NI ARCADIA NI «EGO SUM»
Corina Jacoby no recuerda cuánto duró su historia de amor. Yo no recuerdo cuándo comencé a escribir este libro. Sé que fue el primero que inicié, la primera página en blanco que llené de letras. Han pasado, creo, seis años y he publicado tres libros. La vida de Corina Jacoby cambió desde entonces; desde el día en que se enamoró. La mía ha cambiado también. Ahora me pagan por escribir y la gente se empeña en hacer interpretaciones de lo que escribo. He tenido que acostumbrarme a no gritar que no creo en la crítica literaria al uso, cuando la prensa me lo pregunta. Soy muy temperamental...
Sólo creo en las emociones que un libro puede transmitir; el resto no me importa. Lo que quiso decir un autor, jamás lo sabrá nadie. A esta autora nunca le importó. Importa lo que se logra transmitir, lo que cada uno siente al leer lo que un desconocido escribe en un papel.
Pena de mí que no cambié por amor...
Los enfermos se curan en los libros y se mueren en las camas.
Eso dicen unos...
Algunos se mueren en los libros y renacen en la cama.
Eso dicen otros...
Esto es una historia de amor. Algunos dirán que es una historia de desamor. Yo no lo creo. No voy a gritar: ¡Yo soy Corina Jacoby! Puede que quedase muy literario, pero no lo haré nunca. Lo único que puedo decir a los lectores es que siento como Corina Jacoby. Y metida de lleno en el mundo literario, me he enterado de que el morbo vende. Así que siempre sembraré la duda:
¿Es ella? ¿No es ella? ¿Él es quien pensamos?
Es algo tan deliciosamente absurdo que ha llegado a divertirme. Aclarar que en ocasiones la búsqueda de semejanzas y de los «Él» raya en la villanía. La villanía es algo encantador. Sin villanos no hay historias, no hay novelas. Sin villanos, al fin, no hay vida. La Arcadia es pura fantasía. El jardín del Edén no lo es. Existe. En él moramos.
Si el morbo vende, estarán de acuerdo conmigo en que es algo a tener en cuenta.
Yo escribo para ustedes, para vender, para que me lean. Si no me leen, no me publicarán y no podré continuar escribiendo, así que entenderán estas notas morbosas en mis libros y prólogos, estoy segura.
Esto es una historia de amor en toda regla. Una historia que defiende el sentimiento por encima de todo. Defiende la vida ante cualquier otra consideración.
Los burkas, los velos que llevamos las occidentales, no tapan nuestros rostros: suelen ser velos invisibles que tapan estrías en el alma y en el cerebro. Si las mujeres diesen un paso al frente, si tuviésemos el valor de reivindicar nuestra propia forma de ser, nuestra diferencia en el sentir, puede que muchas cosas cambiasen. Ser diferentes no nos convierte en inferiores. Al hilo de las letras anteriores aclaro algo que los lectores y los periodistas me preguntarán hasta provocar mi hastío (los periodistas): esto no es una novela «de género», entendiendo la palabra como definición de sexo. No es una novela para féminas delicadas y sufridoras que vamos pegándonos golpes en el pecho o cabezazos por las esquinas. Es una novela de amor. Que yo sepa, los hombres se enamoran. Al menos, esa esperanza me queda.
Así que, por favor, no me hagan preguntas que no le harían a un caballero, ya me aburre. Como géneros literarios recuerdo la tragedia, el ditirambo, la comedia o la epopeya, la poesía, la novela... Pero no quiero preguntas sobre mi supuesta condición de mujer al escribir. ¡Odio eso! Madame Bovary, Anna Karenina... Ni a Flaubert ni a Leon Tolstoi les preguntaron nunca cosas como las que me preguntan a mí:
—¿Quién es Alexei Vronsky? ¡Confiese! En realidad, usted es Anna, señor Tolstoi...
El autor de la Bovary nos hizo un gran favor con su grito, pero nadie parece entenderlo... Mi paisano Clarín creó a la buena Ana y a nadie se le ocurrió pensar que era él, supongo. De nuevo: en fin... Es por ser mujer.
