1
Mi vida empezó como una novela policíaca. Intentaron asesinarme. Por suerte eso pasó cinco meses antes de que yo naciera, de manera que no creo que la cosa me causara mayor sobresalto. Aunque de ser cierto lo que se rumoreaba en el pueblo, debería haber tenido mis razones para preocuparme. Faltó bien poco para que acabaran conmigo antes de que me hubiesen crecido los cinco dedos con los que ahora sujeto la pluma.
Mi madre tenía apenas dieciséis años y, según todos los indicios, ni en cuerpo ni en alma quería que yo llegara a llamarla madre. Si bien en términos generales pocas son las jovencitas que desean disfrutar de este honor, lo que hizo mi madre –según cuentan– fue absolutamente nauseabundo. Se rebeló contra su inminente maternidad como poseída por el demonio. Recurrió a los medios más reprobables y al mismo tiempo frecuentó las iglesias: se arrodillaba, rezaba, y luego, sin transición alguna, blasfemaba, montada en cólera, contra el santoral al completo. No quería tenerme, a buen seguro que no lo quería.
–¡Si al menos amara al sinvergüenza de su padre! –se decía–. Pero es que solo lo vi en una ocasión, ni siquiera sé por dónde diablos andará ahora.
Así fue, en efecto. Conoció a Mihály T. el día de San Pedro y San Pablo; no lo había visto antes ni lo volvió a ver después. No obstante, se produjo el accidente. Y eso que mi madre no era de esas mujeres que por aquí llaman ligeras de cascos, que se acuestan sin miramientos con cualquiera con tal de que lleve pantalones. No quiero embellecer las cosas, lo cuento todo tal como a mí me lo relató más tarde la tía Rozika, una vecina del pueblo de la que hablaré después.
Según me contó, la «pobre Anna» no tenía nada que envidiar al resto de las mozas del pueblo. Era una muchacha callada, bien parecida, de piel blanca y pelo negro; una chica de singular belleza. Lo que más recuerdo son sus ojos. Los tenía muy hundidos, diminutos y negros, unos ojos de campesina desconfiada pero dócil en definitiva, que observan el mundo con agudeza y al mismo tiempo con una tristeza dulce y ancestral. Como su padre había muerto hacía tiempo, vivía en casa de su madrastra, pues a su madre no la había llegado a conocer; eran pobres de solemnidad. Trabajaba de criada, y a los quince años ya la mandaban a deslomarse de sol a sol en las tierras del conde. Así que de sobra merecía tomarse un respiro para asistir a la tradicional fiesta del día de San Pedro y San Pablo, en la que terminó en los brazos de Mihály T.
Este Mihály T. era un mozo afamado, las chicas lo llamaban Miguelindo, así, todo en una misma palabra, tal como lo escribo. Había nacido en el pueblo, pero hacía diez años que se había marchado. Era de sangre caliente y carácter aventurero; se había fugado de casa siendo adolescente, se fue a ver mundo, como se dice en los cuentos populares, y desde entonces circulaban misteriosas historias sobre él. Contaban que si había sido capitán de un barco, que si era pirata. En realidad, no llegó a ser ni lo uno ni lo otro, pero sí marinero en un barco de vapor, lo cual no deja de ser meritorio para un campesino. Volvió pues Miguelindo al cabo de diez años para que vieran en el pueblo a lo que había llegado. Se vistió con sus mejores galas; entre sus dientes fuertes y brillantes como la porcelana humeaba una auténtica pipa de madera inglesa, y llevaba de medio lado un sombrero verde que había comprado, según precisó, en Buenos Aires. Era un gañán locuaz, fuerte como un toro, engreído y pendenciero, que volvía locas a las chicas. Se pavoneaba por las calles del pueblo y cada noche se le veía en los pajares con una muchacha diferente.
Anna no conocía a Miguelindo, aunque había oído hablar mucho de él. Cuando lo vio por primera vez aquella famosa noche de verano, el día de San Pedro y San Pablo, no le pareció gran cosa.
«¿Y por este tipo suspiráis? –dijo en voz bien alta, para que todo el mundo lo oyera–. Pues vaya gusto el vuestro.»
Las buenas amigas, ni cortas ni perezosas, se lo comentaron a Miguelindo, pero, como suele ocurrir, lograron justamente el efecto contrario del pretendido. Sucedió, pues, que Miguelindo se plantó ante Anna y, sin decir una sola palabra, la agarró por la cintura y la llevó a bailar una czarda. Nadie sabe muy bien qué diablos sucedió mientras bailaban. Dicen que más adelante mi madre juró que había bailado con el mozo por pura presunción, para dar envidia a sus irritadas compañeras. Sin embargo, el hecho es que bailó con Miguelindo hasta la madrugada, sin mirar a nadie más.
El del año 1912 fue un verano hermoso y fecundo, y el día de San Pedro y San Pablo se celebró por todo lo alto, como manda la tradición. Los aldeanos se saciaron comiendo el gulash que mandó preparar el terrateniente, hubo vino a espuertas y la banda de gitanos tocó czardas. Cuentan que aquella fue una noche tan calurosa que, pese a que el baile era al aire libre, nadie dejó de sudar hasta el amanecer. La suave brisa que se levantó después de medianoche tan solo alcanzó para que el fuego de los farolillos prendiera en el papel que los envolvía con los colores de la bandera nacional, pero no causó alivio alguno, ya que traía un ardor más propio de la boca de un horno. La gente apagó a pisotones los farolillos que se habían encendido y solo quedó la luz de la luna y de las estrellas del cielo, pero a la juventud le bastaba o incluso le sobraba, pues las parejas poco a poco se fueron retirando a parajes más tranquilos.
De repente Miguelindo le preguntó a mi madre:
–¿Tienes alguna canción preferida?
–Claro. ¿Cómo no la iba a tener?
–¿Cuál es?
–Es una canción muy antigua, los gitanos ya no la tocan.
–¿Ah, no? –contestó Miguelindo con picardía–. No tocarán ninguna otra cosa hasta la madrugada, ya verás.
Dicho y hecho. Sacó del bolsillo un billete de diez coronas, escupió sobre el papel y, con los modales de un caballero que busca jarana, lo pegó en la frente del primer violinista. Y, claro está, de inmediato la banda se arrancó con la canción elegida por mi madre, una antigua y dulce balada popular:
En el bosque donde entré,
un pajarillo me encontré
y un nido construía
y mi amor por ti crecía…
Luego sucedió lo que había anunciado Miguelindo: la banda no tocó otra melodía hasta el amanecer. De vez en cuando el primer violinista intentaba pasar a una canción de ritmo más rápido, pero Miguelindo aparecía de pronto y arremetía contra los músicos como un perro rabioso. No les quedó más remedio que continuar con la misma czarda lenta hasta que despuntó el día, mientras Miguelindo cantaba al oído de mi madre «Ay, mi amor por ti crecía», para exasperación del resto de las muchachas.
Fue una noche loca, apenas quedó una persona sobria en todo el pueblo. La abundancia de vino, la abundancia de czardas lentas y quizá también la abundancia de estrellas en el cielo surtieron efecto, y sucedió lo que suele suceder en tales ocasiones. Anna, de repente, se encontró tumbada en un pajar con Miguelindo. Fueron tan solo unos minutos, según contó más tarde la pobre, apenas se había dado cuenta de lo sucedido cuando de repente el mozo miró el reloj y bramó como si le asestaran una puñalada en la espalda: «¡Maldita sea, que pierdo el tren!».
Antes de que mi madre pudiera adecentarse, él ya se había alejado. Subió al tren en marcha desde el terraplén, según relató al día siguiente el guardabarrera, y nunca más le volvieron a ver.
Así sucedió. No fue amor, ni mucho menos. Fue una locura, ocurrió, ha habido locuras mayores el día de San Pedro y San Pablo. El día siguiente, según me contó la tía Rozika, mi madre se lo tomó con calma. Le dolía la cabeza, le había sentado mal el vino, refunfuñaba malhumorada. No pensaba mal de Miguelindo, pero tampoco podía pensar bien de él. Se lo tomó como suelen tomarse esta clase de locuras. Sucedió y punto. Al fin y al cabo, el mozo no le había quitado nada.
Tal vez ya ni se acordaba de los célebres ojazos de Mihály T. cuando un día se percató del problema. Enseguida visitó, claro está, a las expertas en esos asuntos, pero a esas alturas ya no había solución. La tía Rozika, que también era una experta, confirmó que ahí había unas faltas en la regla pero que se había dado cuenta demasiado tarde. Sin duda, era muy joven y poco versada en esas cosas. Baste decir que por entonces yo ya llevaba más de tres meses en el vientre de mi madre.
En condiciones normales las comadronas de aldea no se asustan ante percances de tres meses, pero aquella vez tenían buenas razones para hacerlo. Hacía medio año más o menos que, en una de las aldeas vecinas, la criada de la familia del farmacéutico se había desangrado a manos de una vieja curandera. El escándalo trascendió a escala nacional y los gendarmes se llevaron a una docena de mujeres de nuestro pueblo; hubo lloros y lamentos, investigaciones y juicios, y hasta los periódicos hablaron largo y tendido del asunto. Desde entonces, para mayor pesar de Anna, el gremio de las hacedoras de ángeles –que florecía a la sombra– se volvió extremadamente cauteloso. No había en la aldea quien quisiera asumir tal responsabilidad.
Mi madre corrió de un sitio a otro, se subió a todos los carros que se dirigían a los pueblos vecinos, llamó a la puerta de todas las comadronas, de todos los curanderos y de todas las ancianas expertas que vivían en los alrededores. Nadie la ayudó, solo la engañaron. Le dieron toda clase de pomadas, tisanas y píldoras misteriosas, y la colmaron de buenos consejos. Le mandaron tomar baños tan calientes que durante semanas la pobre tuvo el cuerpo cubierto de ampollas. Nada surtía efecto. Aquellas mujeres de voz melosa no lograron más que sacar a la humilde criada el poco dinero que había ahorrado con su sudor y sus lágrimas, y luego le dijeron con el gesto contrariado y un hondo pesar: «Has venido tarde, cielito».
Entonces «cielito» cogió el mantón, porque esto sucedía en época de Adviento, y se tiró al río. Bajo el temporal de nieve, el agua arrastraba pesados cascotes de hielo; sin embargo, la pequeña criada no logró ahogarse. La sacaron y no le pasó nada, no agarró siquiera un maldito catarro.
Parece que yo tenía una constitución muy fuerte aun siendo un embrión. El río helado no pudo congelarme, el agua hirviendo no pudo quemarme, las distintas pomadas, tisanas y píldoras no me hicieron el menor daño. Nací, estaba vivo y tan fuerte como un roble. Pesé cinco kilos y medio; no se había visto nada igual en el pueblo. Según decían, de mis pulmones recién estrenados salían unos gritos tan sonoros que el cuerno de los pastores se quedaba corto.
