El desván de los sueños

Elena Montagud

Fragmento

Con un libro en las manos perdía la noción del tiempo.

JANE AUSTEN,

Orgullo y prejuicio

El vínculo afectivo es el principal lazo en toda relación. Si este se pierde, no se puede hablar de unión, y para que sobreviva tiene que prevalecer el respeto.

Avatar

Mi abuela tenía una teoría muy interesante: decía que, si bien todos nacemos con una caja de cerillas en nuestro interior, no las podemos encender solos, necesitamos oxígeno y la ayuda de una vela. Solo que en este caso el oxígeno tiene que provenir, por ejemplo, del aliento de la persona amada; la vela puede ser cualquier tipo de alimento, música, caricia, palabra o sonido que haga disparar el detonador y así encender una de las cerillas.

LAURA ESQUIVEL,

Como agua para chocolate

Esta es una historia sencilla, pero no es fácil contarla. Como en una fábula, hay dolor y, como una fábula, está llena de maravillas y de felicidad.

La vida es bella

Capítulo 1

1

Terminé de colocar el último libro que quedaba en las cajas y reculé unos pasos para observar mi nueva estantería. Iba de pared a pared, había quedado preciosa y, por fin, volvía a tener mi propio espacio para retirarme cuando quisiera estar tranquila. Mi hermana me había regalado una butaca para sentarme a leer cuando estrenara el piso. Si lo comparaba con en el que vivía antes, no era grande, pero suficiente para mí y, sobre todo, solo para mí, para disfrutar de los silencios, de la soledad, de los aromas que me gustaban, de mis dos grandes aficiones: la lectura y la cocina. Tras ver cuatro o cinco inmuebles, encontré ese piso pequeño en uno de los barrios más famosos de Madrid, La Latina, pero en una zona tranquila, no muy lejos de la plaza de la Paja. Nada más poner el pie en él, sentí que era para mí.

Acababa de salir de una relación bastante tormentosa. En realidad, ya habían pasado casi dos años desde que decidí ser valiente y ponerle fin, pero seguía pareciéndome muy reciente; me había costado mucho librarme de las cadenas y el miedo que me ataban. Tampoco hacía mucho que había conseguido el ansiado divorcio. Gracias a la insistencia de mi familia, finalmente había acudido a una terapeuta. Tenía la autoestima por los suelos y necesitaba a un profesional que me ayudara a avanzar, a empezar una nueva vida. Había perdido un montón de años con un hombre que me había ido anulando hasta el punto de verme incapaz de trabajar, de ser independiente, de tomar decisiones por mí misma. De jovencita siempre se me había llenado la boca con ideales de superación, de la lucha en contra de la opresión de la mujer. Me había creído muy fuerte y, poco a poco y casi sin darme cuenta, había caído en las garras de una historia de amor tóxico.

El divorcio no había sido sencillo. Mario, mi exmarido, no podía permitir que me saliera con la mía tan fácilmente. Se puso hecho una furia cuando le comuniqué, a través de los abogados, que quería separarme. Días antes me había atrevido a marcharme de nuestra casa —más bien de la suya— y me había refugiado con mi hermana y mi cuñado Jaime. Tanto ellos como mi padre me preguntaban por qué no lo había hecho antes… Creo que se debía al miedo y a la inseguridad, ya que me sentía un cero a la izquierda. «¿Qué harás sin mí? ¿Adónde irás? ¿Quién te querrá?», me repitió Mario una y otra vez en nuestra última discusión.

Mi abogado me animó a interponer una denuncia por todos esos años que había pasado con él, pero al final no lo hice. Durante los primeros meses el proceso fue muy duro para mí, porque me encontraba mermada psicológicamente. Incluso mi aspecto físico me parecía horrible, pues poco a poco había ido descuidándome y perdiendo kilos. Mi hermana, que a pesar de ser la pequeña siempre había llevado la voz cantante en nuestra familia, me sacó del dormitorio de invitados de su casa donde pasaba la mayor parte del tiempo mortificándome y me llevó a la peluquería, me compró ropa nueva y me invitó a comer a un bonito restaurante.

—Lo conseguiremos, Tina, ya lo verás —me dijo con una sonrisa mientras comíamos, aunque yo apenas había probado bocado—. Este será el inicio de tu nueva vida, una llena de sonrisas, luz, libertad y felicidad. Y somos tu familia, te ayudaremos en todo. Papá, Jaime y yo.

Fui consciente de lo que había echado de menos a una auténtica madre durante esos años en los que las cosas se habían vuelto difíciles con Mario. La nuestra se había enamorado de un alemán rico cuando éramos pequeñas y se había largado, dejando a mi padre al cuidado de dos crías. No obstante, he de reconocer que mi padre fue un superhéroe; lo fue todo para nosotras dos.

Volviendo al otro tema, me sorprendió que Mario acabase aceptando mi decisión. El abogado me instó a intentar sacarle todo lo posible, pero yo no era así. Lo único que deseaba era olvidarme de todo y reiniciarme, tal y como Diana me había dicho aquella tarde en el restaurante. Al final, el divorcio resultó más amistoso de lo que todos esperábamos, pues yo tenía mucho miedo de que él consiguiera salirse con la suya, y más en el mundo en el que se movía. En el fondo, tal vez Mario me agradeciera que yo no fuera a malas y no aireara todo lo que me había hecho. Y si digo esto es porque me cedió el piso en el que habíamos vivido: un enorme ático en el barrio de Salamanca.

—¡Eres muy inocente, hermana! ¡Ese cabrón intenta comprarte! ¡Comprar tu silencio! —me regañó mi hermana al enterarse.

Yo no quería verlo de ese modo; todavía albergaba una pequeña chispa de esperanza de que, en algún lugar dentro de Mario, quedara algo de aquel joven encantador del que un día me enamoré, un joven que pensé que también me quería. Al fin y al cabo, los primeros años juntos fueron bonitos. Seguía sin entender cuándo y cómo empezó a cambiar todo. Deseaba convencerme de que él todavía me guardaba algún cariño. Tal vez yo fuera una estúpida, una inocente como decía Diana, pero de ese modo me era más fácil vivir. Mucho más que continuar llena de rabia, tristeza y miedo.

Mi terapeuta me recomendó que vendiera el piso para no tener recuerdos asociados a cada uno de sus rincones. Lo medité un tiempo durante el cual Diana no paró de insistir en que ella pensaba que también era lo mejor.

—¡Y así recibes una pasta gansa, Tina! ¡Y que le jodan! Se lo merece —decía mientras mi padre la reprendía con la mirada.

Realmente era una buena idea porque yo llevaba varios años sin trabajar y, aunque contara con una propiedad libre de cargas, necesitaba pagar la luz, el agua, la comida, etc. Bueno, y también estaba el hecho de que, al volver a pisar ese ático, el dolor y la soledad me vencieron y aquello no era bueno para mí.

En cambio ahora la soledad en mi nuevo piso se me antojaba un bien preciado, casi una necesidad. Sonreí ante aquel silencio. Ya no habría nadie que llegara a casa y se pusiera a gritarme o a reprocharme lo que había hecho mal. Podía volver a vestirme como quisiera. Y maquillarme —como había hecho esa tarde, que me había pintado los labios de rojo—, aunque lo único que tenía que hacer era sacar trastos de cajas.

