1
Gideon Crew, sentado en la sala de espera de la consulta del doctor Lewis Conrad, en la decimocuarta planta del edificio, tamborileaba inquieto con la punta de los dedos de la mano izquierda contra la muñeca derecha mientras aguardaba el momento en que sabría si se iba a morir o no. Había llevado un sobre enorme que en ese momento yacía vacío junto a su silla. A pesar de que el doctor Conrad era uno de los neurocirujanos más caros de Nueva York, las revistas de su bien amueblada sala de espera tenían un aspecto grasiento y manoseado que disuadían a Gideon de tocarlas. Además, su temática —People, Entertainment Weekly, Us— le interesaba bien poco. ¿Por qué en la consulta de un médico no había ejemplares de Harper’s o de The New Criterion, o aunque fuese una puñetera National Geographic?
Al fondo se abrió en silencio una puerta. Una enfermera con una carpeta en una mano asomó la cabeza, y en el pecho de Gideon brotó la esperanza.
—¿Ada Kraus? —dijo la enfermera.
Una anciana se levantó con dificultad, atravesó despacio la sala y desapareció en el pasillo al otro lado de la puerta, que se cerró de inmediato.
Cuando Gideon se recostó en la silla, se dio cuenta de que no era exactamente inquietud lo que lo embargaba. Era una sensación de agitación que lo había empujado a quedarse en Nueva York después de que terminara la última misión para Effective Engineering Solutions. Lo normal habría sido que volviera a su cabaña en la sierra de Jémez, en Nuevo México, cogiera su caña y se fuera a pescar.
Todo era muy raro. Su jefe, Eli Glinn, había desaparecido sin decir nada. Las oficinas de su empresa en el viejo Meatpacking District del Bajo Manhattan seguían abiertas, pero parecía que estaba cerrando poco a poco. Hacía dos semanas el pago automático de su sueldo se había interrumpido sin previo aviso, y la semana anterior la EES había dejado de pagar su cara suite en el hotel Gansevoort, a la vuelta de la esquina de la sede central de la empresa. Aun así, Gideon no se había ido de Nueva York. Se había quedado allí más de dos meses, mientras su brazo se curaba de la última misión, deambulando por las calles, visitando museos, leyendo novelas, holgazaneando en el hotel y bebiendo de más en los muchos bares de moda repartidos por Meatpacking District. Por fin reconoció para sus adentros por qué se había quedado en la ciudad: había algo que tenía que saber. El problema estaba en que era lo último que quería saber. Pero al final la necesidad se había impuesto al miedo y había concertado una cita con el doctor Conrad. Por eso hacía dos días le habían hecho una resonancia magnética del cráneo y ahora aguardaba impaciente los resultados en la sala de espera del médico.
No, no era inquietud. Era una poderosa combinación de esperanza y miedo que lo arrastraba en diferentes direcciones: esperanza en que le hubiera pasado algo en los últimos diez meses que hubiera curado su enfermedad, conocida como malformación arteriovenosa, y miedo a que hubiera empeorado.
Y allí estaba, aguardando con esperanza y miedo, todo mezclado en su cabeza como la propia enfermedad.
La puerta volvió a abrirse; la enfermera asomó la cabeza.
—¿Gideon Crew?
Gideon recogió el sobre vacío, se levantó de la silla y siguió a la enfermera por el pasillo hasta una consulta bien equipada. Para su sorpresa, el médico ya estaba sentado detrás de su escritorio. A un lado de la mesa se hallaban los viejos historiales médicos y las resonancias que Gideon había llevado consigo de aquí para allá durante casi un año. Al otro lado había una serie de fotos y escáneres nuevos.
El doctor Conrad tenía unos sesenta años, expresión apacible, ojos grises y pelo canoso. Miró con amabilidad a Gideon a través de unas gafas de montura negra.
—Hola, Gideon —dijo—. ¿Puedo llamarlo por su nombre de pila?
—Por supuesto.
—Siéntese.
Gideon se sentó.
Siguió un momento de silencio en que el médico se aclaró la garganta y desplazó la vista de las resonancias viejas a las nuevas.
—Imagino que está al corriente de su enfermedad.
—Sí. Se conoce como malformación de la vena de Galeno. Es un nudo anormal de venas y arterias en lo profundo de mi cerebro, en una zona llamada Círculo de Willis. Suele ser congénita, y en mi caso es inoperable. Como las paredes arteriovenosas son cada vez más débiles, la malformación está aumentando y acabará provocando una hemorragia… Lo que resultará fatal en el acto.
