Sleeper

MacKenzie Cadenhead

Fragmento

cap-1

1

Si alguna vez ves una puerta en medio de una niebla brumosa densa y gris, no la abras.

De hecho, por muy aventurera que te sientas, por mucha curiosidad que tengas o por muy desconcertada que estés ante esa puerta que flota en el vacío, prométeme que echarás a correr en sentido contrario.

En otras palabras, no seas una idiota como yo.

La puerta no tiene nada de especial. Tres paneles horizontales, madera blanca gastada, pomo verdoso de latón. No hay nada que destaque. Pero su repentina aparición provoca una emoción de mañana navideña. No ocurre nada más. Nada, literalmente. Estoy sola en esa niebla etérea. Hace horas que me he acostado. Y estoy aburrida. Así que la aparición repentina de la puerta me llena de agitación.

Alargo la mano para girar el pomo, y en ningún momento se me ocurre que del otro lado pueda haber algo indeseado. ¿Y qué pasa cuando la puerta no se abre? Mi curiosidad aumenta.

Mientras observo lo que será mi perdición, cada vez más ansiosa por entrar en ella, mis pensamientos se centran en Gigi MacDonald, capitana de mi equipo de lacrosse, abeja reina de todas las que queremos volar. Cada vez que perdemos un pase o permitimos que otra jugadora vuele hacia la meta, nos obliga a esforzarnos sin parar hasta que aprendemos. Pero lo que de veras la motiva es el equipo de fútbol. «¿Queréis que piensen que somos débiles?», grita hasta que la pequeña vena de la frente se le hincha. «¿O vais a demostrarles que los verdaderos atletas hacen alguna cosa más que correr hasta que chocan contra algo?»

La pregunta es retórica. Pero ¿esta noche?

Hago frente a mi contrincante. Emulando a todos los futbolistas que se han burlado de los deportes femeninos, doy un paso atrás, bajo el hombro y arremeto contra la puerta con todas mis fuerzas. Se abre de golpe y caigo.

En un...

... oscuro...

... silencio.

Una burbuja de aire me comprime el pecho.

Un viento punzante me aguijonea la cara mientras un zumbido ensordecedor, como un aleteo de mariposas amplificado un millón de veces, me late contra los tímpanos que estoy segura de que van a estallar. La boca se me seca por completo. Parpadeo y parpadeo y parpadeo y parpadeo. Es lo único que puedo hacer para alcanzar a ver algo ante el viento que me golpea en la oscuridad. La nada me engulle.

Hasta que...

... dejo de ser.

Las imágenes se suceden parpadeantes ante mí: desnudas ramas artríticas bajo la luna; un sendero rocoso; el color verde.

Y entonces aterrizo de bruces en una montaña de crujientes hojas pardas. Inmóvil, aspiro el aire fresco de otoño, que me hace cosquillas en la nariz. Me incorporo sobre los codos y saco una hoja que se me ha enredado en el pelo grueso y oscuro. He llegado a este sitio a través del espejo, pero lo conozco bien.

Estoy en la reserva natural detrás del campo de fútbol de los Jinetes. Ante mí se alza el Tocón: lo que queda del enorme roble que el municipio cortó cuando yo tenía diez años. Ahora lo conozco como el lugar nocturno favorito de los chicos guais del Instituto Irvington y el monumento a algunas primeras experiencias personales. Aquí no solo probé mi primera cerveza; aquí también, a los catorce años, me besó por primera vez una estrella de fútbol de élite (la cerveza puede haber sido un gusto adquirido, pero ese beso fue como volver a casa).

Sin embargo esta noche el Tocón está desierto. Las desnudas copas de los árboles se entretejen por encima de mí y la luna llena juega al escondite entre las ramas. La hojarasca cruje bajo mis pies mientras avanzo sobre piedras y raíces, buscando al azar un sendero que pronto se convierta en un auténtico camino. Llevo una camiseta sin mangas y pantalones de talle bajo, el uniforme de la fiesta de pijamas con el que me acosté. Me froto los brazos para entrar en calor. «Siempre esclava de la moda», me reprocho. «Nunca de la meteorología.»

Obediente, sigo el camino, haciendo lo posible para no pensar en la piel de gallina que ahora parece papel de lija. Me sobresalto al oír el crujido especialmente fuerte de una ramita que acabo de pisar; en ese momento, ya me he internado profundamente en una parte desconocida del bosque.

—Chis... —susurra alguien a mi derecha.

