Prólogo
y dedicatorias a granel
Nunca entendí ni entenderé esas dedicatorias de una sola línea ni de dos. Cada libro que termino, cada libro que entrego al editor, es un plagio de comportamientos de muchas personas. Incluso de perros y otras especies animales o vegetales. Y hay que agradecerlo.
Bubú, el perro de la señora Béjar del Prado, se parece mucho a mi perro, a uno de ellos. Así que mi fiel can es merecedor de una dedicatoria. Por dar saltos de alegría cuando regreso del trabajo, por calentar mis pies las noches de invierno y verano (en el norte son frías), por mirarme con esos ojos tristes cuando las maletas se amontonan a la puerta de casa. Sabe que me voy, sufre y lo demuestra. Mi perro es un buen amigo y compañero. Hay comportamientos animales que algunos seres humanos (hombres principalmente) deberían copiar. Mi familia no es ajena al libro, sin ellos no habría conocido alguna parte de lo que padecen y gozan las Catalinas del mundo.
A Ismael, que padece un ataque de nervios cuando dice: «Esta palabra lleva acento…». Y yo respondo: «¿En qué letra, por favor?». Sé que hace auténticos esfuerzos por no lanzarse sobre mí y darme dos bofetones. Se limita a vociferar la palabra en cuestión acentuada de forma incorrecta para que me dé cuenta de lo burra que puedo ser, según él. Yo, como la Catalina de esta historia, pongo cara de mus ante semejantes agresiones verbales y me encuentro una mujer guay y chachi. Dicen los psicólogos que lo primordial es quererse uno mismo. Yo, últimamente, practico sin parar.
A los empresarios con tendencias globalizadoras y monopolísticas, políticos y demás especímenes corruptos y presuntos delincuentes de altos vuelos que impunemente nos invaden, he de agradecerles su actuación. Me inspiran mucho. Sus trajes, sus corbatas, su ineficacia. Sus mujeres de pechos altos (silicona) y tez morena (Caribe o lámpara), mujeres con pelos perfectamente peinados, mujeres que nunca se dejan despeinar por sus maridos y así les va… Ellos, a mí, deben agradecerme no haber sido fiscal, sería la fiscal más aperturista del mundo. Por la apertura de actuaciones de oficio sin parar, por supuesto.
A Luis Suárez, que me dejó sola antes de tiempo; me está costando perdonarle esa ausencia. Cuando vio mi cara dentro de una toca de carmelita dijo: «Estás loca». Respondí que sí. Meneó la cabeza y volvió a decir: «Estás loca; haces bien». Algunos empresarios no son aburridos ni típicos. Él nunca lo fue.
Cristina Armiñana, Anna Prieto y Marcela Crespo no son ajenas a esto. Sin ellas, Catalina no estaría en las librerías. Detrás de cualquier libro siempre hay personas así. Sylvia de Béjar, buena amiga y camarada de traumas nocturnos en Luz de Gas. Otra mujer valiente. José Luis Fernández Noriega, inspirador del físico del amante de Catalina. Siempre pensé que los subsecretarios eran hombres mayores, vestidos de manera insípida, hombres rudos y de ceño fruncido. El día que lo conocí, esa imagen desapareció de mi mente. Mi cabeza tuvo que hacer un gran esfuerzo para centrarse en el tema del que debíamos hablar. Las mujeres no somos inmunes a la belleza. Puntualizar que sólo inspiró el físico, el resto es pura fantasía. Hay que ser cautos con estas cosas y aclararlas bien, que la gente puede ser malvada.
A Eva, Velaskiyo, Ignacio y Vicente. A Pancho y Alejandra Varona. A Gabriel Castro. A Carmen Gurruchaga. A Rodrigo de la Cruz por hacerme canciones. Me siento musa. A todos ellos por animarme y quererme sin ánimo de lucro.
Gracias a todos. A los buenos y a los malos. Sin ellos no habría novelas. Al final, un libro como éste no es más que un reflejo (muy, pero que muy moderado) de lo que cada día vivimos y vemos muchas personas.
Y a todas las Catalinas que son y han sido. Para ellas está escrito el libro.
Nada te turbe
Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda, la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene nada le falta.
Sólo Dios basta.