Yo leía y leo El Coyote; me gusta mucho el olvidado señor Mallorquí. El Capitán Trueno es mi héroe; a Sigrid siempre la encontré yo muy digna quedando en la torre de Thule o dando bastonazos a los malos. Añoré toda mi infancia a unos amigos como Crispín y Goliat, para que pegasen por mí a los enemigos de Villavazal, La Villa o San Andrés. Del Jabato, Claudia y Taurus copiaba nuevas estrategias de pelea con los chicos de mi barrio, en Turón. Así que ¡no me pregunten por mi condición femenina a la hora de escribir! Ni a la hora de leer, que es lo mismo. A la hora del amor, puede que sí deban preguntarme.
Un recuerdo para Hipatia, a quien mataron. No sé si por ser mujer y astróloga, no lo sé... Y en esta historia algo de astronomía hay...
A los buenos hombres. A las buenas mujeres. A ellos dedico este libro que está lleno de olores, sabores y, sobre todo, de sentimientos.
De los buenos y de los malos.
Sin sentimientos, la vida no es tal.
Hasta el odio, en algunos momentos, ayuda a vivir.
Y a los malos, a la mala gente, a los envidiosos, a los perversos, a los que rompen vidas, a los villanos. A ésos se lo dedico con la esperanza de que los ataque la pelagra, la loanda, el mal de buba, el mal de alma y corazón, y cualquier especie de enfermedad purulenta. Que sufran todo lo que hicieron sufrir a los demás.
A vosotros, a los que no sentís más que vuestro propio placer o sufrimiento, os dedico el libro. Con rencor.
Advirtiendo que sus páginas, todas y cada una de las páginas del libro, están impregnadas de una sustancia que detecta la maldad y causa los males deseados y provocados al prójimo. Pura magia, pura alquimia... Magia blanca... Magia negra...
Si lo pienso con detenimiento, el libro, la propia historia, es la historia de una venganza. O una forma de hacer justicia...
La justicia es el sinónimo racionalizado de la palabra venganza.
Está claro.
Sabina, indiferencia. Saxífraga, afecto. Pino, revolución. Higuera, penuria. Peonia para la vergüenza. Ojicanta para la esperanza. Hipérico para la falsedad. Olivo para la paz. Rododendro, peligro. Perejil para el festín y pensamientos para el recuerdo.
El que olvida, muere...
LOS SENTIDOS
La vida la componen sensaciones. Nos mantienen vivos. Cuando no sientes, aunque sea odio, no vives. Los sabores, el tacto, los olores, el sonido. Los matices de cada color marcan el ritmo de cada vida. Por eso, y dependiendo de cómo sientas, cada vida es distinta. Diferente.
En ocasiones, cuando crees que estás medio muerto, cuando casi nada te conmueve, surge algo, alguien, que te hace recordar un olor; ver los matices de cada color y no sólo los colores de una puesta de sol. El cielo se llena de visos y explota el arco iris en los ojos, en el pecho, en el cerebro.
Oyes música y bailas aunque nunca lo hayas hecho. Confundes las calles de la ciudad más provinciana con los Campos Elíseos. Llevas unos tejanos con el atractivo de quien mide 1,70 y ve el mundo con ojos verdes cegados por mechones de pelo rubio en la cara.
Cuando el chocolate con nata y un churro te hacen sonreír de manera canalla. Cuando olvidas los valores aprendidos. Cuando estás como de niño, asombrado ante cada cosa aparentemente nueva. Cuando la lluvia parece siempre hermosa. Cuando la tierra húmeda huele más, traspasa cada poro, te llena de ese aroma que algunos dicen es ozono. Cuando el sudor no molesta porque es recuerdo. Cuando los ojos se llenan de vida, de deseo. Cuando cantas porque sí. Cuando nada más que sentir importa. Cuando frenas el paso rápido y te detienes a mirar de nuevo los gorriones. Cuando corres por un prado persiguiendo mariposas. Cuando al despertar besas el aire, pasas la yema de los dedos por el cristal de tu ventana, enfrías los labios entreabiertos con el vidrio de un vaso en medio de la noche, a oscuras y buscando una luna que no está. Cuando te miras los granos de la cara aun sin tenerlos, abandonas los bombones, te cuentas las arrugas. Cuando murmuras palabras como: Amor mío, cariño, te quiero... sin ningún tipo de miedo, de rubor. De vergüenza. Sin temer al ridículo. Cuando haces todo eso y vas a cumplir cuarenta años, el amor se deja sentir, aparece ante ti y suele producirse el desastre. Sobre todo si no te conformas con una noche de batalla.