Cada molécula de mi ser parece tensarse. A mi lado, apoyado contra un árbol, hay un muchacho sin camisa, de un pelo castaño acariciado por el sol y abdominales marcados, mirando hacia la dirección opuesta. Es alto; al menos treinta centímetros más que yo. Aunque de hombros anchos, es delgado y destaca fácilmente junto al grueso tronco de un arce. Lleva el pelo corto y con greñas, que se ondula en las puntas. Su nariz larga y un poco desviada le confiere personalidad y la vuelve aún más intrigante. Es como una flecha oscilante que brota de una frente prominente y termina señalando unos labios sumamente besables. Un agradable escalofrío me recorre el cuerpo todavía tenso, pero ahora es agradable. Me emociona la compañía, y todavía más que esa compañía sea atractiva.

El muchacho me mira, y sus ojos verde Oz[1] me estudian antes de volver al objeto de su furtiva vigilancia. Entonces alarga el brazo y crea enfrente del pecho un hueco perfecto, de mi tamaño.

Por primera vez, dudo.

Cuando estás aquí, en este lugar, no sueles perder mucho tiempo en la contemplación. ¿Para qué, si no hay consecuencias ni examen final, ni obligación de explicar qué estabas pensando? Aquí no existe nada más que el presente. Así que me extraña sentir esta súbita necesidad de cubrirme. ¿Es timidez? ¿Por qué, si nada de esto es real, me avergüenza que el espacio entre este semidesnudo dios de los bosques y un tronco de árbol gigante sea el único sitio donde quiero estar?

Ordeno a mi conciencia subconsciente no hacer caso y doy un paso adelante. Mientras inhalo este hombre de ensueño, me olvido de todo lo demás. Su embriagante olor a jabón Dove y a sudor corporal de chico típicamente americano me tienta como uno de esos rastros aromáticos de Scooby-Doo. Me deslizo hasta acurrucarme contra él.

Tiene el pecho caliente, pero no dejo de temblar. Vuelvo el rostro hacia el suyo y sonrío. Él, con la atención clavada en ese sitio, allí delante, ni siquiera me mira. ¿Qué puede resultarle más irresistible que una chica ligera de ropa apoyada contra su pecho?

Así que miro donde mira él.

En el centro de un claro, iluminado por una luna increíblemente brillante, hay un cervatillo. Tiene los ojos muy abiertos y apenas respira. Lleva una flecha clavada en el costado.

—La herida es fatal, pero tardará un rato en morir —dice el chico.

Siento crecer en mí un sollozo, pero cuando abro la boca no brota el llanto.

—Yo sé qué hacer —digo.

De repente, echo a correr hacia el claro. Coloco una mano bajo la mandíbula del ciervo tembloroso y la otra en el lado opuesto de la cabeza. Sobresaltado, el animal forcejea y pierdo el control. Pero está herido, aturdido, cosa que uso a mi favor.

Lo inmovilizo sujetándolo con las piernas. Tengo la absoluta certeza de que esa muerte piadosa es necesaria, lo que me da fuerzas.

El chico del árbol me grita que pare, pero no... no puedo.

Los ojos del ciervo se agrandan.

Mis manos se colocan de nuevo bajo la mandíbula y la parta alta de la cabeza del animal y las aprisionan.

Me preparo para desnucarlo.

—¡No! —grita el chico—. ¡Despierta!

Todo se detiene. Los bosques desaparecen. El viento amaina. El ciervo ya no está, aunque todavía lo siento contra las manos.

—¿Qué has dicho? —pregunto.

No obtengo respuesta. El chico se ha ido, y ahora me envuelven nuevos sonidos, amortiguados al principio.

Alguien chilla.

—¡Sarah! ¡Basta! ¡Vas a matarla! —grita una voz conocida.

Pestañeo, volviendo a la realidad. Ya no me ciega la luna de finales de otoño; en su lugar veo ahora las lámparas halógenas empotradas de un sótano de una zona residencial.

Bajo los ojos y descubro la habitación donde dos de mis mejores amigas me están mirando.

—¡Basta! ¡Sarah, tienes que parar! —está gritando Tessa.

Amber aprieta la almohada, con la mandíbula casi desencajada por la impresión. Siento que algo forcejea contra mi cuerpo tratando de librarse de las tenazas en que se han convertido mis manos.

No, algo no. Alguien.

Gigi, nuestra jefa.

Gigi está llorando. Tiembla entre mis manos tensas, que le sujetan férreamente la barbilla y la frente. A punto he estado de partirle el cuello.