TERESA DE JESÚS
UNOS BRAZOS LA ENVOLVÍAN dentro de un mar verde como el trigo verde. Un hombre moreno de ojos verdes, seguro que como el trigo verde, la arrastraba hacia la arena besándola, y ella se reía. En la playa, bandejas de limones del Caribe, limas, brevas, higos chumbos, piñas, papayas, melones, cerezas, rodeaban unas hamacas mullidas bajo un toldo de lino blanco. Tres negros mandingas, enormes, con un trozo de tela atado a la cintura, un trozo de tela muy pequeño, escaso, esperaban con una toalla, un vaso de zumo de lima y un peine de carey. Agitó los cabellos. Dejó que envolviesen su cuerpo en la toalla y la peinasen.
El moreno de ojos verdes cogió una lata con refresco de cola y la llevó a los labios ardientes que la habían besado. Unas gotas del refresco se deslizaron por su pecho, y ella las siguió con la mirada, turbia, arrebatada, hasta la cinturilla del bañador. Las gotas entraron justo por el nacimiento del Nilo, el bañador era un enorme mapa de África, y en ese momento ella dijo: Roberto, amor, me gustaría comer aquí… Y él le había contestado: Sí, cielo, no hay problema… Y la había besado antes de caminar por la playa, entre cocoteros, meneando las caderas. Moviendo aquel culo precioso y sin una gota de grasa. Un culo que reposaba en unas piernas largas, morenas, prietas… Caminaba al ritmo de Stand by me. ¡Y cómo caminaba y cómo se movía…! Qué bueno era Roberto. Era un amor. La quería tanto. Haría cualquier cosa por ella, sólo tenía que sugerir y él la entendía a la perfección…
¡Catalinaaa! El grito fue seguido de un portazo y el portazo de más ruidos. Catalina Béjar pegó un respingo en la cama, arqueó la espalda, y sin saber cómo, de repente, como en un ataque brutal de algo raro, estaba sentada encima del colchón. Con una taquicardia feroz; con el corazón latiendo desesperadamente.
No había negros de muslos prietos y largos. No estaba el hombre del bañador con el nacimiento del Nilo. No había playa. No había nada. Tenía el pelo seco, y no estaba medio despelotada con aquel biquini color naranja de Wolford. No. Llevaba su pijama de raso rojo, muy pero que muy tapado, muy masculino.
Los pies no tocaron arena. Era lana. Alfombras de nudo español para ser exactos. En la puerta había un hombre. Le hablaba de algo que a ella le sonó a contrato. Era un hombre grande, muy pero que muy grande. No estaba en bañador. No. Vestía un traje gris, camisa de color fresa y una corbata en tonos azules, de Loewe. Zapatos de cordones. Tenía el pelo cano. Gafas de diseño, parecían de titanio. No era feo, no estaba mal, pero desde luego aquél no era Roberto. Claro que ella no conocía a Roberto de nada, creía.
El hombre de la camisa de color fresa entró en la habitación diciendo:
—¿No te da vergüenza? ¡Son las nueve de la mañana y estás en la cama! ¡Catalina! ¡Hace horas que el país trabaja y tú estás ahí metida! ¡Despierta de una vez, necesito los contratos!
¿Contratos? El ruido de la persiana al subir con fuerza, la ventana abriéndose con furia, el aire frío entrando en la habitación, dejaban cada vez más claro que aquello no era el Caribe.
Reconoció a su marido. Era él. Sí. Hablaba de contratos, de papeles, y ella no quería saber nada de eso. Ella no tenía que estar allí. Ella estaba en la playa.
La realidad se impuso de una manera casi placentera. Antonia traía la bandeja con un buen desayuno. Le pidió que esperase un momento. Entró en el baño. Se lavó los dientes. Regresó a la cama, dobló la almohada y volvió a sentarse. Se tapó y comenzó a beber zumo de naranja, después un mordisco a la tostada y tomó unos sorbos de café.
Entre sorbo y mordisco, conservando la calma, repetía:
—Los contratos están en el despacho (nada te turbe). Al notario se los llevé ayer (nada te espante). Los inquilinos están avisados (todo se pasa). Ya está todo resuelto, Luis.
Luis se levantó del sillón de oreja, la besó en la frente, y sin más frase que: «Pasa un buen día, hoy no vendré a comer», salió por la puerta de aquel dormitorio estilo británico tan poco parecido a una cabaña caribeña.
