La serpiente y el báculo

Barbara Wood

Fragmento

Prólogo

Recuerdo dos cosas de la noche en que cayó Jericó.

Recuerdo que tenía dieciséis años y que estaba enamorada.

Daba vueltas en la cama, escuchando los sonidos de la ciudad más allá de mi balcón —Jericó, junto al río Jordán, nunca dormía—, y en lo último en lo que pensaba era en la guerra. No podía quitarme de la cabeza el hermoso rostro de Benjamín.

Aquella noche escuché truenos lejanos. Una tormenta primaveral procedente del Mar Grande, pensé. Nubes negras se cernían sobre las poblaciones costeras, sobre Jerusalén, para saciar la sed de Jericó. Demos gracias al Señor, recé para mis adentros. Las palmeras de dátiles de mi padre necesitaban la lluvia.

En aquel momento mi padre estaba en el templo, sacrificando un cordero joven y pidiéndole al Todopoderoso que nos librara de la sequía. Su hermano, mi tío, que era un prestigioso médico, estaba en el barrio pobre, donde la sequía había causado más estragos. Todos los pobres lo conocían y lo llamaban «querido médico».

Pero aquella fatídica noche de primavera yo no podía pensar en las acciones caritativas de los hombres piadosos. Cerré los ojos, vi la imagen de Benjamín y me deleité en su sonrisa, en sus anchos hombros y en su manera de andar. Soñaba con casarme con él. Benjamín era hijo de una rica familia que controlaba el próspero comercio textil de Jericó. Su padre era un buen amigo del rey.

Estábamos prometidos.

Aquella noche, mi padre me había dado un beso de buenas noches y me había prometido hablar con el padre de Benjamín sobre la fecha de la boda. Se celebraría en verano, porque no hay época más feliz para casarse. Mi vida era perfecta. Mi padre era uno de los ciudadanos más ricos de Jericó, y mi madre era descendiente de un rey de Siria, en el norte. Vivíamos en una casa palaciega con columnas de mármol, dentro de las altas murallas de una ciudad fortificada. Jericó era la ciudad más segura del mundo, y nuestra casa —la más elegante después del palacio del rey— estaba bajo la sombra protectora de la formidable torre del sudoeste de Jericó, desde la que los soldados defendían la ciudad desde hacía siglos. Teníamos criados y muebles elegantes. Mis hermanas y yo nos vestíamos con ropa de la lana más delicada, llevábamos joyas de oro y comíamos en platos de plata. Veía ante mí, como un festín servido en una mesa, una vida próspera, feliz y llena de posibilidades.

Era la chica más feliz del mundo.

Aquella noche, los truenos se acercaron rodeando las montañas del oeste. Por el balcón me llegaron gritos procedentes de las calles y me pregunté por qué podía alguien temer la lluvia primaveral.

Y entonces oí un chillido en el piso de abajo. Un estrépito. Pasos recorriendo el brillante suelo de piedra. Salté de la cama y corrí hacia la galería interior que rodeaba el segundo piso de nuestra casa. Miré hacia abajo, hacia la sala central, donde recibíamos a los invitados y celebrábamos fantásticos banquetes. Cuando vi a soldados entrando a grandes zancadas, se me salieron los ojos de las órbitas. No llevaban las túnicas verdes de las tropas cananeas, sino faldas blancas, corazas de piel y cascos ceñidos en la cabeza. Al oírlos gritar órdenes a los aterrorizados criados me di cuenta de que eran egipcios.

Me di cuenta también de que los truenos que había oído no eran el sonido de la lluvia acercándose a Jericó, sino el ruido de carros de guerra avanzando por las llanuras que rodeaban la ciudad.

Me quedé paralizada al ver a un soldado agarrando del pelo y arrastrando por el suelo a una de nuestras criadas, que pataleaba y gritaba. Apareció una niñera con un bebé en brazos: mi hermana menor, que todavía no tenía nombre. Un soldado arrancó a la criatura de los brazos de la niñera, la agarró por el pie con su poderosa mano y la lanzó contra la pared. Vi los sesos y la sangre brotando de su blando cráneo.

Oí pasos detrás de mí y me giré rápidamente. Era mi tía Raquel, con un quinqué en las manos. Oí el sonido sordo de sus sandalias pisando el suelo de mármol. Su túnica blanca flotaba en el aire como una nube. Estaba pálida.

—Corre, Abigaíl —me dijo—. Vístete. Tenemos que ponernos a salvo.

Me vestí a toda prisa y bajamos a la planta baja por una escalera de la parte de atrás. Encontré a mi familia reunida ante la puerta de un pasadizo secreto. Mi madre abrazaba a mis dos hermanas menores con ojos aterrorizados. Al verla me asusté. Mi madre era una belleza de sangre real, con un aplomo que maravillaba a todo el mundo, pero en aquel momento era la viva imagen del pánico.

Oíamos los gritos que invadían la casa, el ruido de objetos rompiéndose, y temblábamos. Aquellos hombres gritaban en egipcio. Seguro que estaba soñando. Aquello era una pesadilla de la que no tardaría en despertarme. El rey nos había asegurado la paz entre Jericó y Egipto; habían firmado un tratado.

Apareció el mayordomo, con su larga túnica negra desaliñada y el fajín rojo colgando. Se llamaba Abraham y llevaba dos generaciones con nuestra familia.

—La casa no es segura, señora —le dijo a mi madre—. Los egipcios están invadiendo todas las casas. Estaremos más seguros al otro lado de las murallas. Las llevaré a las montañas.

—Pero mi marido…

—Deprisa, señora.

Mi tía Raquel me cogió de la mano.

—Vamos, Abigaíl, tenemos que ponernos a salvo.

Mi tía estaba pálida. El miedo invadía sus ojos. Su marido —mi tío— estaba en el barrio pobre, y mi padre estaba en el templo. ¿Los protegería el Todopoderoso?

Seguimos a Abraham por un estrecho pasadizo que habían construido entre las paredes hacía mucho tiempo para salir huyendo, porque Jericó había sido saqueada muchas veces a lo largo de los siglos. Corrimos asustados, con el corazón latiéndonos a toda velocidad y los gritos de nuestros criados golpeándonos los oídos.

De pronto salimos al caos y al tumulto de la noche. La gente corría por las calles, perseguida por soldados extranjeros a caballo. Nos apiñamos y esperamos a que Abraham encontrara la manera de trasladarnos a los campos del otro lado de las murallas. Junto a las puertas abiertas de la ciudad vimos escenas terribles: antorchas encendidas, soldados luchando cuerpo a cuerpo, generales en carros dorados, gritos fantasmales y sangre, mucha sangre.

Corrimos.

Los habitantes de Jericó huían por todas partes, por las calles y por los campos de cultivo, cargando con sus hijos y algunas posesiones, algunos medio desnudos. Los soldados egipcios los perseguían con espadas y lanzas.

Nuestro grupo cruzaba un campo de cebollas a la luz de la luna llena cuando un egipcio montado en un inmenso caballo apareció de pronto de la nada galopando hacia nosotros. Giré bruscamente para escapar de las tremendas pezuñas del animal. Mi madre salió corriendo en sentido contrario y se libró también de las pezuñas, pero el soldado levantó la espada y trazó un espantoso arco. La hoja rebanó el cuello de mi madre tan limpiamente com

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