En ese momento sonó el timbre. No esperaba visitas, así que no pude evitar sentir un cosquilleo nervioso en el estómago. «Vamos, Tina, hace ya tiempo que no sabes de él. Se terminó. Ahora eres libre de verdad.» Salí de la habitación y crucé el pasillo casi de puntillas. Me asomé a la mirilla intentando no hacer ruido. Esbocé una enorme sonrisa al descubrir que se trataba de mi familia.

—¡Sorpresa! —gritaron al unísono mi padre, mi hermana y mi cuñado cuando abrí la puerta.

—¿Qué hacéis aquí? ¿No teníais una comida con la madre de Jaime? —le pregunté a mi hermana. Ella pestañeó simulando la inocencia de un angelito. Luego me dirigí a mi padre—: ¿Y tú no habías quedado con Carmen?

Carmen era una compañera de trabajo y, según mi padre, solo eso. Pero yo sabía que allí se cocía algo más, ya que desde que mi madre nos dejó él no había vuelto a salir con ninguna mujer, pero a veces iba al cine, al teatro o a pasear con Carmen.

—Queríamos estar contigo en este momento tan importante —se adelantó mi hermana, que llevaba en las manos unos globos de colores. Diana era divertida, jovial y no tenía pelos en la lengua—. ¿No nos vas a invitar a entrar o qué?

Asentí, ilusionada. Mi hermana y mi cuñado me besaron en la mejilla y, cuando le llegó el turno a mi padre, antes de saludarme tuvo que dejar en el suelo un enorme objeto envuelto que, a juzgar por su aspecto, debía de ser un cuadro.

—Papá, ¿por qué cargas con eso? —Chasqueé la lengua y me apresuré a ayudarlo.

—Que conste que se ha empeñado en llevarlo él —se defendió Jaime. Entonces levantó los brazos para mostrarme una botella de vino—. Pero así he podido traer esto —bromeó.

Jaime había sido uno de mis mejores amigos antes de que empezara a salir con mi hermana. Ella había cumplido esa historia de enamorarse platónicamente y salir con el amigo del hermano mayor, en este caso hermana, pues yo siempre me había llevado mejor con los chicos que con las chicas. Jaime era —y seguía siendo— uno de los chicos guapos del barrio. Su cabello tirando a rubio y sus ojos claros le dotaban de un aspecto inocente y encantador, y eso no le pasó por alto a Diana. Me emocionó mucho descubrir que se habían enamorado, ya que quería a Jaime como si fuera de la familia y sabía que sería un buen hombre para ella.

Fuimos hasta el salón y dejamos el cuadro en el suelo. Mi padre me instó a desenvolverlo. Exclamé sorprendida, pues era precioso. Al fondo se veía un faro, un acantilado y un cielo azul claro por el que se extendían un par de nubes que parecían de algodón. Un camino serpenteaba desde el faro hasta el extremo derecho del cuadro. En él, una muchacha con un sombrero de ala ancha y un vestido que ondeaba al viento caminaba de espaldas al espectador.

—Me encanta, papá. Quedará genial aquí, en el salón —dije con sinceridad y añadí, porque sabía que aquella preciosidad era obra de Carmen, que pintaba en sus ratos libres—: ¿Y esa mujer por qué no se dedica a esto?

—Nada, solo es un pasatiempo —le restó importancia, aunque vi en sus ojos un inusual brillo de orgullo… y algo más.

Mi hermana y yo nos miramos con disimulo y sonreímos. Ay, que nuestro padre se había enamorado…

—¿Por qué no nos enseñas cómo ha quedado el resto del piso? —propuso ella—. El salón está muy chulo —opinó, paseando la vista por los muebles. No me habían salido muy caros y me encantaban. Yo misma había pintado las paredes de color salmón, uno de mis tonos preferidos, que me parecía cálido y me inspiraba tranquilidad.

Jaime tomó uno de los cojines de estilo étnico que reposaban en el sofá y lo levantó.

—Ha vuelto la hippy —bromeó, y todos nos reímos. Él también lo había sido un poco en nuestra época veinteañera, pero después se convirtió en un hombre trajeado.

Al principio a mi exmarido le pareció bien mi estilo, o quizá también me había mentido en eso, porque poco a poco me obligó a abandonarlo. El ático donde vivíamos era suyo y, nada más mudarme, me dejó claro que lo habían decorado sus padres y que no pensaba cambiar nada. A mí no me gustaba en absoluto porque me resultaba demasiado sobrio, pero jamás dije nada. Lo acepté, como hice con tantas cosas de las que después me arrepentí.

Los acompañé a mi dormitorio, pequeño pero agradable, con una ventana que daba a la calle por la que entraba mucha luz. Luego pasamos al baño, diminuto, pero lo había reformado y había quedado muy bien. Les mostré la habitación con la librería; todos soltaron exclamaciones de sorpresa y yo me enorgullecí del buen trabajo. Por último, entramos en la cocina, que era el espacio más grande del piso. Ese había sido uno de mis requisitos al buscar casa, junto con un trastero en el que dejar mi bici, uno de mis bienes más preciados.

Saqué unas copas y las dispuse en la mesa de la cocina. Jaime descorchó la botella y nos sirvió.

—Siento no tener nada para picar, pero no me ha dado tiempo de hacer la compra —me disculpé.

—¡Brindemos! —exclamó mi hermana levantando su copa. Todos la imitamos—. Por Tina, para que siempre nos muestre esa sonrisa que lleva ahora pintada en la cara.

Me eché a reír. Entrechocamos las copas y bebimos. El vino estaba muy bueno; a Jaime siempre se le había dado bien elegir vinos.

—Estoy muy contento, pecosita —dijo mi padre. Desde pequeña me llamaba así porque yo, a diferencia de Diana, tenía el puente de la nariz lleno de pecas y otras adornaban mis mejillas. En realidad, no nos parecíamos en mucho más que en el hoyuelo de la barbilla. Ella había salido más a mi padre, con su cabello oscuro y su piel aceitunada, y yo a mi madre, una castaña clara tirando a rubia de piel pálida—. Este sí va a ser tu hogar.

—Sí, yo también lo creo —convine deslizando la mirada por esa cocina que tanto me había gustado nada más verla. Me imaginaba en ella preparando todo tipo de comidas, dulces y postres.

Charlamos un poco sobre el trabajo de Jaime, pues llevaba un tiempo esperando un ascenso que parecía no llegar. Mi padre nos puso al día sobre sus ideas para cuando se jubilase, aunque le encantaba su puesto.

—¿Y tú, Tina? ¿Qué vas a hacer? —me preguntó Diana.

En ese momento no necesitaba dinero desesperadamente, ya que había vendido a muy buen precio el ático del barrio de Salamanca y mi nuevo piso costó bastante menos. Aun así, mi terapeuta me recomendó que buscase un empleo. Yo había estudiado Magisterio y, antes de dejar de trabajar, había sido maestra en una escuela. Podía volver a intentarlo, por supuesto, porque fue mi gran pasión, pero lo cierto era que sentía que retornar a ese trabajo me traería malos recuerdos.

—¿Has pensado sobre lo que te dije, hija? —intervino mi padre.

—Sí, un poco…

Un amigo de mi padre tenía una librería y había hablado con él porque buscaba a una persona que le ayudara. Toda mi familia sabía de mi gusto por la lectura, que me había inculcado mi progenitor desde pequeña. Él pensó que trabajar en un lugar como ese, rodeada de libros, podría ser una buena oportunidad. Sin embargo, yo nunca me había dedicado a eso y no tenía claro que supiera hacerlo.

—Bueno, pues ya me dirás algo. Pero no tardes, pecosita, que Vicente no puede esperar mucho más.

