repitió George. El chico se volvió y descubrió que el revisor corría hacia él.

—¿Puedo ver su billete, señor? —le preguntó el hombre, respirando entrecortadamente.

En ese momento George recordó lo que había olvidado. Dejó caer la maleta en el andén, la abrió y montó un espectáculo revolviendo entre la ropa como si estuviera buscando el billete que, como sabía de sobra, se había quedado en su mesilla de noche.

—¿Cuándo pasa el siguiente tren para Londres? —preguntó, como si tal cosa.

—Sale cada hora en punto —fue la inmediata respuesta—. Pero sigue faltándole el billete.

—¡Maldita sea! —masculló George por tercera vez, consciente de que no podía perder el siguiente tren—. Debo de habérmelo dejado en el colegio —añadió con aire de desamparo.

—En ese caso, tendrá que comprar otro —contestó el revisor.

George sintió que la desesperación se apoderaba de él. ¿Llevaba dinero encima? Rebuscó en los bolsillos de su traje y descubrió con gran alivio la media corona que su madre le había regalado por Navidad y que ya había dado por perdida. Siguió humildemente al revisor hasta la taquilla, donde compró un billete de ida y vuelta de tercera clase de Winchester a Cambridge por el precio de un chelín y seis peniques. Luego regresó al andén y adquirió un ejemplar del Times en el quiosco, con lo cual se desp

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