Winter

Violeta Otín

Fragmento

winter-2

Capítulo 1

Acarició distraída el camafeo que le colgaba al cuello.

La tierra reflejaba los rayos del sol. Winter fijó la vista en la superficie de una piedra que, en la distancia, parecía brillar como una lámina de plata, hasta que empezaron a picarle los ojos y un par de gruesos lagrimones resbalaron sobre sus mejillas. Dejó escapar un suspiro que a ella le sonó lo bastante convincente y la mujer que se sentaba frente a ella en la diligencia volvió a componer el mismo gesto apenado que llevaba horas dedicándole. Winter esbozó una tímida sonrisa y se retiró un mechón negro que se columpiaba sobre su nariz, pero incluso aquello le resultaba doloroso. Suspiró de nuevo, y esta vez no había nada fingido.

Apoyó las manos sobre el regazo y abrió y cerró los puños enguantados sobre la falda. Le escocía la piel de los nudillos; le sorprendía que las heridas no hubieran vuelto a abrirse y que la sangre no hubiera acabado empapando los guantes. Pero, a fin de cuentas, Winter siempre se había sentido favorecida por la fortuna, incluso en los momentos más inesperados.

La mujer se aclaró con delicadeza la garganta y Winter trató de adoptar una pose más distinguida. Echó los hombros hacia atrás e irguió ligeramente la barbilla. Un punzón invisible le atravesó el pecho magullado y se le clavó entre las costillas. Casi pudo escuchar el chasquido. Apretó los labios y se concentró en ignorar el dolor.

—Niña querida. —Por fin, después de un buen montón de horas, se atrevía la mujer a dirigirle la palabra. Una joven muy flaca que se sentaba a su derecha despegó la vista del rosario que sostenía entre las manos y observó a Winter durante tres, cuatro segundos, antes de decidir que no le interesaba nada sobre ella—. Nada más montar en la diligencia me ha asaltado una duda que me impide concentrarme en cualquier otra cosa, y me preguntaba... ¡Ay! Me preguntaba si...

La mujer infló el pecho y a Winter le recordó a una paloma. Rondaría los cuarenta años y vestía como cualquiera de los centenares de mujeres intachables y santurronas que poblaban las nuevas ciudades del oeste, aunque se había permitido peinarse con un moño más coqueto de lo habitual que le dulcificaba el rostro. Tenía una hermosa mata de pelo rubio a la que debía de ser difícil renunciar. O eso pensó Winter.

Se rascó la nuca y notó su propio pelo reseco y pegajoso. Pestañeó. Una nueva lágrima trazó un surco salado sobre su piel. Por lo general le costaba arrancar las primeras lágrimas; después de eso, Winter era más que capaz de llorar una inundación. Se llevó la mano a la boca y ocultó a medias su rostro, mientras encogía los hombros como presa de una terrible agitación. El grueso caballero que dormitaba junto a la ventanilla abrió los ojos y murmuró entre dientes un juramento. La mujer lo miró con veneno por entre las pestañas y le tendió a Winter un pañuelo bordado.

—Ya, ya, mi pequeña. No llores, que se me encoge el alma cuando veo a una muchachita sufrir. ¿Cómo es que viajas sola, niña?

Winter se sorbió los mocos y se secó las lágrimas con el pañuelito.

—Viajo sola, señora, porque no tengo a nadie más en el mundo. La semana pasada enterré a mi hermano Rafe, el último pariente que me quedaba.

—¡Santo Dios, qué pena! —respondió la mujer santiguándose, y le asestó un codazo a su flacucha acompañante para que se mostrara debidamente afligida. La otra se apresuró a ofrecer sus condolencias y volvió la vista al rosario—. Mi nombre es Mariah Debray, y esta joven es mi sobrina, la señorita Peach Ladlow.

Winter cabeceó y pensó que Peach era un nombre muy poco apropiado para ella.