Nos terminamos la botella de vino entre recuerdos de la infancia y muchas risas. Diana me preguntó por los vecinos, movida por la curiosidad.

—Las veces que estuve aquí para la reforma y para pintar apenas vi a nadie. Imagino que cada uno va a lo suyo. En el primero hay una pareja joven con un bebé de un año o así y creo que también una familia. En el segundo solo hay un piso ocupado y vive una señora mayor que tendrá unos setenta y pico u ochenta años. Me la he encontrado en un par de ocasiones y es un encanto. Se llama Rosario.

—¿Y aquí enfrente? —cotilleó mi hermana.

—La verdad es que no lo sé… No he visto a nadie. —Me encogí de hombros.

—Seguro que estarás genial. Este es un buen barrio —opinó Jaime.

—Y oye, que yo venía hoy a proponerte otra cosa. —Esa era Diana. Arqueé una ceja. Sus propuestas a veces me daban miedo.

—¿El qué?

—¡Irnos a cenar a un buen restaurante y luego de fiestorro! —exclamó emocionada.

—Si quieres ir a cenar, sí. Podemos ir los cuatro y…

—Yo estoy algo cansado —se excusó mi padre, aunque me pareció solo eso, una excusa.

—Y yo tengo el cumpleaños de un amigo —explicó Jaime.

—¡Os habéis compinchado los tres! —me quejé.

—Vamos, Tina, hace muchísimo que no sales. —Diana se acercó a mí y me tiró del brazo como una niña pequeña—. Lo pasaremos bien. Vamos donde tú quieras. En serio, elige tú.

Me reí, sacudiendo la cabeza. Me sentía agotada después de la mudanza, pero al final Diana se saldría con la suya. También estaba el hecho de que ya casi ni recordaba lo que era salir de fiesta. Quizá, después de todo, sería divertido. Siempre lo había sido con Diana.

—Pecosita, hazle caso a tu hermana. Te vendrá bien airearte. —Mi padre me miró con un gesto de cariño.

Al poco rato él y Jaime se marcharon y Diana me empujó al cuarto de baño para que me duchara. Cuando salí, estaba en el dormitorio con un montón de ropa encima de la cama.

—¿No tienes nada sexy?

—Diana, solo vamos a ir a un restaurante y a tomar algo. ¿Qué más da la ropa?

Alzó las manos en señal de paz y me permitió elegir: una blusa blanca sin mangas y una falda larga de color beis. En los pies, unas sandalias. Parecía que mi hermana quería decir algo, pero se contuvo. Para ella la moda era importante, siempre iba muy guapa y arreglada. Ese día se había puesto un vestido rojo a media pierna y unos tacones negros. Cuando terminé de vestirme, me llevó al cuarto de baño, buscó la plancha de pelo y me hizo unos cuantos tirabuzones y también ella se moldeó algunos. Me pintó la raya de los ojos, me puso máscara de pestañas y se decantó por un labial rojo. Yo me dejé hacer con una sonrisa.

—¿Te acuerdas de lo que me gustaba maquillarte cuando era pequeña? —me preguntó.

—Lo echaba de menos —reconocí, un tanto nostálgica. Noté que me escocía la garganta.

—Oh, cariño. —Diana también se emocionó y me abrazó. Luego echó un vistazo a su reloj de pulsera—. ¡Venga, vamos, que tengo reserva a las nueve!

—¿No se suponía que elegía yo? —le recordé con los puños en las caderas. Ella se encogió de hombros y pestañeó, inocente, como hacía también de niña.

Tres horas después, a medianoche, mi hermana y yo nos encontrábamos en uno de los locales de moda de Madrid, el Liberty Supper Club, en la calle de Ponzano, situada en el distrito de Chamberí. Yo no tenía ni idea de que existía ese lugar, pero Diana se conocía casi todos los sitios donde hubiera marcha. Me impresionó la cantidad de locales que había en esa calle y le dije:

—Pobre la gente que viva aquí, con todo este jaleo.

Ella me miró de hito en hito, como si no me entendiera. En eso también éramos muy distintas: yo prefería la tranquilidad y ella, el barullo. Quizá por eso vivía con Jaime en la zona más activa de Malasaña.

Primero cenamos en uno de los múltiples restaurantes de la zona. Se llamaba Toque de sal y me pareció que la conocían bastante. Me explicó que solía ir con sus amigas. Presentaba una decoración elegante en tonos burdeos, de aire francés, y lo cierto era que la comida estaba buena. Dejé que Diana escogiera: croquetas de pollo al curri, ensalada de brócoli de Navarra y steak tartar, todo para compartir. Una vez terminada la cena, tras los cafés, fuimos a dar un paseo y un rato después nos detuvimos delante de un club.

—Una copa y un bailoteo y nos vamos, ¿vale? Te lo prometo, hermanita. —Siempre que quería pedirme algo me llamaba así, a pesar de ser yo la mayor.

Durante la cena empecé a sentirme cansada, y Diana era de las que podían bailar hasta el amanecer. A pesar de mi fatiga, eché una mirada al local y me invadió un cosquilleo de emoción. ¡Por fin salía de nuevo a donde quería y con quien me daba la gana! Dentro se oía el tipo de música que le gustaba a Diana. Recordé las ocasiones en las que habíamos salido juntas de fiesta y comprendí que le apetecía rememorar aquellos tiempos. Y a mí, en el fondo, también.

Una vez dentro, Diana me explicó a grito pelado —debido a la música— que, desde mediados de su época universitaria, había pasado mucho tiempo allí con las amigas.

—¡Hace un montón que no vengo! A lo mejor hasta me encuentro con alguno de mis antiguos ligues. Si yo te contara, una vez en los baños de aquí…

—¿En esa época no estabas ya con Jaime?

—No, no, con Jaime empecé a salir en serio casi a finales de la carrera, ¿recuerdas?

Por aquel entonces yo ya no tenía con Mario la relación idílica del principio. Apenas salíamos juntos porque a él no le gustaba que hubiera otros hombres cerca, pero él sí que iba a donde le daba la gana, por supuesto… Noté un pellizco de rabia en el pecho mientras seguía a mi hermana por la pista, que me guiaba a la parte de arriba, donde pinchaban reguetón.

Y allí nos encontrábamos una hora después, sentadas a una mesa con un cóctel cada una. Diana no paraba de lanzar miradas a la pista, y yo sabía que se moría de ganas de bailar, a pesar de que ya nos habíamos tirado al menos cuarenta y cinco minutos moviendo las caderas. La animé un par de veces a que regresara, pero ella me aseguró que, si no la acompañaba, no iría.

—Me duelen un montón los pies, Diana —le dije componiendo un gesto de dolor. Ella se rio y alzó una pierna para enseñarme sus taconazos—. Bueno, con eso que llevas tú es que no podría ni haber dado dos pasos… —La acompañé en sus risas.

—Estás desentrenada, hermanita. Pero ya verás, unas cuantas salidas más conmigo y rejuveneces diez años.

—¿Estás llamándome viejuna?

En ese momento, Diana vio a alguien que conocía y se levantó chillando. Un par de minutos después regresó con tres chicas sonrientes, a las que me presentó como antiguas compañeras de facultad.

—¿Ves? Lo que te decía, que aquí iba a encontrarme a viejos conocidos —me gritó al oído.

Las chicas nos propusieron ir a la pista. Mi hermana me miró y yo volví a negar con la cabeza. Ella se disculpó con las otras y, cuando se despidieron, le dije:

—Anda, Diana, ve a bailar. Te espero aquí con mi cóctel y con mis pies de abuela.