«Mierda», pienso. «Otra vez no.»

cap-2

2

—La verdad es que no entiendo a qué viene esta tragedia griega —dice Tessa mientras moja un trozo de zanahoria en un recipiente con aliño—. Gigi sabe cómo ocultar una marca en el cuello desde primero de secundaria.

—Es verdad —coincido—. Pero estos moretones son un poco más fuertes que un chupetón de Tommy Mournighan. Además, lo que quizá la perturbó fue que intentaran matarla.

—Quizá sí, quizá no.

Tessa muerde la zanahoria con un crujido tan fuerte que las chicas novatas que están sentadas a la mesa delante de nosotras se sobresaltan y ríen nerviosas; luego recogen las bandejas y salen corriendo.

—Voy a tener que reñirte, Sar. No creía que consiguieras hacerte aún más famosa. Es como si, por ser una fascinante superestrella del deporte, te hicieran reina de la fiesta de exalumnos, a lo que se suma tu condición de maniaca homicida que ha rodado una cinta de sexo.

—Con el equipo de fútbol —digo.

—Y con el grupo de danza —susurra. Entonces su sonrisa se esfuma y frunce el ceño. Sin levantar la voz, añade—: Aun así, creo que Gigi actúa con mucha dureza, hablando mal de ti en el patio y echándonos de su mesa. Debería darse cuenta de que no querías hacerle daño.

Suspiro. Tessa es una buena amiga. En realidad, la mejor que tengo. Su determinación a apoyarme durante las secuelas del horror de este fin de semana es lo que una esperaría de ella, y nunca llegará a imaginar cuánto lo aprecio. Por suerte, es voluble, y tiene un aplomo automático que le permite entrar y salir de diversos grupos sociales y quedar siempre a salvo de todo reproche. Nadie la censurará por serme fiel. Pero aunque agradezco de verdad su estrategia de culpabilizar a la víctima como un cariñoso intento de levantarme la moral, me cuesta mucho mantener esta fachada imperturbable. Hace tres días intenté cometer un homicidio y hasta ahora mi víctima no ha dado señales de aceptar mi declaración de inocencia por razones de demencia nocturna. Aunque sé que soy culpable y que Gigi no buscó en absoluto nada de esto, me sorprende en parte que me haya rechazado de una manera tan brusca.

Gigi y yo hemos sido amigas desde que éramos unas mocosas y empezábamos a hacer deporte. Aunque compartimos la pasión por las sesiones de maquillaje gratuitas de Sephora y sé que ella sería la primera en bloquear a una adversaria que se propasase conmigo en un partido, empiezo a preguntarme si nuestra categoría de «mejores amigas» no habrá sido un poco circunstancial. Me refiero a que cuando estamos en el terreno de juego somos mentalmente como el dúo dinámico, y tenemos una gran telepatía corporal. Nuestras adversarias se pasan la mitad del partido tratando de romper nuestra relación. Pero jamás les funciona. Mientras jugamos, somos una sola.

Sin embargo, fuera del campo de juego esa sintonía desaparece. En el pequeño ejército de Gigi, soy un buen soldado, con la ambición adecuada. Nunca se me ha ocurrido usurparle el poder. Gracias a las armaduras que guardo en el armario, siempre me he sentido muy cómoda disfrutando del reflejo de su luz cegadora y recibiendo el calor necesario para mantener el bronceado sin el riesgo de sufrir quemaduras de tercer grado.

Pero tampoco soy acomodaticia o servil. En el campo de juego, soy capaz de aniquilar a mi adversaria. En una fiesta, me cuesta poco brincar y bailar seductoramente para que todos los chicos tomen buena cuenta. Me gusta el sudor y el dolor muscular y el ardor del oxígeno que me quema los pulmones cuando exijo al cuerpo más de lo que mi cerebro cree posible, y me gusta también el poder que adquiero al reivindicar mi carisma femenino.

Pero reconozco que a veces me dejo llevar por el vértigo del momento y desafío la jerarquía social. Como haber ganado el premio del curso avanzado universitario de latín que Gigi creía tener asegurado o salir con el mariscal de campo de los Jinetes. De repente, la línea entre conspiradora y competidora se desdibuja. Se olvida de invitarme para ir al centro comercial el fin de semana o me excluye de una cena de grupo en el Alp. De pronto, no hay espacio suficiente en el coche que va el sábado a la cita nocturna en los bosques.