«¡Qué feo!», se limitó a decir mi madre al verme. Acto seguido se volvió hacia la pared y no me miró más.
Bueno, por lo visto debí de pensar que si había logrado sobrevivir al agua gélida y a los baños hirvientes, también sobreviviría a tal desprecio. Y, efectivamente, sobreviví. Crecí, engordé, cobré fuerzas; ni yo mismo sé con qué ni cómo. De un perro vagabundo se habrían ocupado más de lo que se ocuparon de mí. Crecí como la maleza y la mala hierba, y tengo que decir que fui igual de resistente.
Cuentan que lo primero que dije fue «diablo»; la palabra «madre» la aprendí mucho más tarde. Desgraciadamente eso no se debe a mi carácter burlón, sino más bien al triste hecho de que ya a esa tierna edad en infinidad de ocasiones se dirigieron a mí de tan jugosa manera; en cambio, con poca frecuencia pude utilizar esa otra palabra, que en mi tierra la gente pronuncia con especial dulzura: mamá.
Dos semanas después de nacer yo, mi madre ya trabajaba de nodriza en Budapest y, como mucho, iría al pueblo a verme cuatro o cinco veces al año. Es difícil saber por qué iba tan poco. Tal vez no tenía más días libres, tal vez no le llegaba para pagarse el viaje en tren, aunque también es posible que siguiera considerándome tremendamente feo. Lo más probable es que fuera por las tres razones. Baste con decir que a un tiempo tenía y no tenía madre. Y esa dulce lechecita que según las leyes eternas de la naturaleza me hubiera correspondido, la chupaba el vástago sietemesino de un comerciante de paños al por mayor residente en Budapest, al que criaban entre algodones, como a un gusano de seda malherido.
Qué se le va a hacer, parece que las leyes, incluso las ancestrales leyes de la madre naturaleza, solo existen para que la gente las viole siempre que pueda.
2
Así que me quedé en el pueblo con la tía Rozika. Esta mujer de nombre enternecedor era la vieja más repugnante del lugar. Al hacerse mayor y no poder seguir ejerciendo su profesión, le dio por criar niños de origen dudoso, como yo, si es que puede llamarse criar a lo que hacía con nosotros.
Decían que en el pasado había sido una mujer de reconocida belleza, una eslovaca de ojos azules, rubia como el lino. Llegó al pueblo a los quince años, la trajeron del norte para trabajar de criada en casa del terrateniente. Rozika pasó tres años a su servicio, luego trajo al mundo a un robusto varón. El padre de la criatura era casi un niño, el hijo de dieciséis años del hacendado. En cuanto vieron que la tripa de Rozika empezaba a abultar la echaron, pero no lograron deshacerse de ella. La bella eslovaca era muy astuta, sabía de sobras lo que hacía. No paró de hablar, de discutir, de chillar, de amenazar con ir a un abogado hasta que el dueño optó por echar mano de la cartera. Con el dinero se compró la casita en los confines del pueblo donde también me crié yo.
Medio año después de que el terrateniente pagara la compensación, el hijo de Rozika murió. Sucedió de repente; en el pueblo se sigue rumoreando que la de la guadaña se lo llevó por mediación de su propia madre. Claro que puede tratarse de una simple habladuría, pero conozco bien a la tía Rozika y no me resulta imposible imaginarlo.
Por aquel entonces la solía visitar un caballero, por llamarle de algún modo, que siempre llegaba en coche desde una aldea vecina. Era un hombre casado y solo podía ir los sábados, pero como la semana no solo tiene sábados, con el paso del tiempo Rozika se fue procurando convidados para el resto de los días. Acabó vendiendo amor como otros venden cebada.
Era muy ahorradora y con tesón iba amontonando el dinero ganado beso a beso. Pronto reformó la destartalada casa, y mandó poner una nueva valla alrededor del jardín, al que más tarde añadió un buen pedazo de tierra. Se enriqueció a ojos vistas, hasta tal punto, que al pueblo entero se le revolvían las tripas de envidia.
Un día le sucedió lo que suele ocurrir con las mujeres que solo ansían el dinero de los hombres. Se enamoró locamente de un mancebo que en realidad solo quería su dinero.
Era un hombre tosco y corpulento; nunca comprendí por qué se enamoró precisamente de aquel entre los muchos que había conocido. La última vez que estuve en casa se lo pregunté. No me supo dar una respuesta.
«Es cierto, mu guapo no era –me contó con su extraño acento eslovaco–, sin embargo, las chicas pirdían la cabesa por él.»
Así que el famoso mozo, por añadidura, ni siquiera era guapo, porque de sus pocas luces pude cerciorarme más adelante. Además, según me contó la tía Rozika, era pobre como un mendigo, no tenía ni un céntimo cuando llegó al pueblo. Era uno de esos jóvenes vagabundos a quienes en teoría se supone que las muchachas no prestan ninguna atención.
«Mi consumía la curiosidad –me confesó la tía Rozika–, ¿qué sicreto pudía tené un don nadie ansí?»
Lo malo es que los secretos «ansí» se mantienen eternamente secretos. Viene un vagabundo que no es ni guapo ni inteligente ni rico y las mujeres se derriten por él. Además, de ser verdad lo que me contó Rozika, apenas se ocupaba de las muchachas: eran ellas las que iban detrás de él.
Al mozo tan solo le apasionaba una cosa: pescar. Tenía una caña bellísima, hecha por él mismo, y se pasaba el día entero sentado a la orilla del río sin soltar palabra. Estaba convencido de que los peces reconocen el habla humana y si oyen el menor susurro se alejan del anzuelo. ¡Ay de aquel que se atreviera a hablar en voz alta cuando él aguardaba a que los peces picaran!
A Rozika le «consumía la curiosidad» y un día bajó a la orilla del río y se acercó al solitario pescador. Se paseó una o dos veces delante de él, pero:
«El tipo ni levantó la cabesa. No me hiso ningún caso».
De todos modos, Rozika no era de las que se rinden fácilmente; bajó una y otra vez al río hasta que un día el chico se compadeció de ella. No le habló –como ya he dicho, no hablaba mientras pescaba–, pero hizo un ademán con la cabeza indicándole que podía sentarse a su lado. Y Rozika se sentó. No se atrevió a decir ni una sola palabra, se limitó a mirar el agua y a callar. El mozo tampoco dijo nada, pero con la mano izquierda, con holgura y sin que la caña se le moviera de la derecha, le cogió un pecho y siguió en silencio. Así estuvieron sentados largo rato, callados. Rozika tenía, según sus propias palabras, «una calentura del demonio», cuando al fin el mozo, muy considerado, ató la caña a un junco y tumbó a la muchacha en la arena de la orilla.
«Pero estate callada –le susurró al oído–. No se vayan a ir los peces.»
Todo esto suena como una anécdota inventada, pero ejerció tal efecto sobre Rozika que a partir de ese día no soltó al muchacho. Lo tuvo en su casa de las afueras de la aldea y todo lo que sacaba de los demás hombres lo invirtió en él.
El mozo siguió siendo el hombre tranquilo que siempre había sido. Nada podía sacarle de sus casillas, mucho menos la profesión de Rozika. Mientras pudiera pasarse el día pescando en el río y tomar uno o dos litros de vino para acompañar el guiso de pescado, por él la mujer podía hacer lo que le viniera en gana. Vivía del dinero que Rozika ganaba a costa de besos, como si de una mujer perezosa y mantenida se tratara. En el pueblo le llegaron a apodar el tío Rozika; hasta los niños lo llamábamos así entre nosotros.
Rozika entonces ya no era muy joven. Tendría unos treinta años, que para una muchacha del campo era una edad considerable. Los visitantes más distinguidos fueron desapareciendo poco a poco y ella se vio obligada a bajar los precios y suplir las pérdidas multiplicando la clientela.
Mientras tanto, el tío Rozika seguía entreteniéndose alegremente con las muchachas. No porque le hicieran una falta tremenda, más bien lo hacía por aburrimiento; mientras aguardaba a que picaran los peces, llamaba con señas a una u otra para que se sentara a su lado. Y ellas lo hacían.
Rozika estaba al tanto de todo pero hacía como quien no se da cuenta. No podía decir nada, así que se limitaba a aguantar y a «consumirse». A veces pasaba las noches sin pegar ojo junto a su hombre, que roncaba plácidamente; sentía pinchazos en el pecho y la cubría un sudor frío. A la furcia que vendía el amor desde los quince años y no tenía ni la menor idea de qué iba eso de la fidelidad, de repente la invadieron los celos como una enfermedad incurable.
Un día ya no aguantó más. Se le ocurrió una idea: mandó llamar al sastre y encargó un nuevo traje para su hombre.
–¿Para qué? –preguntó el tío Rozika, que no era nada presumido.
–¿Para qué? Con el que tienes no puedes ir a la boda.
–¿Boda? ¿Quién diablos se casa?
–¿Quién? Pues tú y yo.
El hombre se limitó a guardar silencio un rato, porque le costó un poco entender el asunto. Cuando por fin lo comprendió, sonrió en silencio.
–Se nota que eres eslovaca –dijo lacónicamente–. Mira que eres astuta.
Sin embargo, no puso objeciones. ¿Matrimonio? Pues que haya matrimonio. Si eso es lo que quiere la mujer, sea como ella quiera. Es ella quien gana el dinero. Por fortuna, el día de la boda hizo un tiempo desastroso, habría sido imposible ir a pescar.
Rozika, por su parte, se tomó el matrimonio con tremenda seriedad. La alianza, el acta y el sermón del cura produjeron un cambio radical en su vida. A partir de ese día echó a sus visitantes sin miramientos.
«Mi marido no me lo permite», afirmaba con dignidad, aunque sabía muy bien que su marido, de oírlo, se habría tronchado de risa.
Dos semanas después de la boda subió al tren y viajó a la capital de la provincia. Quería aprender el oficio de comadrona. En la aldea casi se mueren de risa. ¿Quién sería la infeliz que daría a luz con la ayuda de esa zorra?
Rozika, sin embargo, sabía muy bien lo que hacía. No quería traer niños al mundo. Todo lo contrario. Desde entonces se ganó el pan evitando su nacimiento.
Calculó bien. Las hacedoras de ángeles del pueblo eran unas viejas chapadas a la antigua, ignorantes y sucias; las mujeres preferían acudir a ella en caso de problemas. Y problemas surgían a menudo, sobre todo en invierno, cuando los hombres andaban más sobrados de tiempo.