Me miró con una sonrisa en el rostro.

—Un par de canciones y nos vamos.

—¡Corre a mover las caderas!

Diez minutos después me sentía un poco aburrida. No me gustaba mucho aquella música y había terminado el cóctel. Era tarde para escribirle un mensaje a mi padre y Jaime estaría con sus amigos. En ese momento fui consciente de que no me quedaban amigas, aunque nunca tuve muchas. Tampoco podía echarle la culpa de todo a Mario… ¿O sí? ¿No había sido yo la que me había dejado manipular? ¿La que se había ido alejando de sus amistades porque a él no le parecían buenas? Mi terapeuta me aseguró que la culpa era de él y solo de él, que yo había sido una víctima y que había muchas como yo. No obstante…

—¿Puedo invitarte a otra copa?

Una voz masculina me sacó de mis pensamientos. Alcé la mirada y me topé con un hombre quizá unos años menor que yo. Giré la cabeza a un lado y a otro, buscando a alguien más, pero caí en la cuenta de que me hablaba a mí.

—No, gracias… Espero a alguien —respondí con una sonrisa intentando no parecer desagradable.

—¡Claro que le apetece! —Mi hermana salió de la nada justo en ese instante. Le lancé una mirada mortífera que ella ignoró—. ¿Por qué no le traes un mojito?

El chico, algo sorprendido, asintió y desapareció de nuestra vista. Yo me levanté y cogí a mi hermana del brazo, enfadada.

—¿Qué haces, Diana?

—Tina, ¿cuánto hace que no estás con un tío? —Me acarició la mejilla. La pobre iba contentilla, y cuando se ponía así no había quien la parara—. Tontear un poco te subirá la autoestima. Y no está nada mal, tiene un buen culo…

No había pensado en coquetear con nadie, estaba totalmente desentrenada. Habían pasado muchos años desde que era yo la que se lanzaba a hablar a los hombres. Y otros pocos desde que mantuve una conversación larga con alguno de ellos. Aun así, mi hermana llevaba algo de razón. Tal vez me ayudara con mi autoestima, y me había fijado en que el chico no estaba nada mal. Había salido de una relación tóxica, pero tenía ojos en la cara y no era tonta. En ese momento reapareció el chico con sendas copas. Me tendió una y luego miró a Diana con una sonrisa apretada.

—En un rato vengo, ¿vale? —Ella me besó en la mejilla—. ¡Hasta luego!

El desconocido y yo nos quedamos solos y nos mantuvimos en silencio unos minutos que a mí se me hicieron muy largos. Hice amago de abrir la boca para preguntarle algo, pero al final empezó a hablar él. Me dijo que se llamaba Fran y que trabajaba como entrenador en un gimnasio para terminar de pagarse el máster que estaba estudiando. Tenía veintiséis años, un yogurín para mí. Diana estaba en lo cierto, pues sentí que me satisfacía saber que continuaba atrayendo a los hombres. Me animé a hablarle de mí… o más bien de mi vida anterior a los fatídicos años de sometimiento. Mentí un poco, pero pensé que no pasaba nada porque no iba a volver a ver a aquel chico.

Al cabo de un rato reparé en que Fran se había arrimado más. Comenzó también a hablarme más cerca, tanto que podía apreciar el aroma de la menta en su aliento. Traté de notar algo, de experimentar atracción, pero no sentí nada. El cabrón de Mario me había dejado vacía. Me dije que lo único que sucedía era que eso no se podía forzar, que no tenía nada que ver con lo otro. Mi terapeuta me explicó que era normal perder algo de deseo sexual después de una relación de ese tipo, pero que poco a poco volvería a recuperarlo.

—¿Tienes algo que hacer después? —me preguntó Fran, arrancándome de mis pensamientos.

—¿Cómo? —Pestañeé, confundida.

—¿Te apetece que vayamos a mi casa? O quizá a la tuya… Yo comparto piso y a lo mejor eso te incomoda…

Entendí lo que me proponía. Esbocé una sonrisa. Unos cuantos recuerdos acudieron a mi cabeza, trayendo aromas, susurros, colores, sensaciones. Fran se acercó todavía más, quizá pensando que mi sonrisa era un sí. Caí en la cuenta de que iba a besarme. Sus labios, entreabiertos, estaban muy cerca. Me eché hacia atrás, pues, aunque el chico era atractivo y simpático, no me atraía. Él me miró unos segundos, confundido. Por unos instantes creí que se cabrearía, que me soltaría algún insulto, pero lo que hizo fue reírse y bromear:

—Joder, menuda cobra me has hecho.

Sacudí la cabeza, algo avergonzada. Él también lo parecía. Nos levantamos al mismo tiempo.

—Oye, perdona… Me pareció que habíamos conectado. Siento si te he incomodado —se disculpó.

Pero sus palabras resonaron en mi mente: «Me pareció que habíamos conectado». Me despedí de él y me dirigí a la pista, buscando a mi hermana. La encontré al fondo, bailando con las otras chicas. En cuanto me vio, dejó a las amigas y corrió hacia mí. Me abrazó y me preguntó si estaba bien.

—Tranquila, Diana. —Sonreí—. Lo único que ha pasado es que el chico ha intentado besarme y yo lo he evitado. No me apetecía ni me gustaba lo suficiente.

Una vez en el taxi, no abrimos la boca. Yo estaba llena de recuerdos que me provocaban un pequeño pinchazo en el pecho. Paramos primero en mi piso y, antes de apearme, Diana me cogió de la mano y me miró con preocupación.

—Dime que te lo has pasado bien —me rogó.

—¡Pues claro que sí! No te preocupes tanto por mí, que soy mayorcita. ¡Debería ser yo la que te cuidara! —La besé en la mejilla. Ella me observó con sus bonitos ojos—. Él ya no tiene ningún poder sobre mí.

Sin embargo, cuando me acosté en la cama me di cuenta de que, a pesar de ser libre, aunque había conseguido romper con las cadenas, todavía había muchos recuerdos que pesaban.

Capítulo 2

2

Diez años antes…

Tina bailaba sin pensar en nada; sostenía un botellín en las manos. Las gotas de sudor se deslizaban por su espalda, frente y pecho, pero le gustaba tanto la canción que sonaba en ese momento que no le importaba. Ese local era uno de sus favoritos en Madrid, el Bar Gris, un bar de copas alternativo en Chueca. Ponían indie, postpunk, new wave y tecnopop, y el ambiente siempre estaba animado. Además, fue uno de los lugares de referencia durante la movida madrileña; ella no la vivió, aunque le habría encantado.

Las otras chicas y ella saltaban y gritaban al ritmo de Take me out de Franz Ferdinand. «I say don’t you know? You say you don’t know. I say… Take me out.» Algunos de sus compañeros la habían animado a que se les uniera ese sábado de 2008 para celebrar que estaban a punto de acabar la carrera. Se llevaba bien con todos los de su promoción, pero en especial con ese grupito. Tenían los mismos gustos y había buen rollo entre ellos. Las otras chicas decidieron ir a por otra copa y ella se quedó bailando.

