Negro como el mar

Mary Higgins Clark

Fragmento

cap-1

Agradecimientos

El crucero Queen Charlotte se dispone a levar anclas. Espero que todos mis lectores disfruten del viaje.

Una vez más es el momento de expresar mi profundo agradecimiento a Michael Korda, mi editor desde hace más de cuarenta años. Ha sido, como siempre, imprescindible. Fue él quien me sugirió que ambientase este relato en un crucero, y me guio a lo largo del proceso.

Gracias a Marysue Rucci, jefa de redacción de Simon & Schuster, por sus sabios y creativos consejos.

Mi gratitud a mi extraordinario marido, John Conheeney, que me escucha comprensivo cuando estoy inmersa en el proceso de escritura. Me quito el sombrero ante mis hijos y nietos, que no dejan de animarme y apoyarme.

Una nota especial de agradecimiento a mi hijo Dave, por su labor de documentación y su apoyo editorial.

Gracias a un joyero que vale su peso en oro, Arthur Groom, por dedicar su tiempo a guiarme por el maravilloso mundo de las piedras preciosas.

Muchas gracias a Jim Walker, abogado del almirantazgo, que me dio ideas sobre la posible reacción de los responsables del barco ante las situaciones de emergencia a bordo.

Gracias al exagente especial del FBI Wes Rigler por sus útiles consejos.

No puedo dejar de honrar la memoria de Emily Post, experta en vida social, que nos ofreció una encantadora visión sobre los usos y costumbres de hace cien años.

Y por último, aunque desde luego no menos importante, gracias a mis queridos lectores. Agradezco vuestro apoyo constante desde el fondo de mi corazón.

Con mis mejores deseos,

MARY

cap-2

Día 1

cap-3

1

El magnífico crucero Queen Charlotte estaba listo para comenzar su viaje inaugural desde el atracadero del río Hudson. Muchos comparaban aquel barco, considerado la quintaesencia del lujo, con el primer Queen Mary e incluso con el Titanic, el no va más de la opulencia hacía cien años.

Uno a uno, los pasajeros subieron a bordo, se registraron y fueron invitados al Gran Salón, donde camareros con guantes blancos les ofrecieron una copa de champán. Cuando embarcó el último huésped, el capitán Fairfax pronunció unas palabras de bienvenida.

—Les prometemos el viaje más elegante que jamás hayan disfrutado ni disfrutarán —aseguró con un acento británico que añadía aún más brillo a sus palabras—. Verán que sus suites se han amueblado según la tradición de los transatlánticos más espléndidos de antaño. El Queen Charlotte fue construido para alojar exactamente a cien huéspedes. Los ochenta y cinco miembros de la tripulación están para servirles en cuanto necesiten. Les ofreceremos espectáculos dignos de Broadway, el Carnegie Hall y la Metropolitan Opera. Se celebrarán conferencias muy diversas en las que los oradores serán novelistas famosos, antiguos diplomáticos, expertos en Shakespeare y en gemología.

»Los mejores chefs del mundo elaborarán creaciones culinarias con productos traídos directamente del campo a la mesa. Y ya sabemos que un crucero da mucha sed. Para resolver el problema, sumilleres reputados organizarán una serie de catas de vino. De acuerdo con el espíritu de este crucero, un día se celebrará una conferencia sobre el libro de Emily Post, legendaria experta en la vida social de hace un siglo que nos iluminará acerca de las encantadoras costumbres del pasado. Estas son solo algunas de las numerosas actividades que les ofrecemos.

»Para terminar, los menús se han elaborado con recetas de los mejores cocineros. Una vez más, les doy la bienvenida al que será su nuevo hogar durante los próximos días.

»Y ahora quiero presentarles a Gregory Morrison, el armador del Queen Charlotte. Él quiso que este barco fuese perfecto en todos sus detalles, y gracias a ello disfrutarán del crucero más lujoso que existe.

Gregory Morrison, un hombre robusto, de rostro rubicundo y pelo canoso, dio un paso adelante.

—Bienvenidos a bordo. Hoy se hace realidad el deseo del muchacho que era yo hace más de cincuenta años. Acompañaba a mi padre, capitán de un remolcador, mientras ayudaba a entrar y salir del puerto de Nueva York a los cruceros más espléndidos de su época. A decir verdad, mientras mi padre miraba hacia delante, yo volvía la vista y contemplaba pasmado los espectaculares cruceros que surcaban con elegancia las grises aguas del río Hudson. Ya entonces, hace tanto tiempo, supe que algún día construiría un barco aún más impresionante que aquellos que tanto admiraba. El Queen Charlotte, con toda su majestuosidad, es mi sueño hecho realidad. Tanto si van a pasar cinco días con nosotros hasta llegar a Southampton, como si se quedan noventa días para dar la vuelta al mundo, espero que la jornada de hoy marque el comienzo de una experiencia que nunca olvidarán. —Tras alzar su copa, añadió—: Leven anclas.

Se oyeron unos cuantos aplausos y, a continuación, los pasajeros se volvieron hacia sus compañeros más cercanos para iniciar una charla trivial. Alvirah y Willy Meehan, que celebraban su cuadragésimo quinto aniversario de boda, disfrutaban de su gran fortuna. Antes de que les tocara la lotería, ella limpiaba casas y él reparaba inodoros desbordados y cañerías rotas.

Ted Cavanaugh, de treinta y cuatro años, aceptó una copa de champán y miró a su alrededor. Reconoció a algunos de los presentes: los presidentes de General Electric y Goldman Sachs y varias parejas famosas de Hollywood.

—¿No estará usted emparentado con el embajador Mark Cavanaugh? —preguntó una voz a su lado—. Guarda un parecido asombroso con él.

—Sí. —Ted sonrió—. Soy su hijo.

—Sabía que no me equivocaba. Permita que me presente. Soy Charles Chillingsworth.

Ted reconoció el nombre del embajador en Francia, ya retirado.

—De jóvenes, su padre y yo trabajamos juntos como agregados —le explicó Chillingsworth—. Todas las chicas del consulado estaban enamoradas de él. Yo le decía que nadie merecía ser tan guapo. Si no recuerdo mal, ocupó el cargo de embajador en Egipto para dos presidentes y luego se trasladó al Reino Unido.

—Así es —confirmó Ted—. A mi padre lo fascinaba Egipto. Y yo comparto su pasión. De pequeño pasé muchos años allí. Nos trasladamos a Londres cuando lo nombraron embajador en Gran Bretaña.

—¿Ha seguido usted sus pasos?

—No. Soy abogado, pero me dedico sobre todo a recuperar antigüedades y objetos robados en sus países de origen.

No dijo que la razón concreta por la que hacía ese viaje era entrevistarse con lady Emily Haywood y convencerla para que devolviese el famoso collar de esmeraldas de Cleopatra a su legítimo propietario, el pueblo de Egipto.

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