Dejó la bandeja en la cama, regresó al baño, volvió a lavarse los dientes. Se cepilló el pelo. Se quitó el pijama y se metió en la ducha. Sacó la lengua para probar el agua que caía sobre su cara: no era salada. Bueno, podía estar en una catarata de esas que salen en los anuncios. Ya estaba allí. El agua caía saltando por las piedras. Plantas enormes crecían alrededor de la laguna que formaba el agua al caer. ¡Y estaba caliente! Odiaba el agua fría. Era una laguna de aguas sulfurosas, seguro. Y ella nadaba completamente desnuda. Tranquila, saliendo y entrando para ver las plantas que crecían en el fondo. Nadaba entre matas de plantas suaves que la acariciaban como si fuesen manos, de Roberto suponía. Flotaba en el agua, verde por supuesto, sin esfuerzo. Agua tranquila y silenciosa; sólo el ruido de la cascada, el rumor de un poco de brisa, la justa, y el canto de algún pájaro…
—¡Mamáaa! ¡Antonia no me planchó la camisa de color pistacho y es ésa, precisamente ésa, la que me quiero poner para salir a pasear al perro!
Su hija, ¿qué hacía allí su hija? ¿Qué estaba haciendo allí el forúnculo aquel? No había laguna. No. Estaba en la ducha, en la bañera. Ahora recordaba: no había clase. Por un motivo de lo más ridículo, seguro, ella, la nena, no tenía clase y estaba en casa.
Salió de la bañera, se envolvió en el albornoz y la besó. Su hija retrocedió diciendo:
—Oye, déjame, no soy un oso amoroso, todo el mundo se empeña en pensar que soy como un oso amoroso.
No cedió a la tentación de comentar: Sí eres como un oso, guapa, das zarpazos. Y para no parecerte tanto a semejante animal ¡deberías depilarte el bigote! No hizo eso, fue agradable.
—Buenos días, nena. ¿Cómo estás hoy?
—¡Mal! ¿Cómo voy a estar? ¡No tengo mi camisa! Y ayer esa burra de Carmen Morales se pasó conmigo porque dice que no tengo novio. ¡A ella qué le importa si lo tengo o no lo tengo! Mira, mamá, la gente se pasa un montón con eso…
¡Mamá, la había llamado mamá y no Catalina, era un logro tremendo!
—Y la tía dice —la tía, mi hermana, esa perturbada, a ver qué dice ahora— que es porque esa Carmen no es decente, que yo no me preocupe; no tengo novio por ser decente. Y es mejor ser decente que tener novio…
Dicho esto salió del baño sin escuchar cómo Catalina Béjar murmuraba:
—Cristina es idiota, cada día está peor; un poco de indecencia no está mal nunca… Y cómo se atreve a dar lecciones de decencia, precisamente ella…
Mejor que la nena no la oyese, mejor.
Terminó de arreglarse el pelo, se vistió de ejecutiva, supuestamente ella era eso, y caminó a la cocina para ver cómo estaba la comida. Antonia estaba planchando. Tenía la plancha encima de la tabla. Era una plancha pesada, cara, carísima, de profesional. Hacía meses que Catalina advertía:
—Esa plancha el día menos pensado terminará en el suelo y me dará algo.
Antonia respondía:
—¡No, que no! ¡Que no cae! ¡Ya está bien de decirme cómo tengo que hacer mi trabajo! ¡Ya está bien! ¡Marcha de la cocina, vete a lo tuyo! ¡La plancha no cae, coño!
Normalmente optaba por salir de la cocina. Pero en ocasiones se imponía como un coronel de la legión y recordaba quién ostentaba el mando. Y todos se ponían firmes… durante un segundo. Ese día no dijo nada. Fue hasta el fregadero para beber un vaso de agua. Misión imposible. Estaba lleno de cacharros y ella había recogido todo el día anterior. Cuando se disponía a decir que aquello era una vergüenza, que no podía vivir en aquel desorden, ocurrió lo inevitable.
La nena abrió la puerta de la cocina, y como a cámara lenta, ella, Catalina Béjar presenció el desastre desde otra dimensión. La nena gritó: «¡La plancha!». Y corrió hacia ella. Catalina vio cómo la plancha se deslizaba hacia el suelo. Cómo en la caída arrastraba el enorme depósito de agua al que estaba unida. Cómo su hija intentaba cogerla en el aire. Escuchó unos gritos despavoridos.
—¡No la cojas, déjala!
Era su voz. Catalina Béjar estaba gritando.
Antonia, cual esfinge, no se había movido de donde estaba. Presenciaba la caída en silencio, sin moverse. La nena, que era bruta como un mulo, paró en seco. Con cara de susto. Y al final, la plancha y el depósito se estrellaron contra el suelo. Saltaron piezas, tronó el metal contra la baldosa, y un silencio denso ocupó la cocina durante unos minutos. Las tres se miraban. A la plancha. A las caras y a la plancha otra vez. La nena habló:
—¿Se puede saber por qué gritaste? ¿Por una plancha? ¡No era para tanto, Catalina!