Sin embargo, mientras balanceaba las caderas y sacudía la cabeza al ritmo de la música, notó una presencia a su lado y enseguida supo quién era. Giró la cara y se topó con Óscar, uno de sus compañeros con quien ya no tenía tan buen rollo. Al principio habían mantenido una estupenda relación, congeniaron muy bien. A ella le llamaron la atención sus rastas y su pirsin en la lengua. Se atraían y al final pasó: a mitad de carrera se enrollaron. Óscar siempre le había caído fenomenal, pero ella no buscaba más en esos momentos. Estaba centrada en los estudios y en los cursos de repostería que iba compaginando. Pero él quería más y, al parecer, no pensaba darse por vencido, porque a la mínima oportunidad intentaba algo. Le seguía gustando, pero Tina ya no sentía la misma atracción que al principio. A decir verdad, su insistencia la echaba para atrás y le quitaba las ganas de iniciar cualquier nuevo acercamiento.

—¿Te traigo otra cerveza? —le preguntó al oído.

Ella negó con la cabeza y siguió a lo suyo, centrándose en la canción de Franz Ferdinand. Óscar se le arrimó más en lugar de retirarse y comenzó a moverse muy pegado a su cuerpo. Tina se apartó un poco, pero él la tomó por la cintura y la atrajo hacia él. Su sonrisa bobalicona era señal inequívoca de que había bebido bastante.

—Venga, tía, no te hagas la estrecha.

—No me hago la estrecha, Óscar. —Apoyó las manos en el pecho de él y lo empujó con suavidad—. Me apetece bailar sola.

—Antes te encantaba bailar conmigo —continuó, sujetándola otra vez por las caderas.

Tina esbozó una sonrisa sarcástica y se removió para que la soltara, pero él la apretó aún más.

—Las cosas cambian —le contestó.

Ladeó el rostro con la esperanza de que alguno de sus compañeros le echase una mano. Los chicos estaban en un rincón de la barra charlando emocionados sobre algo y no le prestaban atención. No se veía a las chicas por ninguna parte, quizá habían ido al baño.

Notó el rostro de Óscar muy cerca del suyo y compuso una mueca de disgusto. Lo empujó una vez más. Podría haberse largado, pero no quería darle la satisfacción de salirse con la suya. Quería que la dejara en paz y punto.

—Por actitudes como esta no me apetece bailar contigo ni otras cosas —le dijo molesta.

Él la miró cabreado y, justo cuando intentaba apresarla de nuevo, Tina oyó una voz masculina a su espalda.

—¿Está molestándote?

—Tío, pírate —replicó Óscar con mala cara—. Nadie te ha dado vela en este entierro.

En ese instante apareció el dueño de la voz. Tina se lo quedó mirando sorprendida: el cabello castaño muy bien peinado, la cara afeitada y la mandíbula fuerte, una camisa azul impoluta y sin una arruga, y unos pantalones de color marrón claro. No pintaba nada en aquel ambiente ni era el tipo de chico que le atraía, pero no pudo evitar sentir un cosquilleo en el estómago cuando él giró la cabeza y la miró con unos increíbles ojazos color miel.

—¿Te está molestando este gilipollas? —le preguntó.

—¡¿De qué vas?! —Óscar le dio un manotazo en el hombro y el desconocido se encaró con él, propinándole un fuerte empujón que lo dejó con la boca abierta.

—¿No te das cuenta de que la chica no quiere bailar contigo?

—¿Y tú qué cojones vas a saber? —Óscar la señaló con la palma de la mano abierta—. ¡Esta tía me ha comido la polla un montón de veces!

—Ya querrías tú —le contestó el otro.

Tina pensó que toda aquella situación acabaría en pelea. Lo notaba en la respiración agitada de Óscar y en su orgullo de macho herido. El desconocido era bastante más alto y fuerte y, aunque su compañero no la hubiera tratado muy bien en los últimos tiempos, no quería que le pasara nada.

—Está bien. Él ya se iba. ¿A que sí, Óscar? —Lo miró con los ojos muy abiertos, indicándole en silencio que una retirada a tiempo era más rentable y segura.

Su antiguo ligue compuso una mueca de disgusto y dudó unos segundos, pero pareció pensárselo mejor, porque sacudió una mano y se marchó, no sin antes dedicarle un «pijo de mierda» al desconocido.

—¿Me ha llamado lo que creo? —inquirió este, con gesto sorprendido y una sonrisa burlona.

Tina se encogió de hombros. Se sentía extraña, repleta de una electricidad que empezaba en los dedos de los pies y le recorría todo el cuerpo, hasta las manos. No le gustaba que la defendieran ni que la trataran como a una damisela en apuros, pero notó una especie de desilusión cuando el chico inclinó la cabeza para despedirse. Aun así, se puso seria y volvió a bailar al son de la música. Segundos después sintió un toque suave en el hombro. Al darse la vuelta se encontró, una vez más, con él. Se emocionó, pero compuso su mejor cara de póquer.

—Oye, no me has dado ni las gracias —dijo él.

—¿Y por qué debería dártelas? —replicó ella, con las manos apoyadas en las caderas.

Llevaba una minifalda de color azul con cintura elástica y, arriba, un top negro sin mangas. No le pasó por alto cómo la miraba, sobre todo las piernas, de las que siempre se había sentido orgullosa.

—Es de personas educadas, ¿no? Te he quitado a un moscón de encima —respondió él.

—No te he pedido que lo hicieras. En realidad, podría habérmelas arreglado solita. No necesito un caballero andante.

—¿Así que eres de esas? —inquirió el desconocido, mirándola con gesto divertido.

—¿Perdona?

—Sí, de las que predican que no necesitan que un tío las salve, pero su película favorita es Pretty Woman.

—En realidad no. Prefiero las películas de terror, en las que una psicópata se obsesiona con un hombre al que conoce en una discoteca y le hace la vida imposible.

—¿Quieres decir que eres una de ellas? Entonces mejor me retiro, ¿no? —Levantó las manos, como en señal de paz.

—Vaya, resulta que solo te atreves con los moscones —ironizó ella.

De algún modo, le estaba gustando el jueguecito, ese tira y afloja que se había creado. Él la observó con descaro, recorriendo su rostro con esos ojos que le habían llamado tanto la atención. Pensó que se parecía un poco al actor Álex González, al que había visto en series como UPA Dance y Cuenta atrás y se había prendado de su mirada, tan similar a la del hombre que tenía delante. Eso sí, este era más pijo. Porque Óscar podía ser todo lo que quisiera, pero había dado en el clavo: ese chico tenía pinta de niño de papá. Tina lo ignoraba, pero en ese momento no podía apartar la vista del desconocido. Era un reto de miradas y fue consciente de que su cuerpo reaccionaba.

—A lo mejor me va el riesgo —continuó él. Sorprendiéndola, adelantó una mano y se presentó—: Mario.

—Soy Tina.

—¿Cristina? —quiso saber él.

Ella negó con la cabeza y contestó, dándose cuenta de que había empezado a coquetear:

—Tendrás que descubrirlo.

Mario le dedicó una sonrisa «encantadora». Aquella era la palabra exacta. Poco después también pensaría que todo en él era encantador, hasta que le fue mostrando su auténtica cara.

—¿Puedo invitarte a algo? O tal vez prefieras invitarme tú a mí… —respondió él, siguiendo el juego que habían iniciado.

—Pídeme una cerveza y te la pago cuando vuelvas. —Tina se movió un poco con la música—. Te espero aquí.

