Dioses egipcios

Rick Riordan

Fragmento

cap-3

EL LIBRO DE ESTE LIBRO

por Carter Kane

Saludos, iniciado! Bienvenido a la Casa de Brooklyn. Soy Carter Kane. Mi hermana Sadie y yo somos los encargados de esto... y, sí, somos hermanos de verdad, aunque no nos parecemos en nada. Yo he salido a mi padre, Julius, que tiene ojos marrones y piel morena. Bueno, tenía piel morena. Ahora es más azul... Ya te explicaré el motivo más adelante. Sadie se parece a nuestra madre, Ruby: pálida, rubia y de ojos azules. Mamá está ahora muy pálida. Transparente, incluso. Pero, claro, es un fantasma, así que... en fin. —Sadie

Sadie y yo tampoco hablamos igual. Ella tiene acento inglés Ejem, no, Carter: tú tienes acento estadounidense. —Sadie porque se crio en Londres con nuestros abuelos después de la muerte de nuestra madre. Mientras tanto, yo viajé por el mundo con nuestro padre, un famoso egiptólogo. Puede parecer divertido, pero, créeme, viajar de un lado a otro sin parar acaba perdiendo la gracia.

Ahora todo eso es agua pasada. Actualmente, Sadie y yo vivimos en la Casa de Brooklyn, el cuartel general del Nomo Vigésimo Primero de la Casa de la Vida. Un «nomo» es una región o distrito. No una divertida figura de jardín con un gorro rojo puntiagudo. —Sadie Hay trescientos sesenta nomos en el Per Anj: en egipcio, la Casa de la Vida, la antigua organización mundial de magos egipcios. No me refiero a magos de los que sacan conejos de chisteras, sino a gente que sabe hacer magia de verdad. Gente como Sadie y yo. Y gente como tú. ¡Sorpresa!

¿Cómo sabemos que puedes hacer magia? Porque has encontrado este libro y has llegado aquí sano y salvo, hazañas que indican que la sangre de los faraones corre por tus venas. La sangre real de los faraones no corre por tus venas. Eso sería asqueroso, por no decir antihigiénico. Solo quería aclararlo. —Sadie Eso quiere decir que desciendes de la antigua realeza egipcia y que tienes poderes. Poderes mágicos. Volveremos sobre ese punto más adelante, te lo prometo. Ahora quiero contarte cómo surgió este libro.

Mi novia Zia Rashid y yo hacíamos cola para pedir la comida en nuestro restaurante favorito cuando, de repente, ella agarró un cuchillo de plástico y lo blandió como un arma.

—¡Mira, Carter! ¡Hay alguien en apuros!

Me puse tenso en el acto.

—¿Qué? ¿Dónde? ¿Quién?

Zia clavó su cubierto en un letrero de SE NECESITA AYUDA que había junto a la caja registradora.

Me relajé.

—Sí, bueno, en realidad no es una petición de ayuda —le expliqué que en La Brocheta había puestos vacantes y le di una de las solicitudes del montón que había en el mostrador.

Mientras ella le echaba un vistazo al papel, su expresión se ensombreció.

—Santo Ra, fíjate en esto. —Me enseñó la sección titulada «Información personal»—. ¡Un truco retorcido para saber el ren del solicitante, sin duda!

Un poco de información sobre Zia: la crio un mago egipcio de dos mil años en un cuartel general secreto de El Cairo. Algunos aspectos de la vida moderna todavía son un misterio para ella.

No me entusiasma corregir a mi novia —tiene bastante genio—, pero temí que atacase a los empleados del restaurante si no lo hacía. Y eso no habría estado bien porque 1) los guardias de seguridad del centro comercial no veían con buenos ojos el uso de utensilios de plástico como armas letales, y 2) me estaba muriendo de hambre y quería comer.