Se hizo un silencio breve e incómodo.
—Yo no lo habría resumido mejor. —El doctor Conrad apoyó las palmas de las manos en el borde de la mesa y luego entrelazó los dedos—. Cuando se enteró de que tenía la malformación arteriovenosa, ¿le dijo el médico cuánto tiempo de vida le quedaba?
—Sí.
—¿Y cuánto era?
—Aproximadamente un año.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace casi diez meses.
—Entiendo. —El médico rebuscó entre las imágenes de la mesa y volvió a aclararse la garganta—. Lamento mucho tener que decirle esto, Gideon, pero a partir de estas pruebas y del resto de la información que he visto, el pronóstico original era correcto.
Aunque casi esperaba oír eso —de hecho, no tenía ningún motivo real para esperar otra respuesta—, por un momento Gideon descubrió que no podía hablar.
—¿Quiere decir… que solo me quedan dos meses de vida?
—Comparando las primeras resonancias con las que acabamos de hacerle, la malformación ha seguido la evolución típica, por desgracia. De modo que sí, yo diría que unas cuantas semanas es un cálculo de tiempo probable.
—¿No hay ningún tratamiento nuevo o alguna posibilidad de intervención quirúrgica?
—Como supongo que ya sabrá, la mayoría de las malformaciones arteriovenosas cerebrales se pueden tratar con cirugía, radiaciones o embolización, pero la situación y el tamaño de su malformación no lo permiten. Cualquier cura que adoptásemos, ya fuese quirúrgica o radiológica, provocaría, casi con toda seguridad, graves daños cerebrales, y eso en caso de que sobreviviese.
Gideon se recostó en su silla. La ansiedad y la incertidumbre que lo habían rondado en las últimas semanas cayeron sobre él como un peso muerto. Apenas podía respirar.
El doctor Conrad se inclinó hacia delante.
—Es duro, hijo. No hay nada que yo pueda decir para aliviarlo. Puede que oír esto no lo ayude, pero por lo menos usted sabe el tiempo que se le ha concedido. La mayoría de nosotros no tenemos ese lujo.
—Lujo —gimió Gideon—. Dos meses un lujo. ¡Venga ya!
—Cuando Warren Zevon, la estrella de rock, se enteró de que se estaba muriendo de cáncer, alguien le preguntó cómo sobrellevaba el hecho de saberlo. ¿Y qué contestó él? «Disfruta de cada sándwich.» Mi consejo es parecido: no se deprima ni se deje paralizar por la pena y el miedo. Haga algo interesante y que valga la pena con el tiempo que le queda.
Gideon no dijo nada; se limitó a menear la cabeza. Tenía ganas de vomitar. «Dos meses.» Pero ¿por qué había esperado otra cosa?
—Es usted fuerte y ágil, y seguirá así… hasta el final. Es la naturaleza de la malformación arteriovenosa. Le diré lo que les digo a mis pacientes que están en la misma situación: viva cada minuto de la mejor manera que pueda.
Hubo una larga pausa durante la que Gideon permaneció sentado en la silla, inmóvil. El doctor Conrad le sonrió desde el otro lado de la mesa con la misma expresión amable. Cuando empezó a recoger los informes y escáneres, Gideon comprendió que la visita había terminado. Se levantó.
—Gracias —dijo.
El neurocirujano también se levantó, le dio los documentos y acto seguido le estrechó la mano.
—Que Dios lo bendiga, Gideon. Y recuerde lo que le he dicho.
2
El frío sol de marzo que bañaba la calle Cincuenta le dio de lleno en la cara cuando Gideon salió al ajetreo vespertino del centro urbano; los estruendosos cláxones y los gases de los tubos de escape se mezclaban con el olor a kebab de un puesto ambulante. Se sentía aturdido y le costaba andar. «Dos meses.» Aunque sabía que no debía hacerse ilusiones, había abrigado la absurda esperanza de que la enfermedad se hubiese curado… o al menos frenado.
Una sensación de autocompasión lo invadió al doblar la esquina y enfilar Madison Avenue. Glinn había desaparecido. No tenía ningún amigo en el mundo. Aunque contaba con dinero suficiente para aguantar un par de meses, ¿de qué le serviría? ¿Iba a volver a Nuevo México para vivir aislado en una cabina y pescar hasta que le llegase la hora?
Su móvil sonó, y lo miró: un mensaje de texto de Manuel Garza, número dos de la EES. Lo leyó: «Venga a la oficina ahora mismo».
Garza. Tenía una larga y difícil relación con ese hombre, un brillante ingeniero que podía ser irritable y despiadado. Pero en su última misión habían llegado a entenderse; Gideon había descubierto que Garza no era el ser humano cruel por el que lo había tomado. Debajo de aquella capa de acero había un corazón.
«Ahora mismo.» Gideon decidió ir andando por el lado soleado de la avenida; esperaba que una caminata de tres kilómetros a paso ligero lo ayudase a aliviar el golpe de lo que acababan de decirle. Dos meses. Joder.
Media hora más tarde llegó a la fea zona de carga por la que se entraba en la sede central de la EES en Little West con la calle Doce. No había estado allí desde que habían dejado de ingresarle el salario hacía dos semanas, pero resultó que su tarjeta y su clave de acceso todavía funcionaban. Al entrar en el inmenso y cavernoso espacio del área de trabajo principal, le sorprendió lo que vio. El lugar, enorme y antes lleno de maquetas de distintos proyectos de ingeniería, pizarras repletas de ecuaciones garabateadas y gente con bata de laboratorio que corría de aquí para allá, se hallaba ahora casi vacío. El suelo estaba cubierto de papeles y otros desperdicios, prueba de que lo habían desmantelado y recogido todo apresuradamente. Las mesas de trabajo y los escritorios estaban vacíos, con pantallas de ordenador desconectadas, algunas envueltas en plástico, y serpientes de cable que no llevaban a ninguna parte.
Una figura oscura y musculosa salió de la penumbra con una abultada bolsa para ordenador portátil al hombro. Gideon reconoció a Garza. Parecía furioso.
—¡Ya era hora! ¿Cómo ha venido? ¿Andando? —dijo a voz en cuello antes de llegar hasta Gideon—. ¿No le parece increíble este marrón?
—¿Qué marrón?
Señaló con la mano a su alrededor.
—¡Esto!
—Da la impresión de que van a cerrar el tinglado.
—¿A usted también le han cortado el grifo? La semana pasada no cobré la nómina. Ni un mensaje, ni una explicación, ni un aviso de despido. Nada.
—Igual que yo.
—Y ahora esto. Después de tantas operaciones peligrosas, después de arriesgar la vida media docena de veces, después de todos los años de trabajo duro, ¿me lo agradecen así? ¿Qué he sacado yo? Solo esto. —Levantó su reloj (un Rolex de esfera negra con la pulsera de oro) y lo agitó delante de las narices de Gideon—. No sé usted, pero yo estoy cabreado.
«Cabreado» era quedarse corto. Gideon, por su parte, estaba más perplejo que otra cosa. ¿Qué importaba aquello cuando solo le quedaban dos meses de vida?
—Nos pagó bien.
—Con todo lo que he hecho por él, debería haber ganado siete cifras. Apenas he ahorrado nada. La vida es cara, sobre todo aquí, en Nueva York, y yo contaba con tener una fuente de ingresos fija los próximos años. Pero no es solo el dinero…, es cómo lo ha hecho. No he conseguido hablar con él en casi seis semanas. No contesta a los correos electrónicos ni a los mensajes de móvil, nada. Ni siquiera sé dónde está ese hijo de puta. Y ahora tenemos hasta las cinco para sacar nuestras cosas. Faltan diez minutos, por si no se había dado cuenta.
—Oh, no me había dado cuenta.
Garza hizo una pausa y lo miró fijamente.
—Oiga, ¿está bien?
Gideon trató de contestar, pero parecía que algo se le hubiese atascado en la garganta y le impidiera hablar.
Garza dio un paso hacia él con cara de entender. Estaba al tanto del diagnóstico anterior de Gideon, y ató cabos.
—¿Le han dado malas noticias?
Gideon asintió con la cabeza.
Se hizo un largo silencio hasta que Gideon recuperó por fin el habla.
—Dos meses.
Garza parecía estupefacto.
—Joder. Lo siento mucho. ¿No existe ninguna posibilidad, ningún tratamiento experimental, algo?
Gideon agitó la mano.
—Nada.
Garza respiró hondo.