Él asintió y se dio la vuelta, no sin antes lanzarle un par de miradas más que le provocaron una calidez insólita en el bajo vientre. Madre mía, nunca había experimentado nada igual: una atracción irresistible, una química increíble. Y con alguien con el que, al menos a simple vista, no parecía tener nada en común. Mientras él esperaba en la barra, se dedicó a mirarlo con disimulo, pues en algún momento se había girado, quizá para comprobar si seguía esperándolo. La verdad era que tenía un buen cuerpo y un espléndido trasero. Esa camisa ajustada le quedaba bien. No pudo evitar imaginarse lo que escondería y se le dibujó una sonrisa. Mario se acercó en ese instante con dos botellines de cerveza y la pilló.

—¿Me he perdido algo divertido? —preguntó, tendiéndole uno.

Ella le cogió la birra e hizo amago de sacar unas monedas del bolsillo, a lo que él negó con la mano.

—Ahora en serio, me gustaría invitarte.

Tina no dijo nada; solo dio un trago a la cerveza y reparó en cómo volvía a mirarla. Sin duda, también le atraía.

—¿Y qué haces aquí? ¿Te has equivocado de metro y has acabado en este local? —bromeó ella.

—Imagino que no pego mucho en este ambiente, ¿no? ¿Debería hacerme rastas?

Tina se echó a reír, bebió de nuevo y se pasó la lengua por los labios para quitarse la humedad. Mario le dedicó una intensa mirada.

—Venga, ¿no vas a contarme cómo has llegado hasta aquí?

—Estoy de despedida, y ya sabes cómo son esas cosas.

—¿No eres muy joven para casarte? —indagó ella medio en broma medio en serio. Para cotillear…

—Se casa mi primo Sergio. Si de repente ves a un tío vestido de animadora no te asustes, es él. Los he perdido hace un rato, cuando he decidido salvarte —la pinchó.

Abandonaron la pista y se instalaron en un rincón de la barra para seguir charlando. Él tenía dos años más que ella, veintitrés, y acababa de licenciarse en Arquitectura. Tenía pensado entrar en el prestigioso estudio de su padre, uno de los mejores de Madrid (se habían ocupado de los proyectos de gran parte de los edificios lujosos del barrio de Salamanca). Hijo único de una familia millonaria. De hecho, por sacarse la carrera con excelentes notas, su padre le había regalado un ático en el barrio de Salamanca. Aun así, tampoco le pareció el típico rico prepotente y engreído.

—Entonces mi compañero llevaba razón —apuntó ella, riéndose.

—¿En qué?

—En que un poco pijo sí que eres.

Él se puso serio, y ella se preguntó si el comentario le habría molestado. Al final Mario también se rio y asintió con la cabeza, resignado. Hablaron un poco más acerca de sus distintas aficiones: a ella le encantaba leer y él era un apasionado del esquí. Tina reconoció que no tenía ni idea de esquiar y él admitió que nunca había leído el Quijote, ni siquiera cuando se lo pusieron como lectura obligatoria en el instituto.

—¿Te apetece que bailemos un poco? —le propuso Tina al cabo de un rato.

Era una estrategia: Mario le atraía cada vez más y supuso que en la pista sería más fácil provocar un acercamiento.

Él aceptó, así que lo tomó de la mano para llevarlo hacia allí. Vio la cara molesta de Óscar cuando los descubrió juntos y Tina esbozó una sonrisa que le duró hasta que llegaron a la pista de baile. Mario se la devolvió sin saber a qué se debía.

—Tendrás que enseñarme a bailar esto.

—Tú muévete y ya está —le animó, al tiempo que pensaba que también le gustaría enseñarle otras cosas.

Ella empezó a sacudir las caderas y a pegar saltitos, y se emocionó aún más cuando sonó Enjoy the silence de Depeche Mode. Al principio, él se movía algo desacompasado, pero poco a poco le cogió el truquillo y Tina se dio cuenta de que bailaba de una forma bastante sensual. Le echó cara y se acercó un poco más a él, mientras cantaba:

—«All I’ve ever wanted, all I’ve ever needed is here in my arms. Words are very unnecessary…»

Le pareció que aquellas estrofas encajaban con el momento. Se atrevió a apoyar las manos en los hombros de Mario y él la miró con cara divertida, pero también con algo que Tina no dudó de que era deseo. Se apuntó un tanto cuando la rodeó por la cintura con las manos. Se acercaron más, sin dejar de bailar al ritmo de la música. Tina clavó los ojos en los de él y le sonrió, un poco agitada por el baile y por otros motivos. Se excitó al notar ese cuerpo tan cerca, los músculos de los brazos de Mario tensándose. Había química entre ellos, una química brutal. Segundos después, ocurrió: él la besó. Al principio lo hizo de manera tímida, como ella, pero a continuación abrieron las bocas y comenzaron a comerse con un deseo incontenible.

Tina no supo cómo acabaron en un rincón del local, ella apoyada contra la pared mientras Mario la besaba con un hambre feroz, con sus masculinas manos por todas partes. Agradeció el volumen de la música, porque de ese modo nadie escucharía los gemidos que no podía controlar. Había tenido un novio, pero nada serio, y un par de rollos entre los que se contaba Óscar. Pero ninguno la había hecho sentir como Mario, tan deseada, tan excitada, tan dispuesta a entregárselo todo. Y se marcharon a casa de él.

Nunca se había acostado con alguien nada más conocerlo. Así se lo hizo saber, después de experimentar un maravilloso orgasmo que la hizo gritar como una loca.

—Yo tampoco —reconoció Mario, tumbado en la cama, mientras ella le acariciaba el abdomen desnudo.

Al verlo sin ropa, se quedó sin palabras. Era muy atlético, con una espalda ancha y fuerte en la que había clavado sus uñas mientras él se introducía muy dentro de su sexo, arrancándole jadeos y gemidos. Habían follado como animales. Sí, eso era lo que habían hecho: el pijo la había penetrado y la había hecho gozar como ningún otro. Sabía dónde acariciarla, el punto exacto donde besarla. Le había susurrado palabras obscenas al oído y le había encantado. Y después del maravilloso sexo, además era tierno. ¿Podía pedir más?

—¿Has tenido muchos ligues, Tina? —quiso saber Mario.

—No muchos… pero tampoco he sido una monja —contestó riéndose. Le pareció que el comentario no le había hecho gracia. No le gustó la sensación que le produjeron sus cálidos ojos tornándose fríos, e hizo algo que nunca había hecho: intentó subirle la autoestima, complacerle en su orgullo de hombre—. Si te digo la verdad, nunca había disfrutado como esta noche… —le susurró con voz seductora. Pero tampoco le gustó la sensación que le provocó.

Pero se olvidó de todo cuando Mario sonrió y le susurró:

—Me parece que hemos conectado, ¿no?

Volvieron a follar un rato después y experimentó lo mismo; quizá fue incluso mejor, porque estaban más calmados y tuvieron tiempo de oler sus pieles, saborearlas, apreciar cada gesto del otro.

Tina se despertó al día siguiente en el enorme ático del barrio de Salamanca, el mismo al que tiempo después se mudaría y donde comenzaría a abandonar su vida, y también a sí misma.

Pero esa mañana de hacía diez años, cuando él apareció en el dormitorio con la bandeja del desayuno, solo pensó que, a pesar de lo distintos que eran, no le parecía descabellada la idea de enamorarse de alguien como Mario.

Tan encantador. Tan dulce. Tan atento. Tan magnífico en la cama.

Un lobo con piel de cordero. Un encantador de serpientes.

Capítulo 3

3

Me estaba poniendo las sandalias más cómodas que tenía cuando vibró el móvil. Estiré el cuello para ver la pantalla: «Papá». Esbocé una sonrisa y, al descolgar, pulsé el altavoz para hablar mientras seguía arreglándome.