Volvía a ser Catalina. Ya no era mamá. No se molestó en explicar las treinta mil pesetas que costaba la plancha. Ni unas manos. Las manos de una hija, el dolor de una quemadura en las manos de la nena no tenía precio. Para ella una lágrima de la nena, una herida en la carne de la nena, era un puñal en el pecho. Pero no lo dijo. Para qué.
Salió de la cocina diciendo:
—Tenía que pasar (Dios no se muda). Antonia, lleve la plancha ahora mismo al taller (la paciencia todo lo alcanza). Deje de intentar arreglar nada usted y llévela. ¡Ya! ¡Al taller! (Quien a Dios tiene nada le falta). Y tú, vete a estudiar, nena.
Eran las diez de la mañana y un minuto.
Caminó por la calle pensando. En realidad no quería pensar. Pero era una manía tonta la suya. Pensaba siempre. Entró en la agencia de viajes, tenía que pagar unos billetes. Un viaje de Luis y la nena. Y tenía que recoger los suyos, se iría dentro de dos días. Al entrar, la encargada la saludó con un buenos días un poco seco. Le extrañó.
—Catalina, no sé qué clase de gente tienes en el despacho; ayer te llamé para decirte que el hotel que querías no puede ser. No hay habitaciones libres. No me llamaste.
Las diez y veinte minutos. Era esa hora.
—¿Sí? ¿Llamaste? ¡A mí no me dijeron nada! ¿Qué quieres que haga? ¿Que los despida? ¿Que les pegue? ¿Que los mate? ¡Yo ya no puedo hacer más! ¡No, no puedo!
Había levantado el tono de voz un poco más de lo necesario. Mientras decía aquello había sacado la Visa Oro de la cartera, la había lanzado a la mesa de aquella pobre mujer que ahora la miraba asustada. Un cliente, que ocupaba otra mesa de la agencia, la observaba. Era un hombre mayor, con cara de simpático.
—¿Sabes qué quiero? ¡Quiero que me mantengan! ¡No quiero ser tan lista! ¡Quiero ser una barbie! ¡Porque a las barbies las mantienen! Y ellas no se preocupan de nada. ¡Quiero que esta Visa no sea mía, que no esté a mi nombre! ¡Quiero un hombre que me dé una Visa Oro y que me diga: compra lo que quieras, nena! ¡No quiero trabajar fuera de casa! ¡Quiero estar todo el día aburrida, pintándome las uñas de los pies y leyendo revistas de cotilleos, en mi casa! ¡Quiero salir en esas revistas! ¡Que me lleven a cenar y a bailar! Eso quiero. ¿A que usted me comprende, señor? ¡Es que no es vida! Esto no es vida.
Firmó el recibo y salió de la agencia de viajes dejando detrás unas caras más que sorprendidas.
Mientras caminaba hacia el despacho pensó qué poco le servía releer a santa Teresa. Tendría que volver a empezar con más calma.
Pasó junto al banco, iría en otro momento, no tenía fuerzas para explicar una vez más cómo quería que le diesen los extractos. Ya iría al día siguiente. Llegó al despacho, saludó.
—¡Buen día!
Mariana respondió:
—La red de los ordenadores no funciona. A las doce tienes reunión con don Obdulio. La señora Ferrer quiere saber cómo va su testamento. A las dos tienes que estar en la peluquería y por la tarde reunión de la ejecutiva de ese partido tuyo.
Catalina Béjar sólo prestó atención al asunto de la red. Lo otro podía esperar.
—¿Llamaste a Eduardo para decirle lo de la red?
La respuesta fue como casi siempre:
—Sí, pero no me hizo caso.
Catalina no cedió a la tentación de exclamar: Jamás excusarse sino en muy probable causa. Pasó ante Alejandro García, uno de los economistas del despacho, y esta vez se limitó a decir hola. Él se apartó de su camino, era muy joven. Uno de esos «bobos» de corbata, que al final no saben descolgar ni el teléfono correctamente. Alejandro ya estaba aprendiendo a distinguir los tonos de Catalina Béjar. Y el de ese momento encendía una luz roja que aconsejaba una cierta distancia.
Entró en su despacho, descolgó el teléfono; siempre marcaba ella, pues hacer esperar a la persona a quien llamaba, le parecía de horteras. Una voz respondió:
—Todos los teléfonos de esta provincia han pasado a tener nueve números…
Colgó de golpe, dijo algo en voz baja y volvió a marcar; esta vez con todos los números requeridos.
—Buenos días, TATO Informática: ¿dígame?