—Eso me cabrea aún más. Glinn sabía que le quedaba un año de vida cuando lo contrató, ¡y mire cómo lo ha tratado! Debería estar más enfadado que yo. Deberíamos haber ganado un montón de dinero, un auténtico dineral, hace mucho. Por eso entré en la EES cuando dejamos el ejército y corrí todos esos riesgos absurdos. Eli nos prometió que todos cobraríamos mucho. Y acabamos cobrándolo; eso es lo peor de todo. Porque cuando por fin hicimos fortuna, ¡invirtió hasta el último centavo en ese proyecto suyo de la ballena blanca! Gracias a nosotros, eso también fue un éxito, pero le costó todo lo que tenía y nos dejó tirados. ¡Y ahora nos despide y cierra la empresa!
A Gideon le resultaba difícil indignarse con Eli Glinn. Asintió mascullando.
—Bueno —dijo Garza—, yo tengo todas mis cosas aquí —levantó la bolsa—, así que vacíe su mesa y vámonos al Spice Market a pillar una buena cogorza. Creo que tenemos motivos suficientes.
—Me parece buena idea, pero la verdad es que no tengo nada que recoger.
—Pues mejor. Vámonos.
Gideon dedicó un instante a contemplar el inmenso espacio vacío y silencioso con proyectos a medio acabar y misteriosos aparatos electrónicos. Garza también hizo lo propio y sacudió la cabeza.
En ese momento Gideon oyó un pitido electrónico procedente de un rincón a lo lejos. Una pequeña pantalla de ordenador despertó con un resplandor bajo una capa de plástico transparente.
Garza también la vio.
—Parece que alguien se ha olvidado de apagar su ordenador.
Se dirigió hacia allí, y Gideon lo siguió. Garza agarró la esquina del plástico y lo apartó de un tirón.
Sobre un fondo blanco se leía el siguiente mensaje:
Proyecto Festo
TAREA COMPLETADA
Tiempo transcurrido: 43.412 horas 34,12 minutos
Solución, a continuación
Garza se lo quedó mirando.
—Pero ¿qué narices…?
—Cuarenta y tres mil horas… —Gideon hizo un cálculo rápido—. Eso son casi cinco años. ¿Cree que este ordenador ha estado resolviendo un problema durante cinco años?
Garza empezó a reír y su voz resonó.
—Sería algo muy propio de Glinn: encargarle a un ordenador una tarea imposible y dejar que se rompa los cuernos día tras día para ver si da con una solución. Y, mire por dónde, ¡lo ha conseguido! Un poco tarde, pero qué más da.
Gideon miró la pantalla entornando los ojos. La «solución» que aparecía después del mensaje era una larga lista en hexadecimales.
—¿Qué es el Proyecto Festo?
Antes de que Garza pudiese contestar, se oyó una voz procedente del fondo de la sala.
—¡Las cinco, caballeros! Lo siento pero tienen que marcharse. Vamos a cerrar.
Gideon se volvió y vio a dos guardias de seguridad en la puerta principal. Cuando se giró de nuevo, Garza estaba encorvado introduciendo una memoria flash en el ordenador.
—¿Qué hace?
—Descargar estos datos.
—¿Para qué?
Pero Garza estaba ocupado tecleando.
—Caballeros…
Los guardias empezaron a cruzar la sala.
—¡Salimos enseguida! —gritó Garza, inclinado—. ¡Estamos cogiendo nuestras cosas!
—Tenemos órdenes de cerrar a las cinco en punto.
Garza sacó la memoria flash y se la metió en el calcetín.
—Ojalá tuviera tiempo para cargarme esta máquina —murmuró—. Eso le vendría bien al viejo Eli.
Los guardias ya habían llegado.
—No tenían permiso para utilizar ningún aparato electrónico —dijo el más alto.
—Lo siento —se disculpó Garza, enderezándose—. Ya nos vamos.
Los guardias los acompañaron al vestíbulo y acto seguido se detuvieron.
—Señor —dijo el más alto a Garza—, me temo que tengo que registrarle la bolsa.
—Qué tontería —le espetó Garza—. Esto son mis cosas.
—Son las órdenes —insistió el guardia.
Alargó la mano hacia el bolso y, tras vacilar, Garza lo dejó que lo agarrara. El guardia lo abrió, y sus bastos dedos lo registraron todo. Dentro no había ningún portátil, pero sus atareadas manos seleccionaron un pequeño disco duro.
—Tengo que quedarme esto.
Garza lo miró fijamente.
—Son mis datos.