Sin embargo, la tía Rozika tenía además una empresa de mayor envergadura. Aquellas muchachas a las que, como a mi madre, ya no se las podía ayudar, daban a luz en su casa, donde les daba de comer y de beber hasta que recobrasen las fuerzas y se fueran a la ciudad en calidad de nodrizas. El niño permanecía en casa de Rozika y la pobre madre –que así se libraba de golpe de sus problemas– le quedaba más que agradecida. Luego, claro está, debía mandar a la bondadosa tía Rozika la mayor parte de su miserable sueldo casi hasta el final de su vida.
Esta mujer indestructible era como los gatos: tenía siete vidas y siempre caía de pie. De los amoríos ajenos vivía tan bien, o mejor, como antes de los amores propios. La casa en las afueras de la aldea inauguró su segunda época de apogeo. Tenía cerdos, vacas, aves de corral, carro, caballo y servicio.
Siempre que podía la tía Rozika iba con su hombre a pescar al río. Pocas veces le dejaba solo, lo custodiaba con celo. Y eso que el tío Rozika tampoco estaba en la flor de la juventud: tendría la misma edad que su mujer, quien por entonces ya rozaba los cuarenta.
En aquella época en la casa se criaban ocho bastardos. Rozika podría haberse retirado. Para ella trabajaban ocho criadas en distintas ciudades de Hungría, desde primera hora de la madrugada hasta altas horas de la noche. Ella se limitaba a recaudar el dinero, y un buen día entró en la lista de los campesinos más pudientes de la mísera aldea. Ya no se hablaba de su pasado; se acabó lo que se daba, poderoso caballero es don dinero.
Rozika empezó a engordar. Los domingos llevaba un vestido de seda negra abotonado hasta la barbilla y un collar con una cruz tan grande como la de un obispo. Abandonó su forma de hablar bromista y vivaz, y pasó a meditar cada palabra antes de pronunciarla. A las muchachas con percances que acudían a ella les hablaba con una condescendencia mojigata, como quien, aun despreciándolas, las perdonaba en nombre del Dios eterno. Con la gente pobre hablaba escuetamente, no admitía muestras de confianza. A sus criadas las martirizaba día y noche; en cambio, se volvía melosa cuando un señor más rico la requería en el mercado. O sea, se comportaba como debe hacerlo una mujer virtuosa.
Le dio por la religión. Si hasta entonces nunca había pisado la iglesia, ahora se pasaba horas allí, arrodillada, como una monja. Sobre la vieja y deslustrada otomana donde antaño se revolcaba con sus visitantes colgó una enorme imagen de la Virgen María y debajo puso una vela en un vaso rojo de ribetes dorados.
Un día le preguntó al tío Rozika:
–¿Piensas alguna vez en la muerte?
–¿Qué diablos dices?
–No mientes al diablo. Lo digo en serio. No deberíamos dejar el dinero a los perros.
El tío Rozika se encogió de hombros. A él, el bienestar no lo había cambiado; todo le seguía dando igual, con tal de que lo dejasen en paz y tuviera la panza llena. No así a la tía Rozika. Ella aspiraba a la inmortalidad.
–Deberíamos hacer un hijo –dijo con severidad.
–¿Ahora mismo? –preguntó el tío Rozika, pues la conversación tenía lugar en la calle.
Pero a eso tampoco le puso reparos. ¿Un hijo? Pues que vengan. Si la mujer lo quiere, que así sea. Será ella quien lo geste y es ella quien gana el dinero. Bien se le puede hacer el favor. Además, de noche no se puede pescar.
–En navidades ya podría estar aquí –dijo la tía Rozika.
Pero no nació en navidades. Ni tampoco en Semana Santa. Vaya, no llegó a nacer. Esta mujer, que se había quedado embarazada Dios sabe cuántas veces sin quererlo, ahora que era su mayor deseo no lo lograba. Fue de médico en médico, se desplazó a la capital de la provincia e incluso viajó a Budapest. Tomó baños, ingirió medicamentos, recurrió a remedios caseros. De nada sirvió. Se le ocurrió que quizá el problema estuviera en su pareja. Le fue infiel. Tampoco resultó.
Por primera vez en la vida perdió la cabeza. Andaba de un lado a otro como si se hubiese vuelto loca. Ni pudo ni quiso resignarse, pues le obsesionaba la idea de que los perros heredarían sus bienes.
Un día arrancó de la pared la imagen de la Virgen y la tiró a un rincón con vela incluida. Ni un porquero desesperado habría soltado los tacos que ella profería. A veces las rabietas le duraban días y entonces pegaba a los niños. Luego, de repente, se volvía tan callada que daba miedo. Se quedaba en un rincón de la habitación y se pasaba horas sentada con las contraventanas cerradas. De vez en cuando murmuraba algo para sus adentros, sus labios se movían vacuos, casi sin voz, como un artilugio desvencijado y en desuso.
De pronto empezó a peinar canas. Adelgazó, se quedó enjuta, envejeció sin previo aviso. Se convirtió en una anciana quisquillosa y malintencionada.
Había sido una mala persona toda la vida, pero al menos hasta entonces su maldad había tenido algún objetivo. De ella había obtenido dinero, cadenas de oro, vestidos de seda, otro cerdo para la pocilga, otra vaca para el establo. Ahora su maldad era tan estéril como su cuerpo: no le podía sacar ningún provecho. Era mezquina por el mero gusto de serlo. Martirizar a los demás le producía un goce perverso e inhumano, pérfido y enfermizo. Pero también sucedía lo que antes no le pasaba ni por asomo: a veces era buena. De pronto hacía regalos a cualquiera, era amable con todo el mundo, besaba a los niños como una desquiciada. Era una bondad delirante y peligrosa, que la poseía como la rabia se apodera de los perros, y cuando se le pasaba el ataque de bondad se volvía cien veces más malvada.
3
Amí me odió desde que nací.
Ya sé que parece inverosímil. Puede pasar que un adulto no simpatice con el niño al que cuida, o que de repente se enfade con él, pero ¿odiarlo…? Suena improbable y, sin embargo, es verdad: me odiaba. Además no es que fueran repentinas chispas de odio que saltasen del roce fortuito de unos nervios desgastados para luego apagarse enseguida. Era un odio serio, consecuente, que casi podría calificar de masculino. Vivimos una lucha perpetua. Durante los catorce años que estuve en su casa no hubo ni un alto el fuego.
Este odio debía de tener unas raíces tremendamente profundas. Yo nací en el preciso momento en que ella se enteró de que no podría tener hijos. Tal vez me odiaba por eso. No lo sé. No es más que una suposición. «¿Quién entre los hombres conoce las cosas del hombre –escribe el apóstol san Pablo en la Epístola a los Corintios– salvo el espíritu del hombre que está en él?»
Yo no era un niño agradable, debo reconocerlo en aras de la verdad. Era muy hostil, hermético, desconfiado, inflexible, siempre a la defensiva. Ya a los siete años había perdido lo que se suele denominar encanto infantil.
Tengo una foto de aquella época, una foto del grupo de los ocho, que mandó sacar una de las madres. No he visto a muchos niños tan repulsivos como yo en aquella instantánea. Todo mi ser inspira repulsión. Unos hombros como si me los hubiera prestado un chico cinco años mayor, el rostro adusto, sombrío, malintencionado. En aquella fotografía estoy feo, aunque si la observo mejor veo unas facciones bastante aceptables. Unos ojos llamativamente grandes, de color gris oscuro, una nariz fuerte y recta, unos labios bien perfilados y hermosos, el pelo negro caído sobre la frente. Mis facciones apenas han cambiado, ya por entonces estaban muy formadas, y quizá era precisamente ese el problema. Tenía cara de hombre, y lo que en términos generales embellece el rostro de un hombre, afea al de un niño.
Cuentan que a los cinco o seis años ya estaba en pie de guerra con los adultos que me rodeaban. No abría la boca si no me dirigían la palabra, y si me hablaban daba respuestas escuetas y mordaces. Me paraba ante ellos con las piernas separadas y con las manos en los bolsillos, apretaba la barbilla contra el pecho y los miraba de abajo arriba, como un toro dispuesto a embestir.
«¿Qué muecas son esas? –me gritaba la tía Rozika al menos media docena de veces al día–. Pareces un asesino.»
Seguro que no era un niño encantador pero, Dios mío, ¿cómo iba a serlo? La vida no empieza cuando uno nace. Dicen que el feto sufre las consecuencias de cualquier emoción que afecte a la madre embarazada. ¿Suena exagerado si digo que a veces siento que el profundo odio que mi madre alimentaba contra mí mientras me llevaba en su seno me ha marcado para toda la vida? No lo sé. No es más que una suposición. Pero recuerdo nítidamente que a los siete años ya veía con claridad cuál era mi lugar en el mundo. Sabía que –incluida mi madre– no habría nadie que se ocupase de mí, que en este mundo solo hay cazadores y presas, y yo no estaba del lado de los cazadores.
Lo que ocurre es que a mí todo eso me parecía natural. Estaba plenamente convencido de que solo era bueno el que no tenía otra opción. Un bastardo debía ser bueno; una persona adinerada, no. Envidiaba a la tía Rozika por permitirse ser mala. Quien puede ser malo es porque ya ha conseguido algo.
Me sorprendía que alguien se portara bien conmigo. Me parecía sospechoso. ¿Por qué iba alguien a portarse bien con un bastardo? ¿Qué querría?, pensaba yo. Presentía lo peor y, si al final resultaba que no quería nada, me quedaba mirándolo como si tuviera dos narices o tres manos. Lo consideraba un trastorno. Algo antinatural. El cielo es azul, la hierba es verde, el hombre es abyecto. Todos los que tienen inteligencia para ello lo son. Tan solo Vilma la loca era buena, pero todo el pueblo se reía de ella.
Pensándolo bien, en realidad no comprendía qué entendían los adultos por bondad. Para mí era una expresión sin sustancia, inventada para engañar a los niños. Había muchas palabras así. «Religión», por ejemplo. Estaban la religión de domingo, que la gente practicaba en la iglesia, y la religión de entre semana, que se practicaba en la aldea, y yo no entendía qué tenía que ver la una con la otra. La tía Rozika también era creyente. Pasaba horas enteras arrodillada ante la imagen de la Virgen, y si le daba un ataque de bondad se llenaba la boca con la «caridad cristiana». Anda que no pude experimentar innumerables veces en qué consistía esa bondad cristiana. Y, aunque me rociaran con las más bellas y devotas palabras, era como si me amenazaran con el coco. Yo no creía ni en el coco ni en las palabras beatas. Yo solo creía en lo que veía.
Cuando los adultos se regalaban con palabras de ese tipo, en mi interior empezaba a dar saltos una especie de ardilla descarada que no paraba de hacer muecas. Eso sí, me guardaba de decir nada. La mofeta se defiende con la pestilencia; el campesino, con la indiferencia. En presencia de adultos ponía una cara tan boba como la de una vaca rumiando. Los consideraba tontos, mentirosos y ordinarios, y no me entretenía en discutir con ellos. Me limitaba a mirar su cara hipócrita, de abajo arriba, y a apretar la barbilla contra el pecho, con las piernas separadas y las manos metidas en los bolsillos. Impasible, me quedaba callado.
Honra a tu padre y a tu madre, me sermoneaban. Vale, me decía, hónralos tú. Entonces la ardillita pegaba un brinco, sacaba la lengua y se echaba a reír tontamente. A mi padre no lo había visto ni una vez en mi vida, de mi madre tan solo sabía que yo no le causaba muchos quebraderos de cabeza. Cuatro o cinco veces al año me visitaba una desconocida, pasaba una tarde conmigo y luego se iba. Decían que era mi madre.
En secreto les tenía pavor a esas visitas. Al ver a mi madre me invadía una angustia violenta y sofocante; me acuerdo de que sentía un sabor amargo, como si hubiera comido algo que me había sentado mal. No sabría explicar por qué. Ella se mostraba amable conmigo, nunca me pegaba, ni siquiera me reñía, incluso me traía cinco krajcár[*] de dulce de patata, por el que tenía una tremenda debilidad. Sus visitas también comportaban otros beneficios. Esos días me daban un buen almuerzo y podía comer todo lo que deseara, algo que no era usual. «Por pura casualidad» en aquellas ocasiones siempre comíamos estofado de col a la Székely y pasta con requesón y chicharrones. Sin embargo, con gusto habría renunciado al estofado de col y a la pasta con requesón y chicharrones con tal de que la desconocida hubiera cambiado de opinión y se hubiese quedado en su casa.
Siempre mandaba una postal indicando la fecha de su llegada, y la angustia ya me invadía varios días antes. Solía venir los domingos a primera hora de la tarde. Entonces yo desaparecía de la vista de los demás. Normalmente me escondía en la barraca de madera de la letrina, anexa a la pared posterior de la casa, y si no me molestaban permanecía allí varias horas en el asiento –que ese día relucía– mirando absorto las gordas moscas verdes que se daban un atracón entre zumbidos de deleite. Reinaba entonces un denso y pesado silencio. La tía y el tío Rozika dormían la siesta, las criadas tenían descanso, los niños se habían desbandado. El sol de verano ardía contra el techo de la letrina, el calor era asfixiante y hediondo; yo sudaba copiosamente, los párpados me pesaban. Allí pasaba el rato acurrucado, con la cabeza caída sobre el pecho, dormitando, hasta que en medio del silencio dominical oía tintinear la campanilla de la entrada.
–¡Béla! –oía la voz de mi madre gritar–. ¡Tía Rozika!
Me ponía en pie, escupía y luego, a paso lento y majestuoso, como un campesino anciano, me dirigía a mi madre.
Por allí no era común besar la mano. Mi madre me besaba en la mejilla; yo a ella, nunca. No sé si se daba cuenta, pero no lo mencionaba. Era una mujer dura, no soportaba las cursilerías. Las otras madres mimaban a sus retoños en voz alta, derritiéndose de afectación, pero ella permanecía a mi lado en silencio y se notaba que tenía mala opinión de ellas.
–¿Qué hay de nuevo, Béla? –se limitaba a preguntarme muy seria, como si hablara con un adulto.
–Nada –decía yo pensando en el dulce de patata.
Entonces mi madre abría su deslucido bolso y sacaba el dulce.
Mientras, con singular teatralidad, se abría la puerta de la cocina y salía de la casa la tía Rozika, ataviada con un vestido de seda de color negro y una gran cruz, muy presumida, como la reina del pueblo.
–¿Cómo está, cómo está, querida? –decía atropelladamente ya desde lejos–. Hase siglos que no la vío. ¿Qué hay de su vida, querida?
–Gracias por su interés, tía Rozika –contestaba mi madre con mucha modestia–, voy tirando.
La vieja le daba a mi madre unas palmaditas en el hombro con una sonrisa empalagosa y una amabilidad magnánima, pero mientras tanto la examinaba de pies a cabeza con una mirada aguda y malintencionada.
–¡Qué vestidito más bonito tiene, querida! –constataba con un acento sin lugar a dudas malévolo, insinuando que le debía dinero, pero sin dejar de sonreír con dulzura.
–Tiene tres años, tía Rozika –contestaba mi madre, aturdida, y cambiaba de tema. La pobre; todos sus vestidos eran de hacía tres años.
Año tras año, visita tras visita, estos encuentros se desarrollaban como una pieza teatral escrupulosamente memorizada, casi con las mismas palabras. Luego llegaba el segundo acto: echar pestes de mí.
«Ese hijo suyo, querida –cacareaba la vieja–, ¡es el mayor sinvergüenza del mundo…!»
«Ese hijo suyo, querida, terminará en la horca, se lo digo yo, querida…»
«Ese hijo suyo…»
Y así durante media hora. Enumeraba con profusión de detalles todos los pecados que yo había cometido en los meses anteriores. Tenía una memoria portentosa. No se olvidaba de nada. Todo lo que decía era cierto, tan solo se le olvidaba mencionar por qué había hecho yo todo aquello. A fin de cuentas, todas mis gamberradas se debían a que no me daba bastante de comer.
Pero yo había aprendido muy pronto que en boca cerrada no entran moscas. No la acusaba y tampoco me defendía. Me limitaba a estar allí con las piernas separadas y las manos en los bolsillos, mirando en silencio la boca desdentada de la vieja por la que salía ese aluvión de basura.
Mi madre también callaba. Meneaba la cabeza, se sulfuraba y de vez en cuando me miraba con furia. Cuando la vieja terminaba, empezaba ella.
–¡No te da vergüenza! ¡Abusar así de la bondad de la tía Rozika!
Siempre decía lo mismo, al pie de la letra. Pues por mí, pensaba yo, puedes seguir dándole al pico. Deberías probar la bondad de la tía Rozika. ¡Zas!, la ardillita pegaba un brinco y sacaba la lengua. Y yo me quedaba inmóvil y callado.
–Ya me encargaré yo de castigar a ese sinvergüenza –amenazaba–. Ven…
Yo iba. Con pasos graves y firmes… Al fondo del jardín había un viejo melocotonero, y, debajo, un banco carcomido y sin respaldo. Nos sentábamos allí. Al quedar la vieja fuera del alcance, mi madre experimentaba una transformación radical. En vez de continuar riñéndome, miraba a su alrededor para cerciorarse de que no la oía nadie, y me preguntaba en voz baja:
–¿Te da suficiente comida?
–¡Diablos, claro que no! –le contestaba–. Tan solo cuando vienes tú.
Esta era otra escena que se repetía siempre. Mi madre fruncía la frente y permanecía un rato con la mirada clavada en el suelo. Luego decía:
–Ya hablaré con ella.
Con cinco años yo ya sabía que esa era una mentira como una catedral. La ardillita se reía en voz baja. Ya, ¡narices! ¡Será precisamente ella la que hable con la vieja! Ahora sé que la pobre siempre le debía dinero y vivía aterrorizada por temor a que la tía Rozika pudiera ponerme de patitas en la calle, o mandarme con ella a Budapest. Entonces aún no sabía nada de todo eso. Solo me percataba de que mi madre mentía. En lugar de exigirle responsabilidad a la vieja, le hablaba tan melindrosa que se me revolvía el estómago.
Pero yo no soltaba prenda. Me limitaba a estar en el raquítico banco, bajo el viejo melocotonero, y callar. El sol caía sobre el árbol, a cuya sombra temblaban minúsculas manchas de luz. Yo las observaba. Mi madre se limitaba a mirar a la nada con sus ojos pequeños, singularmente hundidos, o hacía dibujos en la arena con la punta del zapato, sin objetivo alguno.
El patio retumbaba a nuestro alrededor. Las madres jóvenes cuchicheaban con sus hijos, besuqueaban a sus vástagos, o jugaban, correteaban y retozaban con ellos; el bullicio de aquella maternidad fogosa llegaba hasta la calle.
Mi madre, me daba cuenta, no sabía qué hacer conmigo. Ni sus manos, ni sus labios sabían mimarme, y en general no tenía ganas de crear complicidades. Estaba sentada a mi lado, como si yo fuera un adulto a quien poco tenía que decirle.
Yo también tenía la culpa de que no nos acercáramos más. A mi madre, a veces, la poseía una especie de ternura extraña y cohibida; en cambio yo –sin querer– pisoteaba esas emociones que brotaban con timidez. Recuerdo que una vez me preguntó por qué era «siempre tan arisco».
–¡Vamos, ríete un poco! –dijo con jovialidad, y me hizo cosquillas.
Yo, que siempre he sido muy sensible a las cosquillas, pegué un salto y ella salió corriendo detrás de mí. Al alcanzarme, me agarró, me apretó contra ella y me colmó de besos. No sé por qué, pero en aquel instante tuve una sensación inexplicablemente embarazosa, una especie de vergüenza indescriptible. Me aparté de ella casi con asco. Al parecer se dio cuenta y enseguida me soltó. No dijo nada, tan solo se arregló el pañuelo en la cabeza y entró en casa de la tía Rozika para «pasar cuentas».
Con estas cuentas siempre había problemas. La vieja seguramente le exigía el dinero que le debía, porque del interior de la habitación se oían gritos vehementes, y cuando mi madre salía tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
–Bueno, vamos –decía seca y brevemente–. Buenas noches.
A modo de despedida siempre decía «buenas noches», aunque el sol aún estuviese alto. El tren salía a las siete y pico, pero nosotros ya estábamos en la estación a las seis. El tiempo que transcurría hasta la salida del tren se hacía insoportablemente largo. La estación estaba abarrotada de gente, porque en nuestro pueblo ir los domingos a la estación era un pasatiempo habitual. Apenas viajaba nadie, pero la gente se paseaba por entre las vías vestida con sus mejores galas; formaban grupos, se saludaban y caminaban. Acudía toda la juventud sin excepción, con el traje de los domingos. Los mozos se mostraban alegres y campechanos; las chicas se reían por todo, como si les hicieran cosquillas. Nosotros dos mirábamos a la radiante juventud igual que si fuéramos una pareja de ancianos, y callábamos, como hacíamos debajo del melocotonero. Pero era otro tipo de silencio. Aunque no sabía por qué razón mi madre tenía los ojos enrojecidos y, pensándolo mejor, tampoco me interesaba demasiado, de repente me entraba lástima y desazón por ella.
¿Quién es capaz de orientarse en la selva que es el alma de un niño? Aunque me puedan considerar inhumano, debo confesar que nunca he sentido por mi madre lo que llaman amor filial. En cambio, casi siempre he sentido pena por ella. Me daba tanta pena que a veces el pecho me dolía de verdad. Pese a ser un niño pequeño y desalmado, siempre me consideré más fuerte, más listo y más hábil que mi madre; recuerdo que a los seis años me hubiera atrevido a jurar que era capaz de enderezar mi vida mejor que ella. Mi madre seguramente no sospechaba nada de eso. Me sentaba a su lado con educación y trataba de poner una cara tan boba como la de una vaca rumiando.
Por fin llegaba el tren. La tísica locomotora echaba grandes bocanadas de humo y la estación se llenaba de la emocionante fragancia de la despedida, la distancia y la aventura. Me aliviaba ver subir a mi madre al tren y, sin embargo, me sentía apesadumbrado.
–Que Dios te bendiga –decía ella.
–Que Dios te bendiga –contestaba yo.
Entonces el revisor soplaba el silbato y el tren se ponía en marcha. Mi madre no se despedía con la mano; nada más arrancar el tren, desaparecía tras la ventanilla.
4
En una ocasión, cuando miraba cómo se alejaba el tren, me invadió una emoción preocupante y enfermiza, un hechizo escalofriante que me oprimía la garganta. Con el paso de los años volví a sentirlo siempre que percibía el olor del humo de la locomotora.
Me gustaría describirlo con precisión, como si fuese un diagnóstico médico. Entonces tendría unos siete años. Era una sofocante tarde de mediados de verano, yo estaba descalzo junto a las vías del tren, sin pensar en nada, tan solo mirando el farolillo rojo colgado del último vagón, que se iba perdiendo en la lejanía. De súbito y sin razón aparente, sentí en el pecho una presión aguda y desconocida, y se me hizo un nudo en la garganta que apenas me dejaba respirar. Duró un par de minutos, pero en esos breves instantes me sentí tan aterrado y desesperado que perdí la cabeza. El corazón me golpeaba contra las costillas y sentía cómo las lágrimas se deslizaban hasta mi boca. Me invadió un deseo casi diría que carnal, horrible, punzante, doloroso… Quería irme, alejarme de mi madre, de la tía Rozika, del pueblo. ¿Adónde? No lo sabía. ¿Por qué? No lo sabía. No tenía ningún objetivo, ningún deseo, ninguna idea que pudiera servir de explicación. Tan solo eso, irme, salir de allí.
Pero yo era un chiquillo contenido, y media hora después ya me estaba diciendo: «¡Qué idiotez!».
Sin embargo, cada vez que sentía el olor acre y excitante del humo de la locomotora, volvía a experimentar con tanta fuerza ese anhelo insano e incomprensible que me asustaba de mí mismo.
Quizá fuera así como en su día mi padre se fugó de casa, siendo aún un adolescente. Puede que fuera una tarde de mediados de verano igual de sofocante cuando le dio por irse, sin saber por qué ni hacia dónde iba. Simplemente partió como un lunático que sigue un deseo indomable.
En tales ocasiones evitaba ir por la calle principal, que los domingos por la tarde estaba abarrotada de gente. A los campesinos, salvo los habituales de la taberna, les cuesta entretenerse el domingo por la tarde. El día ha sido largo, han descansado y charlado lo suficiente y ya están hartos de no hacer nada. No es de extrañar verlos parados a las puertas de sus casas, como si esperasen que en el tren de la tarde llegara el lunes.
Me daba un paseo hasta casa cogiendo un largo desvío por las huertas. Mientras me mantenía en los lindes del pueblo, cuidaba celosamente mi «reputación». Caminaba con las manos metidas en los bolsillos, la barbilla apretada contra el pecho, con paso grave y firme como un viejo campesino. De vez en cuando lanzaba un sonoro escupitajo por la comisura de los labios, ya que estaba absolutamente convencido de que aquello aumentaba el prestigio de un hombre. Pero al dejar a mis espaldas la última casa echaba a correr como un loco. Atravesaba a toda velocidad pastos, prados y aradas. Luego, sin resuello, me echaba en la hierba boca abajo y me quedaba tumbado sin moverme. De repente todo cambiaba. Lo confuso del día se evaporaba de mi cabeza y la absurda tensión de los nervios se aflojaba. En la hierba, crecida bajo un cielo increíblemente amplio, me sentía como quien por fin llega a casa dejando atrás mundos extraños y peligrosos.
Oscurecía, pero era un ocaso lento, como cuando se mira el paisaje a través de la ventana y el más ligero aliento empaña el cristal. Los prados se desprendían de la luz absorbida durante el día, flotaba un cálido aroma a tierra, y el sol sangraba en el horizonte. El firmamento se llenaba de colores como un inmenso mantón de campesina, y en la lejanía resonaban sordos los cencerros de las reses que volvían a la aldea. Me sentía en casa.
Caminaba hacia el pueblo tarareando. Al pasar junto a la vaca más sucia, el rocín más flaco o el perro más sarnoso, no podía evitar pararme y darles unas palmadas cariñosas. Me traicionaba mi apego por los animales. No existía persona alguna por la que sintiera la mitad de ternura que, por ejemplo, por nuestro perro. No amaba a nadie, ni a mi propia madre, pero está visto que el amor es algo humano y no era mi culpa tener que amar a los animales. Sentía por ellos una íntima amistad. En el pueblo no había perro, por mordedor que fuera, que no simpatizara conmigo, hasta los altivos lebreles del terrateniente brincaban alegres a mi alrededor, aunque no tuviera comida con que ganarme su afecto.
Pocos perros llevaban una vida tan desgraciada como la mía. Casi siempre me levantaba de la mesa con hambre. La vieja no era partidaria de la equidad: cada niño recibía una manutención acorde a lo que pagara su madre. No obstante, tampoco había grandes diferencias, ya que –excepto en mi caso– las madres visitaban a sus hijos con frecuencia y estos les relataban los ultrajes sufridos. Péter se lamentaba de que las raciones de Pál eran más abundantes, Pál se quejaba de que Istvány comía más y mejor que él. Las pobres criadas acababan por compadecerse y de alguna parte sacaban el dinero necesario para que a la semana Péter pudiera comer lo que Pál y este lo mismo que Istvány. Pero ¿quién se ocupaba de mí?
Mi madre venía a verme como mucho cuatro o cinco veces al año, unas ocasiones en las que además tenía que pasar un mal rato por los pagos atrasados. ¿Cómo iba la pobre a sacar a colación la calidad de mi alimentación? Día tras día tuve que constatar que los niños de mi edad comían más y mejor que yo. No tiene nada de extraño que llegara a ser como soy.
Hubo momentos en mi niñez en que hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa por un buen plato de comida.
Debo confesar que incluso llegué a robar. Robaba como la urraca. En vano encerraba la vieja las cosas a cal y canto: la necesidad y la práctica perfeccionaron mis dotes de ladrón. Claro, me castigaba cuando se daba cuenta, pero me acuerdo con precisión de que nunca sentí arrepentimiento. Hay situaciones en la vida en las que no robar resulta abiertamente antinatural; sigo pensando igual. ¿Tendría que haberme quedado flaco, canijo o tísico solo para no sisar la fortuna que aquella vieja y asquerosa ramera había logrado amasar? Ni se me pasó por la cabeza.
Con el tiempo llegué a ser tan astuto y sagaz como un zorro en libertad. Por ejemplo, me percaté de que podía sacar provecho de la sed de venganza. Como es bien sabido, entre los niños rige la regla de la fuerza y siempre tiene razón el que más tiene y, claro está, todos quieren ser el que lleva razón. Yo no era así, tenía hambre y la justicia platónica me importaba un comino. Para el hambriento no existe más que una justicia: el pan. No me peleaba como los demás niños por simple amor al arte. Para mí las tundas eran una ocupación seria para ganarme el pan. Si dos chicos se peleaban, me acercaba al más débil y le preguntaba en un tono frío y objetivo: «¿Qué me das si le pego al grandullón?».
Pedía diez florines, pero por dos ya me habría andado a golpes con cualquiera, si bien la empresa no carecía de cierto riesgo. Los niños casi siempre se agrupaban en pandillas y a veces debía enfrentarme a ellas. En más de una ocasión abandoné el campo de batalla con la cabeza ensangrentada, pero ¡qué más daba! Con las monedas ganadas tintineando en el bolsillo, el sonido más consolador del mundo, podía ir a la tienda a comprarme un bollo.
Mi ídolo era el legendario bandolero Sándor Rózsa. Los demás chicos soñaban con ser curas o generales, pero yo deseaba ser un bandolero que le quitase el dinero a los ricos para redistribuirlo entre los pobres. Nunca llegué a repartir mi dinero, pero también es verdad que nunca di con nadie que fuera más pobre que yo.
5
En el verano de 1919 –yo tenía entonces seis años– mi madre perdió el empleo. En vez de giros postales, la pobre le enviaba a la vieja una carta tras otra suplicando por el amor de Dios que esperara al menos hasta primeros del mes siguiente, cuando seguramente ya habría encontrado algo. Pero no encontró nada.
Un día, al sentarme sin sospechar nada entre los demás niños para comer, la vieja irrumpió desde la cocina y gritó que para mí no había almuerzo porque mi madre ya llevaba tres meses sin pagar un céntimo.
–¡Y no es que seas precisamente un encanto de niño al que mantendría por amor!
Primero no entendí nada de nada. Estaba allí con las piernas separadas, las manos en los bolsillos, la barbilla apretada contra el pecho, mirando sin rechistar a la vieja que, completamente fuera de sus casillas, agitaba la carta de mi madre que acababa de llegar.
–Si tu cochina madre no me dibiera tanto –gritó–, ya te habría echado hase tiempo, ¡maldito canalla!
Yo seguía en silencio. Los demás ya habían empezado a comer, la boca se me hacía agua de verlos. Me acuerdo de que había patatas a la páprika con chorizo; aún puedo olerlas. Tenía un hambre atroz. El llanto me atenazaba la garganta, pero por nada del mundo me hubiera echado a llorar. Vi cómo los otros, con rostro malicioso, estaban a la expectativa, inclinados sobre el plato y dándose patadas por debajo de la mesa. Así que me concentré con obstinación en cuidar mi «reputación».
–Ya mandará el dinero –traté de zanjar el asunto por las buenas–. Vamos, por favor, deme algo de comer que estoy muerto de hambre.
–Que no. –Y también negó con la cabeza–. ¡Escribe a la sorra de tu madre y dile que no haga niños si no es capas de mantenerlos!
Vi que los demás chiquillos apenas podían contener la risa. De la ira me temblaba el cuerpo.
–¡Zorra lo será usted! –le espeté a la cara, y salí pitando.
La vieja no era dada a las limosnas, pero en cuanto solté aquellas palabras me lanzó la cazuela de patatas con tal fuerza que se hizo añicos. Por fortuna solo me dio en el trasero y no sufrí males mayores. Seguí corriendo, y ya en la calle aún sentía cómo las sabrosas patatas en salsa de páprika se deslizaban calientes por mis pantalones.
Estaba ciego de una ira impotente. Primero pensé en rodear la casa y por la ventana de atrás saltarle los ojos a la vieja con el tirachinas. También la podría haber estrangulado sin parpadear, pero entonces ya había aprendido que de ira no se llena el estómago y empecé a urdir planes más prácticos. Di una vuelta por el pueblo para ver si podía robar algo. Imposible. La mala suerte no me abandonaba. No pude afanar ni una fruta. Los perros, nada más verme, empezaban a ladrar de alegría y a armar tal alboroto que las dueñas no tardaron en asomarse por la puerta de la cocina. Pasé varias horas así, al acecho, sin resultado alguno.
De pronto me encontré delante de la escuela. Era la hora de la merienda, y los niños correteaban por el patio. La mayoría de ellos llevaba una rebanada de pan bien grande en la mano, untada de manteca o mermelada, a la que no prestaban mucha atención de lo concentrados que estaban en el juego. Se perseguían como locos, y tan solo se detenían de vez en cuando para darle un mordisco a toda prisa. Yo, en cambio, tenía un hambre canina.
En una situación así, ¿qué haría Sándor Rózsa? Medité y de repente supe qué debía hacer. Lancé un sonoro escupitajo por la comisura de la boca, para que los niños vieran con quién se las tenían, y luego, con paso grave y firme, entré en el patio.
Por entonces aún no iba a la escuela. Los niños seguramente pensarían que buscaba a alguien y, en cierta forma, no iban desencaminados. Buscaba a una víctima. Debo reconocer que no me faltaba miedo, ya que aquellos chicos eran mucho mayores que yo, pero cuando se tiene hambre no hay que andarse con tonterías. Mi víctima estaba en la parte trasera del patio, un niño apoyado en una acacia solitaria que mordisqueaba el pan totalmente absorto. Tendría uno o dos años más que yo, pero era bajito y tenía una buena rebanada. Me dije: voy a probar suerte, y me fui hacia él. Me acerqué por la espalda, con una rapidez fulminante le arrebaté el pan, y pies para qué os quiero. La víctima desprevenida ni se dio cuenta de lo que había pasado. Cuando empezó a dar gritos yo ya había puesto tierra de por medio y por mí como si le daba por llorar a grito pelado.
Corrí al campo, y a la sombra de un espino empecé a comerme el pan. Me gustó la mermelada, pero lo que estaba para chuparse los dedos era el sabor de la aventura. «¡Esto es vida! –me dije–. ¡Esto sí es de bandoleros!» Me reía en alto, a todo pulmón. Estaba orgulloso de mí mismo.
Decidí no volver por casa. Temía que la vieja me tirara otra cazuela, y el trasero aún me dolía por la primera. Pero a medida que oscurecía también se me ensombrecía el ánimo. Por muy admirador que fuera de Sándor Rózsa, la oscuridad no me gustaba. Me encaminé hacia la casa.
En la casa ya dormían. Con el perro no hubo problemas: no tuve más que hacerle una señal y se agazapó enseguida, como un funcionario del más bajo escalafón. Era una noche sin luna, oscura como la boca del lobo, todo permanecía inmóvil. Trepé por la valla sin hacer ruido. La habitación de los niños estaba en un anexo que la vieja había mandado construir con posterioridad, y por suerte no había puerta entre las estancias, algo que la vieja había dispuesto, sin duda, para ahorrar. Se accedía por el patio. Giré el picaporte despacio, con cautela. La puerta se abrió sin hacer ruido y así pude entrar en el dormitorio.
Todos tenían un sueño profundo. En total éramos ocho los que vivíamos en aquel cuarto, que, como mucho, tenía cinco metros de largo por cuatro de ancho. Al entrar te topabas con un olor mareante y repulsivo, y cada noche tardaba varios minutos en acostumbrarme. Todavía hoy siento esa terrible pestilencia, una rara y variada mezcla de olor a cuerpos, a comida y a la humedad que exhalaban las paredes mohosas, junto a la peste que despedía la letrina en la pared posterior de la habitación.
No teníamos camas. Dormíamos sobre un poco de paja, que estaba esparcida por el suelo fangoso, unos pegados a los otros. Tampoco tenía zapatos, así que no debía ocuparme de quitármelos. Me acosté tal como llegué y me cubrí con la manta. Ahora que ya me sentía seguro volvió a azotarme el hambre que, según parece, el miedo y la excitación de la odisea nocturna habían aplacado hasta entonces. No pude conciliar el sueño.
De repente se movió la paja a mi lado.
–¡Béla!, ¿duermes?
Era Gergely, un chico de segundo.
–¿Qué pasa? –pregunté.
–Nada –susurró–. Toma.
Me puso en la mano una rebanada de pan y un pedazo de chorizo. Mi estómago dio un salto de alegría, pero me ocupé de que Gergely no lo notara. Recibí el regalo como el cobrador de impuestos recauda un tributo. No le di ni las gracias. Me lo comí sin decir palabra, volví a acostarme sobre la paja y le pregunté con el tono frío de un mercader:
–¿A quién tengo que pegar?
Ni se me ocurrió pensar que con el hambre que tenía alguien me pudiera dar una rebanada de pan y un pedazo de chorizo por simple amor al prójimo.
Este Gergely tenía casi dos años más que yo, y no obstante me tocaba a mí pelearme con sus «enemigos» por él. Desempeñaba el papel de capitalista. Su madre le venía a ver cada domingo porque servía en el pueblo de al lado y siempre le daba unos krajcár. Así que Gergely estaba forrado y podía darse el lujo de pegar a sus enemigos por medio de otros. Era un chiquillo enclenque, muy rubio, con cara de niña y famoso por sus mentiras. Bajo los ojos tenía unas oscuras ojeras y yo sabía por qué.
Tardó un buen rato en responderme. Parece que la pregunta lo había pillado por sorpresa, sin duda esperaba unas negociaciones más complejas. Pero se acabó sincerando.
–A Ádám –gruñó–, ese cerdo pelirrojo ha vuelto a atacarme por la espalda.
–Pues poca falta le hace –dije, no tanto por desprecio como por estrategia en la negociación–. El pelirrojo es un chicarrón.
–Es grande pero no fuerte.
–¿Que no es fuerte? Entonces, ¿por qué le tienes miedo?
–Bueno… fuerte sí que es, pero no demasiado.
–Mucho o poco –zanjé el debate–, no le voy a pegar por un pedazo de chorizo.
–Mañana te daré más. Y el domingo tendré dinero.
No contesté. En el prado se me había ocurrido algo, era eso lo que tenía en mente.
–¿Sabes escribir? –le solté.
–¡Claro! ¿Qué tengo que escribir?
–Una carta.
–¿A quién?
–A mi madre.
–¿Por la vieja?
–Pues claro, demonios.
–Hum –murmuró Gergely–. No será nada fácil. Escribir una carta es difícil.
–¿Acaso es más fácil pegar a uno de segundo?
–Aún más difícil es escribir una carta. Tendrás que pegar a dos.
Estaba claro que pretendía chantajearme.
–A ver si vas a ser tú el segundo –le solté.
Eso le hizo recapacitar.
–Está bien –dijo al fin–. Escribiré la carta. Mañana por la tarde irá a la huerta.
–¿Quién, la vieja?
–No, hombre. Ádám. Siempre va por el camino de tierra.
–Tú y Ádám os pondréis a la cola –le dije–. Primero quiero la carta. Buenas noches.
Le di la espalda y, como quien lo deja todo bien atado, me dormí enseguida.
Al día siguiente la carta ya estaba escrita. Gergely apareció con uno de tercero muy pecoso; fue con él con quien redactó la carta, tras alguna que otra dificultad. Creo que yo sudé menos para pegar al «cerdo pelirrojo» que aquellos dos para escribir la carta. Años después la encontré entre las pertenencias de mi madre; debió de causarle una fuerte impresión a la pobre si la guardó con tanto esmero. La carta decía:
Estimada doña Anna:
Soy el Gergely, de segundo. Tal vez me conoce por la querida tía Rozika y le escribo porque el Béla me ha pedido que le diga que su hijo Béla tiene ambre. Porque la vieja dice que la estimada doña Anna no la manda dinero. Por eso, estimada doña Anna, aga usted el favor de mandar el dinero. Mándelo ya porque la pájara esa no le da de comer al Béla y qué va a acer el Béla si no le dan de comer, dígame usté. Termino la carta y su querido hijo también saluda a doña Anna.
Un saludo patriótico
GERGELY
alumno de segundo
Bueno, con la carta ya escrita solo hacía falta un sello, pero costaba veinte florines. Casi nada, veinte míseros florines devaluados por la inflación, aunque yo en aquel entonces aún no entendía las complejidades económicas de esa clase. En mi mundo veinte florines seguían siendo veinte florines, una suma inalcanzable. Antes también me habría resultado imposible conseguirlos, pero ahora que además tenía que procurarme la comida, mucho menos. La vieja no se andaba con chiquitas. Estaba convencido de que en cuanto me viera me tiraría a la cabeza lo primero que tuviera a mano, así que a la hora de comer tampoco aparecí por la casa.
El primer día aún me las arreglé. Los niños, después de amenazarlos uno por uno, me trajeron a escondidas algún bocado del almuerzo y la cena. Pero al día siguiente la vieja descubrió el ardid y se lió a tortas con todos los que se habían guardado comida en los bolsillos.
«¡Cochinos bastardos!», gritó a voz en cuello, como cada vez que se enfurecía con nosotros. Desde entonces no se movía de la mesa hasta que los muchachos terminaban de comer.
A ellos, creo, tampoco les vino tan mal. A un niño no le gusta compartir la comida con otros, sobre todo si no tiene mucha. Durante veinticuatro horas no probé bocado, y si uno tiene seis años escasos eso le desanima bastante.
Me volví más bruto aún. Robaba si podía, extorsionaba si se daba el caso, me peleaba si pagaban por ello. Sin embargo, no pude llenarme el buche porque solo había peleas muy de vez en cuando, y robar… ¿qué se puede robar en un pueblo? Con las aves de corral nada podía hacer. No quedaba más remedio que intentarlo con la fruta. Lo malo es que por esos lares los campesinos no dejaban que la fruta madurara en el árbol, así que la mayoría de las veces la cogía verde de las ramas o la encontraba medio podrida en el polvoriento camino. Siempre andaba con una gazuza tremenda y el dinero no dura nada en el bolsillo de un hombre hambriento. En cuanto me agenciaba unos florines corría enseguida a la tienda a comprarme pan. Una y otra vez me prometía que si conseguía dinero no lo gastaría, pero cada vez que reunía algo me lo gastaba en comida. Y la carta, que había metido en una caja y enterrado, seguía bajo tierra como un muerto, incapaz de emprender el camino de mi salvación.