—Buenos días, soy Catalina Béjar. La red de mis ordenadores no funciona, y es la cuarta vez en esta semana. Desde que la reinstalaron no funciona. Quiero hablar con Eduardo.
La voz cantarina al otro lado del teléfono comenzó a explicar, alegremente, que Eduardo estaba en Hacienda, resolviendo unos temas personales. No duró mucho tiempo. Catalina miró el reloj y, respirando profundamente, susurró:
—Señorita, no quiero parecerle maleducada, ni desagradable, ni nada extraño, pero ¿y eso a mí qué me importa? (nada te turbe). Es hora de trabajo, mi despacho está parado (nada te espante). Localice a Eduardo, dígale que me llame inmediatamente. No, mejor que venga inmediatamente (todo se pasa). Le recuerda que aún no le he pagado. Y que tengo pendiente un pedido de la otra empresa —el dinero de Luis imponía— por importe de cuatro millones de pesetas. Y que no firmaré el pedido si no se presenta en diez minutos, ¿lo ha entendido? Buenos días.
Mariana dejó el café sobre la mesa. La miró.
—Yo no puedo hacer eso, ¿no lo entiendes?
Ella no hizo ni caso. Puso música a todo volumen y comenzó a repasar un expediente.
A la una y media salió del despacho. La peluquería no la relajaría mucho, pero tenía que ir. Odiaba las peluquerías. Mientras lo estaba pensando, tropezó con su madre, María del Prado. Se besaron educadamente y Catalina la invitó a tomar un vino; tenía tiempo y quería hablar con ella. Sentadas en una terraza hablaron durante unos minutos del tiempo, de la nena, hasta que Catalina encontró la fuerza necesaria para decir:
—Quería hablar contigo, comentarte algo; es que estoy mal, mamá. No sé qué va a ser de mi vida, yo no quiero esta vida. Voy a cumplir cuarenta años y quiero otra cosa…
María del Prado preguntó:
—¿Has terminado de hacerte la víctima?
Y sin esperar respuesta habló.
—A mí no me engañas, hija. —Ella no sabía en qué estaba engañándola, pero mantuvo la compostura—. Eres rara e inconformista desde que naciste. Quieres tenerlo todo. Y no sé para qué me preguntas nada, nunca me haces caso…
—Es una opinión, mamá, sólo te pido una opinión, un consejo. Los consejos se escuchan, después uno hace lo que le parece, que unas veces coincide con el consejo y otras no. ¿Lo entiendes?
—Por supuesto que lo entiendo, Catalina, no soy idiota. Deja de repetir eso a cada momento. De todas formas esto es igual que aquel día que me pediste consejo sobre los sofás de tu biblioteca —ella estaba hablando de su vida y su madre le hablaba de sofás—: al final compraste los que te gustaban a ti. Como siempre, no me hiciste caso y ahora te arrepientes, seguro que te arrepientes; son horrendos…
Comenzó a pensar en La Habana, era lo mejor. Así no reñiría con su madre. No volvería a contarle nada, eso haría. Se despidieron con otro educado beso. En la peluquería, Juan se empeñó en decir que necesitaba unas mechas, pelo más claro, otro corte. No tenía ganas de discutir. Ni fuerzas. A las cuatro salió de nuevo a la calle. Recordaba a Linda Evans, en el color del pelo, sólo en eso. Parecía un personaje de folletín televisivo. José Luis González, uno de los abogados del despacho, un hombre tranquilo, confirmó sus temores. La mirada no tenía desperdicio.
Mariana movió la cabeza y dijo:
—Antonia al teléfono, está gritando.
Caminó hacia el teléfono arrastrando los pies; al descolgar no escuchó la voz de Antonia. Era Manolo, el fontanero.
—Oye, Catalina, esta tía que tienes en casa está loca. Es una maníaca…
Por un momento pensó que Antonia habría intentado seducir al fontanero; no la veía en el papel de seductora, pero la vida era extraña. Manolo continuaba hablando.
—No limpia nunca el fregadero y tengo que cambiar todo. Hasta el sifón.
Eso más bien era ser guarra, no una maníaca, pero ni discutió. Antonia daba voces por encima de la voz del fontanero. Se limitó a decir:
—Arréglalo y pasa la factura al despacho.
Cuando colgó el teléfono, pensó en la noche anterior. Había llegado a casa a las diez de la noche, cansada de discutir con un cliente, harta de cifras. La cocina estaba inundada. La nena estaba estudiando. Luis, como siempre, tumbado en la biblioteca viendo la televisión. Pedir ayuda fue inútil, como siempre, nadie compartió una tarea doméstica