—Al dejar la empresa, ya nada es suyo —replicó el guardia.
—Chorradas.
El guardia tomó el disco duro, lo introdujo en una ranura y se oyó el repentino rechinar de una trituradora de residuos electrónicos.
—¡Eh! ¿Qué cojones…?
—Le pido disculpas —dijo el guardia en un tono que era cualquier cosa menos de disculpa, al tiempo que daba un paso adelante con una mano en la culata de su Glock enfundada—. Hora de marcharse.
Garza seguía mirándolo fijamente.
—Vámonos —intervino Gideon.
Se volvieron y se fueron sin decir nada; los dos guardias los siguieron al exterior. Cuando llegaron a la zona de carga, la enorme puerta de acero de la EES se cerró con un sonoro ruido metálico, y Gideon oyó que los cerrojos automáticos se activaban.
Garza se volvió hacia él.
—Vamos a por ese trago.
3
Cuando doblaron la esquina de la calle Trece, Garza soltó un grito de consternación.
—¡Cerrado!
En efecto, el Spice Market, adonde a veces iban a tomar un trago, tenía el candado echado.
—La historia de nuestra vida —dijo Garza amargamente—. Persiana bajada.
Deambularon por la calle hasta otro bar de mala muerte, el Catch. A las cinco todavía no había movimiento, y encontraron sitio en la barra. Gideon pidió un martini sucio con ginebra Hendrick’s y Garza optó por una pinta de cerveza artesana.
El camarero les sirvió las bebidas, y Garza alzó su vaso.
—Por… A la porra, no se me ocurre un buen brindis, todavía estoy demasiado cabreado.
—Por estar cabreado.
Entrechocaron sus vasos.
—Bueno —dijo Gideon—, ahora cuénteme qué es el Proyecto Festo.
—Uno de los palos de ciego de Eli.
—¿Cómo?
—Durante los últimos seis años, desde el hundimiento del Rolvaag, ha estado desesperado por conseguir dinero. Tenía que reunir dos mil millones para su proyecto de la ballena blanca, ya sabe: volver al hielo y terminar lo que había empezado. En ese tiempo intentó sacar fondos de donde pudo, y algunas de esas fuentes estaban relacionadas con la búsqueda de tesoros. El botín de Lima, la mina del Holandés Perdido, el oro del pico de Victorio… Esa clase de cosas.
—¿Encontró alguno?
—¡Y tanto! Algún día recuérdeme que le cuente la historia de las cuevas de Asfódelos. ¡Madre mía, cuando entramos en aquella antecámara…! —Silbó—. En fin, el caso es que Glinn lanzó un montón de proyectos especulativos que esperaba que le dieran beneficios. Esos proyectos incluían descifrar varias inscripciones antiguas. Uno de ellos, de hecho, fue el germen de su misión en la isla perdida. Hubo otros. Encargó a sus criptoanalistas e historiadores que descifrasen el Manuscrito Voynich, la inscripción de Shugborough, la Tabla de Dispilio, el Códex Rohonczi… y el disco de Festo.
Bebió un largo trago de cerveza.
—La historia es la siguiente. —Hizo una pausa como si intentase ordenar sus pensamientos—. El disco de Festo se encontró alrededor del año 1908 en las ruinas de un palacio minoico en la isla de Creta. Tiene tres mil quinientos años de antigüedad, está hecho de barro cocido y en cada cara tiene grabadas unas espirales llenas de jeroglíficos (cabezas, personas, yelmos, guantes, flechas, escudos, garrotes, barcos, columnas, peces, aves, abejas) representados con unos dibujos diminutos. Parece el alfabeto de un idioma desconocido. Desde que se descubrió, todos los intentos por descifrarlo han resultado en vano, y actualmente es la inscripción sin descodificar más famosa que existe. Muchos aseguran haberlo traducido, pero todas esas teorías han sido desacreditadas.
—¿Y por qué se supone que conduce a un tesoro? —preguntó Gideon.
—No estábamos seguros de que fuera así. Ya le he dicho que fue un palo de ciego, uno de muchos. Hará cosa de cinco años, Glinn puso a un ordenador muy potente a descifrar el código. Con el tiempo, el proyecto quedó olvidado porque se dio prioridad a otros. Pero mientras, el ordenador ha debido de estar trabajando sin parar probando un método criptoanalítico tras otro.
—¿Y por fin lo ha descifrado?
Garza sacó la memoria flash y la sostuvo en la mano.