El amor es un enemigo que ataca de forma diferente en cada instante de la vida, emboscado de maneras distintas, con diferentes matices. Con diferentes caras. A los cuarenta, el ataque suele ser mortal: te desangra y no hay remedio. Ninguna transfusión pone freno a la hemorragia de sentimientos que te hieren, que hacen que cada poro deje fluir gotas de sangre. El corazón es un manantial aunque los ojos queden secos.
Corina Jacoby había comenzado a bailar, a tener mirada canalla, a observar de nuevo a los gorriones, a sentir, hacía tiempo. No recordaba cuánto.
El tiempo, en eso, no importaba. El sentimiento sí.
CORINA JACOBY
Corina Jacoby fue precoz en el sentir. Nació con los ojos muy abiertos. El oído atento a todo. Las manos estiradas a la vida. Pero Corina Jacoby aprendió pronto que sentir, en el mundo en que vivía, era pecado. Pasó parte de su vida fingiendo que había entendido la lección; procuraba no sentir. Y sufrió. Se hizo aparentemente dura y se ganó a pulso fama de diferente.
Le hicieron creer que era mala. Hubo un tiempo en que pensó que diferencia y perversidad eran sinónimos. Ahora, al recordarlo, sonreía. Pero en ocasiones, en realidad todos los días, durante un minuto o cinco, pensaba que aún no era adecuada.
Tardes o mañanas, caminaba llorando por la calle. Con la sonrisa puesta como un broche. Corina se colocaba la sonrisa igual que otras mujeres colocan broches en la solapa de su blusa. El pelo recogido, los ojos sin una sola lágrima. Únicamente ella sabía que lloraban. Saludaba a cada paso. Sonreía sin parar. No era una mueca, era negar la pena que sentía y la mataba. Matar la pena, ésa era su obsesión. Toda la vida lo había sido.
De pequeña comenzó a ver luces amarillas. No eran visiones de santos o demonios. Las luces tenían un tono amarillento que en nada se parecía a un amarillo Nápoles. Era un amarillo mortecino. Nada sobrenatural ni mágico. Provocaba tal angustia en ella que renegaba de la noche. No tendría más de ocho años cuando se dio cuenta de que las únicas luces mortecinas eran las de su propia casa. Del portal a la escalera, hasta llegar a la lamparilla que alumbraba su cama. Se metía debajo de las sábanas esperando que amaneciese. Pensaba que a la luz del sol nadie moría.
Cuando descubrió que la muerte no respeta luz ni oscuridad, sintió aún más miedo. A la muerte y a la vida. Corina temía a todo. Hasta a sí misma.
Corina vivía en diferentes mundos. El suyo, el que estaba en su cabeza. El mundo a la orilla de un río turbio y negro. La casa de su abuela a orillas del río negro. La casa de su abuela tranquilizaba el espíritu de Corina, los olores de aquella casa lo hacían. Alzaba la nariz, imitaba el movimiento de los perros del patio, aspiraba los olores y guardaba ese recuerdo en su memoria. Lo conservaba hasta la vez siguiente. Y en los días llenos de tristeza o de luz amarillenta, Corina, tumbada en el suelo, encima de una alfombra y con los ojos muy abiertos, dejaba salir un poco del olor. Y el olor se convertía en sabor y el sabor en recuerdo y el recuerdo en alegría. Y la alegría traía la paz a su cabeza llena de palomas, pájaros, ríos, hierba y olores. Porque Corina, igual que guardaba olores y los convertía en sueños, guardaba los sonidos. Como en un rito extraño, coleccionaba sentimientos.
Descubrió que todo podía convertirse en sentimiento. Un sonido podía convertirse en una lágrima. Y a la lágrima podía ponerle un son. Y el son sabía. Y esforzándose, el sonido podía oler. Nunca cerraba los ojos, pensaba que era como estar muerta. Y al recordar con los ojos abiertos, las imágenes eran más claras, parecía que el recuerdo no era tal. Era esperanza. Había pasado, estaba pasando y podía volver a suceder.
El mundo de la magia no le era ajeno. La alquimia y el sortilegio estaban al lado del mar. Melania Jacoby ponía esos instantes en su vida. El resto del mundo temía o negaba las cosas que sucedían en la casa de Melania. Corina simplemente los vivía como una parte más de sus mundos.