Cuando llegan esos momentos, me apresuro a postrarme ante la reina y a hacer lo posible para recuperar mi sitio a su sombra. Porque con una madre soltera que simultanea varios trabajos a fin de darme una vida más o menos normal, un padre que desde hace años ni siquiera me envía una tarjeta el día de mi cumpleaños y las cosas raras que hago cuando duermo, dramas no me faltan. ¿Por qué habría de poner en peligro la principal fuente de estabilidad de mi vida enfrentándome a Gigi?

Lo que pasa, me parece, es que el drama consiste precisamente en eso. Por mucho que uno trate de evitarlo, cuando llega, nada puede hacerse más que esperar que no termine en muerte, sino en matrimonio.

Al mirar hacia el otro extremo del comedor donde Gigi, Amber y mis otras examigas fingen no verme desde un mostrador un poco más alto, comprendo que la respuesta a la pregunta de si mi amistad era circunstancial es afirmativa.

Veo cómo algunos de los chicos mayores se detienen a expresarle su solidaridad: deportistas, miembros del consejo de estudiantes, incluso algunos de los profesores más jóvenes parecen aprovechar la oportunidad de congraciarse con Gigi MacDonald. ¿Y por qué no? La pobre chica fue atacada mientras dormía; estuvo a punto de ser asesinada por alguien que en teoría era su amiga.

Mientras tanto, las personas menos guapas, la mayoría silenciosa del cuerpo estudiantil del colegio, me sonríen con incomodidad. Por lo visto, que mis actos fueran involuntarios carece de importancia. A pocas horas del ataque, una cuenta en Instagram revelaba los detalles de un informe policial robado y filtraba fotos de una Gigi magullada y sin maquillaje, con moretones frescos y marcas rojas en el cuello y la clavícula.

Aunque en general las redes sociales se mostraron comprensivas con ella y mucha gente me condenó enseguida llamándome «monstruo», el creciente número de «Me gusta» en la página de Facebook RIPGigi y los mensajes de Twitter hablando de la #psicopata@fiestadepijamas indicaban una tendencia mucho más inquietante. Los desamparados por fin habían encontrado un portavoz. Y me consideraban su «heroína».

Conociendo a Gigi, esa insubordinación seguro que era lo que más la enfurecía. Mi desafío a su autocracia social podría ser para ella aún peor que la amenaza real de muerte.

—¿Sabes, Tessa? —digo con voz lastimera—. Nadie está enfadado contigo. No te han excomulgado. No tienes que ponerte de mi lado.

—¿Estás de broma? —replica ella mientras me pincha con un trozo de zanahoria; sus dedos largos, de un tono rosáceo rojizo, contrastan con el brillo espectral del aliño para ensaladas—. ¿Y perder esta oportunidad? De ninguna manera, hermana. ¡Comparto el reflector de tu sala de interrogatorios! Además, deberíamos disfrutar de esto mientras dure. Cuando te llegue el momento de recibir la carta de admisión a la universidad, algún estresado se suicidará y te robará el protagonismo.

—No seas tan pesimista, Tessa —dice una ronca voz masculina—. Quizá no sea eso lo que Sarah necesita oír ahora.

Jamie Washington. Mariscal de campo estrella, miembro del consejo estudiantil, en el cuadro de honor dos años consecutivos y algo parecido a un sabio cuando se trata de besar. Tessa dijo una vez que si Michael Jordan tuviera un hijo con Michael B. Jordan se parecería a Jamie. Estoy de acuerdo, por lo cual ser su ex resulta aún más difícil.

—Oye, Sarah —dice con una preocupación tan sincera que todo mi cuerpo se tensa, temiendo estallar si me rindo a tanta bondad—, ¿molesto?

Aprieto la mandíbula y me encojo de hombros; él se sienta. Sé que Jamie está haciéndome un favor al dejarse ver conmigo esta mañana. Su apoyo reforzará a los pocos que no están del lado de Gigi y hará que los indecisos se lo piensen dos veces antes de participar en la caza de brujas, lo que volverá loca a Gigi. Pero ella jamás se lo reprochará porque, como Tessa, Jamie es una persona querida. La firmeza personificada. Sólido, leal y sinceramente bondadoso. Nunca pierde la oportunidad de apoyar a una amiga en apuros, aunque dicha amiga, apenas un semestre antes, le haya roto la nariz y el corazón. Lo primero, debido a un glorioso cabezazo cuando nos dormimos sin querer mientras veíamos una película. Lo último cuando, como consecuencia, lo dejé «por su propio bien». Aunque mantenemos una buena relación, no nos vemos con demasiada frecuencia. Es solo un buen tipo que muestra de manera muy pública su apoyo. Ay, cómo me gustaría derrumbarme ahora mismo en su pecho.

