Cuando florece la primavera

Rebeca Cid Vela

Fragmento

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Prólogo

LUCAS

Hace siete años…

Odio mudarme. Odio tener que conocer gente. Odio cambiar de colegio y ser el nuevo. Odio no durar en un sitio más de un año. Odio a mi madre por permitir esto. Y odio a mi padre también, ya que estamos, por abandonarnos.

Llevo cinco días en este colegio y nadie se ha acercado a hablarme. Mamá dice que nos vamos a quedar aquí para siempre, pero no la creo. En cuatro años nos hemos mudado tres veces y nunca puedo hacer amigos de verdad porque siempre nos vamos a otro sitio.

Mamá se ha vuelto a olvidar de mi almuerzo, así que he cogido un paquete de galletas del armario. Se me ha caído al cogerlo y están rotas. Mientras mordisqueo los trozos de galleta, veo unos niños cerca de mí jugando con una pelota. Uno de ellos tiene el pelo rizado y es bastante alto, el otro es muy delgado y tiene el pelo negro y muy corto. La niña que está con ellos tiene el pelo marrón como el chocolate y sus dos coletas se balancean cuando corre. Son malísimos jugando al fútbol, aunque tampoco se puede llamar fútbol a eso a lo que están jugando. El único que parece que juega mejor es el niño alto.

La niña ha dado una patada a la pelota y la ha mandado cerca de mí. Podría acercarme y dársela. A lo mejor así puedo empezar a hablar con ellos, aunque me muero de vergüenza, lo hago. Me acerco a por la pelota, la cojo y cuando alzo la vista, la niña me mira fijamente. Tiene los ojos muy grandes y son una mezcla entre verde y marrón.

—Hola —dice. Tiene la voz muy aguda, aunque no es desagradable.

—Hola —susurro. ¿Por qué me da vergüenza?

—Eres el nuevo, ¿verdad? —Mi pregunta favorita. Asiento mirando al suelo y le doy la pelota—. Mi nombre es Abril.

—¿Como el mes? —Me gusta su nombre. Es raro.

—Sí —replica de mala gana—. ¿Tú cómo te llamas?

—Lucas.

—¿Cómo el pato?

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ABRIL

Hace siete años…

Hay un niño nuevo en el colegio. Héctor me ha dicho que va a su clase, que se sienta al final del aula y no habla con nadie, ni siquiera con la profe. A lo mejor es mudo.

Me da pena porque nadie quiere jugar con él. Algunos dicen que le echaron del colegio anterior por inundarlo y otros dicen que empujó a un profesor por las escaleras. Yo no me creo nada. Quiero hablar con él y seguro que puede jugar con nosotros.

El otro día me acerqué para verle de cerca. Tiene los ojos muy azules y me recordó a cuando este verano fui con los abuelos a ver el mar.

—Vamos, Abril —me grita Adrián.

Me asusto con su voz y le doy una patada al balón con tan mala suerte que lo mando hacia otro lado. Justo acaba al lado del niño nuevo.

—Voy a por el yo —digo corriendo antes de que mis amigos se adelantasen.

Veo como él se levanta y lo coge para dármelo.

—Hola —digo con alegría. Quiero que sea nuestro amigo.

—Hola. —Apenas lo oigo porque lo dice muy bajito y mirando al suelo.

—Eres el nuevo, ¿verdad? —Levanta la vista un segundo del suelo para mirarme y vuelve a fijarla en sus zapatillas. Me acerca la pelota para que la coja como si quisiese que me vaya y no hablar más conmigo—. Me llamo Abril.

La abuela siempre dice que soy muy cabezota y que no paro hasta conseguir lo que me propongo y yo quiero que este niño sea nuestro amigo.

—¿Como el mes?

—Sí —contesto con enfado. Odio mi nombre porque todo el mundo me hace la misma pregunta—. ¿Tú cómo te llamas?

—Lucas.

—¿Como el pato?

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Capítulo 1

Magnolia blanca (Magnolia grandiflora)

ABRIL

—¿Dónde narices las he metido?

No entendía cómo era capaz de perder las llaves siempre. Yo no sé si tenían vida propia y se escondían de mí o es que directamente era un desastre. Era obvio que la respuesta correcta era la segunda. Y si a eso le sumas tener que encontrarlas en un bolso gigante que bien podría servir de madriguera para una familia de suricatos, y que en las manos llevaba dos archivadores gigantes y un saco de comida de gato, la tarea resultaba imposible. Solté las carpetas y el saco de comida con rabia en el suelo para poder agacharme a rebuscar en el bolso.

—¿Otra vez te has dejado las llaves, querida? —La voz a mi espalda me sobresaltó. Me giré para ver a una mujer de pelo blanco y rizado asomarse por una de las puertas del pasillo.

—No, señora Rosser, tienen que estar por aquí, estoy segura de que las cogí.

La señora Rosser era mi casera. Me había alquilado el piso que se encontraba al lado del suyo y que compró cuando su marido murió para poder elegir quién tenía de vecino. Era un poco cotilla y siempre andaba con la oreja puesta en la puerta, pero me había salvado de algún que otro apuro ya que era propensa a dejarme las llaves dentro de casa o, directamente, perderlas en cualquier parte.

—Déjalo, hija, ya te abro yo.

La mujer sacó de su bata de color azul celeste un manojo de llaves. Parecía que tenía todas las llaves del edificio —una parte de mí me decía que así era—, aun así no tardó en encontrar las mías. Antes de que abriera la puerta, las llaves aparecieron.

—¡Aquí están! Muchas gracias igualmente, señora Rosser.

Recogí todos los bártulos del suelo y me despedí de la mujer con una sonrisa. Entré, cerré la puerta con el pie y me fui directa hacia al escritorio para soltar todo lo que llevaba encima. Aunque mi piso era pequeño y algo anticuado, en estos años había conseguido convertirlo en un hogar que me representase. El salón era la estancia más grande y donde más horas pasaba. Allí tenía un escritorio frente a la ventana para aprovechar la luz natural y desde donde veía a lo lejos la Sagrada Familia. Me pasaba horas allí trabajando y observándola. Me gustaba esta ciudad, me parecía preciosa con su barrio gótico y, aunque odiaba la humedad y la arena de playa, tener el mar tan cerca me gustaba.

Pero ese color azul me recordaba demasiadas cosas.

Una bola de pelo de color canela comenzó a restregarse contra mi pierna mientras producía un leve ronroneo.

—Hola, Gato. Siento haber llegado tan tarde. Para compensar te he comprado una lata gourmet además de tu pienso favorito.

Un día de lluvia encontré un pequeño gato junto a los cubos de la basura. Estaba sucio y temblaba de frío. No lo dudé y lo llevé a casa. Se pasó una semana debajo de mi cama sin salir, hasta que una tarde, mientras veía una película en el sofá, se subió a mi regazo y se durmió. Desde ese momento ni él se sepa

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