Quien muchas mañanas de sábado o domingo despertó en una cama viendo una pared llena de mapas del mundo, teme viajar. Podría descubrir que todo era mentira. Que no es tal y como se lo habían contado.
Sumatra, Java, Sumba, Sumbaba... Eran un son. Un recuerdo. Una imagen. No quería perderla nunca. No quería perder nada.
Corina Jacoby atesoraba un baúl de recuerdos en su cabeza. Un baúl del que dejaba escapar dosis de sonidos, de olores, de querencias, según fuese necesario. Vivía con el corazón abierto a la esperanza y al amor. Corina era como un perro callejero en busca de caricias y la acariciaron poco. Casi nada. Convirtió la falta de cariño en aspereza, en agresividad y rebeldía. Corina Jacoby fue una rebelde con muchas causas para serlo.
En una sociedad católica por decreto, el no ir a misa no era nada bueno y Corina decidió comenzar por ahí sus gestos de rebeldía. En los rosarios combinaba el avemaría con la risa. Interrumpía los rezos, los vía crucis, con una risa contagiosa que llenaba la capilla del colegio de alegría. Del altar al coro se oía la risa de Corina, que encontraba aquello mucho más devoto y claro que un rosario lleno de dolores. Comenzaba empapizándose, riendo a trompicones y después toda la capilla la seguía. No había rosario, las tocas se volvían y alguna monja musitaba: Corina...
A la risa, seguía la tortura, que nunca era excesiva. Como aquello no daba resultado decidió ser piadosa: se ofreció a leer las escrituras. Un gesto que alguna mente buena pensó que era milagro. Y en mitad de la lectura del Nuevo Testamento se paraba bruscamente y, gesticulando, como un cura al que ella odiaba, comenzaba a dar su opinión de los hechos. Se empeñó en hablar de Darwin desde el púlpito; combinaba los mandatos divinos con las doctrinas del científico. Revolvía las ideas de tal forma que las monjas y el capellán prestaban atención, hasta que alguien se percataba de la incorrección del discurso en un santuario mariano. Quería quitar dramatismo a toda aquella liturgia demasiado negra, demasiado llena de sombras. Si era verdad o mentira nunca le importó; era lo que le daban y con ello, como si de arcilla se tratase, moldeaba a su conveniencia. Con todo, con cualquier elemento de su vida, hacía lo mismo. Era la única manera de sobrevivir en un mundo que no entendía.
Nunca la habían interrumpido con excesiva brusquedad. Una mano saliendo de un hábito blanco y negro la conducía a la salida de la capilla. Después de varios meses ya no era divertido. Alguien decidió que Corina podía dejar de asistir a los oficios. Y mientras sus compañeras continuaban el camino a la oración, ella daba un giro que la conducía directamente a la salida.
A la calle. Y la calle era casi libertad. En la calle estaba el cielo. El de verdad. Gris o azul, no importaba. Aquel cielo sí que podía verse y casi tocarse, y tenía ruidos las noches de tormenta. El otro lo había visto en postales de santos y, por mucho colorido que le dieran, Corina no estaba segura de que fuese a gustarle. No tenía referencias sensitivas del cielo lleno de santos y arcángeles. Prefería el que veía cada día. Con humos negros, rojos. Con nubes. Las nubes olían, el humo olía, el mar olía, el río negro olía.
En la salida del colegio había piedras, saltaba y les daba patadas, las llevaba por la calle a punta de zapato y la gente la miraba. No debía de ser muy normal; Corina tenía quince años y un cuerpo que no era de niña. El problema estaba claro: Corina no quería crecer; quería seguir siendo niña. Pero nadie parecía darse cuenta.
A los niños se les quiere porque sí. Quería pescar renacuajos sin que nadie la riñese por llegar mojada a casa. Quería hacer la guerra, ser capitana de una tropa de bárbaros. Ser general, eso es lo que Corina deseaba. Pero una mujer, a lo máximo que podía aspirar era a ser generala, que era la mujer del general. Podía no estar mal, pero no era lo mismo.
Así que a mal tiempo buena guerra; y dando patadas a las piedras, tirándose a las fuentes de cabeza, no creciendo, libraba batallas cada día.
La adolescencia no fue risueña; era guapa, alegre, simpática, pero era peleona, era fría. Fría. Corina no entendía la expresión, no lograba entender nada.