—Vamos —tercia Tessa, llenando diplomáticamente el silencio—. Ya sabes lo que dicen. Toda la publicidad es...

—Buena publicidad —remata Jamie, poniendo los ojos en blanco con aire exasperado.

Ella ignora ese gesto y dice derritiéndose:

—Es como si compartiéramos el mismo cerebro. ¿No estaremos emparentados?

—Solo por el drama del colegio secundario —digo alegremente, reprimiendo el impulso de hacerme la damisela en apuros—. Como mejor amiga y compasivo ex de esta loca sonámbula, los dos compartís oficialmente mi vergüenza.

—Oooh —exclama Tessa—. Somos igual que en esa película que mi madre alquila cada vez que su último novio se marcha. Somos las buenas amigas prófugas Thelma y Louise. Y Jamie puede ser un joven Brad Pitt.

—Espera..., ¿no se lanzaron desde un acantilado en el Gran Cañón? —pregunto.

Tessa sonríe y asiente.

Y con eso, mi determinación se evapora. Apoyo la cabeza sobre la mesa.

Apenas he dedicado una milésima de segundo a la autocompasión, cuando siento unos dedos fuertes entre los mechones de mi pelo, masajeándome con suavidad el cuero cabelludo. Mi cuerpo se tensa.

—Dale tiempo, nada más —aconseja Jamie—. Todo volverá pronto a la normalidad. Ya verás.

—De acuerdo. Como nos pasó a nosotros —murmuro, estropeando el momento.

Jamie retira la mano.

—Ya verás como tengo razón —repite sin mirarme.

Me levanto y él saca dos sándwiches de atún aplastados de una maltrecha bolsa de papel. Aunque debería sentirme mal por haber estropeado el momento, de repente cobro conciencia de que, de alguna manera, las firmes palabras de Jamie me han dado un poco de esperanza. Quizá tenga razón. Tal vez todo saldrá bien. Al fin y al cabo, si alguien tiene derecho a odiarme es Jamie, que está aquí, dándome todo su apoyo.

Pega un mordisco al sándwich, arrancando de golpe la mitad. Con la boca llena, añade:

—Tienes que dejar de ser tan estricta. Gigi necesita algo de tiempo para procesar la situación.

Lo fulmino con la mirada. ¡Menudo amigo!

—¿Qué? —pregunta él—. ¿Qué he dicho?

—Tessa, está muy equivocada —tercio bruscamente—. No tienes nada que ver con Brad Pitt. Te pareces más a ese marido horrible del que Thelma tiene que huir. O peor aún: ¡eres el policía que les hace creer que está de su lado y después las traiciona! —Desvío la vista y me cruzo de brazos—. Ya no estás invitado a conducir con nosotras hacia la puesta de sol.

Jamie mira a Tessa en busca de apoyo, pero ella ya se ha levantado.

—Lo siento, amigo —dice mientras recoge la bandeja—. En esto, tendrás que apañarte solo. Sar, nos vemos en la entrada. Necesito un chute de cafeína para sobrevivir a la Revolución Industrial. Adiós, tortolitos.

Tessa se escabulle, dejándonos a Jamie y a mí allí sentados en un frío silencio. Siento que esa mano gigante me toca con suavidad el hombro. Me vuelvo con tanta rapidez que la aparto.

—No puedo creer que estés defendiendo a Gigi —bufo.

Jamie parece abatido.

—No la defiendo —explica—. Solo digo que...

—Gigi. Gigi MacDonald. —Arremeto como una apisonadora, sin parar de vomitar toda mi frustración acumulada sobre un objetivo que no se lo merece—. Ya sabes, la chica que me tortura contándole a todo el mundo lo mala que soy, obligando a nuestras amigas a tomar partido. —Bajo la voz—. ¿Sabías que está dando detalles de mi trastorno? Está contando que hago cosas cuando duermo, diciendo que por las noches tendrían que encadenarme. Trata de destruir mi vida, ¿y tú pretendes que me quede aquí tranquila, sin hacer nada? Bueno, Jamie, lo que pasa es que nunca he sabido quedarme quieta. Tú, más que nadie, deberías saberlo. —Lo miro apretando los puños.

Él me sostiene la mirada con ojos dulces, esperando que mi respiración se calme.

—No digo que me guste cómo te trata Gigi —replica—. Pero me parece que está asustada y quizá necesite algo de tiempo para asimilar lo que pasó.

—Tú no necesitaste nada de tiempo para perdonarme por haberte hecho daño.

Parezco una niña malcriada. Hasta yo me doy

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos