Una casa y su dueño

Ivy Compton-Burnett

Fragmento

1

—¿Así que los chicos no han bajado todavía? —preguntó Ellen Edgeworth.

Su esposo le lanzó una mirada antes de volverse hacia la ventana.

—¿Así que los chicos no han bajado todavía? —repitió ella con tono más inquisitivo.

El señor Edgeworth se llevó la mano al cuello de la camisa para ajustárselo.

—¿Así que has sido el primero en bajar, Duncan? —dijo su esposa, como si pretendiera reformular su comentario en una frase más aceptable.

Duncan volvió a llevarse la mano al cuello con el entrecejo fruncido.

Duncan Edgeworth era un hombre de estatura y constitución medianas, si bien a sus ojos y a los de los demás era alto. Tenía los ojos rasgados y grises, barba y cabello canosos, rostro aquilino, juvenil para sus sesenta y seis años, y un porte sólido e imperioso. Su esposa era una mujer menuda, enjuta y cetrina, algunos años más joven que él, afable, de ojos saltones, nariz fina e inquisitiva y una expresión preocupada, inocente y en cierto modo satisfecha.

Era el día de Navidad del año 1885, y la estancia era el clásico comedor de una casa rural del siglo XVIII. Los últimos elementos añadidos a la sala ocupaban lugares de honor y lograban dominar el ambiente, haciendo gala del poder de los objetos victorianos para cerrar filas con su propietario.

—Así que has sido el primero en bajar, Duncan —constató Ellen con tono conciliador, como si con ello pudiera alcanzar su objetivo.

Con un encogimiento de hombros, su esposo dio a entender que no podía negarlo.

—Los chicos se retrasan, ¿no crees? —prosiguió Ellen, para quien a todas luces la palabra era claramente superior al silencio.

Duncan repitió el gesto anterior para indicar que su actitud no había cambiado.

—Me parece que hay más regalos de lo habitual. Me gustaría que bajaran de una vez.

—¿Y por qué?

—Bueno, no es el mejor día para retrasarse, ¿no te parece?

—¿Acaso algún día es bueno para retrasarse? Ah, claro, es Navidad. He visto los paquetes sobre la mesa.

Ellen también los veía.

—Vaya, has bajado primero y dispuesto tus regalos.

Duncan movió el cuello con aire satisfecho y aliviado a la vez.

—Seguro que no tardan en bajar —aseveró su esposa con un tono que pretendía ser reconfortante.

—¿Tú crees? —se limitó a espetar su esposo con la mirada clavada en la pared, como si algo en ella acaparara toda su atención.

—No se retrasarán demasiado el día de Navidad.

—¿Y por qué iban a retrasarse el día de Navidad o cualquier otro día? ¿Qué motivo crees que pueden tener?

Ellen guardó silencio.

—¿Tienes idea del motivo que pueden tener los tres? Debe de tratarse de algo importante.

—Bueno, cada vez amanece más tarde.

—¡Cada vez amanece más tarde! ¡Cada vez amanece más tarde! ¿Quieres decir que están tan sumidos en el letargo y la autocomplacencia, que necesitan luz intensa para separar la cabeza de la almohada? ¿Es eso lo que quieres decir?

Sin saber a ciencia cierta qué había querido decir, Ellen calló de nuevo.

—No creo que se retrasen demasiado esta mañana.

—Solo un poco, una concesión a los modales de la civilización.

—Sé que los tres arden en deseos de ver sus regalos —defendió Ellen a los culpables.

—Desde luego, no creo que los acepten a la fuerza.

—No creo que discurran de este modo sobre esto —opinó Ellen.

—Seguro que no —convino Duncan con cierto regocijo amargo—. No creo que ni siquiera ellos sean tan completamente infrahumanos.

—No podríamos desear unas hijas y un sobrino mejores que ellos.

—Pues yo soy del parecer de que en esta ocasión sí podríamos —replicó Duncan mientras se mordía la uña del pulgar con aire ausente.

—Me parece que oigo a uno de ellos —anunció Ellen con alivio—. Estoy segura de haber oído un ruido en la escalera.

—¡Un ruido en la escalera! ¡Algo realmente excepcional a esta hora de la mañana!