Las tardes de los viernes, vestida con pichi azul marino, camisa blanca —que a esa hora y debido a los revolcones por el patio y a diversos avatares, tenía zonas marrones, negras y manchas de caramelo de fresa—, tomaba un refresco y un pastel escuchando las andanzas de Virginia, Clara o Asunción. Las andanzas eran ajenas al universo masculino de Corina. Ella pegaba puñetazos, daba patadas o simulaba guerras tribales con su pandilla de chicos, en el pueblo del río turbio, así que no era exactamente lo mismo. Ellas tenían otra clase de trato con los hombres.
Asunción Montenegro explicaba de manera muy explícita cómo su lesión en los labios no era un grano infectado. Matías Llorente, el sábado anterior, la había besado. Corina chupaba el pastel —así duraba más— con los ojos muy abiertos como siempre que sentía algo. Abrir los ojos era aumentar la sensación, buena o mala. Al abrir los ojos a las malas sensaciones, las encaraba con más conocimiento y, para Corina, el conocimiento era esencial.
Al oír cosas como aquella que contaba Asunción, daba un puñetazo en la mesa y decía:
—Asunción, ése es un animal, supongo que le habrás enganchado por donde yo pienso y se los habrás retorcido a conciencia. Yo los habría tomado como un trofeo, Asunción, eso habría hecho yo.
Asunción, Virginia y Clara decían al unísono:
—Cállate, Corina; calla o te echamos ahora mismo.
Y repetían: Sí, claro que se los tocó, Corina, claro que sí... Y reían como loros fastidiosos, sin que ella supiese el porqué.
Matías Llorente, en la actualidad diputado nacional, nunca encontró explicación a que, durante una buena temporada, la canija de la Jacoby pasase a su lado, y, fingiendo no mirarle, le llamase criminal o cerdo. Claro que para él, Corina era una desequilibrada. En la actualidad pensaba lo mismo, pero nunca lo diría por miedo. Corina aún daba miedo. Lo mismo que Matías Llorente no entendía los insultos de aquellos años, Corina era incapaz de entender que un anormal como aquel Matías fuese diputado.
Cuando sus amigas la llamaban al orden, cerraba la boca. Siempre le decían lo mismo: ¡Cállate! En casa, en el colegio, hasta sus amigas. Tenía una maldición, era eso, pero ya vivía resignada. Volvía a chupar el pastel y escuchaba.
Virginia Mallo contaba cómo esperaba que Miguel Álvarez, al día siguiente, sábado, la dejase asfixiada; cómo notaría el sabor de café y tabaco en la boca, y Corina —que ya no se molestaba en opinar— se imaginaba el asco que debía de producir todo aquello a Virginia, en lo buena que era su amiga, en lo que hacía por un hombre. No podía concebir ningún placer en el sabor a tabaco o café en otra boca, pensaba mientras daba un nuevo chupetón a la crema pastelera. Se estaba terminando y era una lástima. Su madre no le daría más dinero y tenía a buen recaudo el monedero, no podría sisar para un relicario. Y Andrés, el hijo de los pasteleros, se empeñaría en llevarla a ver una película de miedo para saltar encima de ella a la menor gota de sangre y tendría que zumbarle un puñetazo, por sobón. No sabía si merecería la pena tanto esfuerzo a cambio de un pastel. Lo buenos que estaban el azúcar glasé y el chocolate y el hojaldre y la crema...
Una de aquellas tardes quiso contar algo que las dejase impresionadas. Había sucedido hacía unos domingos, en una reunión de jóvenes católicos.
—El otro día yo estaba jugando al fútbol con Máximo García, ese que tanto os gusta a todas, el de los ojos grises. Él tenía la pelota y, como no había manera de hacerlo de otro modo, pues le enganché del pantalón y casi se lo bajo. Me cogió, me tiró al suelo y se puso encima de mí, quería bajarme los míos.
—¿Qué dices, loca? ¿Cómo va a querer Máximo bajarte los pantalones a ti?
Tres voces pronunciaron la frase.
—Pues sí. Me dijo que yo se los había bajado y que él haría lo mismo. Claro, le expliqué que yo era una chica y que había sido sin querer. Me acarició la cara y me ayudó a levantarme.
«Ti» habitualmente llevaba el pelo rebajado al dos, pantalones y ropa holgada. Asunción, Virginia y Clara hicieron los comentarios pertinentes.
—Hay que ser idiota. ¿Por qué le dijiste que eras chica?
O el más hiriente.
—De haber sabido que eras chica no habría intentado hacer eso. A ti no, Corina, seguro que a ti no. No tienes nivel para Máximo.
Y se habían reído.
Después de esa derrota se había marchado arrastrando los pies y chupando el resto de la crema que aún tenía en los dedos. Algunos días, en ese lamentable estado, se tropezaba por la calle con su madre. Y Corina no se percataba del trascendental hecho. Y su madre hacía como que no la veía. La mujer se avergonzaba de su hija. No daba la talla, no tenía su nivel. Bernarda de la Vega nunca había sido una madre. Era otras cosas: una buena gobernanta, un transmisor de las costumbres católicas y de los valores que ella entendía eternos; pero nunca fue madre. Ni buena ni mala. Simplemente no era eso. Corina tardó años en comprender y aceptar aquel hecho que tanto desequilibró su vida. Cuando lo aceptó, sin entenderlo, fue más feliz, pero siguió buscando los abrazos y caricias que nunca tuvo, que ansiaba haber recibido de aquella mujer dura y fría. Deseaba hacer algo, lo que fuese, no necesariamente subsidiario de agradecimiento a su madre; si era algo bueno, siempre se lo debía a ella. Una matrícula de honor era: «Gracias al dinero que gasté en las clases de latín...». No haber sido drogadicta ni prostituta: «Gracias a mi mano de hierro, porque tú eres capaz de cualquier cosa...». Bernarda de la Vega era implacable con todo el mundo. Corina nunca pudo perdonarle la ausencia de cariño, la falta de comprensión y la crítica agria, desabrida.
En ocasiones, en muchas, deseó ser hija de los Pelogochos, lo más tirado del pueblo, diría su madre. Sucios pero felices; con una madre sentada a la puerta de una planta baja en una silla de anea, despiojando a cinco niños con los mocos colgando. Cantaban todos juntos, salían todos juntos, lloraban todos juntos. Eran una familia y eso Corina siempre lo echó de menos. La suya estaba desintegrada por tanta norma, tanto respeto, tanta falsa dignidad. Ninguna demostración de afecto estaba bien vista. Una risa era cortada en el acto; una lágrima hacía surgir amargos reproches.
Sentir sin que se sepa; llorar sin lágrimas. Habría dado muchas cosas por un abrazo espontáneo, aún añoraba eso.
A los quince años dejó de importarle, ya no le importaba. Asumió que por culpa de la maldición o lo que fuese, no la querían y dejó de padecer. En realidad, sólo dejó de demostrar que le importaba. Terminó el bachillerato sin muchos triunfos académicos y llegó la hora de decidir qué estudiaría. Corina Jacoby quería ser bióloga. Era una vocación clara, sin fisuras, siempre lo había deseado. Pero su padre decidió que ésa era una carrera poco apropiada para una mujer. Corina Jacoby se encontró matriculada en la escuela de arquitectura. Estaba decidido. Corina sería arquitecto y, como siempre, en lo importante, Corina no discutió. Corina hizo lo que otros pensaron que debía hacer. Se fue de su ciudad a otra ciudad. Sin entusiasmo. En aquella etapa no ocurrió nada digno de mención. Corina estudió lo que debía y nada más. No fue la suya una carrera brillante. Odiaba las matemáticas. Toleraba la física. La historia y el urbanismo fueron lo más interesante que vio en aquellos años. El diseño y el dibujo artístico le amargaron la existencia. El cálculo logró doblegar su mente. Odiaba proyectar y a poco termina loca. Era arquitecto, lo mismo que su padre, lo mismo que su abuelo, como sus tíos. El primer paso en el destino de Corina, no lo habían escrito las estrellas. El destino de Corina, en eso, estaba escrito en los apellidos. Gracias a ellos y a que su ex marido era profesor de la escuela, Corina Jacoby terminó la carrera y colgó su título en una pared de la empresa familiar.
Ni se acordaba de cómo ni sobre qué había sido el proyecto de fin de carrera. De esa época sólo recordaba una cosa buena: había conocido a Sol del Valle, una de sus mejores amigas desde entonces.
Cuando terminó los estudios, regresó al mundo cercano al mar y al río negro, a la ciudad pretendidamente perfecta, a la apariencia que tanto había odiado y aún odiaba. La apariencia es como las nubes oscuras, lo tapa todo.