El domingo era mi última esperanza. Tras largas negociaciones acordé con los chicos que me darían el dinero que les sacaran a sus madres y yo a cambio les prestaría mis servicios. Lo malo es que las desgracias nunca vienen solas, y el domingo llovió a cántaros en todo el país y las madres no vinieron. Tan solo apareció la de Gergely a última hora de la tarde, cuando ya escampaba un poco. Gergely le contó para qué necesitaba yo los veinte florines, pero solo llevaba diez.
–Te daría los veinte para que compres el maldito sello –explicó–, pero ¿qué voy a hacer si yo tampoco los tengo?
Lo dijo con tanta amabilidad y candor que tuve que creerla, pero cuando se fue cacheé por si las moscas a Gergely para comprobar que no le hubiera dado dinero en secreto. Lamentablemente, no había sido así.
Puse los diez florines en una caja de cerillas para no caer en la tentación y los enterré junto a la carta. Me faltaban otros diez.
Al día siguiente la suerte se me puso un poco de cara. La vieja se fue a la aldea vecina y Gergely enseguida me comunicó la buena nueva. Entré en casa a hurtadillas. Sabía que después del almuerzo el tío Rozika siempre se echaba una siesta. Era la clase de hombre que incluso durante la cosecha, cuando los demás campesinos trabajaban en el campo de sol a sol, él, al doblar las campanas a mediodía se iba a casa a paso lento, comía en abundancia y luego se acostaba un ratito.
De modo que me escondí tras el establo y esperé. Media hora después apareció Gergely.
–El viejo ya está roncando –me susurró.
Cómo no, el viejo tenía la buena costumbre de roncar. Era tal el estruendo que armaba en sueños que cualquiera que no estuviese sordo y pasara por allí lo podía oír.
Me acerqué en silencio a la ventana abierta y me asomé con sumo cuidado. Era un otoño cálido y el viejo aún no llevaba chaqueta, solo chaleco. Estaba colgado del respaldo de una silla, invitando al hurto. Entré por la ventana sin hacer ruido, como un gato, y con el pulso a cien inspeccioné el chaleco. Encontré seis florines, me los metí en el bolsillo y salí por la ventana a toda prisa.
–Bueno, ya solo me faltan cuatro –informé victorioso a Gergely–. Luego ya podré mandar la carta a Budapest.
Estaba muy confiado. Esos cuatro florines no son nada, pensé, y decidí enterrar los que tenía para evitar tentaciones. Tuve que esperar a que Gergely se fuera, porque no quería revelarle el lugar donde había escondido el dinero. Sin embargo a Gergely la aventura lo había excitado, y en su exaltación le dio por hablar tanto que tardé una hora o más en librarme de él.
Serían las dos de la tarde y no había comido nada en todo el día. De súbito me invadió un hambre tan atroz y salvaje que, haciendo caso omiso a la razón, salí corriendo hacia la tienda y me gasté los seis florines.
Ahora tenía que empezar de nuevo.
«¿Qué será de mí? –pensé, desesperado–. Si siempre me zampo el dinero de los sellos, nunca podré mandar la carta, mi madre no mandará el dinero y yo no volveré a comer.»
–Oh, la… –empecé a soltar una ristra interminable de obscenidades y rompí a llorar.
Tenía tanta hambre que un día me atreví a dirigirle la palabra a un judío errante.
–Señooor, por favooor –le supliqué con una cantinela como la de los mendigos profesionales–, deme un poco de dineeero, tengo haaambre.
Eso era algo que no me hubiera arriesgado a hacer con nadie del pueblo, pero este no era más que un judío andrajoso y hasta un niño de seis años sabía que eso era harina de otro costal. El Terror Blanco estaba en la luna de miel y un judío vagabundo podía sentirse feliz si lograba pasar por un pueblo sin que le dieran una paliza. Casi se emocionó al oír que le pedía dinero en vez de gritarle lo acostumbrado: «Judío asqueroso». No se hizo de rogar y enseguida se llevó la mano al bolsillo, sacó un montón de monedas, se acercó la palma temblorosa a los ojos miopes –eran unos ojos perrunos, llorosos, hinchados por la vejez– y buscó cinco florines.
–Schlechte Zeit, malos tiempos –murmuró entre suspiros–. Schlechte Zeit.
Luego me acarició la cabeza y siguió su lento camino, la viva imagen de la tristeza.
Esos cinco florines sí los enterré. Por entonces el hambre me había debilitado tanto que sudaba hasta los días en que hacía más fresco, los párpados me pesaban y a la que me sentaba me quedaba dormido.
En mi desesperación se me ocurrió una idea execrable. Espié a la criada mientras le llevaba las sobras del almuerzo al perro, luego me acerqué a hurtadillas y le quité el plato. Era mi antiguo y fiel compañero, y no emitió sonido alguno al robarle la comida; tan solo se me quedó mirando con los ojos inyectados de sangre, como si todo aquello no fuera con él. El viejo komondor, el perro pastor, me daba lástima, pero más pena me daba yo. Fui a la letrina, corrí el pestillo y me comí todo lo que había de comestible en la escudilla.
A partir de entonces viví de la comida del perro. Tenía un estómago fuerte, pero tampoco era de hierro. Una noche me desperté con unos retortijones terribles. Tuve tal diarrea que durante tres días apenas me atreví a salir del excusado. Solo allí me sentía seguro, porque en el patio temía que me viera la vieja, y en la calle me daba miedo hacérmelo encima. Así que, mientras no me echasen, pasaba horas sentado en el retrete, con la cabeza caída sobre el pecho, dando cabezadas. No fueron mis mejores horas, por decirlo con delicadeza. Pero, como ocurre con todo en la vida, estar así también tenía sus ventajas; dudosas, pero no por eso dejaban de tener su lado positivo: ya no pasaba hambre.
Cuando se me curó la diarrea me propuse conseguir a toda costa los cinco florines que aún me faltaban. Tuve suerte, pues me encargaron una pelea y prometieron pagarme cinco florines. El tipo al que había que sacudir era un chaval flacucho, que tampoco pertenecía a ninguna pandilla, así que podía dar por seguros los ingresos.
–Por fin podré mandar la carta –le dije orgulloso a Gergely cuando salí dispuesto a dar un buen varapalo.
Pero ni lo rocé. Ocurrió algo terrible, increíble. Fue ese mozuelo enclenque quien me pegó a mí. Antes lo podría haber tumbado con una sola mano, pero ahora fue él quien repartió, y de qué manera. Evidentemente, los cinco florines se fueron volando.
Torturado por la diarrea, famélico como un perro… pero ¿qué era todo aquello en comparación con la afrenta sufrida? Había perdido mi «reputación», había perdido el sello, lo había perdido todo. Salí corriendo al campo, me eché en la hierba y lloré como si fuera el fin del mundo.
–¿Qué será de mí? –decía entre sollozos–. ¿Qué será de mí?
6
De repente tuve una gran idea. A escondidas me fui hasta casa, desenterré los quince florines y me dirigí a correos.
Me topé con una empleada rubia, de cara redonda como la luna, que estaba sola y aburrida en la estafeta, la cual olía a ratones. Me cuadré ante ella, pero estaba tan nervioso que no me salían las palabras. La señorita esbozó una sonrisa.
–Dime, hijo, ¿qué quieres? –preguntó.
–Con todo respeto le pido –logré balbucir por fin–, que me haga el favor de mandar esta carta.
La señorita miró el sobre, luego contó las monedas.
–Faltan cinco florines –dijo–. Cuesta veinte.
–Ya lo sé, ilustre señorita –contesté con mucha decisión–. Pero ¿qué puedo hacer si solo tengo quince?
–Los otros cinco te los has gastado en caramelos, ¿eh?
Lo dijo con la severidad de una maestra; al decir la palabra «caramelo», frunció la cejas. «Por el amor de Dios –pensé–, de tener cinco florines me habría comprado un chusco de pan.»
–Qué voy a tener yo ganas de comer caramelos, ilustre señorita –suspiré, y sentí cómo los ojos se me inundaban de lágrimas.
–No llores, anda –dijo la señorita, y volvió a sonreír–. ¿Has perdido el dinero?
Pensé que si aquello le gustaba tanto que la hacía sonreír, era mejor no contradecirla. Asentí con la cabeza.
–¿Te darán una azotaina?
Volví a asentir. Y ella seguía sonriendo. «¿Cómo diablos pueden sonreír tanto estas señoritas tan refinadas?», pensé. A mí la cosa no me parecía como para batir palmas.
–Tenga un poco de compasión, señorita –supliqué con la voz quebrada–. No sé qué será de mí si no envío la carta.
La señorita no hacía más que mirarme complacida y menear la cabeza. No entendía qué significaba el meneo, ni esa sonrisa de oreja a oreja. ¿Se reía de mí o qué? Observaba todos sus gestos, el corazón me latía en la garganta.
–Bueno, está bien –dijo por fin–. ¡Pero me traerás el dinero!
No quería dar crédito a lo que oía.
–Entonces, ¿me la manda?
–Sí.
Temía que en ese preciso instante se me partiera el alma de la alegría. Tomé la mano de la señorita y la colmé de besos.
–Que Dios le pague su bondad, ilustre señorita –dije agradecido–. Traeré el dinero en cuanto me ponga un poco mejor.
Entonces desapareció de su rostro aquella sonrisa perpetua e imborrable.
–¿Por qué, qué te pasa? –preguntó, asombrada.
–Ay, señorita. –Y se me escapó un lamento reprimido, pero no fui capaz de decir más. Se me cortó la voz, de mis ojos fluía agua salada, y por mucho que intentara hablar, tan solo logré decir «ay, ay, ay», y entretanto no podía dejar de pensar en que ahora esa refinada señorita se iba a reír de mí, y me sentí tremendamente avergonzado. Sin soltar prenda, giré sobre mis talones y puse pies en polvorosa.
Corrí por la calle y me deshice en llanto.
Nunca antes me había sucedido. No era un niño llorón y, si a veces me daba por llorar, por nada del mundo lo hacía en presencia de otras personas. Solo tenía que pensar en mi «reputación» y mis ojos permanecían secos. Sin embargo, últimamente no me podía dominar. Mis nervios habían perdido toda rienda y los ojos siempre se me inundaban, haciendo caso omiso de mi honra.
–¿Qué pasa, hijo? –oí decir a una señora a mis espaldas, pero mi reacción a su buena voluntad no fue sino un taco, y corrí hacia el campo para que no me viera nadie.
Al estar solo, la debilidad me invadió de tal manera que casi me desplomo. No entendía qué me estaba pasando. Sudaba y no obstante tenía frío. No podía ni arrastrarme, sentía como si las rodillas se me hubieran ablandado. Tenía que detenerme a descansar cada dos por tres, y tardé más de una hora en llegar a casa.