—Yo me llamo Amelia, señora. Amelia Dovell, aunque mi hermano siempre me llamaba Winter. Decía que mi rostro lo devolvía a las pálidas mañanas de invierno en nuestra ciudad natal, allá en Inglaterra.

—¿Winter?

Mariah parpadeó, desconcertada, y trató de no fijarse demasiado en el cabello de Winter, solo un poco más negro que sus ojos, ni en su piel tostada. No había nada en Winter que recordara al invierno, como no fuera un invierno en pleno desierto, pero sí era cierto que su hermano siempre la había llamado Winter y no deseaba cambiar eso ahora. El recuerdo de Rafe y su cuerpo molido a golpes le quemó en la garganta y sacudió la cabeza para alejarlo de sí.

—¿Es usted inglesa? —preguntó Peach. Tenía una voz suave y aterciopelada, y traslucía incredulidad—. No lo había notado, por su acento. ¿De qué parte?

—Del sur.

—¿De qué parte del sur?

—Del sur de Inglaterra —respondió Winter, y sintió aquel tic en el ojo que acudía cada vez que se ponía nerviosa.

—Peach, no seas impertinente —la reprendió Mariah—. Al fin y al cabo, Inglaterra debe de ser enorme. ¿O es que pretendes decirme que conoces todos los acentos que se hablan allí?

Peach agachó la mirada y el caballero junto a la ventanilla bufó. Le tembló la papada, y Winter deseó agarrársela y tirar con todas sus fuerzas cuando creyó entender algo así como «cochina embustera». Por fortuna, ni Mariah ni Peach parecían haberlo oído.

—Así que una damita inglesa perdida en mitad de ninguna parte —murmuró Mariah al cabo de un rato—. Qué pena. ¿Puedo preguntar qué piensas hacer?

—De momento, llegarme hasta Glastcick Hills sana y salva. Y luego, una vez allí, pues... me pondré en manos de Dios.

—Sabias palabras para una muchachita tan tierna —aplaudió Mariah, y Winter sonrió para sus adentros cuando acertó a ver cierto brillo en sus ojos—. Nosotras vamos también hasta Glastcick Hills. Será un placer acompañarte. No sé decirte de Inglaterra, pero aquí, en estas tierras salvajes, una chiquilla solitaria atrae a las peores compañías. ¿Sabías que en Turtle Rocks, que es un pueblo a unas cincuenta millas de Glastcick Hills, algunos desalmados tienen por costumbre embadurnar de alquitrán a las mujeres solas y llenarlas de plumas después? Qué sinvergüenzas, ¿verdad, Peach? Una pobre niña como tú, ¡tiemblo al imaginarlo! Criatura.

En realidad, Winter no era tan joven. Debía de haber cumplido ya los veinte años, aunque no estaba muy segura de cuándo había nacido, porque se llevaba dos y pico con Rafe y este aseguraba haber hecho los veintidós en primavera. Con todo, diecinueve o veinte, tanto daba. Siempre había aparentado menos edad, quizá por ese cuerpo delgaducho suyo, casi sin pecho ni caderas, que apenas superaba los cinco pies de altura. En algunas ocasiones le daba rabia; en otras, como esa misma, lo consideraba una bendición. Comenzaba a notar el tacto del velo protector que Mariah estaba tejiendo sobre ella; Winter estaba realmente sola en el mundo y necesitaba que alguien la amparase. Al menos, hasta que hubiera decidido qué hacer en los días venideros. Mariah y Peach, con todo ese halo beato que emanaba de ellas, eran las personas idóneas a las que pegarse.

***

—Tengan cuidado al bajar —dijo el conductor de la diligencia más tarde, cuando por fin se detuvieron en Glastcick Hills.

El hombre sonreía con los ojos despistados en algún punto más allá del horizonte, pero cuando Winter pasó junto a él le guiñó un ojo con toda intención. Winter hizo como que no se había percatado, y se apresuró a seguir a Mariah y a Peach, que se ocupaban ya de sus equipaje

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