La tarde en que recordaba todo aquello, la tarde en la que repasaba su vida dejando salir olores y sensaciones, Corina Jacoby estaba encogida, arrebujada en una manta de piel de lobo forrada con vicuña; una manta centenaria, vieja como todo lo que la rodeaba. Tumbada. Tapada hasta las cejas. Siempre tenía frío. Sonrió al pensar en el frío. En las sensaciones plácidas que el frío podía producir. Él y el frío. Él. La nada. La brasa que llega con el hielo. De nuevo la nada. De nuevo él.
El cielo estaba oscuro. Escuchaba la voz de Nina Simone, cantaba con ella, a dúo, «Papa, Can You Hear Me».
El mar rugía y ella había sido capaz de unir sentimiento con sentidos. A las puertas de una madurez que predecía el fin, lo había logrado. Le habían regalado olores y sentimientos. Le habían enviado tal cantidad de sentimientos que tenía suficiente para vivir el resto de su vida. Le habían dado las palabras, los olores, los sabores. La piel. El color. El hombre que había hecho eso fue el catalizador. Así lo llamaba Amalia. La doctora era experta en el tema. Decía que el hombre sólo había sido el instrumento. Sólo eso.
Había ocurrido un mes de octubre. Volvía a ser octubre. Lo había conocido un octubre de un año que no deseaba recordar y ahora estaba arropada, casi escondida, en el cenador, bajo el aloe de Socotora. Intentando olvidar sin perder los recuerdos. Necesitaba poder vivir sin eso. Necesitaba recordar lo que ya no podría volver a tener nunca. Necesitaba el recuerdo para no morir ni matar.
EL INICIO
Un mes de junio, el colegio de arquitectos había instalado internet en el estudio de Corina. Ella se había resistido. No le llamaba la atención. Pensaba que no aportaría nada al trabajo. Pero una vez más, cedió. Sol insistía en que era importante, podrían ver obras de otros arquitectos, enviar archivos, abaratar costes. Internet cambiaría el mundo, decía Sol. Se instaló en todos los ordenadores y Corina pasaba horas navegando, miraba todo lo que se ponía ante sus ojos.
Abría el navegador dos veces: la primera en una web de arquitectura, después la minimizaba, abría una nueva ventana y buscaba lo que fuese. Leía periódicos, buscaba libros de plantas y pócimas. Paseaba por la red tantas horas que al final terminó siendo una experta. Todos pensaban, como siempre, que Corina tenía una voluntad de hierro y que anteponía el cumplimiento del deber a su aversión a la informática.
Una tarde de lluvia y calor, Jaime Arias llegó al estudio.
Jaime Arias era el mejor amigo de Corina. Ella lo quería mucho porque Jaime Arias nunca imponía nada; Jaime Arias la quería porque sí. Hiciese lo que hiciese, quería a Corina. Era guapo. Un dentudo guapo y de ojos verdes. Original dentro de un orden. Casado y padre. En apariencia, un modelo de ciudadano. La apariencia es la palabra más preciada en casi todos los mundos. Vivir hacia el exterior era lo importante; el sentimiento y la verdad tenían —tienen— poca importancia.
Jaime Arias era un lobo, un depredador disfrazado de manso. Le gustaba lo prohibido. Se dejó caer en un sillón frente a Corina. La vio dar un manotazo al ratón; vio cómo se ponía colorada y se rió. No hizo referencia a la actitud de Corina.
—¿Nunca has entrado en un chat?
Corina lo miró con cara de susto, tan propia en ella cuando la pillaban en falta.
—¿Un qué? No sé qué es eso. Estaba mirando unas cosas en http://www.arch-mag.com. ¿Qué es eso de un chat?
—¿Nunca hablas con nadie, Corina?
Pensó que Jaime se había vuelto bobo. Pensó que estaba borracho. Ella nunca lo había visto así, en veinticinco años nunca lo había visto borracho, pero siempre había una primera vez para todo.
—Sí, Jaime, ya estoy mejor, la timidez se me está curando, ya estoy casi bien. Tomo menos ansiolíticos y de vez en cuando salgo.
Supuso que se refería a eso. Volvió a ponerse colorada por haber pensado mal del pobre Jaime. Se estaba interesando por su salud.
—Por internet, Corina, por internet. Te pregunto si hablas con personas, con gente de internet.
Volvió a pensar que él se había pasado con la bebida. ¿Qué era aque