El ministerio de la verdad

Carlos Augusto Casas

Fragmento

Capítulo 1

1

Era un día frío y luminoso de abril y los relojes estaban dando las trece. Una mujer caminaba deprisa entre la gente, que exhibía su indiferencia sin levantar los ojos de las pantallas de los móviles. Uno de aquellos zombis de la tecnología chocó con ella, pero siguió su camino sin dirigirle la palabra. «Ya nadie se disculpa —pensó—. Lo único que compartimos todos es la prisa.»

Y ella no era una excepción. Tenía una cita con alguien que quizá podría confirmar todas sus informaciones. Solo necesitaba una prueba, algo tangible que le permitiera, por fin, descubrir la verdad.

Le llamó la atención el sonido de sus propios tacones golpeando el suelo, un repiqueteo que le recordó los besos frenéticos de dos amantes que se reencuentran. En 2030, los automóviles de gasolina habían desaparecido y las calles, ahora ocupadas por coches eléctricos, eran mucho más silenciosas. Unos metros más adelante, un griterío rompía la calma habitual. Un grupo de veinte o treinta ancianos protestaban agitando pancartas y repitiendo viejas consignas.

—¡El pueblo, unido, jamás será vencido!

Se habían concentrado a las puertas del Ministerio de la Verdad. Aquella mole gris parecía observarlos con displicencia desde los cientos de ventanas que tenía por ojos. Inalterable ante aquella insignificancia. Proyectaba esa sensación de seriedad y perdurabilidad propia de los edificios oficiales. La mujer redujo el ritmo de sus pasos para tratar de averiguar el motivo de la protesta. Los ancianos agitaban una lona en la que habían escrito, con la caligrafía frenética de los espráis: «Queremos la verdad. Por unos medios libres del poder financiero». La policía había formado un cordón en torno a los manifestantes, como anticuerpos que aislaran un virus para que no contaminase al resto del organismo. Casi tocaban a un furgón policial por anciano. La mujer observó que justo enfrente de los manifestantes se había formado una enorme cola, en su mayoría gente joven. Estaban esperando la hora de apertura de una tienda de telefonía que ese día lanzaba al mercado su último modelo de smartphone.

«Los mayores son los únicos que protestan —pensó la mujer—. Son los únicos que recuerdan y saben hasta qué punto vamos a peor. Tal vez si consiguiera sacar a la luz...»

Una chica aislada del mundo por sus auriculares volvió a chocar con ella devolviéndola a la realidad. El torrente humano seguía su curso sin importarle la protesta. Lo único que les preocupaba era alcanzar rápido su destino, fuera el que fuese. Igual que la mujer. Debía llegar a su cita ya.

El Café del Loro era una más de las muchas franquicias que se dedicaban a vender distintas combinaciones de bebidas estimulantes, y a ponerles un nombre absurdo y un precio aún más absurdo. Con la barbilla clavada en el pecho en un intento por escapar al desagradable viento, la mujer entró en el local, aunque no lo bastante rápido como para impedir que se colara tras ella un remolino de polvo y suciedad. El local estaba decorado imitando el estilo elegante y señorial de las cafeterías de mediados del siglo XX, aunque evidenciaba, sin sonrojo, la falsedad de una vulgar copia. El excesivo brillo del suelo de baldosas ajedrezado, las lámparas doradas con sus historiadas tulipas hechas de un latón envejecido para parecer bronce y la barra de madera con florituras que no presentaba ni una muesca. Aquel lugar le recordó al David de Miguel Ángel hecho de cartón piedra que había visto en un parque temático. «Ya nada es, solo parece ser. Todo es apariencia», reflexionó.

Al menos, en el local hacía calor y el olor del café inundaba la sala como el recuerdo de un fallecido reciente. Los camareros iban y venían con sus impolutos uniformes blancos y negros portando bandejas con humeantes vasos de cartón. La mujer paseó la mirada por la sala y no tardó en reconocer a su cita. El hombre que buscaba estaba sentado a la mesa más alejada de la puerta, en un rincón, con la espalda apoyada en la pared. A primera vista, le resultó atractivo. Pelo negro disciplinado con fijador, el eterno traje azul propio de los altos funcionarios del Estado —aunque le sentaba mejor que a la mayoría— y esa seguridad rayana en la prepotencia típica de los hombres con poder, acostumbrados a dar órdenes. Cuando sus ojos se encontraron con los de la mujer, él sonrió moviendo su mano con un gesto que la invitaba a acercarse. Un escalofrío recorrió el cuerpo de ella, no supo bien por qué. Acto seguido se puso en pie, convidándola a sentarse.

—Por fin nos conocemos en persona —dijo ella—. Los correos electrónicos resultan muy fríos a la larga.

—Sobre todo cuando tienes que camuflar los mensajes entre conversaciones intrascendentes. Confieso que la palabrería no es muy de mi agrado. Digamos que soy más de verso que de prosa —ironizó el hombre.

—Espero que comprenda la necesidad de hacerlo así. Nunca se sabe quién puede estar observando. Hoy en día no es seguro comunicarse vía correo electrónico.

—Hoy en día lo único seguro es que nada es seguro. Pero qué maleducado, no le he preguntado si le apetecía tomar algo...

Con uno de esos gestos incontestables que derriban imperios, llamó al camarero. La mujer pidió un cappuccino. Mientras esperaban, se fijó en que él no paraba de darle vueltas a un palito de madera que hacía las veces de cuchara dentro de su vaso de cartón. La imagen le pareció deprimente.

—Echo de menos las cucharas y las tazas de verdad —señaló el hombre como si le adivinase el pensamiento—. Aunque diría que es usted muy joven para recordar cómo eran los antiguos cafés, los pequeños bares. Antes de que cerraran y las franquicias lo ocuparan todo.

—No soy tan joven, pero gracias por el cumplido. Sí que los conocí.

El camarero trajo el cappuccino junto con el sobrecito de edulcorante. El azúcar estaba prohibido y hacía años que no se servía en ningún establecimiento. La mujer dio el primer sorbo y se limpió la espuma del labio superior con la servilleta.

—Entrar en aquellos bares era una experiencia única —continuó él—. Cada uno preparaba el café de manera distinta, las tapas, la comida... Cada local tenía su propia forma de hacer las cosas. No como ahora. Este expreso sabe igual que todos los expresos de todos los Café del Loro del mundo. Exactamente igual. Y eso nos da tranquilidad. Nos indulta de tener que tomar decisiones, nos libera de la inquietud que experimentamos al tener que enfrentarnos a algo nuevo, aunque sea tan nimio como probar un café para evaluar su sabor. Hemos cambiado libertad por seguridad.

Y, dicho esto, el hombre apuró el café de un solo trago.

—Necesito que me ayude —le pidió entonces ella.

—Digamos que cuando uno accede a entrevistarse con una periodista ya supone que quiere algo más que un cappuccino gratis. O, al menos, no solo eso.

Estaba claro que el hombre jugaba con ventaja.

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