La joven del acantilado

Lucinda Riley

Fragmento

Capítulo 1

1

Bahía de Dunworley, West Cork, Irlanda

La pequeña figura se encontraba peligrosamente cerca del borde del acantilado. Su hermoso y abundante cabello pelirrojo ondeaba tras ella impulsado por el fuerte viento. Una prenda de fino algodón blanco la cubría hasta los tobillos y dejaba al descubierto sus pequeños pies descalzos. Tenía los brazos extendidos y rígidos, con las palmas de las manos dirigidas hacia la masa espumeante del mar de color gris que se extendía ante ella, y el pálido rostro mirando al cielo, como si estuviera ofreciéndose en sacrificio a los elementos de la naturaleza.

Grania Ryan se detuvo y la observó, hipnotizada por la visión espectral. Tenía los sentidos demasiado embotados para dilucidar si lo que veía ante sí era real o imaginario. Cerró los ojos durante una fracción de segundo; luego volvió a abrirlos y vio que la figura seguía allí. Tras enviar los mensajes apropiados a su cerebro, avanzó indecisa unos cuantos pasos.

Al aproximarse, descubrió que la figura era simplemente una niña y que la prenda de algodón blanco era un camisón. Observó las negras nubes de tormenta que se cernían sobre el mar y notó en las mejillas las primeras gotitas saladas que anunciaban una lluvia inminente. La fragilidad de aquel pequeño ser ante la violencia de su entorno hizo que apresurara el paso hacia la niña.

Ahora el viento le azotaba los oídos y había empezado a expresar su furia. Grania se detuvo a diez metros de la niña, que seguía sin moverse. Vio que, con los pequeños dedos de los pies de color morado, se aferraba estoicamente a la roca mientras el vendaval procedente del mar la golpeaba y zarandeaba su cuerpo menudo como si fuera un joven sauce. Se acercó más a la niña y se detuvo justo detrás de ella, sin saber qué hacer a continuación. Su primer impulso fue echar a correr y sujetarla, pero si la niña se sobresaltaba y daba media vuelta, un paso en falso podía provocar una tragedia inimaginable y arrastrar a la niña a una muerte segura contra las rocas cubiertas de espuma treinta metros más abajo.

Grania se quedó allí plantada, inmovilizada por el pánico mientras trataba desesperadamente de idear la mejor forma de librarla del peligro. Y entonces, antes de que tuviera tiempo de tomar ninguna decisión, la niña se dio la vuelta despacio y se la quedó mirando con expresión vacía.

En un acto reflejo, Grania extendió los brazos.

—No te haré daño, te lo prometo. Acércate a mí y estarás a salvo.

La niña siguió mirándola sin moverse del borde del acantilado.

—Si me dices dónde vives, te acompañaré a casa. Ahí te vas a matar. Por favor, deja que te ayude —suplicó Grania.

Dio otro paso adelante y de repente, como si acabara de despertar de un sueño, en el rostro de la niña apareció una expresión de terror. Al cabo de un instante, se volvió hacia ella y echó a correr por el borde del acantilado, alejándose de Grania hasta desaparecer de su vista.

—Ya estaba a punto de enviar a la patrulla de rescate a buscarte. Se avecina una tempestad de las buenas, te lo digo yo.

—Mamá, tengo treinta y un años y llevo diez viviendo en Manhattan —repuso Grania con brusquedad tras entrar en la cocina y colgar la chaqueta mojada encima de los fogones de la Rayburn—. No hace falta que te preocupes por mí. Ya soy mayorcita, ¿recuerdas? —Se acercó sonriendo a su madre, que estaba poniendo la mesa para cenar, y la besó en la mejilla—. De verdad que no hace falta.

—Es posible, pero sé de auténticos hombretones que se han caído del acantilado por culpa de un vendaval así. —Kathleen Ryan señaló por la ventana de la cocina el furor del viento, que estampaba contra el cristal las ramas marrones desprovistas de flor de la glicinia—. Acabo de hacer té. —Kathleen se secó las manos con el delantal y se dirigió a la cocina económica—. ¿Te apetece una taza?

—Sí, muchas gracias, mamá. ¿Por qué no te sientas y descansas un poco? Yo serviré el té para las dos. —Grania guió a su madre hacia una silla, la retiró y la ayudó a sentarse con suavidad.

—Pero solo cinco minutos, ¿eh? Los muchachos llegarán a las seis y querrán tener la cena a punto.

Mientras Grania llenaba dos tazas de un té muy concentrado, arqueó las cejas en silencio pensando en cómo su madre había consagrado la vida a atender a su marido y a su hijo. En los diez años transcurridos desde que ella se marchara nada había cambiado; Kathleen siempre había consentido a sus hombres, siempre había dado prioridad a sus necesidades y deseos. Sin embargo, el contraste de la vida de su madre con la propia, en la que la emancipación y la igualdad entre los dos sexos eran lo habitual, incomodaba a Grania.

Aun así… a pesar de todo lo liberada que ella se sentía de lo que muchas mujeres modernas considerarían una tiranía masculina obsoleta, ¿cuál de las dos, madre o hija, vivía más feliz? Grania suspiró con tristeza mientras añadía leche al té de su madre. Sabía cuál era la respuesta a esa pregunta.

—Aquí tienes, mamá. ¿Te apetece una pasta? —Grania situó la lata frente a Kathleen y la abrió. Como siempre, estaba llena hasta los topes de bocaditos de nata, bizcochos de chocolate y galletas de mantequilla. Otra de las costumbres de su niñez, que seguro que sus coetáneas de Nueva York, siempre preocupadas por la figura, observarían con tanto horror como si se tratara de un artefacto nuclear.

Kathleen tomó dos.

—Coge una tú también, para hacerme compañía —dijo—. Ni que decir tiene que con lo que comes no sobreviviría ni un ratoncillo.

Grania hizo lo que su madre le pedía y mordisqueó una pasta mientras pensaba que los diez días transcurridos desde su vuelta a casa se los había pasado con la sensación de estar completamente saciada de alguna de las abundantes especialidades culinarias de su madre. Aun así, consideraba que llevaba una alimentación más sana que la mayoría de las mujeres de Nueva York que conocía. Además, ella utilizaba el horno para lo que realmente servía, y no solo como un práctico rincón donde almacenar bandejas.

—El paseo habrá servido para que te despejes un poco, ¿no? —aventuró Kathleen mientras se lanzaba a por la tercera pasta—. Yo siempre salgo a dar un paseo cuando algún problema me trae de cabeza, y cuando vuelvo ya tengo la solución.

—Pues… —Grania dio un sorbo de té— he visto una cosa rara ahí fuera, mamá. Una niña de unos ocho o nueve años en camisón estaba en el borde mismo del acantilado. Tenía una melena pelirroja muy bonita, larga y rizada. Parecía sonámbula, porque cuando me he aproximado a ella se ha dado la vuelta y tenía la mirada… —buscó la palabra apropiada— vacía. Daba la impresión de que no me veía. Entonces se ha despertado y ha echado a correr por el camino del acantilado como un conejo asustado. ¿Sabes quién puede ser?

Grania observó que el rostro de su madre perdía el color.

—¿Te encuentras bien, mamá?

Kathleen

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