En el patio había un jaleo enorme. Los niños jugaban a policías y ladrones, de lo que concluí que la vieja estaba en casa. El mundo daba vueltas a mi alrededor, pero al entrar en el patio me quedé tieso, como si me hubiera tragado una estaca. Ni siquiera miré a los demás. Creía que ya sabían de mi «deshonra», aunque, según me enteré más tarde, no tenían ni idea. Fui directo a la habitación y caí redondo sobre la paja. Los dientes me castañeteaban, tenía escalofríos y me temblaba todo el cuerpo.
Nunca había estado enfermo y me invadió un miedo mortal. Observaba aterrado el apagado golpeteo de mis dientes. «Me moriré», pensé, y lloré, lloré y lloré. De repente ya no me enteré de nada más. Me quedé dormido.
Desperté, alguien me agarraba el hombro. Era Péter, uno de los niños. Estaba allí delante y me miraba asustado.
–¿Qué te pasa? –preguntó.
–Nada –balbucí, aturdido–. Estaba durmiendo. ¿Qué miras?
–Gritabas en sueños.
–¿Qué dices?
–Que gritabas. Te hemos oído desde el patio.
Noté que me sonrojaba. Me sentí enormemente avergonzado por haber «gritado». ¿Qué había gritado? Me hubiera gustado preguntárselo, pero no me atreví.
–¡A ti qué te importa! –le dije resentido por haberme oído gritar–. ¡Vete al carajo! Quiero dormir.
Sin más, me volví hacia la pared y cerré los ojos. Pero él se quedó allí como si quisiera decirme algo. Decidí no averiguarlo. Al final no aguantó más y se acercó.
–Oye… Béla…
Bajó la voz, puso cara enigmática. Enseguida supe que a continuación vendría una gran noticia.
–¿Qué pasa? –le pregunté.
Péter esperó unos instantes más para lograr mayor efecto. Y luego me dijo:
–A la vieja le ha dado por rezar.
Nada más oírlo salté como si me encontrara perfectamente. Si a la vieja le «daba por rezar» quería decir que podías obtener cualquier cosa. Todos lo sabían y aprovechaban al máximo sus ataques de bondad. Yo nunca. Mentía, robaba, me peleaba por dinero, pero nunca fui tan rastrero. Despreciaba a los que en esas ocasiones iban a mendigarle cosas, y ahora me despreciaba cien veces más por querer hacer lo mismo. «Pero ¿hay otro remedio? –me dije–. Ya me he puesto enfermo. Si no me da de comer, me moriré de hambre.»
–Anda, ve a hablar con ella –me animó Péter–. Está allí, arrodillada ante la Virgen.
–¿Voy? –le pregunté, aunque ya me había decidido.
–Sí, ve.
–Pero ¿qué hay que hacer?
–¿Nunca lo has hecho?
–Yo no.
–Pues eres idiota. ¿Prefieres pasar hambre? Tú entra como si nada, te hincas de rodillas al lado de la vieja bruja y rezas en voz alta un padrenuestro.
–¿Nada más?
–No. Entonces te perdonará muy piadosamente.
–¡Que se muera! –Me salió del alma–. No la trago, ¿sabes?
–Yo tampoco –repuso Péter–. Pero tú entra. ¿Sabes qué hay de cena?
–¿Qué?
–Fiambre de cerdo con cebolla. Te lo juro.
Se me hizo la boca agua. Santo Dios, ¡fiambre de cerdo con cebolla! Y ya iba a salir, pero aún tenía un resquemor.
–¿Es necesario rezar el padrenuestro?
–No, pero da mejor resultado.
–Es que prefiero no rezarlo.
–¿Acaso le temes a Dios?
Lo preguntó con una superioridad tan tajante que me dio vergüenza. Péter ya estaba en tercero, y como en lo físico no podía competir conmigo trataba de imponerse con el intelecto. No supe qué contestarle. Debo confesar que a los seis años de edad no me ocupaba mucho de cuestiones teológicas. Ellos quizá ya lo habían estudiado en tercero, y yo, siendo un chiquillo precavido, preferí no hablar. Péter disfrutaba a ojos vistas de su superioridad intelectual. Me miraba con la frente fruncida, como un maestro bondadoso pero estricto, y me colocó la mano sobre el hombro en un gesto significativo.
–Pues atiende –dijo–. Yo ya no le temo.
–¿No le tienes miedo a Dios?
–No. Además, de los niños pobres no se ocupa. Ah, amigo, todo eso es puro teatro. El Niño Jesús, ¿te ha dado de comer? ¿Verdad que no? Por él como si te mueres de hambre, ¿o no?
No supe qué contestar. Es verdad que el Niño Jesús no me había dado de comer, pero aquella afirmación me enfureció sin saber por qué. Tal vez era una religiosidad instintiva la que protestaba en mi interior, o quizá solo estuviera furioso porque aquel descarado estaba de nuevo orgulloso de lo que sabía.
–¡De todas formas está muy mal rezar el padrenuestro en broma! –aventuré.
–Ah, amigo –dijo con cierto desdén–, no hay que tener miedo. Todo eso es puro teatro. Haz como yo.
–¿Cómo?
–Pues entro en la habitación, me arrodillo junto a la vieja bruja, entorno los ojos con beatitud y digo la oración con gran devoción, como muy arrepentido de mis pecados. Pero para mis adentros voy repitiendo:
Padre nuestro,
tu padre es un perro,
tu madre una vaca,
y tú la gran cabra.
Eché a reír a carcajadas.
–Dilo otra vez –le pedí, con la respiración entrecortada–. ¿Cómo es?
Entonces a Péter también se le contagió la risa. Nos reíamos como poseídos y repetíamos el verso a pleno pulmón, brincando, dándonos palmadas:
Padre nuestro,
tu padre es un perro,
tu madre una vaca,
y tú la gran cabra.
Estuvimos varios minutos así, con la risa floja y tambaleándonos como borrachos. Luego Péter volvió a ponerme la mano en el hombro, y con la superioridad de un maestro de escuela me preguntó:
–Bueno, hijo mío, ¿aún tienes miedo?
–¿Miedo yo? –contesté airoso–. Y como me vuelvas a llamar hijo te doy una patada en el culo.
Con eso di media vuelta y salí al patio. Tenía sensaciones encontradas. El temor a Dios, el hambre que me estaba matando y la vieja allá, arrodillada… Lancé un sonoro escupitajo por la comisura de la boca y con la barbilla apretada contra el pecho me dirigí hacia el cuarto de la vieja con paso firme y furioso, como un toro que entra a matar.
Ya atardecía. En el patio reinaba un silencio sepulcral. No se veía a nadie. En la cocina la criada cantaba en un falsete desafinado, lo que acrecentaba la sensación de silencio. Sentía frío. Seguramente tenía mucha fiebre.
La criada dejó de cantar al entrar yo en la cocina y fijó en mí sus ojos vacunos.
–¿A ti qué te pasa?
No contesté. Decidido a todo, como quien sube al patíbulo, abrí la puerta de la habitación. La vieja estaba arrodillada ante la imagen de la Virgen y pasaba el rosario con la cabeza inclinada. Estábamos a oscuras, tan solo temblaba la llama de la vela en el vaso rojo, bajo la imagen. Por la ventana entraba corriente, la llama de la lamparilla titilaba y chisporroteaba, proyectando en la pared largas sombras oblicuas. La vieja me miró, pero hizo como si no me hubiera visto. Tenía la mirada perdida como los ciegos. Me arrodillé a su lado sin decir palabra y, siguiendo los consejos de Péter, musité mecánicamente para mis adentros:
Padre nuestro,
tu padre es un perro,
tu madre una vaca,
y tú la gran cabra.
–Padre nuestro que estás en los cielos…
Me estremecí. Mi voz me sonaba extraña, como si la oyera por primera vez. Me castañeteaban los dientes, apenas pude continuar la oración.
–El pan nuestro de cada día, dánosle hoy –oí suplicar a la extraña voz, y me puse a llorar desconsoladamente.
–Y perdónanos nuestras deudas –continuó la vieja– así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…
Abrió los brazos como enloquecida y la voz le salió tan afectada como la de Gergely cuando la imitaba. De repente recobré la serenidad. Como si de pronto se hubiera asomado al ojo de la cerradura aquel Béla antiguo y sano, me vi a mí mismo llorando y retorciéndome en el suelo junto a la vieja bruja medio loca, y la ardillita hizo una mueca y empezó a gruñir:
Padre nuestro,
tu padre es un perro,
tu madre una vaca,
y tú la gran cabra.
–Amén –farfulló la vieja con voz de ultratumba. Había terminado de rezar y se dirigió a mí irritada, como un criado que cumple las órdenes de su amo a regañadientes. Me bramó: «Desde hoy te daré de comer. Puedes irte».
Pero yo me quedé petrificado, como si la despiadada absolución me hubiera paralizado. No sé qué esperaba. Quizá un prodigio o el tener valor suficiente para echarle en cara aquella infame limosna. La odiaba más que nunca y la idea de no tener derecho a odiarla aún más me parecía insoportable.
–Deme trabajo –le rogué–. Trabajaré a cambio de la comida.
–¡Cierra el pico! –me ladró–. Ya te he dicho que puedes irte.
Se santiguó y siguió rezando.
Aquella noche cené con los demás niños. Me sentía como un perro, no creo que me apeteciera comer, pero no solo se come con el estómago. La simple idea de poder comer por fin, y para colmo embutido de cerdo con cebolla, me había robado el sentido.
Cenamos fuera, en el patio, en la larga mesa bajo el nogal. Yo miraba fijamente y en silencio el quinqué humeante, a los niños ni siquiera les hice caso. Era una bella y tibia noche de otoño, las estrellas fugaces caían sin cesar una tras otra, y los chiquillos repetían a gritos sus deseos irrealizables. Yo solo deseaba comer caliente y que el diablo se llevara a la vieja bruja y consigo este maldito mundo.
La comida la repartía Ilona, la criada de mirada simplona. Era una chica brutota, de eso ya me había dado cuenta a los seis años, pero de buen corazón. Me puso dos veces más comida en el plato que a los otros. Lo devoré todo, pero justo al acabar me dio por eructar. Eso aún no me preocupaba. En mi tierra el regüeldo está considerado algo normal y saludable, a nadie se le ocurriría calificarlo de mala educación. Los campesinos están plenamente convencidos de que el que no eructa después de comer no se ha saciado, y se considera una descortesía no soltar un eructo si se es un invitado. «Estoy lleno», pensé con satisfacción, y traté de no darme cuenta de que todo daba vueltas.
No aguanté mucho. Se me revolvió el estómago de tal forma que por poco lo echo todo allí mismo. Me levanté de un salto y salí corriendo a toda prisa, pero ni siquiera llegué hasta la letrina. En la esquina de la casa devolví en medio minuto la cena que había anhelado durante tanto tiempo y tan amar