—Buenos días, pecosita. ¿Lista para tu primer día?

Sonreí. Para mi padre, siempre seríamos sus niñas. Y no podía reprochárselo, ni tampoco me molestaba, porque lo adoraba y me gustaban sus mimos.

—Lo dices como si fuera una cría en mi primer día de cole.

Me levanté de la cama y me acerqué al armario para mirarme en el espejo. Volvía a tener el pelo largo y decidí hacerme una coleta.

—Claro que no, pero es el primer día en tu nuevo trabajo y quería darte ánimos.

—Gracias, papá. Seguro que será genial.

Hacía semanas de mi salida con Diana. Ella se sintió culpable, pero le insistí en que no le diera más vueltas al asunto. Simplemente, la situación me trajo malos recuerdos, pero me convencí de que podía superarlo todo y conseguí animarme. Mi nuevo piso había ayudado. Me encantaba sentarme a leer en el estudio, en esa butaca tan mona y cómoda. También pasaba horas en la cocina preparando nuevos platos e invitaba a mi familia a que vinieran a probarlos o les decía que se acercaran a recogerlos. Había descubierto un lugar precioso muy cerca de casa, el Jardín del Príncipe de Anglona. Tenía unos bancos de piedra en los que era maravilloso sentarse a leer.

Y lo más importante: había aceptado trabajar en la librería. Días antes mi padre me acompañó a conocer al propietario. De camino me contó más sobre él: lo amable que era, lo mal que lo había pasado con la muerte de su mujer y la frustración al ver que la librería no marchaba bien, a pesar de su excelente ubicación (muy cerca de La Casa Encendida).

—No sabe cómo podrá llevar el negocio… Antes de que Marta falleciera, él se encargaba de la contabilidad, pero ella era el alma de la librería. ¡Tenía magia, de verdad! Entrabas y, en cuanto se acercaba con su sonrisa y sus cálidos ojos, sabías que saldrías de allí con un buen libro. Cada vez que venía por el barrio, tenía que pasarme por la librería. Soy cliente desde hace diez años y así me hice amigo de Vicente; por eso me da pena esta situación.

—¿Y no crees que debería contratar a alguien más preparado que yo? —pregunté, algo nerviosa.

—Hija, si yo no confiara en ti, no te habría recomendado. Así os ayudo a los dos. Tú siempre has tenido una relación especial con los libros y sé que podrás transmitir ese sentimiento a los clientes.

Reconozco que mi padre sabía darme ánimos. Nada más conocer el nombre de la tienda me enamoré: El desván de los sueños. Me parecía que en esas palabras se concentraba la esencia del lugar. Era una de esas antiguas librerías con encanto, ni muy grande ni muy pequeña, en la que podías encontrar desde clásicos hasta los best sellers del momento. También había un rincón para libros de segunda mano que enseguida supe que se convertiría en mi favorito. Detrás del mostrador partía una escalera de caracol que subía al pequeño despacho del dueño. Me pregunté cómo era posible que aquel lugar tan maravilloso no funcionara.

Don Vicente también me gustó. Mediría un metro noventa y estaba bastante gordinflón. Tenía el pelo blanco y una larga barba cana. Me recordaba a Santa Claus, con mofletes sonrosados y mirada bondadosa. Aquella mañana me enseñó la librería y me puso al día de algunos asuntos para que los tuviera en cuenta cuando empezara a trabajar.

—Nunca he sido un gran lector, ¿sabes? Esa era mi mujer. Ella se empeñó en abrir la librería y yo, que estaba enamorado como un tonto, la ayudé a cumplir su deseo —me explicó mientras tomábamos una taza de café—. Pero la verdad es que no me arrepiento. Aquí he pasado los mejores años de mi vida, siempre con ella.

Días después me preparé para emprender una nueva aventura en mi vida, o al menos eso pensaba en aquel momento. En un principio trabajaría de lunes a viernes por las mañanas y tres tardes a la semana. Me pinté la raya de los ojos y me puse un poco de color en los labios. Me eché un último vistazo: un pantalón azul cielo suelto —me habría puesto falda larga, pero no era muy cómoda para ir en bici— y una blusa blanca.

—Papá, tengo que colgarte que voy a salir ya. Te llamo esta tarde para contarte qué tal me ha ido, ¿vale?

—Vale, pecosita. Te quiero.

—¡Y yo a ti!

Me dirigí al salón en busca de mi pequeña mochila de Parfois. Me la colgué a la espalda. Tenía que bajar al sótano, donde estaban los trasteros, para coger mi bicicleta. Me metí en el ascensor y me puse a escribir un wasap a mi hermana; las puertas se abrieron y me preparé para salir. De pronto, choqué con alguien y, al levantar la vista del móvil, me topé con un hombre que llevaba una barra de pan. Me fijé en su cabello y barbita pelirrojos. Nunca lo había visto en la finca.

—Disculpa —dijo, y pulsó un botón.

No me dio tiempo a ver a qué piso iba, pero cuando quise darme cuenta yo ya estaba fuera del ascensor y las puertas se estaban cerrando.

—¡Menudas prisas! —murmuré, y luego caí en la cuenta de que no era el sótano sino el patio.

Opté por bajar por las escaleras para no perder tiempo. No quería llegar tarde mi primer día de trabajo. Mis pulseras tintinearon cuando salí a la calle. Hacía muy buen día; levanté la barbilla para que los cálidos rayos del sol me dieran en el rostro. Subí en la bicicleta muy animada y empecé a pedalear. Esta era una de las costumbres que quería mantener de mi otra vida: hacía que la sangre me corriera por las venas, que notase un cosquilleo agradable por el cuerpo cuando cogía velocidad. Me encantaba que el viento me diera en la cara, amaba sentirme viva y fuerte mientras pedaleaba. Y libre.

Todavía no había demasiado tráfico, pues las vacaciones de verano no habían llegado a su fin. Unos veinte minutos después vi el rótulo de la librería. Eran las nueve menos diez cuando me detuve con la bici delante del escaparate. Ya ponía abierto, por lo que supuse que don Vicente estaría dentro. Me bajé del sillín y me sequé el sudor de la frente. Desde luego, ese día iba ser caluroso. Mientras le ponía el candado a la bicicleta, noté que estaba un poco nerviosa. Era normal, llevaba tiempo sin trabajar. Cogí aire y me acerqué a la puerta. Una campanilla tintineó cuando la abrí. Era otra de las cosas que me habían encantado cuando visité el lugar antes de empezar a trabajar allí, además del mágico aroma que desprendían todas aquellas estanterías repletas de libros, en especial los de segunda mano. Recorrí la estancia con la mirada, pero no vi al dueño.

—¿Don Vicente? —lo llamé entrando en la tienda.

La madera crujió bajo mis pies. Avancé hasta llegar a la escalera. Subí los peldaños poco a poco y, cuando iba por la mitad, vi la estancia y al hombre sentado a la mesa, concentrado en el papeleo. Llevaba las gafas casi en el borde de la nariz, con lo que se parecía aún más a Santa Claus. Al darse cuenta de mi presencia, levantó la cabeza y esbozó una sonrisa, al tiempo que se quitaba las lentes.

—¡Tina! ¿Qué tal, has llegado bien? —me preguntó, amable. Yo asentí y le estreché la mano que me tendía—. ¿Quieres una taza de café? —Señaló la suya, que descansaba en la mesa.

—No se preocupe, he desayunado en casa.