—Es Nance, reconozco su forma de andar. Me alegro de que baje al menos alguno de ellos.

—¿Te alegras? ¿Por qué?

Ellen no aludió razón alguna.

—Es lo más normal del mundo que una joven baje a desayunar por la mañana —constató Duncan como si descartara cualquier razón más intangible del comportamiento de su hija—. ¡Vaya, Nance, te has dignado reunirte con nosotros!

—Si quiere expresarlo así, padre. Yo creía que simplemente me reunía con ustedes.

Nance abrazó a su madre y fue a sentarse, obedeciendo la regla familiar tácita que disponía que el padre no debía recibir un saludo matinal.

—Nunca me había sentado ante semejante montaña de regalos. ¿Me abalanzo sobre ellos o espero a los que se retrasan aún más que yo?

—¿Te hemos esperado nosotros?

—Observo que sí, padre, y de hecho me he quedado atónita. Pero ¿ha sido un acto lo bastante agradable para repetirlo?

Nance Edgeworth era una joven alta y delgada de veinticuatro años, con la cabeza idéntica a la de su padre colocada como un cuadrado sobre los hombros, las facciones de su madre dispuestas con cierto desorden en el rostro, y una expresión que solo le pertenecía a ella.

—¿Has visto a Grant y a Sibyl esta mañana?

—No, padre, no es una hora demasiado propicia para las relaciones familiares.

—Te he preguntado si los has visto, Nance.

—No. Hasta el momento, hoy mi vida ha transcurrido en soledad. Ay, las cosas que he necesitado y no he tenido. Espero hallar motivo para soportar esas exclamaciones de gozo. ¿Oigo pasos rezagados en la escalera?

—Eso de aguzar el oído para oír pasos me parece una soberana estupidez en un adulto —espetó Duncan con una risita—. ¿Por qué no debería alguien bajar la escalera por la mañana?

—No se me ocurre ninguna razón, padre. Y por lo visto, tampoco ellos han encontrado ninguna de suficiente peso. ¡Feliz Navidad, hermana y primo!

—Feliz Navidad, querido padre —saludó la hija menor, acariciando el hombro de su padre al dirigirse a su asiento.

Era casi una adulta de dieciocho años, de rostro claro, puro y ovalado, labios rojos y sinuosos, nariz y barbilla de niña, y ojos azules inusualmente juntos, lo cual no hacía más que acentuar su encanto.

—Por fin ha llegado el día más grande.

—En efecto, el día más grande —repitió Duncan, recalcando las palabras de un modo distinto—. Empezaba a creer que lo habíais olvidado. Deberíais estar ansiosos por comenzar un día que nunca puede hacerse demasiado largo dada su importancia. ¿No tienes nada que decirnos esta mañana, Grant?

—Lo mismo digo —repuso su sobrino, saludando con una reverencia a todos los presentes—. Feliz Navidad a todos.

—Gracias, Grant —dijo Duncan con la debida cortesía.

—Le ruego que no me dé las gracias, tío. He dicho estas palabras de todo corazón.

Grant Edgeworth era un joven moreno y enjuto de veinticinco años, semblante delicado, tez olivácea, ojos almendrados, labios firmes, pero emotivos que siempre parecían a punto de esbozar una sonrisa, y un rasgo singular que había heredado de su familia materna, un mechón de cabello blanco al frente de su cabellera negra y lisa. Era el hijo del difunto hermano de Duncan y heredero de sus propiedades. Vivía con su tío desde la muerte de sus padres. Ellen lo quería como a un hijo, y Duncan lo aceptaba y al mismo tiempo se sentía incómodo por su presencia como sustituto del hijo varón que no tuvieron. Estaba preparándose para ejercer la abogacía, pero se lo tomaba con calma puesto que su futuro no corría peligro alguno.

—Sí, por fin ha llegado el gran día. ¿Puede alguien explicarme su significado? —prosiguió Duncan, manifestando apenas la confianza natural que depositaba en su propia educación.

Los demás guardaron silencio.

—¿Nadie puede explicármelo? ¿Nadie está dispuesto a hacerlo? Espero que no nos avergüence reconocer la verdad que celebramos con regalos.

Sus palabras casi parecían una sugerencia, pero el silencio persistió en torno a la mesa.

—Nance, ¿puedes decirme qué día es hoy?

—El día del nacimiento de Jesucristo, padre —repuso Nance, procurando hablar con naturalidad.

—Sí —asintió Duncan—. Sí. Sibyl, ¿puedes decirme que día es hoy?

—El día del nacimiento de Jesucristo, padre —repitió Sibyl con mayor convicción, tal vez más segura de su respuesta tras escuchar la confirmación de Duncan.

—¿Grant? —preguntó Duncan.

—Oh, estoy de acuerdo —convino Grant con un gesto dirigido a sus primas que arrancó una carcajada incontenible a su tía.

Duncan se limitó a darle la espalda.

—Nance, quiero oírtelo decir en el mismo tono que a Sibyl.

—No, tendrá que conformarse con mi declamación. He hecho lo que me ha pedido.

Se hizo un silencio.

—Espero que el hecho de que os permita pasar la festividad como si de una fiesta se tratara no os haya hecho olvidar su importancia —señaló Duncan.

—Es la forma habitual de pasarla.

—¿Y crees que hace que la gente olvide su verdadero significado, Nance?

—Hasta cierto punto, sí.

—¿Puedes decirme por qué has tardado tanto en bajar esta mañana? Imagino que tendrás alguna razón.

—Ninguna que merezca la pena mencionar, padre.

—¿Sibyl? —inquirió Duncan tras dar la espalda a su hija mayor.

—Es que estoy creciendo, padre —repuso Sibyl volviendo la cabeza.

Duncan se limitó a negar con la cabeza y se volvió hacia su sobrino.

—¿Por qué te has retrasado esta mañana, Grant?

—Me asaltó un deseo tan acuciante de permanecer acostado que no he podido resistirme, tío.

—Has bajado a desayunar y abrir tus regalos.

—Oh, sí, eso sí.

Duncan bajó la mirada con algo parecido a una sonrisa en los labios. Era un hombre a quien gustaba la compañía masculina, y pese a la amargura que le causaba carecer de un heredero, había llegado a experimentar una gran satisfacción en compañía del hijo de su hermano. Las mismas palabras en boca de Nance se le habrían antojado diametralmente distintas.

—Ellen —dijo con tono más ligero—, ¿dirías que estos jóvenes tienen la actitud adecuada en lo tocante a los valores fundamentales?

—Oh, sí, creo que todos ellos son excelentes.

—En fin, una prueba irrefutable. Si eso es cierto, no tengo nada más que decir. Y ahora…, no he dado las gracias a mi esposa por sus regalos, ni tampoco a mis hijas.

Duncan se levantó y abrazó a su esposa, que lo acogió con un cambio de expresión muy significativo. Sibyl lo detuvo cuando pasaba de nuevo a su lado y acercó el rostro al de su padre.

—Y bien, Nance, ¿no vas a besar a tu padre el día de Navidad?

Nance alzó el rostro y Duncan, al volverse hacia Grant en una vaga búsqueda de un sustituto para la caricia, vio un libro junto al plato de su sobrino.

—¿Qué libro es ese, Grant?

Grant masculló el título de una obra científica del todo contraria al espíritu religioso del día.

—¿Acaso no recuerdas que me negué a regalártelo?

—Sí, tío. Por eso se lo pedí a otra persona.

—¿Le dijiste que había prohibido su entrada en esta casa?

—No, porque de lo contrario no me lo habrían regalado.

Duncan cogió el libro, se acercó a la chimenea y lo arrojó a las llamas.

—¡Oh, vamos, padre! —exclamó Nance.

—¿Vamos, padre? Sí, vamos, Nance. Haré cuanto esté en mi mano para guiaros, a la fuerza si es necesario, por el buen camino. No estoy dispuesto a arrostrar las consecuencias de no intentarlo.

—¿Acaso no estarían las consecuencias más ampliamente repartidas?

—Haré cuanto esté en mi mano por conseguirlo —prosiguió Duncan como si no la hubiera oído— y confío en que no resulte imposible. No cuento tan solo con mis propias fuerzas para eso.

—¡Qué gran falsedad! —musitó Grant—. Como si fuera posible tener más fuerza de la que él tiene.

—Lamento mi forma de expresarme —se disculpó Nance.

—¿Qué has dicho, Nance? —preguntó Duncan, cuya ligera sordera era más intermitente de lo que los demás advertían.

—Digo que lamento mi forma de expresarme, padre.

—Ya —dijo Duncan sin inmutarse—, últimamente te estás mostrando bastante impertinente.

—No sabía que estabas en contra del libro, Duncan —terció Ellen—. Yo no lo he leído.

—Así que es a mi esposa a quien has decidido poner en contra de mí, Grant.

—Quería leer el libro, tío.

Duncan empujó el libro con el pie para meterlo en las llamas.

—¿De qué te ríes, Nance?

—Toda esta escena me resulta de lo más graciosa, padre. Recogeré mis regalos y los llevaré a un lugar seguro.

—Lo que harás es sentarte y quedarte quieta, Nance —ordenó Duncan, vaticinando con acierto lo que sucedería a continuación.

—¿Ha leído el libro, padre?

—De cabo a rabo, y cada página está cargada de veneno. Mi ejemplar corrió la misma suerte que este.

—Así pues, está en condiciones de comprender su influencia. ¿Y de verdad cree que quemarlo es la única solución?

—¿Podía Grant conocer el contenido con solo leer el título?

—Pues sí —asintió el aludido.

—Se le da mejor que a usted juzgar los títulos, ¿no cree, padre?

—No sé si crees que me resulta agradable ver esta hora de paz gozosa convertida en una disputa familiar, Nance. ¿Realmente crees que es lo que más me apetece?

—Lo que creo es que es algo bastante afín a su naturaleza, padre.

—Mis libros le gustan, ¿verdad, padre? —intervino Sibyl.

—Este desayuno se está alargando mucho —comentó Ellen, ajena a lo que estaba sucediendo.

—Hoy no nos limitamos a desayunar —espetó Duncan con evidente aspereza—. Hay ciertas cosas que no se pueden hacer depender del tiempo.

—¿Irá luego a entregar los regalos a los criados, padre? —quiso saber Sibyl—. Siempre he pensado que lo hace de maravilla. Para algunas personas sería una situación tan incómoda…

—Este año no hay regalos para los criados —farfulló Ellen sin mirar a su esposo—. Quiero decir que no los he comprado, no he podido. Iba a pedirle a vuestro padre dinero para comprarlos…

Se volvió hacia sus hijas.

—No me gusta la costumbre de dar aguinaldos a personas que nos han servido de forma tan personal durante todo el año. Deberíamos elegir sus regalos de un modo personalizado. Creo que ya había hablado de esto —dijo Duncan.

—Sí, pero no he podido comprar los regalos con el dinero destinado a los gastos navideños. Había pensado en el asunto y planificado los regalos, pero los demás obsequios costaron más de lo que habías previsto…, de lo que habíamos previsto cuando repasamos la lista juntos.

—¡Tanto dinero invertido en unos pocos gastos domésticos! Eso es lo que marca la diferencia entre las personas. A mí me llevaría más tiempo gastar lo mismo en cosas mejores.

—El dinero se ha invertido en muchos gastos domésticos —puntualizó Nance—. Olvida la naturaleza sagrada del hogar, padre. En lugar de ir a la iglesia, usted y yo nos quedaremos aquí repasando las facturas trimestrales y disponiendo una asignación para mamá según los gastos.

—¿Y desde cuándo te incumbe hablar de una asignación para tu madre o de cualquier otro asunto relacionado con tus superiores? La única asignación que debe preocuparte es la tuya. Mientras sigas necesitándola, aquí no tienes ni voz ni voto.

—Me incumbe desde que comprendí que era una necesidad. Ya hace algún tiempo.

—¿Eres tú la cabeza de familia o lo soy yo?

—Oh, usted es el cabeza de familia, padre, y quiero que lo sea mamá —repuso Nance, posando la mano sobre la de su progenitor—. Deje de intentar ser hombre y mujer a la vez.

—No intentes engatusarme —espetó Duncan, aceptando la presión, pero sin dar indicio alguno de ello—. ¿Así que me comporto como si

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