—Está aquí.
—¿Está seguro?
—Es la traducción, eso seguro. Eli encargó la creación del programa para ese ordenador a su mejor criptoanalista, filólogo y programador. Si ese ordenador dice que ha terminado es que ha terminado. Solo tenemos que averiguar qué nos dice. —Bebió otro trago de cerveza y la apuró.
—¿Qué cree que significa?
—Ya lo descubriremos. A lo mejor es un mensaje con treinta y cinco siglos de antigüedad de un rey griego a otro, en plan: «O me devuelves a mi esposa Helena o te pateo el culo».
Gideon no pudo evitar reír entre dientes.
—¿Por qué a Glinn le interesaba concretamente esto?
—Por su fama. Y porque él es como un jugador que siempre hace apuestas arriesgadas.
—Si es una apuesta tan arriesgada, ¿por qué se ha molestado en descargárselo?
—¿Me toma el pelo? El riesgo no estaba en el secreto que contenía el disco de Festo, sino en pensar que podría descifrarlo. Pero ese programa lo ha conseguido, y a él le ha salido el tiro por la culata. —Agitó la memoria flash delante de Gideon—. No sé qué nos dirá el mensaje que hay aquí dentro ni adónde lleva, pero una cosa es segura: tiene que valer dinero. Probablemente una barbaridad de dinero. Podríamos hacernos famosos… y todo delante de las narices de Glinn.
—Necesito otra copa.
Pidieron una segunda ronda. Cuando llegó, Garza alzó su vaso.
—Este brindis lo hago yo. Por la fama, la gloria y la riqueza. —Bebió un buen trago—. Y están en nuestras manos, Gideon: las suyas y las mías. ¡Por fin una oportunidad de recuperar parte de lo que nos pertenece! Nos lo tomaremos con calma, lo haremos bien, traduciremos el archivo hexadecimal y…
—No —lo interrumpió Gideon.
—¿Cómo que no?
—No «nos lo tomaremos con calma». Si vamos a hacerlo, lo haremos ahora. O sea, hoy.
Garza empezó a protestar, pero de repente se calló.
—Vale. Me había olvidado. Dos meses.
—Mi neurólogo acaba de darme una receta: «Disfruta de cada sándwich». Y, para bien o para mal, la vida acaba de servirme este sándwich en concreto. Así que vayamos a mi suite, metamos esa memoria flash en mi portátil y veamos qué dice el disco de Festo después de tantos siglos de silencio.
—Muy bien. Lo haremos ahora. Pero con una condición.
Gideon, que se disponía a levantarse, se quedó quieto.
—¿Sí?
—Los dos coincidimos en que adondequiera que lleve el disco de Festo valdrá dinero, ¿no? Podría ser la obra perdida de Homero, Margites. Podrían ser las llaves de una nave espacial. Podría ser un diamante como una casa. Pero sin duda tiene valor.
—¿Y qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que estoy harto de encontrar cosas y dárselas a otras personas. En el supuesto de que al final encontremos una mina de oro, nos la quedaremos. ¿Está de acuerdo? No se la daremos a un museo ni a la Biblioteca del Congreso ni nada por el estilo. La cambiaremos por dinero, aunque haya que dividirla y venderla pieza a pieza o subastarla al mejor postor.
—Pero… —empezó a decir Gideon, pero se quedó callado.
—Pero ¿qué? —replicó Garza con un punto agresivo.
—No sabemos qué es. Podría ser cualquier cosa. Podría tener un gran valor histórico o cultural. Podría ser patrimonio de una civilización que…
—Habla usted como Glinn. No voy a hacer esto por el bien de la humanidad, voy a hacerlo por mí. Me da igual si es un desnudo de la Mona Lisa; lo venderemos por la mayor cantidad de pasta que podamos sacar y nos repartiremos las ganancias. Usted si quiere puede donar su parte a…, no sé, la investigación médica, por ejemplo. Solo quiero que esto quede claro: si tiene valor, lo robaremos. ¿Está conmigo?
Siguió un silencio incómodo. Y luego Gideon se encogió de hombros.
—Qué narices. Lo peor que puede pasar es que me sienta culpable durante unas pocas semanas.
—Bien dicho.
Y llegados a este punto se levantaron y se dieron un apretón de manos.
4
El bar de la azotea del hotel Gansevoort estaba tranquilo; la piscina seguía cerrada hasta el final del invierno. Gideon había ido a busca