Viena, marzo de 1904
En Viena todo el mundo la conocía y se preciaba de conocerla. Todos la llamaban Inés, desde las criadas hasta las damas de más alta alcurnia. A veces, se referían a ella como «la donna», pero únicamente porque creían que el acento que endulzaba su alemán era italiano. En realidad, nadie sabía nada de ella, ni quién era ni de dónde venía.
El inspector Karl Sehlackman estaba seguro de haberla visto por primera vez en un burdel; aunque por aquel entonces desconocía que se trataba de Inés y en ningún caso se hubiera esperado encontrarla en lugar semejante.
Si al menos se hubiera dejado ver en un prostíbulo de lujo en el centro de la ciudad, de esos que frecuentaban los caballeros nobles y adinerados... Pero no, aquello era un agujero del infierno escondido en un suburbio obrero, que estaba regentado por una tal madame Lamour. El inspector conocía bien a madame Lamour. Según su ficha policial, aquel nombre tan sugerente como poco imaginativo ocultaba la verdadera identidad de una mujerzuela tan vulgar como su nombre real: Gertrude Schmid. Frau Schmid era chabacana, granuja y una delincuente habitual, que acumulaba antecedentes por escándalo público, desacato a la autoridad, hurto y estafa, entre otros. Ella misma era reflejo fiel de su negocio: viejo, feo, sórdido, deshonesto, apolillado, barato... Y las chicas... Las chicas tampoco parecían diferentes: no eran en absoluto bonitas y la mayoría superaba la cuarentena.
Dadas las circunstancias, resultaba prácticamente imposible que la presencia de aquella mujer llamada Inés pasase inadvertida en semejante lugar, por antagónica con todo lo que la rodeaba. Como un atardecer púrpura en la cima de un basurero.
El inspector Sehlackman procuró abstraerse del ambiente mientras se empeñaba en descifrar el perfil de porcelana semioculto bajo la capucha de una amplia capa azul marino. Mas poco duró aquel instante a cámara lenta de imágenes rotas como los sueños confusos, sin tacto ni olfato ni oído, sin respiración. En cuanto madame Lamour advirtió la presencia del policía en el hall, corrió a su encuentro cortándole el paso con su envergadura, no sin antes hacer una señal rápida a sus chicas para que se ocultasen primero los pechos y después ellas mismas en el piso de arriba.
—Querido inspector Sehlackman, ¡cuánto me honra con su visita! —exclamó a viva voz madame Lamour mientras gesticulaba con exceso de teatralidad—. Permítame acompañarle a la salita e invitarle a tomar un té.
Karl oteó por encima del hombro de la madame ansioso por no perder de vista a la extraña mujer de la capa. Sin embargo, en el hall solamente quedaba un rastro ondeante de seda azul, como un telón que pone fin al espectáculo. Por un momento pensó que se había tratado de una visión mágica.
Parpadeó y trató de concentrarse en su desagradable interlocutora.
—Ahórrese las atenciones, Gertrude. —Colocó la voz por encima de la música de una pianola y las risotadas que provenían de dentro de la casa—. Para empezar, dudo de la salubridad de su té y, para continuar, no vengo por un asunto oficial, de modo que no es necesario que me dore la píldora.
Una vez aclaradas las intenciones del inspector, la actitud de madame Lamour cambió en un abrir y cerrar de ojos. Su rostro grotesco se torció con una sonrisa de picardía y, aproximándose al joven, adelantó el pecho como si quisiera hacer que topara con aquellos grandes senos que parecían a punto de escaparse de entre las puntillas ennegrecidas de su ropa interior.
—Ah, mi querido inspector, entonces es que por fin se ha decidido a probar a una de mis chicas... Por tratarse de usted, a la primera invita la casa —susurró cerca de su cara con voz ronca y aliento de anís.
Karl dio un paso atrás sin poder quitar la vista de una verruga peluda que brotaba junto a sus labios.
—Lo cierto es que no... gracias. Ya nos conocemos, Gertrude, y no sé qué me mataría antes, si su té o sus chicas.
La mujer se mostró ofendida en lo más profundo de su honor. Se cerró el chal sobre su escote casi desnudo, como si echara vengativa las cortinas sobre una ventana al paraíso.
—No sé de qué me habla. Yo soy una mujer temerosa de Dios, del emperador y de sus leyes. Todos mis papeles están en regla.
—No me obligue a pedírselos... Vayamos al grano, madame: estoy buscando a esta persona...
El inspector sacó una fotografía de su bolsillo y se la mostró a Gertrude, quien deslizó la mirada por encima de ella con escaso interés.
—No me suena. Por aquí pasan muchas personas, sobre todo hombres. No querrá que me fije en cada uno de ellos.
Consciente de que la madame no estaba dispuesta a colaborar, Karl no se anduvo por las ramas.
—Echaré un vistazo por el salón —afirmó, avanzando un paso hacia el interior de la casa.
Gertrude se interpuso en su camino con actitud más nerviosa que desafiante.
—Espere un momento... ¡Ese hombre podría estar en cualquier parte! ¿Y si ha alquilado una habitación y se encuentra descansando? ¿Con qué derecho quebranta usted la tranquilidad y la intimidad de mis clientes? No puedo permitirle entrar así como así.
