La carrera del siglo (Isaac Bell 4)

Clive Cussler

Fragmento

cap-1

 

 

 

Chicago, 1899

 

Un borracho alto bailaba en los barrios bajos mientras entonaba una canción de Stephen Foster que hacía las delicias de la Liga Prohibicionista. La canción tenía una melodía triste, que recordaba el sonido de la gaita escocesa, y el tempo de un vals lento. En su voz, con el tono cálido de un barítono, resonaba un sentido pesar por las promesas no cumplidas.

¡Oh, compañeros! No me llenéis ningún vaso

para ahogar mi alma en llamas líquidas...

El hombre tenía el cabello rubio, y un perfil distinguido y recio. Su extrema juventud (no debía de pasar de los veinte años) hacía que su estado resultara todavía más lamentable. Parecía que hubiera dormido con la ropa puesta. Las prendas estaban llenas de paja y le quedaban cortas en los brazos y las piernas, como si se las hubieran dado en una iglesia o las hubiera robado de una cuerda para tender la colada. Tenía el cuello de lino torcido, a la camisa le faltaba un puño y no llevaba sombrero a pesar del frío. El único tesoro que le quedaba para vender a cambio de bebida eran unas botas de piel de becerro hechas a medida.

Se dio de bruces con una farola y perdió el hilo de la letra de la canción. Sin dejar de tararear la emotiva melodía ni de bailar, esquivó un carro de la morgue del cementerio de pobres que se había detenido junto a la acera. El cochero ató los caballos y cruzó las puertas de vaivén de la taberna más cercana de las muchas que derramaban luz amarilla sobre los adoquines.

El joven borracho se tambaleó contra el sombrío carro negro y se agarró con fuerza a él.

Escudriñó la taberna. ¿Sería bien recibido? ¿O lo habían echado ya de allí? Se palpó los bolsillos vacíos y se encogió de hombros con tristeza. Recorrió los escaparates con la mirada: casas de huéspedes de cinco centavos, burdeles, casas de empeños... Se miró las botas. A continuación alzó la vista al almacén de distribución de periódicos de la esquina, donde los carros de la imprenta estaban entregando los diarios de la mañana de Chicago.

¿Podía mendigar unos pocos peniques a cambio de descargar los periódicos atados en fardos? Se irguió y se dirigió al almacén bailando un vals lento.

Cuando era joven sentía la marea

de las aspiraciones inmaculadas.

Pero los años de madurez han mancillado el orgullo

que mis padres depositaron en su hijo.

Los vendedores de periódicos que hacían cola para comprar los diarios eran golfillos callejeros de no más de doce años. Se burlaron del borracho cuando se acercó, hasta que uno de ellos lo miró y se fijó en sus ojos, de un azul violáceo extrañamente claro.

—¡Dejadlo en paz! —dijo a sus amigos.

—Gracias, hijo —susurró el joven alto—. ¿Cómo te llamas?

—Wally Laughlin.

—Eres muy amable, Wally Laughlin. No acabes como yo.

—Te dije que te deshicieras del borracho —dijo Harry Frost.

Era un hombre muy corpulento, y tenía la mandíbula marcada y unos ojos de mirada cruel. Estaba sentado a horcajadas sobre una caja de madera de dinamita Vulcan en el interior del carruaje de la morgue. Dos ex boxeadores profesionales de su banda del West Side se hallaban en cuclillas a sus pies. Estaban observando el almacén de periódicos a través de unas mirillas abiertas en el lateral del vehículo, esperando a que el dueño regresara de cenar.

—Lo espanté, pero ha vuelto.

—Mételo en ese callejón. No quiero volver a verlo si no es con los pies por delante.

—Solo es un borracho, señor Frost.

—¿Ah, sí? ¿Y si el distribuidor de periódicos ha contratado detectives para que protejan su almacén?

—¿Está loco? Ese tipo no es un detective.

El puño de Harry Frost salió disparado y describió una trayectoria de cuarenta centímetros con la fuerza concentrada del martillo de un herrero. El hombre que recibió el golpe se llevó la mano al costado a causa del dolor y preso de la incredulidad. Estaba en cuclillas al lado de su jefe y un momento después se encontraba en el suelo, tratando de respirar mientras un hueso astillado le perforaba el pulmón.

—Me ha roto las costillas —dijo con voz entrecortada.

Frost tenía el rostro encendido de ira y respiraba aceleradamente.

—Yo no estoy loco.

—No sabe controlar su fuerza, señor Frost —protestó el otro boxeador—. Podría haberlo matado.

—Si hubiera querido matarlo, le habría dado más fuerte. ¡Deshazte de ese borracho!

El boxeador salió apresuradamente por la parte de atrás del carro, cerró la portezuela y se abrió paso a empujones entre los soñolientos vendedores de periódicos que hacían cola para comprar los diarios.

—¡Eh, tú! —gritó a la espalda del borracho, quien no lo oyó pero le hizo el favor de meterse en el callejón sin ayuda de nadie, y le evitó así la molestia de arrastrarlo a patadas y armando jaleo.

Se apresuró a ir tras él al tiempo que sacaba una porra flexible de su abrigo. Era un callejón con muros lisos a cada lado, tan angosto que apenas podría pasar una carretilla. El borracho se dirigía dando traspiés a una puerta situada al fondo, iluminada por un farol colgante.

—¡Eh, tú!

El borracho se dio la vuelta. Su cabello dorado brillaba a la luz del queroseno. Una tímida sonrisa asomó a su rostro atractivo.

—¿Nos conocemos, señor? —preguntó, como si de repente albergara la esperanza de conseguir un préstamo.

—Vamos a conocernos.

El boxeador blandió la porra con disimulo. Era un arma brutal, un saco de cuero lleno de perdigones. Los perdigones le proporcionaban flexibilidad para adaptarse al blanco, machacar carne y huesos, y dejar el perfil distinguido y recio del joven tan aplastado como un filete. Para sorpresa del boxeador, el borracho se movió con rapidez. Esquivó el arco que describió la porra y derribó al boxeador de un derechazo tan diestro como contundente.

La puerta se abrió de golpe.

—Buen trabajo, muchacho.

Dos maduros detectives privados de la agencia Van Dorn (Mack Fulton, de mirada gélida, y Walter Kisley, vestido con un traje a cuadros) agarraron por los brazos al hombre desplomado y lo metieron a rastras a través de la puerta.

—¿Está escondido Harry Frost en ese carro?

Pero el boxeador no podía contestar.

—Está fuera de combate —dijo Fulton, quien dio un bofetón al hombretón pero no obtuvo respuesta—. Isaac, no sabes controlar tu fuerza.

—Acabas de saltarte la primera lección que debe aprender todo investigador que interroga criminales —dijo Kisley.

—¿Y cuál es esa lección? —preguntó Fulton.

En la agencia de detectives Van Dorn los habían apodado Weber y Fields, como los cómicos de vodevil.

—Deja al sospechoso consciente —respondió Kisley.

—Para que pueda contestar a tus preguntas —dijeron a coro.

El aprendiz de detective Isaac Bell agachó la cabeza.

—Lo siento, señor Kisley. Señor Fulton. No quería darle tan fuerte —comentó Bell con formalidad, como buen discípulo.

—Nunca te acostarás sin saber una cosa más, muchacho. Por eso

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