—Debo terminar unas cosas por aquí. Si quieres, baja y ve encendiendo las luces y el ordenador. En un rato llegará el distribuidor con unos pedidos. Encárgate de recibirlo, ¿vale?

Asentí y me dirigí a la planta baja. Aún estaba nerviosa, pero que don Vicente me diera algo que hacer, me hacía sentir bien. Lo preparé todo y esperé. Después de media hora no había entrado nadie, así que, como me aburría, di una vuelta por la librería. Pasé unos minutos en la sección de grandes clásicos acariciando sus tapas duras. Por su aspecto, algunos eran ediciones muy antiguas. Luego me detuve en la zona de libros de segunda mano y hojeé un par de ellos, pensando cuál podría comprarme y cuál le gustaría a mi padre. Escogí una bonita edición de Cumbres borrascosas para él —le encantaba, y a mí me hacía sentir orgullosa— y yo elegí uno de Patricia Highsmith.

Poco después entró el distribuidor con varias cajas y don Vicente se asomó desde arriba para saludarlo.

—¡Qué bien acompañado estás, viejo listo! —exclamó el primero, con confianza.

Las carcajadas del librero resonaron por toda la tienda.

Me pasé un buen rato colocando los libros. No era tan fácil como pensaba y quería hacerlo bien. Además, me interrumpieron algunos clientes, aunque muy pocos se llevaron algo. En un par de ocasiones estuve tentada de orientarlos, pues no parecían tener claro lo que querían, pero no me atreví por si a don Vicente no le gustaba. A mediodía salió del despacho y observó las hojas de los pedidos y los estantes. Puso cara de satisfacción al comprobar que lo había hecho bien. Yo suspiré tranquila.

—Don Vicente, ¿le molestaría que yo aconsejara a los clientes sobre los libros que tienen que llevarse? —pregunté.

—Primero, no me llames «don Vicente», solo Vicente. Y segundo, ¿cómo va a molestarme? —Se echó a reír, sujetándose la prominente barriga—. Al contrario, muchacha, esa debería ser una de las principales tareas de tu nuevo trabajo. Tu padre me dijo lo mucho que te gusta leer y confío en que sabrás hacerlo y conseguir que vuelvan.

Esbocé una sonrisa. Me acordé de los libros que había cogido y se los enseñé. Él tomó el de Emily Brontë y acarició la tapa con cariño.

—Mi esposa lo adoraba. Me hablaba tanto de este maldito libro que al final me lo leí para que se callara. —Se humedeció los labios mientras se frotaba la densa barba.

—Es para mi padre —dije.

Me propuso comer juntos y yo acepté encantada. Fuimos a un bar que había cerca de la librería y pedimos el menú del día. Él me habló de su mujer, a la que se notaba que había querido mucho.

—Tendrías que haberla conocido. Era fantástica en lo suyo. Con solo cruzar un par de miradas con alguien, sabía lo que le gustaría leer. Muchos clientes venían por ella y, desde que se fue, ya no han vuelto. Lo comprendo, yo no soy igual. Ella tenía magia. —El hombre soltó un suspiro nostálgico y se bebió su café.

La tarde fue un poco más amena. Entraron varias personas y probé a poner en práctica lo que había hablado con don Vicente. Desde luego, yo no era su mujer, pero quería ayudarlo. Ese hombre me inspiraba ternura. Conseguí convencer a tres clientes de llevarse unos libros concretos y me sentí satisfecha. Poco antes de cerrar, se acercó a mí y me miró unos segundos en silencio.

—¿Qué crees que le falta a la librería para que funcione como antes? Además de Marta, claro.

Me emocionó que me lo preguntara, pues nunca me había dedicado a un negocio como ese. Eché un vistazo por la librería, rumiando.

—Deje que piense unos días y le hago una lista de ideas. ¿Le parece?

—Por supuesto, muchacha, haz lo que tengas que hacer —aceptó, un poco tristón, y me dio unas palmaditas en la espalda.

—Es que ahora está de moda el libro electrónico y muchísima gente lee en digital. Pero ya verá, entre los dos conseguiremos que El desván de los sueños vuelva a ser lo que era —intenté alentarlo, animada por su forma de tratarme y de contar conmigo, y él esbozó una ancha sonrisa.

Cuando cerré la puerta de casa, me di cuenta de que estaba agotada. Después de casi cinco años sin trabajar, tenía que volver a acostumbrarme. Me tiré en el sofá y telefoneé a mi padre.

—¿Cómo ha ido el día, pecosita?

—La verdad es que muy bien. Don Vicente es majísimo. Hemos comido juntos y me ha hablado de su mujer.

—Estoy seguro de que Marta y tú os habríais llevado bien.

—Me ha dejado bastante libertad, ¿sabes? Y me he sentido genial. Incluso me ha preguntado qué podríamos hacer para mejorar la situación de la librería.

Me despedí de mi padre con una sensación extraña. Me apetecía pensar en soluciones. Ser creativa. Ayudar. Intentar que El desván de los sueños volviera a estar lleno. Hacía tiempo que no me sentía tan activa, pero también estaba muy cansada y acabé durmiéndome en el sofá.

Me desperté sobresaltada y, durante unos segundos, no supe por qué. ¿Una pesadilla? Entonces descubrí que lo que me había sacado del sueño eran unos gritos que provenían del piso de al lado. De modo que sí que estaba habitado, aunque hasta ese momento no habían dado señales de vida. Curiosa, me acerqué a la pared. Después de lo vivido, cualquier grito o pelea me incomodaba. Sin embargo, cuando me di cuenta de lo que ocurría, suspiré aliviada. Eran un adulto y un niño, quizá padre e hijo, que discutían por la cena. Al parecer, el chiquillo no quería brócoli sino unos nuggets del McDonald’s. Sonreí al recordar mi época como maestra de Infantil, a todos aquellos pequeños con sus voces agudas y su cariño. En cierto modo, lo echaba de menos. No pude evitar entender al niño, pero también al padre, pues seguramente intentaba hacer lo mejor para el pequeño.

No se oía ninguna voz femenina. ¿La madre estaría trabajando?

Al cabo de un rato las voces se callaron y yo me quedé pensando que aquellas paredes eran demasiado finas. Aun así, no me importó. Me tranquilizaba saber que, al otro lado, había alguien.

Capítulo 4

4

Hugo, cómete el brócoli. —Era la tercera vez que se lo decía y el niño sacudió la cabeza de nuevo.

Suspiré y cogí el tenedor de mi sobrino, pinché la verdura y se la acerqué a la boca. El chiquillo apretó los labios y se retorció para que no pudiera meterle el bocado.

—¡Tienes que comer algo! —grité. Empezaba a perder la paciencia.

No era la primera vez, y tenía claro que debía comunicarme con Hugo de otra manera, pero no sabía cómo hacerlo y a veces tampoco me apetecía. Me entraban ganas de tirar la toalla.

Toda aquella situación que había llegado de improviso me venía grande. Muchas noches me acostaba enfadado y me despertaba al día siguiente con el mismo sentimiento. Tiempo atrás me había alejado un poco de mi familia para apartarme de ese sentimiento y, después de haberlo conseguido en cierto modo, regresaba más fuerte. Aun así, intentaba hacer lo posible para que el niño se sintiera bien.

—Vamos, Hugo, solo un poquito.

Mi sobrino se me quedó mirando y yo le acerqué el tenedor de nuevo, pero lo único que conseguí fue que me propinara un manotazo y el brócoli acabara en el suelo.

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