Karl, que no estaba de humor para bromas ni para incordios, clavó la mirada en esa vieja ramera osada con la intención de recordarle quién tenía la sartén por el mango en aquella situación.
—Verá, madame Lamour —anunció con sorna—. Voy a entrar en su inmundo salón y, por su bien y por el mío, ruegue a Dios para que encuentre allí a quien busco o, de lo contrario, me veré obligado a echar abajo a patadas la puerta de cada uno de sus cuartuchos hasta que dé con él. Todo ello con el derecho que me otorga ser la persona que mañana mismo podría cerrarle este garito infesto.
Sin más contemplaciones, el inspector Sehlackman se dispuso a cumplir con su cometido dirigiéndose al salón, mientras madame Lamour se quedaba plantada en mitad del hall rumiando su impotencia.
El salón estaba envuelto en una nube de humo que le escoció en los ojos nada más entrar; un hedor a sudor y alcohol rancio le golpeó la nariz. En mitad del tumulto y el ruido —una música horrible de pianola desafinada, gritos y risas estridentes—, Karl empezó a escrutar los rostros demudados de vicio y lujuria que allí se congregaban, toda una galería de fealdad y depravación.
Nadie reparó en su presencia, tan absortos como estaban en su propio placer carnal: el de la bebida, el juego y el sexo. De modo que pudo pasearse por el lugar, esquivando putas y borrachos, sin ser importunado. Hasta que, finalmente, dio con él.
Encontró a Hugo en un rincón oscuro al fondo del local, sentado a una mesa sobre la que corrían las cartas y el alcohol. Su cabeza descansaba en los senos marchitos de una puta vieja, escasa de ropa y sobrada de maquillaje, mientras que otra no mucho más joven le marcaba el cuello con besos rojos de carmín y le recorría el pecho con caricias callosas por debajo de la camisa entreabierta. Bebía de una botella de vidrio verde, probablemente colonia pese a la engañosa etiqueta que rezaba VODKA. Estaba muy borracho, pero aún conservaba la consciencia suficiente como para tirar los naipes a la mesa siguiendo las reglas del juego.
—Lo lamento, caballeros —irrumpió Karl con mal disimulada ironía—, pero me temo que se ha acabado la diversión. —Y volviéndose hacia Hugo, ordenó—: Venga, nos vamos.
Tuvo que tirar de él para arrancarlo de los brazos de las putas pero, antes de que pudiera conseguirlo, uno de aquellos caballeros, con aspecto de rudo proletario, levantó toda su humanidad, que era mucho mayor que la de Karl, y comenzó a increparle.
—Un momento, pollo pera. ¿Quién coño te has creído que eres? Aquí el amigo va perdiendo y no va a largarse sin aflojar la guita que me debe.
Karl se metió la mano en el bolsillo, sacó un puñado de billetes y los dejó en medio de la mesa con un golpe que sacudió naipes roñosos, vasos llenos y botellas vacías.
—Con esto, la deuda queda suficientemente saldada. Y podéis terminaros la bebida a su salud —concluyó arrebatándole la botella a Hugo y poniéndola junto al dinero. Dinero y botella desaparecieron de la mesa tan rápido como habían aparecido.
—¡Eh! ¡Devuélveme mi vodka y lárgate! —protestó el joven con voz pastosa mientras se zafaba de los tirones de brazo con los que Karl intentaba obligarle a ponerse en pie.
El rudo proletario agarró a Karl por las solapas y, echándole en la cara su aliento apestoso, le amenazó:
—Será mejor que hagas caso al chaval. Lárgate y déjale terminar la partida con honor. No quiero que nadie diga que yo, el honrado Rutger, desplumo a los pardillos de mala manera, ¿queda claro?
Un coro de carcajadas aderezó las amenazas de Rutger, quien, totalmente crecido y seguro de haber amedrentado a aquel relamido enclenque, lo soltó para que pudiera irse con su música a otra parte. Lo que no esperaba el grandullón pendenciero era recibir inmediatamente después el fuerte puñetazo en la mandíbula que lo lanzó contra las sillas y lo dejó medio aturdido en el suelo.
Karl colocó su identificación de policía frente a la cara magullada del matón y con voz calmada pero firme zanjó aquel asunto.
—¿Sabes, Rutger? Debería llevarte detenido para que le expliques todo esto al juez. Pero tengo otras cosas que hacer. Ésta debe de ser tu noche de suerte, no la tientes.
Mientras el resto de los contertulios, que antes tanto habían cacareado, observaban mudos e inmóviles la escena, Karl se acomodó el traje, se ajustó las lentes torcidas y reanudó sus esfuerzos por sacar a Hugo de aquel lugar.
Hugo recordaba haber protestado vivamente, incluso haberse aferrado a las faldas roñosas de aquella puta... ¿Cómo se llamaba?...
Pero lo que no recordaba en absoluto era cómo había acabado con la cabeza metida en un pilón de agua helada mientras hacía esfuerzos inútiles por sacarla y poder respirar. ¡¿Es que aquel bastardo quería ahogarle?!
Por fin sintió que tiraban de él hacia arriba. Tomó una amplia bocanada de aire y entre toses y sofocos intentó gritar:
—¿Qué demonios estás haciendo?... ¡Maldito seas!... ¿Acaso has perdido la cabeza?
El traje de Karl se llenó de salpicaduras vertidas entre injurias.
De pronto Hugo detuvo su ira, se dejó caer en la acera y apoyó la espalda contra la pared en ruinas de la única vivienda que había en aquel callejón de mala muerte. Karl supuso que le habría sobrevenido un mareo: semejante melopea no se arregla con tres o cuatro zambullidas en agua fría. Lo observó en silencio, esperando a que se recompusiese un poco para poder sacarlo de allí y llevarlo a casa.
—Vete y déjame en paz, ¿quieres? —masculló Hugo con la cabeza entre las rodillas. No era capaz de vocalizar correctamente las palabras—. No necesito una niñera.
—Eso díselo a tu tía Kornelia. Ella me ha pedido que viniera a buscarte.
Hugo no contestó. Karl se preguntó si se habría desmayado otra vez. Probó a seguir hablándole.
—Me alegro de volver a verte, Hugo. Aunque me hubiera gustado enterarme por ti y no por Kornelia de que habías regresado a Viena.
El joven soltó una risita irónica.
—¿De veras? Debes de ser la única persona que se alegra de verme en esta condenada ciudad.
Karl sintió lástima de aquel despojo ebrio y falto de dignidad tirado en la tierra de un callejón. Ese hombre no se parecía en nada al Hugo von Ebenthal que él conocía. Su gran amigo Hugo von Ebenthal... Probablemente su único amigo. El tipo más simpático, frívolo y feliz con el que se había topado nunca. El mismo que se burlaba de su artilugio para cazar ranas y de su álbum de crímenes porque había preferido pasar la adolescencia seduciendo a muchachas de no importaba qué cuna en los campos de heno que servían de alimento a los purasangre de su padre. Aquel chico de mente sana y sin prejuicios con el que Karl había jugado al escondite en los jardines, a los piratas en el lago y a los bandidos en el bosque de los Von Ebenthal. Con el que había corrido sus primeras juergas de estudiante en Viena y con quien había compartido confesiones frente a una o varias jarras de cerveza.
Hugo von Ebenthal había sido un soltero codiciado, heredero de títulos y fortuna, agraciado con un físico irresistible motivo de cuchicheos y sonrojos entre los círculos femeninos de los mejores salones de la ciudad. Había seducido a la mayoría de las mujeres de Viena y a buena parte de las de Austria, en realidad a toda dama que se hubiera cruzado en su camino. Había jugado a hacer el amor con la despreocupación de quien se cree inmune a su veneno. Pero no existe nadie inmune al amor. Ni siquiera Hugo von Ebenthal.
Por ese motivo, Karl se sorprendió enormemente cuando Hugo le confesó que se había enamorado. No le hubiera parecido más inesperada la noticia de un desastre natural, de un cambio en el eje de rotación de la tierra. Pero aquella mirada, aquella sonrisa, aquel rostro velado de beatitud rayana en la estupidez le confirmó, sin lugar a dudas, que su amigo no mentía: estaba enamorado de verdad.
La muchacha era dulce, bella, cándida, alegre... Una niña inocente. Y quizá la única que no tenía en cuenta su aristocracia, ni su fortuna, ni siquiera su físico moldeado por los dioses del Olimpo. Sólo ella había descubierto la belleza en el interior del joven, la auténtica belleza oculta por el brillo intenso de lo superficial, extremadamente intenso en el caso de Hugo.
En apariencia, la vida había decidido facilitarle las cosas a Hugo von Ebenthal. Eso había pensado Karl. Pero se había equivocado. La vida nunca lo da todo. No era más que un engaño, una treta, un caramelo en los labios arrebatado después de un manotazo inmisericorde.
No había pasado un día en los últimos años sin que Karl hubiera tenido que combatir una imagen desasosegadora que se empeñaba en adherirse a su mente con las uñas afiladas. Ni un solo día en que no recordase a Hugo tendido junto al cadáver abierto en canal de su amada, con las manos manchadas de sangre y el rostro contraído por la angustia y la enajenación.
El propio inspector Sehlackman había comandado la investigación de aquel crimen. Todos los indicios apuntaban a que Hugo lo había cometido, con frialdad y premeditación. Pero no, Hugo no podía ser un asesino, era su amigo. De eso Karl estaba convencido y así se lo había recordado el príncipe Von Ebenthal, el padre de Hugo. «Hugo es tu amigo, tienes que ayudarle. Hazlo por nosotros y esta familia te estará eternamente agradecida.» El agradecimiento de los Von Ebenthal era algo que Karl valoraba en suma medida; también la amistad de Hugo. No quería decepcionar a los que, con un extraño sentimiento de vasallaje, consideraba sus señores y a los que, aun siendo policía, prestaría sus servicios, tal como su padre, su abuelo y su bisabuelo habían hecho siendo los médicos de la noble casa.
Por eso concluyó lo que el príncipe Von Ebenthal le pedía: Hugo era inocente de la acusación de asesinato, caso cerrado por falta de pruebas. Concluyó lo que él mismo quería creer. Porque Hugo von Ebenthal era su amigo... Su único amigo.
Lástima que los casos no se puedan cerrar con un simple acto de fe y de voluntad. Karl Sehlackman no tardaría en descubrir que los fantasmas de las tumbas que se dejan mal cerradas siempre regresan para atormentar las conciencias culpables.
Lo cierto era que, desde aquel desgraciado episodio, el joven no había vuelto a ser el mismo. Destrozado y amargado, condenado a un exilio forzoso impuesto por un padre al que poco importaba si Hugo era o no un asesino, sino únicamente el deshonor que había causado a la familia y que sólo habría de aplacarse borrando de la memoria de Viena el nombre de su hijo, partió hacia Norteamérica, donde había permanecido lejos de todo durante los últimos años.
A la vista de aquellos despojos de Hugo que se esparcían a sus pies, Karl estuvo seguro de que sus aventuras en tierra extranjera habían inclinado al joven al vicio y al desenfreno, a la autodestrucción. No obstante, no estaba dispuesto a dar pábulo a la autocompasión de su amigo, pues creía que haciéndolo no le beneficiaba en nada.
—Tal vez pocos te echen de menos... Pero eso no justifica que te ocultes de la gente en el burdel más sórdido de la ciudad. Sólo Dios sabe qué clase de enfermedades puedes coger ahí dentro... Hay locales mucho más agradables para pasar el rato, que ofrecen alcohol de calidad y chicas jóvenes y guapas.
—Ninguna puta de lujo querría quedarse a solas conmigo. Todas saben leer y saben quién soy. Todas me tienen miedo —repuso el joven con amargura mal disimulada.
La conversación empezaba a alargarse y a teñirse de desahogo, de modo que Karl se acercó a su amigo y se sentó junto a él en el suelo. La noche era fresca y se sintió mejor al apretar las rodillas contra el pecho. Sin embargo Hugo, en mangas de camisa, con el torso desnudo y la cabeza empapada, parecía no experimentar sensación térmica alguna, ni nada que proviniese del exterior. Tan sólo sentía flotar y aullar fantasmas en su interior.
—El viejo se muere —anunció entonces, sin levantar la vista del suelo. Karl no comentó nada; ya sabía que el anciano príncipe agonizaba—. Por eso he vuelto. Y, bueno, pensé... pensé que todo se habría olvidado. Pero no... No, nada de eso. Esta misma mañana un imbécil de esos con pinta de persona de principios elevados y moral intachable me ha preguntado si es que iba a reabrirse el caso.
Karl meneó la cabeza: aquel tipo no sólo debía de ser un imbécil, también era un necio; eso, o tenía muy mala sangre.
—¿Entiendes ahora por qué prefiero pasar aquí el rato? Al menos Rutger sólo quiere sacarme hasta el último heller.
—Y estaba a punto de conseguirlo.
Hugo dejó asomar una hilera de dientes tras una sonrisa maliciosa.
—Eso creía él... Me he pasado meses en el Yukón, jugando al póker con los tipos más tramposos del mundo. A su lado, ese fanfarrón no es más que un aficionado. Sólo estaba dejando que se confiase, que pensase que soy un pardillo, para luego... ¡zas!, dejarle limpio en una sola mano.
El inspector no pudo evitar sonreír. Iba a resultar que, después de todo, le había hecho un favor al tal Rutger: ahora se estaría gastando sus coronas en más vicio.
—Es evidente que tienes muchas cosas que contarme... —concluyó mientras se metía la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacaba un paquete de tabaco—. ¿Te apetece un cigarrillo?
Hugo, movido por el resorte de la sorpresa, consiguió levantar la cabeza.
—¿Y tú desde cuándo fumas? ¿Es que te has vuelto un niño malo, Karl Sehlackman? —se burló.
—No fumo. Los he traído para ti.
Hugo soltó una carcajada estrepitosa.
—¿Te he dicho alguna vez que eres asquerosamente perfecto? —Quiso provocarle. Intentaba posar en él sus ojos vidriosos, que luchaban por fijar la mirada, en tanto que su cabeza se balanceaba como si el cuello fuera incapaz de sujetarla. Ante el silencio de Karl, volvió a la carga—: Y cuidado con los tipos perfectos... Mucho cuidado... Luego resultáis estar más podridos que el resto de los mortales... Dime, Sehlackman, ¿lo has hecho alguna vez con una puta vieja y sucia? —El joven puso los ojos en blanco y exhaló un suspiro ronco—. Oh... Es como pasar el dedo por la hoja de una navaja bien afilada... Sabes que vas a cortarte pero quieres ver cómo brota la sangre y tiñe el acero de rojo...
—Déjalo, Hugo... Estás demasiado borracho para que te tome en serio, así que pierdes el tiempo tratando de escandalizarme; ya estoy curtido de sobra en escándalos y provocaciones. Y no creas que me impresiona tu discurso autodestructivo. Si tan terrible te parece tu vida que quieres acabar con ella, se me ocurren formas más rápidas y directas de lograrlo; la sífilis es un camino lento y doloroso.
—Ya. Pero no serían tan divertidas.
Karl hizo caso omiso de su ofuscación.
—¿Quieres ese cigarrillo o no? —preguntó por segunda vez tentándole con un pitillo en la mano.
Hugo lo aceptó con desgana y volvió a enterrar la cabeza en las rodillas desde donde resonó su voz:
—No sé qué mierda de vodka era ése... Me encuentro fatal... Joder... Debería haberme quedado en Alaska vendiendo pieles de castor... —se lamentó antes de tender el cigarrillo hacia su amigo para que se lo encendiera.
Karl prendió una cerilla que impregnó el aire de aroma a fósforo quemado. A la débil luz de la llama el rostro lívido de Hugo se cuajó de sombras y se asemejó todavía más al de un cadáver.
—¿Y qué demonios hacías tú vendiendo pieles de castor?
Pero la curiosidad de Karl quedó insatisfecha porque, tras dar la primera calada al cigarrillo, Hugo se volvió para vomitar violentamente contra la pared.
Viena, abril de 1904
A aquella hora de la tarde, la luz del sol entraba por los ventanales de la rotonda con un ángulo muy particular y bañaba la piel de la modelo de tal forma que los tonos y las texturas que adquiría parecían únicos. Sin embargo, la baronesa Kornelia von Zeska maldecía constantemente porque no se veía capaz de plasmar esos matices en el lienzo: no daba con la perspectiva adecuada para representar los volúmenes ni reflejaba con precisión las sombras que se formaban en los pliegues de la cintura. No estaba en absoluto concentrada en lo que hacía; ni ella ni la modelo.
Therese posaba de pie, al modo de las Venus clásicas, salvo por el detalle de que, en vez de mirar al espectador, la cabeza le colgaba hacia delante y su rostro se ocultaba bajo una larga y espesa melena pelirroja, que le caía como una cortina sobre el cuerpo hasta casi confundirse con el vello púbico.
La baronesa suspiró de desesperación y lanzó el carboncillo contra la mesa de trabajo.
—Por hoy está bien, lo dejaremos aquí —anunció displicente—. Therese, puedes cubrirte.
Con esa simple frase se desencadenó toda una serie de pequeños sucesos en aquella sala hasta entonces prácticamente inánime y silenciosa. Los cuatro alumnos que pintaban a Therese mostraron en voz baja su sorpresa por la abrupta interrupción de la clase; no obstante, empezaron a guardar sus instrumentos de pintura. La muchacha, por su parte, relajó la postura, alzó la cabeza y, tras recogerse los cabellos a un lado, empezó a masajearse el cuello entumecido. Casi al mismo tiempo, Hugo von Ebenthal estaba sobre la tarima tendiéndole la bata.
—No es necesario que la ayudes, Hugo. Ella sabe vestirse sola. —Kornelia regañaba a su sobrino como si fuera un niño pequeño y él, que nunca tomaba sus regañinas en serio, le lanzó una mirada burlona y siguió haciendo su voluntad.
La baronesa, con gesto contrariado, comenzó a recoger mecánicamente los trozos de carboncillo que acababa de utilizar. Alexander de Behr se acercó a ella.
—No deberías permitirle asistir a las sesiones de desnudo —la aleccionó, refiriéndose a Hugo—. Hemos perdido casi toda la clase sin necesidad.
—Mañana la reanudaremos, Sandro —gruñó la respuesta con mal tono.
Alexander de Behr se hacía llamar Sandro como homenaje a Sandro Boticelli, a su modo de parecer, el pintor más maravilloso de todos los tiempos. Sin ir más lejos, Sandro se habría tatuado la Primavera en alguna parte amplia y despejada del cuerpo si no fuera porque, como él mismo admitía, era excepcionalmente sensible al dolor. En realidad, Sandro era excepcionalmente sensible a todo. Tanto o más que muchas mujeres. Inseparable de la baronesa Von Zeska, ambos conformaban una pareja muy peculiar en la que los roles sexuales parecían estar invertidos. Al menos en cuanto a su apariencia física, pues Kornelia era del todo masculina: con su cabello canoso y cortado como el de los hombres, con su rostro libre de maquillaje que dejaba al descubierto toda la crudeza de unos rasgos en absoluto agraciados y una piel surcada de arrugas y marcas de viruela, y con sus atuendos estrafalarios y un tanto andróginos entre los que, a menudo, no faltaban los pantalones. En cuanto a Sandro, se situaba en el polo opuesto, ya que siempre lucía una impecable melena teñida de rubio que le llegaba hasta los hombros, los ojos sutilmente delineados de negro y un vestuario rico en formas y colores. Si además de amistad compartían lecho era algo que nadie en toda Viena se atrevía a asegurar, al menos en público.
—Ésa no es la cuestión —puntualizó Sandro—. La cuestión es que hay unas normas y si a él le permites saltárselas, ¿por qué no a los demás? Esto acabará convirtiéndose en una feria: «¡Pasen y vean! ¡Muchachas desnudas de cuerpo entero! ¡Entrada gratuita!».
—Basta de tonterías. —La baronesa se le encaró mientras se limpiaba las manos con un trapo lleno de manchas negras—. Estás sacando las cosas de quicio como siempre. De sobra conozco las normas, te recuerdo que yo misma las establecí.
Efectivamente. Aquella escuela de arte era una institución privada, fundada y dirigida por la baronesa. Se trataba de un proyecto que ella había iniciado hacía años como respuesta al machismo, al clasismo y al racismo imperante en el mundo del arte, especialmente en los sectores más académicos y conservadores. Por supuesto que Kornelia no esperaba que una institución tan arcaica y anclada en el pasado como la Academia de Bellas Artes de Viena permitiera el ingreso de mujeres. Pero lo grave era que tampoco las asociaciones de artistas que abanderaban el modernismo y las nuevas corrientes de pensamiento artístico, como la Secession o la Künstlerhaus, lo hicieran. Oh, claro, por supuesto que apoyaban a las mujeres artistas, se dignaban exponer junto a ellas y a admitirlas en sus tertulias, pero otorgarles derecho a voto en sus asambleas era una concesión a su hegemonía masculina que no estaban dispuestos a hacer.
En cuanto a las clases de dibujo con modelos desnudos... Aquélla sí que era una batalla perdida. La moral, la decencia y la ética no contemplaban que una dama se pusiese delante de un cuerpo, ni de hombre ni de mujer, desnudo. No estaba mal visto que las mujeres volcasen su escaso talento en el noble arte de la pintura, siempre y cuando se limitasen al retrato, el paisaje y el bodegón. Lo demás resultaba amoral, obsceno y estaba fuera del alcance de sus naturalezas débiles. A la baronesa siempre le habían indignado aquellos planteamientos retrógrados. Ella misma había tenido que luchar por hacerse un hueco en el panorama artístico de Viena, había viajado a Francia a educarse en instituciones privadas, como la Académie Colarossi o la Académie Julien en París, y a formarse en ambientes más abiertos y tolerantes. Pero no todas las mujeres tenían acceso a las mismas oportunidades. Por eso en su academia se admitían por igual alumnos y alumnas y ambos se formaban en idénticas condiciones y con idénticos medios; desnudos incluidos.
Según esta filosofía revolucionaria, en su academia no había demasiadas normas. Pero entre esas pocas se encontraba la de únicamente permitir el acceso a las clases de desnudo a alumnos y profesores. Sobre todo por dos motivos. Uno, el que acababa de plantear Sandro con su peculiar estilo: evitar que la clase se convirtiese en una feria. Otro, asegurar que nada ni nadie distraía el trabajo de alumnos y modelos. Ya que, dependiendo de quién fuera el observador, las modelos detectaban de alguna manera cuándo había en la mirada un interés diferente del meramente artístico.
Eso era exactamente lo que había sucedido aquella tarde. Desde el momento en que Hugo había entrado en la galería y se había sentado en una esquina, devorando con los ojos el cuerpo de Therese, la muchacha había empezado a descuidar su trabajo: se movía imperceptiblemente, sus músculos se tensaban y destensaban, las sombras se desplazaban por su cuerpo, los pliegues cambiaban de lugar... Incluso había hecho un intento por alzar la cabeza para poder mirar al joven. Intolerable...
—Le consientes demasiado, Kornelia. Ya te lo he dicho en repetidas ocasiones. Sólo porque es despiadadamente encantador (o al menos lo era) e irracionalmente guapo no deberías plegarte a todos sus deseos. Eso no le beneficia en absoluto.
La baronesa desvió la vista hacia la tarima. Allí seguían Hugo y Therese. Todo sonrojos y sonrisas insinuadas, miradas lánguidas y aproximaciones sutiles. Una cuidada ceremonia que terminó con la mano de Therese entre las de Hugo mientras el joven acariciaba con los dedos la palma de ella como si estuviera adivinándole la fortuna. Por supuesto, él estaba al final de aquellas líneas de la mano. Siempre embaucaba así a esas cándidas criaturas.
Con la mirada y la mente ausentes, la baronesa reflexionó casi para sí misma.
—Ha sufrido tanto el pobre... Ha estado tanto tiempo lejos de mí... No puedo negarle nada... —se sinceró la baronesa con su buen amigo.
Sin embargo, Sandro tenía razón. Y ella no podía dejar de pensar en lo perjudicial que resultaba todo aquello para su sobrino: el desenfreno, esa forma de ahogar sus penas en el vicio, el desprecio por sí mismo y por los demás... No podía dejar de pensar en qué podría hacer para ayudarle.
Karl Sehlackman siempre había mantenido una relación cercana y cordial con Kornelia von Zeska. Quizá por el carácter abierto y tolerante de la baronesa, nunca había sentido que le separase de ella esa distancia reverente que guardaba con la mayoría de los Von Ebenthal, en especial con su alteza el príncipe, hermano de Kornelia y padre de Hugo.
El inspector solía visitar a menudo a la baronesa y, de cuando en cuando, acudía a alguna de sus famosas fiestas y veladas en su palacio de la calle Herrengasse. Con ocasión de una de ellas conoció formalmente a Inés.
Inés era la amante de Aldous Lupu, el afamado artista. Ambos acababan de inaugurar su primera exposición conjunta en la sede de la Secession; y teniendo en cuenta que habían gozado de una dosis aceptable de escándalo y las páginas de la prensa o las tertulias de café los tachaban lo mismo de genios que de locos —tan delgada es la línea entre ambos—, Kornelia no quiso perder la ocasión de celebrarlo, de modo que organizó una fiesta en honor de la pareja.
No se podía decir que la baronesa fuera la mujer más extravagante de Viena porque, en aquellos días, la ciudad estaba llena de personajes que competían en excentricidad para gusto y regocijo de su peculiar sociedad. Aunque, sin duda, la baronesa ocupaba un lugar destacado en aquella competición. Además de ser artista, divorciada, feminista y adepta a otros tantos ismos más, a cada cual más transgresor, procuraba que su extravagancia no pasase inadvertida a nadie. Tenía un criado negro como el betún que vestía siempre una túnica bereber y un turbante añil y que intimidaba con sus ojos de leche cortada a todo aquel al que abría la puerta. Eso, sin contar con Leonardo, el guepardo que era su mascota, bautizado así en honor al fabuloso genio renacentista. No todas las visitas toleraban que un felino salvaje se frotase el lomo moteado contra sus piernas o ronronease junto a sus zapatos a colmillo descubierto.
En semejantes circunstancias, no era de extrañar que las fiestas de la baronesa Von Zeska resultaran un alarde de singularidad. Sin embargo, para mayor decepción de las lenguas más afiladas de Viena, que en aquel momento de duelo anticipado por el inminente fallecimiento del anciano príncipe Von Ebenthal hubieran deseado poder despellejar a la susodicha por la festiva desconsideración que mostraba hacia su hermano moribundo, la velada en honor de Aldous e Inés se había tratado de una pequeña reunión de amigos sin boato ni magnificencia, sin orquesta ni siquiera cuarteto de cuerda. Claro que no faltó quien vertió en ella sus críticas por aquella austeridad rayana en la racanería, ya que es del todo imposible complacer a todo el mundo.
Sea como fuere, no hubo elefantes ni trapecistas en el jardín, tampoco el ballet imperial ruso representó El lago de los cisnes para sus invitados, rehusó contratar hipnotizadores y nigromantes, suprimió la fuente de chocolate y la pirámide de caviar y, aunque su amiga la mezzosoprano Grete Forst se ofreció a cantar «Casta Diva» de Norma —por todos sabido que se trata de un aria muy triste—, la baronesa declinó amablemente el ofrecimiento. El respeto al sufrimiento de su hermano le imponía austeridad. Sólo Leonardo estaba fuera de tono, luciendo el impresionante collar de brillantes sudafricanos que llevaba en todas las fiestas. «Los guepardos no entienden de duelos. Y, además, mi hermano nunca ha apreciado a Leonardo», argumentaba Kornelia en su defensa.
Karl llegó temprano al palacio de la baronesa y tuvo ocasión de charlar con la hermana de Hugo, Magda, de apellido Von Lützow, por su matrimonio.
Magda no era una compañía codiciada. Su carácter era tan áspero como su físico, pues en su familia parecía una broma de mal gusto del destino que la belleza y el encanto fueran patrimonio de los varones. Pero se había casado bien, con un coronel viudo, veinte años mayor que ella, dócil cual pelele ante sus arranques de genio y sus continuas demandas. La dote que Magda tenía asignada daba por bueno el sacrificio del aguerrido coronel.
Con la acritud que la caracterizaba, Magda puso a Karl al tanto de la gravedad del estado del anciano príncipe siendo su única intención dejar constancia de su malestar con respecto a Hugo, el cual, desde que regresara a Viena, apenas se había dejado ver por el palacio Ebenthal ni había mostrado el más mínimo interés en acompañar a la familia en tan delicado momento, dedicándose por el contrario a correrse una juerga tras otra en la capital. Tanto Magda como su marido, el coronel Von Lützow, consideraban que la salud mental de Hugo había quedado seriamente dañada a raíz de los tristes acontecimientos que había padecido, y ambos dudaban de su capacidad para asumir las responsabilidades que se le avecinarían tras la más que probable y desgraciada muerte de su padre. «Es evidente que el paso por la cárcel y esa vida desenfrenada en Norteamérica han afectado a su buen juicio», repetía.
La oportuna entrada de Hugo en el salón, justo en el momento en que Magda arremetía con mayor virulencia contra él, dio más argumentos a su hermana para la reprobación.
—Ya lo ves, Karl —siseó con una indignación patente en el movimiento vigoroso de su abanico—. Tiene la desfachatez de presentarse aquí con una mujer nueva. A saber de qué horrible tugurio la habrá sacado. Es evidente su obstinación en que una cualquiera sea la futura princesa Von Ebenthal...
Karl miró a la muchacha que Hugo llevaba del brazo y que exhibía como un trofeo. Era muy bonita, mucho más que cualquiera de las aspirantes a princesa Von Ebenthal que pudiera imaginarse, pero eso no la convertía necesariamente en una mujerzuela.
—No ha cambiado nada, en todo caso ha ido a peor —continuaba Magda sin tregua—. Sigue sin asumir sus responsabilidades y ahora además parece disfrutar con el escándalo y la provocación.
—Al parecer, ha hecho una pequeña fortuna en estos pocos años que ha pasado en América del Norte. Tal vez no sea tan irresponsable como nos quiere hacer creer... —comentó Karl a modo de tibia defensa. Aquélla era una guerra en la que no quería ni debía entrar.
—Eso va diciendo él, sí. Que sea cierto es otra cosa...
Por fortuna, el alegato de ministerio fiscal que Magda le estaba recitando a Karl se interrumpió cuando Hugo y su acompañante se acercaron a saludarlos.
Entretanto, en la esquina opuesta del salón, junto a la bandeja de canapés de huevo hilado, que eran los favoritos de Sandro, tenía lugar otra pequeña conspiración contra Hugo.
—Te lo dije, Kornelia —advirtió Sandro acompañando sus palabras con movimientos aparatosos del largo fular de seda de vivos colores, tan característico de su atuendo como de él mismo—. Te dije que vendría con esa modelo. Y son ya tres con ésta las ocasiones en que han salido juntos, al menos que yo tenga conocimiento. ¿Y sabes lo que me ha dicho esta misma mañana en el café Griensteidl?: «Therese es una mujer muy especial» —repitió Sandro con una pausa entre las palabras como si a la baronesa le costase entender el alemán—. Así, exactamente.
Kornelia se dio cuenta de que si seguía mordiéndose el labio con tanta fuerza acabaría haciéndose una herida. Estaba nerviosa y preocupada y se obligó a relajarse. Era cierto que Hugo parecía diferente... puede que hasta ligeramente feliz. Sonreía y su sonrisa no se debía al sarcasmo.
—¿Crees que está sentando la cabeza? —preguntó Sandro.
—Esto no sería sentar la cabeza, sería meterse en la boca del lobo. Dejarse ver con una mujer que cobra por posar desnuda no es lo que se espera de un Von Ebenthal y mucho menos sentar con ella la cabeza. No tienes más que fijarte en la expresión viperina que exhibe ahora mismo mi sobrina Magda. Seguro que esa cabecita repleta de las ideas que le mete su ambicioso marido está sumando una más a la lista de faltas de su hermano.
Sandro hubiera añadido algún comentario de no ser porque tenía la boca llena de canapé de huevo hilado, lo que dio pie a la baronesa para continuar:
—Tengo que hablar seriamente con él. Tengo que hacer algo por reconducir su comportamiento. Aunque quizá ahora mismo lo mejor que puedo hacer es ir a rescatarle de las garras de Magda. Y, Sandro, querido, no te comas toda la bandeja de canapés, que ya sabes que la salsa tártara te provoca acidez de estómago —advirtió la baronesa antes de alejarse.
Sin motivo aparente, Karl se volvió hacia la puerta justo en el momento en que hacían su entrada Inés y Aldous Lupu.
Inés... Fue como si el tiempo y el espacio se hubieran congelado y sólo ella estuviera dotada de movimiento y expresión. Toda la estancia se llenó de su presencia: se tiñó del color de sus ojos y de su espectacular vestido, brilló con la luz de su sonrisa, vibró con el tono de su voz.
Absorto como estaba, Karl no reparó en cuántos se acercaban a saludar a la pareja, ni en la premura de la baronesa por recibirlos en cuanto los vio llegar. No en vano ellos eran los protagonistas: aquella curiosa pareja cuya compañía y atención todos se disputaban.
Aldous Lupu era uno de los pintores más famosos de Viena. Desde el principio, cuando sólo era un joven artista emigrante que a duras penas se ganaba la vida haciendo retratos baratos para las familias de clase media, se había adherido a las corrientes rupturistas con la tradición pictórica más estricta. Cuando el gran mecenas judío Nikolaus Dumba se fijó en su talento y se enamoró de su pintura, lo sacó de su paupérrimo taller en Margareten y lo elevó a los altares del gremio y de la sociedad entera. Comenzaron a lloverle los encargos tanto públicos como privados; participó en exposiciones internacionales y ganó prestigiosos premios por toda Europa; su nombre se mezcló con el de los grandes del arte austríaco: Hans Makart, Richard Gerstl, Alfred Roller, Max Kurzweil. Posteriormente, fue uno de los fundadores de la Secession junto con Gustav Klimt y Koloman Moser, con los que llegó a trabar gran amistad, aunque después de las divergencias internas en el grupo, había renegado de movimientos y asociaciones de artistas y era conocido por ser un espíritu libre que sólo comulgaba con sus propias ideas sobre el arte y la vida misma. En realidad, Aldous Lupu era un personaje único: de gran envergadura, con su bigote largo y espeso y su melena blanca siempre alborotada, vestía, según las ocasiones, con el blusón o la casaca típicos de Moldavia, región de la que provenía. Resultaba extrovertido, expresivo, exagerado, y poseía un carácter fuerte que no tenía reparo en mostrar en público, por lo que muchos lo tachaban de loco y estrafalario.
Inés y Aldous formaban una pareja singular en la que los opuestos se daban la mano. Pocos podían explicarse la enrevesada química que los había unido, que parecía más bien cosa de mágica alquimia: un ogro y un hada agarrados del brazo. Así pensaba Karl mientras la observaba: mito