Así que le quité con cuidado el cuchillo del puño y le dije:

—No creo que a los que sirven brochetas en un restaurante que se llama La Brocheta les interesen los nombres secretos. Seguramente ni siquiera saben qué es un ren, ni el poder increíble que se consigue sabiéndolo.

Zia puso la solicitud en su bandeja de comida con ciertas reservas y la llevó a nuestra mesa, donde pasó a leerla en voz alta.

—«Experiencia anterior.» Seguro que os gustaría saberla —murmuró entre bocado y bocado—. «Cuéntanos más sobre ti.» No, va a ser que no.

Justo entonces me vibró el móvil. Miré el mensaje de texto.

—Walt dice que volvamos a la Casa de Brooklyn. Acaba de llegar un grupo de nuevos reclutas.

Voy a hacer una pausa para presentarte a Walt Stone. Él desciende directamente del rey Tut, el joven faraón de fama mundial con su tumba llena de tesoros. Walt no heredó ningún tesoro de su famoso antepasado. (Al menos, eso creo.) Pero recibió otra cosa: una maldición mortal. Hace poco murió por culpa de esa maldición.

«Vale», te estarás preguntando, «si Walt está muerto, ¿cómo te mandó el mensaje? ¿Es un fantasma?»

Respuesta: Walt no es un fantasma, aunque tampoco pasa nada con los fantasmas. Mi madre es un fantasma y es muy maja. (También hay fantasmas malos. El peor es Setne, un mago perverso con delirios de inmortalidad. Está encerrado dentro de una bola de nieve sobre mi mesa. Puedes darle un buen meneo a la bola cuando te apetezca. Lo odia.) El motivo por el que Walt sigue entre nosotros es que se ha fundido con Anubis, el dios egipcio de la muerte.

La última frase seguramente te ha despertado una segunda pregunta: «¡¿Qué?!».

Me explico. Para existir en nuestro mundo, un dios egipcio necesita un hospedador. Un objeto o un animal o incluso un elemento como el agua o la tierra sirven, pero la mayoría de los dioses prefieren unirse a mortales. A cambio de compartir espacio cerebral, el hospedador humano, o deificado, obtiene pleno acceso al poder de la deidad.

Sadie y yo hemos sido deificados. Zia también; dos veces, de hecho. No voy a mentirte: tener el poder de un dios es increíble. Pero fundirse con una deidad puede ser muy peligroso. Y también perturbador, sobre todo cuando el dios intenta entablar una conversación en tu cabeza. Si me dan a elegir, me quedo con mi monólogo interior, gracias. —Sadie A los dioses les gusta mandar. Si les dejas entrar en tu mente, empiezan a presionarte para que hagas lo que ellos quieren. Es casi imposible resistirse, y el riesgo de locura y muerte por sobrecarga es elevado. Por eso nosotros ya no estamos deificados, menos Walt, que es un caso especial porque técnicamente está muerto.

Vale, sigamos con la historia.

Zia y yo regresamos volando a la Casa de Brooklyn gracias a mi grifo Freak. Mientras desmontábamos —con cuidado, porque tiene las alas tan afiladas que resultan mortales—, Walt se reunió con nosotros en la azotea.

—¿Qué tal la comida de La Brocheta? —preguntó mientras lo seguíamos al balcón del segundo piso.

—Deliciosa —dije.

—Peligrosa —me corrigió Zia en tono sombrío. Agitó la solicitud de empleo—. Voy a avisar a Sadie de esto. No quiero que sea víctima de una trampa así.

Una vez que estuvimos fuera del alcance de su oído, informé a Walt del incidente en el centro comercial.

—Zia sabe tanto del antiguo Egipto y de magia que a veces me olvido de que sabe muy poco de la vida moderna.

—Esa es una de las ventajas de tener doble personalidad. —Se dio unos golpecitos en la cabeza—. Walt sabe del mundo moderno y Anubis sabe de magia.

—Qué suerte la tuya.

—Sí, para morirse —convino él.

En la Gran Sala sonaron voces que me recordaron que teníamos nuevos aprendice

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