Alarga tu esperanza de vida

David A. Sinclair
Matthew D. LaPlante

Fragmento

Introducción: La plegaria de una abuela

INTRODUCCIÓN

La plegaria de una abuela

Crecí en plena naturaleza. Metafóricamente, podría decirse que mi patio trasero era un bosque de cuarenta hectáreas. Literalmente, era mucho más grande. Se extendía hasta donde mi inexperta mirada alcanzaba a ver y nunca me cansaba de explorarlo. Acostumbraba a andar y a andar por sus senderos, deteniéndome para examinar a los pájaros, a los insectos y a los reptiles. Diseccionaba las cosas. Frotaba la tierra entre los dedos. Escuchaba los sonidos de la naturaleza e intentaba identificar la fuente.

Y jugaba. Hacía espadas con palos y fuertes con piedras. Trepaba a los árboles, me columpiaba en sus ramas, dejaba las piernas colgando por el borde de los barrancos y saltaba desde donde seguramente no debería haberlo hecho. Me creía un astronauta en un planeta lejano. Fingía ser un cazador en un safari. Hablaba en voz alta para los animales, como si fueran el público de una ópera en un teatro.

«¡Coooeey!», gritaba; no era otra cosa que «Venid aquí» en la lengua de los garigal, la tribu originaria de la zona.

Por supuesto, no era el único que lo hacía. Había muchos niños en los vecindarios del norte de Sídney que compartían mi amor por la aventura, la exploración y la imaginación. Así se supone que son los niños y así nos gustaría que jugaran.

Hasta que son demasiado mayores para hacer esas cosas, claro está. Porque entonces queremos que vayan a la universidad. Y, después, que encuentren trabajo. Pareja. Que ahorren. Que se compren una casa.

Porque, en fin, el tiempo pasa muy rápido.

Mi abuela fue la primera persona que me dijo que las cosas no tenían por qué ser así. O, más que decírmelo, supongo que me lo demostró.

Se crio en Hungría y se pasaba los veranos nadando en las frescas aguas del lago Balatón y explorando las montañas de su orilla septentrional, mientras se hospedaba en un complejo vacacional frecuentado por actores, pintores y poetas. Durante los meses de invierno ayudaba a regentar un hotel emplazado en las colinas de Buda, antes de que los nazis lo ocuparan y lo convirtieran en el cuartel general de la Schutzstaffel, o las SS.

Diez años después del fin de la guerra, durante los primeros días de la ocupación soviética, los comunistas empezaron a cerrar las fronteras. Su madre fue capturada, arrestada y condenada a dos años de cárcel cuando intentó cruzar a Austria de forma ilegal. Murió poco después. Durante la Revolución húngara de 1956, mi abuela escribió y distribuyó panfletos anticomunistas por las calles de Budapest. Una vez sofocada la revolución, los soviéticos empezaron a arrestar a decenas de miles de disidentes, de manera que mi abuela huyó a Australia con su hijo, mi padre, pensando que era lo más lejos que podía estar de Europa.

No volvió a pisar suelo europeo nunca más, pero se trajo consigo la filosofía bohemia. Según me han dicho, fue una de las primeras mujeres en ponerse un biquini en Australia, y por eso la expulsaron de la playa de Bondi. Vivió sola durante muchos años en Nueva Guinea, uno de los lugares más agrestes del planeta, aún hoy en día.

Aunque descendía de los judíos asquenazíes y se crio como luterana, mi abuela era una persona laica. Nuestro equivalente al padrenuestro era el poema del inglés Alan Alexander Milne, «Ahora tenemos seis», que acaba así:

Pero ahora tengo seis

y soy listo, muy listo.

Así que creo que seguiré teniendo seis,

siempre, hasta el infinito.

Nos leía el poema una y otra vez a mi hermano y a mí. La mejor edad eran los seis años, nos aseguraba, y hacía todo lo posible por vivir la vida con el entusiasmo y el asombro de un niño de esa edad.

No quiso que la llamásemos «abuela» ni siquiera cuando éramos pequeños. Tampoco le gustaban el término húngaro nagymama ni los demás apelativos cariñosos como «nana», «yaya» o «abuelita».

Para nosotros, como para todos los demás, era Vera sin más.

Ella me enseñó a conducir, cambiando una y otra vez de carril mientras bailaba al ritmo de la música que sonaba en la radio del coche. Me dijo que disfrutara de la juventud, que saboreara la sensación de ser joven. Decía que los adultos siempre lo estropeaban todo. Que no creciera, me decía. Que no creciera nunca.

Bien entrada en los sesenta y los setenta seguía siendo lo que llamamos «joven de espíritu». Bebía vino con sus amigos y con la familia, comía buena comida, contaba unas historias estupendas, ayudaba a los pobres, a los enfermos y a los desafortunados, fingía dirigir orquestas sinfónicas y se reía hasta la madrugada. Según la definición de casi cualquier persona, eso es una «vida plena».

Pero sí, el tiempo pasaba.

Cuando llegó a los ochenta y cinco, Vera era un vestigio de lo que fue y la última década de su vida fue dura de ver. Era una mujer frágil y enferma. Seguía conservando la lucidez, hasta el punto de insistir en que me casara con Sandra, mi novia, pero por entonces la música ya no le alegraba y apenas si se levantaba de su sillón. La energía que siempre la había definido había desaparecido.

Al final, abandonó la esperanza. «La vida es así», me dijo.

Murió a los noventa y dos años. Y, tal y como nos enseñaron, disfrutó de una vida larga y buena. Sin embargo, cuanto más lo analizo, más firme es mi impresión de que la persona que había sido murió muchos años antes.

La vejez puede parecer algo lejano, pero la vida de todos y cada uno de nosotros llegará a su fin. Después del último aliento, nuestras células clamarán más oxígeno, se acumularán las toxinas, la energía química se extinguirá y las estructuras celulares se desintegrarán. Minutos después, toda la educación, el conocimiento y los recuerdos que hemos atesorado, así como el potencial que llevamos dentro, desaparecerán para siempre.

Lo aprendí de primera mano cuando murió mi madre, Diana. Mi padre, mi hermano y yo estuvimos a su lado. Por suerte, fue muy rápido; murió a causa del encharcamiento del único pulmón que tenía. Un momento antes nos habíamos estado riendo del elogio que le había escrito durante el vuelo desde Estados Unidos y, de repente, empezó a retorcerse en la cama, desesperada por respirar, ya que su cuerpo no recibía el oxígeno necesario, mientras nos miraba con angustia.

Me acerqué a ella y le susurré al oído que era la mejor madre que podía haber deseado. Al cabo de unos minutos sus neuronas morían y con ellas también desaparecía no solo su recuerdo de mis últimas palabras, sino todos los demás. Sé que algunas personas mueren tranquilamente. Pero ese no fue el caso de mi madre. En esos momentos dejó de ser la persona que me había criado y se convirtió en un amasijo de células privadas de oxígeno que no paraba de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos