INTRODUCCIÓN
Crisis económica en la Unión Soviética [...]. Guerra en el Golfo [...]. Caos en Yugoslavia [...]. Un golpe estalinista contra el líder soviético Mijaíl Gorbachov [...]. Movilización en todo el bloque oriental [...]. Invasión soviética de los Balcanes [...]. Occidente llama a filas a los reservistas y pone a la defensa civil en alerta máxima [...].
El 24 de febrero de 1989, al amanecer, miles de tanques del Pacto de Varsovia se adentran en Alemania Occidental desde el Báltico y alcanzan la frontera con Checoslovaquia. El ataque principal se produce en la llanura del norte de Alemania, con una ofensiva secundaria hacia Frankfurt. Al principio, las fuerzas armadas occidentales logran mantener bajo control al enemigo pese a la oleada de refugiados. Pero entonces el Kremlin recurre al uso de gas venenoso contra Gran Bretaña y Alemania septentrional. El 5 de marzo, las fuerzas aliadas empiezan a desmoronarse y la OTAN autoriza por primera vez el uso de armas nucleares tácticas. Sin dejarse amedrentar, los soviéticos intensifican sus ataques, así que el 9 de marzo la OTAN inicia una segunda ofensiva nuclear, en esta ocasión masiva, con veinticinco bombas y misiles atómicos, un tercio de los cuales son lanzados desde Alemania Occidental. Los líderes soviéticos les pagan con la misma moneda y una tormenta atómica engulle buena parte de Alemania Occidental y Oriental. La radiación se propaga por toda Polonia, Checoslovaquia y Hungría [...].[1]
Por supuesto, eso no es lo que ocurrió en realidad. Es la trama de Wintex, un juego de guerra bianual de la OTAN. En la versión de 1989, Alemania se convertía en el escenario de una «guerra nuclear limitada», lo cual significaba la aniquilación instantánea de cientos de miles de alemanes y la contaminación radiactiva de todo el corazón histórico de Europa, que condenaba a millones más a una muerte lenta y agónica. Y, lo que era peor, acechaba el fantasma de que un conflicto nuclear localizado pudiera desencadenar la Tercera Guerra Mundial.
Incluso antes de que el juego de guerra comenzara, el relato de Wintex 89, campo de batalla Alemania fue filtrado a la prensa y se convirtió en una noticia sensacionalista en los medios de comunicación alemanes y soviéticos. El panorama que esbozaba la simulación era tan espantoso que Waldemar Schreckenberger (el miembro de la Cancillería elegido para ejercer de comandante en jefe, o Bundeskanzler übungshalber, durante el ejercicio militar mientras el verdadero canciller se dedicaba a los asuntos de gobierno cotidianos en Alemania Occidental) se negó a lanzar un segundo ataque para impedir la tragedia humana. A consecuencia de ello, Wintex 89 fue abortado de forma prematura. En el futuro no habría más simulacros Wintex en la OTAN.
A comienzos de 1989, la plana mayor de la defensa europea seguía tomándose en serio la posibilidad de que el prolongado enfrentamiento entre las superpotencias culminara en un holocausto nuclear mundial. Sin embargo, pocos meses después el futuro de Europa parecía radicalmente distinto. La Guerra Fría tocó a su fin de manera rápida e inesperada, pero no de resultas de la gran explosión en cuyos ensayos las dos facciones armadas habían invertido tanto tiempo, dinero e ingenio.
El conflicto bélico entre el Este y el Oeste no llegó a producirse jamás. El desenlace de la Guerra Fría fue en buena medida un proceso pacífico a partir del cual se creó un nuevo orden global por medio de acuerdos internacionales a los que se llegó en medio de un espíritu de cooperación sin precedentes. Los dos principales catalizadores del cambio fueron un nuevo líder ruso con una visión política diferente y las protestas populares en las calles de Europa del Este. El poder de la gente fue explosivo, pero no en un sentido militar; los manifestantes de 1989, que exigían democracia y reformas, desarmaron a gobiernos que parecían inexpugnables y, en una marea humana de viajeros y migrantes, abrieron el antaño impenetrable Telón de Acero. El momento que cristalizó como símbolo del dramatismo de aquellos meses fue la caída del Muro de Berlín la noche del 9 de noviembre.
En 1989 todo parecía hallarse en un estado de transformación permanente. Las corrientes del cambio revolucionario se elevaban desde abajo mientras quienes ostentaban el poder intentaban llevar a cabo reformas políticas desde arriba.[2] La ideología marxista-leninista del comunismo soviético, en su día la arquitectura mental del bloque soviético, perdió credibilidad e influencia a espuertas. En aquel momento, la democracia capitalista liberal parecía la marejada del futuro; mientras el Este se embarcaba en una transformación a imagen y semejanza de Europa occidental, el mundo parecía emprender un camino de convergencia en torno a los valores estadounidenses. Se hablaba del «fin de la historia».[3]
Nada había preparado a los líderes internacionales para un cambio tan rápido y universal. Durante décadas, habían jugado a simuladores de guerra como Wintex 89. Nunca habían formulado un escenario para una salida pacífica de la Guerra Fría. En el peor de los casos, únicamente contaban con una estrategia militar ficticia para sobrevivir al apocalipsis nuclear, y, en el mejor, con tácticas diplomáticas para gestionar una coexistencia intrincada y competitiva entre dos bloques antagónicos. Difícilmente podrían haber estado menos preparados para el desenlace que se produjo entre 1989 y 1991. Este libro analiza por qué un orden mundial duradero y en apariencia estable se vino abajo en 1989 y aborda el proceso mediante el cual se improvisó un nuevo orden a partir de sus ruinas.[4]
A fin de comprender los caminos y decisiones que tomaron, observo de cerca a hombres de Estado cruciales para ver cómo intentaron entender y controlar las nuevas fuerzas existentes en su mundo. Esos hombres (y una mujer) barajaron toda una serie de opciones a menudo contradictorias en un esfuerzo por gestionar los acontecimientos, imponer la estabilidad y evitar la guerra. A falta de hojas de ruta o proyectos comunes para un orden mundial futuro, se decantaron sobre todo por la cautela ante el desafío del cambio radical: utilizar y adaptar principios e instituciones que habían dado buenos resultados en Occidente durante la Guerra Fría. Sin duda aquello era una revolución diplomática, pero ejecutada, quizá paradójicamente, de manera conservadora.
Los líderes involucrados en todo ello eran un grupo reducido e interconectado. El triángulo de mayor relevancia para Europa estaba formado por la Unión Soviética, Estados Unidos y la República Federal de Alemania: en un nivel, los líderes políticos (Mijaíl Gorbachov, George H. W. Bush y Helmut Kohl);[5] en otro, sus ministros de Asuntos Exteriores: Eduard Shevardnadze, James Baker y Hans-Dietrich Genscher.[6] Fue en esos campos de fuerza donde cobró forma la Europa posterior a la Guerra Fría. En los márgenes había dos figuras poderosas pero cada vez más aisladas: en Gran Bretaña Margaret Thatcher, que se oponía a una unificación rápida de Alemania, y en Francia el presidente François Mitterrand, que intervino a regañadientes con la condición de que una Alemania unificada fuera parte indiscutible de Europa.[7] Sus interacciones con Kohl, sobre todo en torno al proyecto de integración europea, constituían otro triángulo de poder político.[8]
Sin embargo, una de las afirmaciones fundamentales de mi libro es que no podemos comprender la Europa posterior al Muro sin tener en cuenta lo ocurrido en 1989 en el otro extremo del mundo. Bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, la República Popular China protagonizó una salida de la Guerra Fría radicalmente distinta y para siempre sinónimo de la matanza de la plaza de Tiananmén el 4 de junio.[9] La entrada gradual de China en la economía capitalista global se vio contrarrestada por la determinación de Deng de mantener el dominio ejercido por el Partido Comunista. Ese ejercicio de malabarismo, muy diferente de la absoluta pérdida de control que experimentó Gorbachov, situó a su país en otra órbita. El poder popular que tan importante había sido en Europa del Este no tuvo un equivalente allí. El «éxito» de China a la hora de aplastarlo tuvo grandes repercusiones que aún se dejan sentir en el mundo actual. Así pues, la historia europea debe contextualizarse en otro triángulo mundial que es a su vez una continuación de la «tripolaridad» sino-soviético-estadounidense que estaba aflorando en los últimos estadios de la Guerra Fría.[10]
En su conjunto, la mayoría de los artífices del cambio formaban una cohorte perteneciente a la generación nacida entre 1924 y 1931, a excepción de Mitterrand (1916) y Deng (1904). Todos ellos estaban marcados por el recuerdo de un mundo que había estado en guerra entre 1937 y 1945 y, por tanto, conocían bien la fragilidad de la paz. Cabe señalar que, en su mayoría (Kohl y Mitterrand fueron excepciones), también perdieron el poder entre 1990 y 1992, así que nunca se vieron obligados a afrontar de forma prolongada, como líderes políticos en activo, los efectos colaterales de sus acciones.
Los tres primeros capítulos versan sobre las turbulencias de 1989, que coparon todos los titulares (la apertura del Telón de Acero en Hungría, el baño de sangre en la plaza de Tiananmén y la caída accidental del Muro), pero pongo el acento en lo que sucedió durante la estimulante, aunque alarmante, época posterior a los acontecimientos de Berlín y Pekín. La esperanza de que la humanidad estuviera entrando en una nueva etapa de libertad y paz duraderas competía con la idea incipiente de que la estabilidad bipolar de la Guerra Fría estuviera dando paso a algo menos binario y más peligroso.[11]
El libro gira en torno a la historia de cómo el mundo se vio remodelado en 1990 y 1991 por una diplomacia conservadora que adaptó las instituciones de la Guerra Fría a una nueva era. Aunque el proceso fue encabezado por Occidente, y en particular por el presidente estadounidense George Bush, el líder soviético Mijaíl Gorbachov también se mostró dispuesto a participar a fin de reorientar la ideología oficial de la Unión Soviética hacia los valores «comunes» que compartían sus ciudadanos con Occidente.[12] La reconciliación resultante culminó en una breve etapa de colaboración sin precedentes entre EE.UU. y la URSS. Su actitud cooperadora respecto de la invasión de Kuwait por parte de Irak en 1990 constituiría el eje de lo que el presidente estadounidense definió como el «nuevo orden mundial». La bipolaridad beligerante parecía estar dando paso a un planteamiento dual de la seguridad global, cimentado en la cooperación de las superpotencias en Naciones Unidas y guiado por la legalidad internacional.[13]
Bush y Gorbachov esperaban que ese nuevo modus vivendi pudiera ser la base de las relaciones internacionales después de la Guerra Fría. Estados Unidos era sin duda el socio más importante, pero la cooperación era real. La sociedad funcionaba pero era frágil, precisamente porque se centraba en exceso en la relación que mantenían los dos hombres en la cúspide de sus respectivos estados. Bush, Kohl y otros líderes occidentales se aferraron a Mijaíl Gorbachov en lugar de hacer frente a los problemas más profundos que afrontaba la moribunda Unión Soviética. A finales de 1991 la URSS se desintegró por completo, lo cual obligó a Bush a tomarse en serio a Borís Yeltsin, el hombre que llevaba las riendas de la Rusia postsoviética y que estaba teniendo dificultades para abordar el inmenso desafío de la transición de su país a la democracia capitalista.[14] Esa nueva sacudida en la geopolítica mundial, que no solo afectó a Europa sino también a Asia, obligó a Bush a reconsiderar su planteamiento dual.
Una vez desaparecida la Unión Soviética y convertida la bipolaridad en algo del pasado, Estados Unidos estaba presionando con renovada urgencia a favor de la creación de un sistema de libre comercio verdaderamente global en el que dicho país fuera el líder. Destinada a sustituir el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) de 1947, que ya no parecía adecuado para las dinámicas de la economía globalizada, la nueva Organización Mundial del Comercio debía incorporar a dos grandes actores como eran Rusia y China a medida que abandonaban sus respectivas economías dirigidas, o «planes», y ofrecer más apoyo a los países en vías de desarrollo. Sin embargo, Estados Unidos no era el único que pretendía reubicarse en la ofensiva económica global. Japón, con su prodigiosa economía, se postulaba como la próxima potencia hegemónica del «siglo del Pacífico», cuyo peso económico llenaría el vacío geopolítico provocado por la caída de la Unión Soviética. Los líderes de la China comunista tenían sus propias ambiciones. El régimen sobrevivió al «incidente de Tiananmén», consolidó su dominio en el país y prosperó tras lo sucedido en la plaza pequinesa; con el paso del tiempo, esto sería mucho más importante, tanto económica como geoestratégicamente, que el falso amanecer del Sol naciente.[15]
En Europa, la paz y la estabilidad de posguerra también empezaron a peligrar en 1991, cuando Yugoslavia se vio envuelta en una guerra genocida. Un sistema gubernamental balcánico en su día firme se fracturó en pequeños estados enfrentados, lo cual provocó movimientos masivos de refugiados. Estas nuevas guerras balcánicas no desencadenaron una conflagración europea ni mundial como en 1914, pero los líderes internacionales tuvieron problemas para sofocar las llamas.[16]
La desintegración de Yugoslavia también despertó el temor a lo que Gorbachov denominó en 1991 la «balcanización» de la Unión Soviética.[17] Por un tiempo pareció que la lucha de poderes entre Moscú y Kiev por territorios de Ucrania y Crimea fuera a desembocar en una guerra. En 1992 estallaron disputas y enfrentamientos por la propiedad de la flota del mar Negro y algunos puertos estratégicos, el derecho de Rusia a establecer bases del ejército y el uso de instalaciones militares ucranianas. Y Washington se mostraba especialmente inquieto por el destino del arsenal nuclear soviético, ahora repartido entre Rusia y tres repúblicas postsoviéticas recientemente independizadas.
La caída del poder soviético permitió a antiguos países satélite de todo el mundo reivindicarse como estados «renegados». Incluso después de la guerra de Kuwait, librada entre 1990 y 1991, el problema del Irak de Sadam Husein seguía por resolver, y la Corea del Norte de Kim Il-sung, con su programa secreto de armas nucleares, se convirtió en un quebradero de cabeza especialmente molesto.[18] Esa es la razón por la que los dos últimos capítulos de Después del Muro están dedicados a acontecimientos mundiales que tuvieron lugar en 1992, un año prácticamente ignorado en la mayoría de las crónicas del final de la Guerra Fría y en el que afloraron problemas que aún nos acompañan en el siglo XXI. A pesar del triunfalismo prematuro de algunos comentaristas, la Guerra Fría no terminó simplemente con la victoria de Estados Unidos sobre la Unión Soviética, y el mundo no fue reconstruido a imagen y semejanza del país norteamericano.[19]
En ningún caso propició la diplomacia internacional cambios tan rápidos e impresionantes como en el caso de la unificación de Alemania. La cuestión alemana planteaba un desafío enorme debido al problemático lugar que ocupaba el país en Europa, a su protagonismo en los orígenes de las dos guerras mundiales y a su posterior condición de cabina de mando de la Guerra Fría. En las negociaciones para la unificación de Alemania se conservaron, se modificaron y a la postre se ampliaron dos alianzas clave en Occidente durante la Guerra Fría (la OTAN y la Comunidad Europea) para incluir a los estados de Europa central y oriental.[20]
Por tanto, las medidas adoptadas para estabilizar la Europa posterior al Muro tuvieron un carácter eminentemente conservador, en el sentido de que utilizaron instituciones y estructuras occidentales ya existentes en lugar de diseñar otras nuevas para satisfacer las exigencias de una nueva era. Pese a los esfuerzos de algunos hombres de Estado europeos (en especial Genscher, Gorbachov y Mitterrand) entre 1989 y 1991, no se creó una arquitectura paneuropea que abarcara las dos mitades del continente e incorporara a Rusia en una estructura de seguridad común. La Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE) celebrada en Helsinki en 1975 tenía potencial para convertirse en una estructura de esa índole, pero nunca llegó a ser una organización de seguridad operativa. La realidad política después del Muro (en la que Estados Unidos había de seguir siendo una «potencia europea») conspiró contra esos caminos paneuropeos, y los atractivos de un Viejo Continente reunificado bajo la tutela de una Unión Europea cada vez más cercana y protegido por una OTAN reinventada eran demasiado tentadores.[21]
Debido a ello, la asimetría entre el Este y el Oeste fue acrecentándose a medida que los fragmentos retorcidos de lo que había sido el orden de la Guerra Fría se transformaban en un armazón cada vez más grande dominado por Occidente. El desequilibrio resultante sería intolerable para Borís Yeltsin y Vladímir Putin, los sucesores de Gorbachov. Rusia, un estado residual marginado, aunque todavía poderoso y consciente de su estatus, quedó relegado a lamerse las heridas en la periferia de la nueva Europa. Todavía estamos lidiando con las consecuencias de ello.[22]
Esta relectura del periodo que va de 1989 a 1992 hace uso de material de archivo en varios idiomas y procedente de ambos lados del antiguo Telón de Acero. Después del Muro se apoya sobre todo en documentos ignorados o recientemente desclasificados, desde memorándums y registros de conversaciones hasta cartas personales e informes de espionaje pertenecientes a los archivos nacionales, presidenciales y del Ministerio de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, la Unión Soviética (Rusia), Alemania, Gran Bretaña, Francia y Estonia. Otros recursos importantes incluyen el Archivo de Seguridad Nacional, el Archivo Digital del Centro Woodrow Wilson y el Proyecto Internacional de Historia de la Guerra Fría de Washington D. C., con sus abundantes informes electrónicos y colecciones documentales provenientes de Occidente, Europa del Este, Rusia y China (incluido material del partido y del Politburó). Otras fuentes primarias incluyen diarios y documentos privados de los líderes y sus asesores y numerosas memorias de actores clave.[23]
Después del Muro combina la reconstrucción granular de los episodios trascendentales con el estudio sinóptico de los cambios macrohistóricos. Comprender adecuadamente esta etapa de transiciones nos exige adoptar una perspectiva artificial desde la que analizar los acontecimientos «por encima» de la confusión que los caracterizaba. Sin embargo, un análisis satisfactorio también debe dar cabida a las crónicas en las que los protagonistas intentaban comprender su mundo y justificar sus acciones. Al fin y al cabo, la historia de lo ocurrido en esos años fue «coescrita» por sus protagonistas. Nunca fueron personajes de un relato ajeno, sino creadores de la historia poderosos, si bien imperfectos, por derecho propio.
En 1995 el presidente alemán Roman Herzog describió su etapa como «una época que todavía no tiene nombre».[24] Veinticinco años después su aforismo apenas ha perdido relevancia, ya que los rasgos distintivos de la etapa posterior a la Guerra Fría siguen siendo difíciles de discernir. Algunos podrían decir, ahora que 1989 se desvanece en el pasado, que el argumento dominante debe ser económico, lo cual nos llevaría desde la caída del sistema financiero de Bretton Woods en los años setenta hasta la crisis de 2008.[25] Pero, a mi juicio, un análisis más profundo de esos «años bisagra» de 1989-1992 ayuda a entender el orden geopolítico subyacente en el que tienen lugar las turbulencias del capitalismo global. Y es ese orden el que ahora se ve amenazado.
Los logros de los gestores conservadores fueron impresionantes; por encima de todo, estabilizaron Europa central durante un periodo de rápidos cambios geopolíticos. Con todo, la confianza (principalmente norteamericana) en que el mundo convergería hacia los valores de Estados Unidos y un orden global cada vez más centralizado en Washington no ha resistido el paso del tiempo. La idea de que una Rusia agraviada pero renacida[26] o la República Popular China (siempre siguiendo su propia brújula)[27] aceptaran un estatus subordinado en un mundo unipolar se antoja ahora absolutamente ingenua.[28] Y la Europa del Tratado de Maastricht no consiguió generar la visión y la energía necesarias para moldear un continente completo, libre y dinámico. La Unión Europea se vio coartada por su lealtad a dogmas forjados después de 1945 y por la ausencia crónica de un poder político y militar independientes.
La nueva Unión Europea de 1992 se apropió de la lógica de la trayectoria de Alemania Occidental durante la posguerra. La República Federal había renunciado hacía mucho a las pretensiones históricas de Alemania como potencia militar. La integración europea se concibió en la década de 1950 como un proyecto de paz francogermano construido en torno a la prosperidad económica y las medidas sociales. Cuando, en los años noventa, la UE se disponía a cosechar los dividendos de la paz posterior a la Guerra Fría, se veía a sí misma, al igual que Alemania, no como un modelo de poder militar, sino civil.[29]
Ello representaba una interpretación lineal del futuro después del Muro que extrapolaba la unificación pacífica de Alemania al plano europeo. Pero la verosimilitud de este sueño conciliador ha sido puesta en duda por el auge del populismo, el nacionalismo y el iliberalismo en la década de 2010; el «Brexit» ha sacudido la creencia esencial de que el proyecto de integración europea es irreversible y el presidente estadounidense Donald Trump ha debilitado la presunta indestructibilidad de la alianza transatlántica. La visión estadounidense de una «comunidad global de naciones»,[30] un orden basado en la ley internacional, los valores liberales, el uso limitado de la fuerza y una autoridad internacional de arbitraje legítima, parece una utopía en este momento.[31] La vieja rivalidad entre potencias ha vuelto con fuerza, y las tradicionales verdades occidentales de la democracia y el libre comercio están siendo cuestionadas en todo el mundo, sobre todo por Rusia y China, pero también por el propio Estados Unidos.
Las deficiencias del acuerdo internacional que puso fin a la Guerra Fría resultan ahora obvias. Conflictos enquistados, la revocación de los acuerdos de control armamentístico, la esclerosis de las instituciones internacionales, la aparición de poderosos regímenes autoritarios y la amenaza de la proliferación nuclear; estas son solo algunas de las consecuencias imprevistas de los fallos de diseño de un nuevo orden improvisado con gran premura e ingenuidad por los gestores de los asuntos mundiales entre 1989 y 1992.[32] Por eso, ahora más que nunca, debemos comprender sus orígenes y su accidentado nacimiento.
1
REINVENTAR EL COMUNISMO: RUSIA Y CHINA
Corría el 7 de diciembre de 1988. Aquella noche Manhattan era un hervidero. Miles de neoyorquinos y turistas llenaban las calles, vitoreando, saludando y levantando el pulgar detrás de las vallas policiales cuando Mijaíl Gorbachov recorrió Broadway en un convoy de cuarenta y siete vehículos. De repente, delante del Winter Garden Theater, donde programaban el musical Cats, Gorbachov ordenó que detuvieran la limusina y él y Raisa, su mujer, se apearon sonrientes y se hicieron fotos. El líder soviético fue inmortalizado debajo de un gran neón de Coca-Cola levantando triunfalmente el puño al más puro estilo Robert «Rocky» Balboa.
Gorbachov estaba deleitándose en la adulación estadounidense. Una manzana más al sur, en mitad de Times Square, la meca del capitalismo mundial, la cartelera electrónica mostraba una hoz y un martillo rojos con el mensaje: «Bienvenido, secretario general Gorbachov». Puede que aún fuera un comunista de corazón y el líder de la superpotencia rival de Estados Unidos, pero, aquella noche, en Nueva York «Gorbi» era una superestrella presentada sobre todo como un pacificador. De hecho, durante casi toda su estancia en Manhattan, el líder soviético interactuó con famosos, multimillonarios y personalidades de la alta sociedad en lugar de codearse con el proletariado estadounidense.[33]
Una de las visitas previstas era a la Trump Tower. El constructor Donald Trump no veía el momento de llevar a la señora Gorbachov a las ostentosas tiendas del marmóreo patio interior de su torre. También ansiaba enseñar a los Gorbachov una suite de la planta dieciséis con una piscina, según afirmaba, «prácticamente de medidas reglamentarias en los confines de un apartamento» y, por supuesto, su opulento domicilio de diecinueve millones de dólares en la planta sesenta y ocho. Trump dijo que quería que se llevaran «una buena impresión» de Nueva York y Estados Unidos y que esperaba que les pareciera «especial». Al final, el itinerario de Gorbachov fue modificado y la Trump Tower se cayó de la lista. Sin embargo, aquella tarde, cuando un hombre parecido a Gorbachov fue visto paseando por delante de Tiffany’s y enfilando la Quinta Avenida seguido de una horda de equipos de televisión que atraían a grandes multitudes, Trump y sus guardaespaldas salieron a toda prisa de su despacho creyendo que el líder soviético había cambiado de parecer y quería ver su templo al consumismo. Cuando llegó a la acera, el magnate estrechó con entusiasmo la mano del falso Gorbachov.
«Gorbimanía» en Manhattan.
«Gorbimanía» en Manhattan, 7 de diciembre de 1988 (Richard Drew/AP/Shutterstock).
El verdadero estaba aislado dentro de la delegación soviética. Al verse descubierto, Trump aseguró a los periodistas que era consciente de la artimaña y declaró: «Miré en la parte trasera de la limusina y vi a cuatro mujeres atractivas. Sabía que su sociedad no había llegado tan lejos en cuanto a decadencia capitalista». Sin duda Mijaíl Gorbachov no compartía el ideal de decadencia de Donald Trump. No obstante, era obvio que le fascinaba la economía de mercado. El testigo Joe Peters opinaba: «[Gorbachov] aprenderá todos nuestros trucos capitalistas y se convertirá en el Donald Trumpski de la Unión Soviética».[34]
La expectación era palpable. Aquella misma mañana, Gorbachov había cosechado el que tal vez fuera su mayor triunfo internacional hasta la fecha. En Naciones Unidas había pronunciado un discurso verdaderamente asombroso que sería crucial para la política exterior soviética del futuro y para el rumbo de la política mundial. Su intención era ofrecer una alocución que fuera «justo lo contrario» del tristemente célebre alegato de Winston Churchill sobre el Telón de Acero en 1946.
Durante una hora, el líder soviético dejó caer toda una serie de bombas sobre cuestiones políticas concretas. Lo más sorprendente llegó cuando declaró el fin de la lucha de clases internacional e insistió en que «utilizar la fuerza o amenazar con utilizarla» ya no podía ni debía ser «un instrumento de la política exterior». Por el contrario, alentó al mundo a adoptar «la supremacía de la idea humana universal» y recalcó la importancia de la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamada por la ONU en 1948 y adoptada casi en la misma fecha cuarenta años antes.[35]
Aquellas habrían sido unas palabras increíbles si hubieran venido de cualquier político de Moscú, pero aún más en boca del secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). A las puertas de 1989, Gorbachov se presentó ante el mundo como un maestro de la reforma que en apariencia controlaba el curso de los acontecimientos.
En realidad, desataría una revolución que arrasó con todo lo anterior y, a la postre, también con él. Y el líder occidental que habría de enfrentarse a los efectos colaterales era un nuevo y precavido presidente estadounidense que albergaba un considerable escepticismo hacia su magnético homólogo soviético y que desconfiaba de las verdaderas intenciones que ocultaban las tan cacareadas reformas de Rusia. George H. W. Bush había sido vicepresidente durante los ocho años de mandato de Ronald Reagan (1981-1989). Entró en la Casa Blanca decidido a evaluar las relaciones entre los estadounidenses y los soviéticos y a replantearse sus prioridades cuando empezó a gestar una nueva agenda que lo distinguiría políticamente de la Administración de su predecesor.[36] De hecho, su máxima preocupación a principios de 1989 era cómo gestionar la «reinvención» del comunismo que estaba produciéndose no en Europa, sino en Asia.
Mijaíl Serguéievich Gorbachov no era un líder soviético «normal». Nacido en 1931 en Privólnoye, un pequeño pueblo situado cerca de Stávropol, en el norte del Cáucaso, se crio viendo el sufrimiento ocasionado a su familia por el plan de colectivización de Stalin y más tarde por la Gran Purga. Cuando Gorbachov tenía diez años, su padre fue reclutado por el ejército y tardó cinco años en volver. Privólnoye esquivó la destrucción de la Gran Guerra Patriótica, pero Stávropol fue ocupado por los alemanes durante cinco meses entre 1942 y 1943, así que Gorbachov vivió de cerca los estragos del conflicto y no los olvidó. Académicamente dotado e interesado en la política, destacó en el colegio y fue promovido a una edad muy temprana por los líderes locales del Partido Comunista. Gracias a su mecenazgo, fue enviado a la prestigiosa Universidad Estatal de Moscú (MGU, por sus siglas en ruso) a estudiar derecho. Para acceder, escribió un ensayo titulado «Stalin es la gloria de nuestra batalla, Stalin es quien da alas a nuestra juventud», una prueba de que sus opiniones políticas todavía eran «claramente estalinistas, como las de todos los demás en aquella época», según dijo su mejor amigo de la facultad. En un baile de tercer curso conoció a Raisa Maxímovna Titarenko, una estudiante de filosofía elegante e inteligente. Un año después, en 1954, estaban casados.
Cuando fue enviado de vuelta a Stávropol, Gorbachov ascendió rápidamente en la nomenklatura soviética mientras Raisa enseñaba marxismo en la escuela politécnica de la localidad y cursaba un doctorado sobre el campesinado en las granjas colectivas de la región. El estalinismo del joven Gorbachov empezó a tambalearse con el «discurso secreto» pronunciado por el primer secretario Nikita Jrushchov en 1956, que denunciaba los crímenes monstruosos de su antecesor, Stalin, y revelaba los problemas endémicos de la industria y la agricultura rusas. En adelante Gorbachov, aun creyendo fielmente en la ideología comunista, reconocería lo fallida que había sido la práctica soviética. Durante sus viajes con Raisa por Francia, Italia y Suecia a partir de los años sesenta, conoció Occidente y atisbó un futuro alternativo. Mientras tanto, su carrera política se aceleró. En 1967, cuando tenía solo treinta y cinco años, fue nombrado jefe regional del partido. Doce años después estaba al mando de la agricultura soviética y se trasladó al centro de poder moscovita. Por su parte, Raisa obtuvo una plaza de profesora en la MGU. Uno de los principales valedores de Gorbachov fue Yuri Andrópov, el jefe del KGB, que sucedió a Leonid Brézhnev como secretario general en noviembre de 1982.[37]
Aunque rondaba los cincuenta años, Gorbachov era casi un jovencito en comparación con el resto del Politburó soviético. Andrópov, casi diecisiete años mayor que él, sufrió un fallo renal agudo y murió en febrero de 1984. Su sucesor, Konstantin Chernenko, era dos décadas mayor que Gorbachov y falleció en marzo de 1985 por problemas de corazón y pulmón. Finalmente, los veteranos del Kremlin decidieron saltarse una generación y optar por Gorbachov. Al justificarle a Raisa por qué había aceptado el puesto, Mijaíl dijo: «En todos esos años [...] ha sido imposible conseguir algo trascendental, algo a gran escala. Es como chocar contra un muro. Pero la vida lo exige. No podemos seguir así».[38] Sin embargo, lo que había que hacer era mucho más difícil de determinar. En primer lugar, Gorbachov probó con una campaña contra el alcohol. Una vez que hubo fracasado, buscó remedios más profundos y nuevos eslóganes; primero fomentó la uskorenie («aceleración») y luego la perestroika («reestructuración») y la glásnost («transparencia»). Sin embargo, dichos conceptos no acarrearon cambios revolucionarios; Gorbachov seguía siendo un hombre del partido y quería reformar el sistema soviético para que fuera más viable y competitivo. Su lema era: «Vuelta a Lenin».
Sus frecuentes invocaciones a Lenin en parte pretendían justificar ante el partido sus políticas de innovación y reestructuración, que se desviaban claramente de las prácticas de Stalin y Brézhnev, las cuales, en opinión de Gorbachov, habían pervertido el «socialismo». Pero, sobre todo, identificaba su visión acerca de la profunda reforma del sistema soviético bajo los auspicios de la perestroika con las ideas que Lenin formuló en los años veinte sobre una Nueva Política Económica: un sistema guiado y limitado de libre empresa. En aquel momento, su objetivo no era un giro hacia el capitalismo o la democracia social. Para él, Lenin seguía siendo la fuente de legitimidad para los cambios políticos en el seno del PCUS, el origen puro de la doctrina soviética. Quería reestructurar el orden sociopolítico tradicional de la URSS «dentro del sistema», motivo por el cual, en el marco de la glásnost, también antepuso el «pluralismo socialista» al «pluralismo político», todo ello para revigorizar a la Unión Soviética.[39]
Para conseguir la reforma y el rejuvenecimiento, Gorbachov debía reducir la carga que suponía para la economía soviética el complejo militar-industrial, que se vio acrecentada en la década de 1980 por la guerra en Afganistán y la escalada de la carrera armamentística con Estados Unidos.
Sin duda, los resultados de la economía planificada soviética eran negativos por razones estructurales, un hecho enmascarado por el aumento a escala mundial de los precios del petróleo en los años setenta y por las grandes reservas de Siberia, que propiciaron un crecimiento del PIB del 2 al 3,5 por ciento entre 1971 y 1980. Pero cuando el precio del petróleo cayó en la década siguiente, también lo hizo, y de manera abrupta, la renta nacional. De hecho, entre 1980 y 1985 la URSS experimentó unos índices de crecimiento próximos a cero. La creciente insatisfacción de los consumidores soviéticos se vio exacerbada por un nivel de vida cada vez más bajo y un acceso limitado a los productos tecnológicos. Ello obedecía en parte a la inflexibilidad de la economía planificada y a la falta de modernización industrial, pero el problema de fondo era que aproximadamente una cuarta parte del PIB lo consumía el sector militar en detrimento de la producción civil.[40]
Para estimular la economía nacional a la vez que se abría poco a poco al mundo exterior, Gorbachov necesitaba fomentar un entorno internacional estable y reducir la «excesiva presencia imperial» de la URSS en Europa del Este y el mundo en vías de desarrollo. Eso equivalía a aplacar la hostilidad de Estados Unidos (abandonar la carrera armamentística) y contraer compromisos en el Tercer Mundo (entre ellos, el reconocimiento ideológico del derecho a la autodeterminación). Por tanto, la política nacional era indisociable de la política exterior. En busca de una relación menos beligerante con Estados Unidos, Gorbachov se mostró dispuesto a hablar con su homólogo.[41]
No obstante, el presidente Ronald Reagan parecía a primera vista un socio inverosímil. Nacido en 1911 y, por tanto, de la misma edad que el hombre al que Gorbachov acababa de sustituir, Reagan era un anticomunista acérrimo que había intensificado la carrera armamentística al llegar al poder en 1981. Era conocido por sus denuncias a la URSS, a la que tachaba de «imperio del mal», y por la predicción de que la «marcha de la libertad y la democracia» dejaría «al marxismo-leninismo en las cenizas de la historia».[42] En su opinión, esta competición ideológica sin cuartel justificaba la expansión militar de sus primeros años. Pero Reagan tenía otra faceta, la del aspirante a pacificador que veía el poder militar como una base diplomática para garantizar «la paz por medio de la fuerza». Y, lo que es aún más sorprendente, este realista obstinado abrigaba una utópica creencia en un mundo sin armas nucleares.[43]
Durante su primer mandato Reagan había sido incapaz de entablar diálogo alguno con los achacosos ancianos del Kremlin, pero, con el ascenso de Gorbachov, de repente era posible no solo eso, sino también una negociación. En el transcurso de cuatro cumbres entre Ginebra, en noviembre de 1985, y Moscú, en mayo-junio de 1988, las conversaciones a menudo fueron acaloradas, pero los dos líderes fueron fraguando una relación basada en la confianza personal e incluso el afecto. Las radicales propuestas de reducción armamentística lanzadas por Gorbachov en Reikiavik en octubre de 1986 estuvieron a punto de convencer a Reagan, para consternación de algunos asesores conservadores. Cuando se reunieron en Washington en diciembre de 1987 ya se tuteaban. También había enjundia en la nueva relación. En la capital estadounidense, Reagan y Gorbachov renunciaron a toda una categoría armamentística en el Tratado sobre las Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, la primera vez que las superpotencias aceptaban reducir sus arsenales nucleares. Aquel fue un paso importante para distender la Guerra Fría y redujo las posibilidades de un conflicto nuclear. Los científicos atómicos atrasaron su célebre «reloj del apocalipsis» a seis minutos antes de la medianoche en lugar de tres. Y el 31 de mayo de 1988, cuando a Reagan le preguntaron en la plaza Roja si todavía consideraba a la URSS un «imperio del mal», respondió: «Hablaba de otros tiempos, de otras épocas».[44]
Reagan estaba avanzando, y Gorbachov también. Seis meses después, el espectacular discurso pronunciado en la ONU la mañana del 7 de diciembre fue un momento «crucial» para el líder soviético. Quería presentarse como un artífice de los asuntos internacionales, pero, a diferencia de Churchill, sacando al mundo de la Guerra Fría. Y tenía muchas ganas de pillar desprevenidos a los norteamericanos, sobre todo en un momento de transición entre presidentes en el que su política exterior estaría en el limbo. «A los estadounidenses les da miedo que podamos hacer algo al estilo de Reikiavik», dijo. Gorbachov llevaba meses preparando el discurso, desde la visita de Reagan, y pasó por numerosos borradores que sufrieron modificaciones hasta el último minuto. Estaba decidido a aprovechar la ocasión para demostrar al mundo su fe en el brillante futuro de la rejuvenecida Unión Soviética y confirmar sus credenciales como un pacificador visionario. Además, tenía la esperanza de que, al exponer su nuevo pensamiento político de una manera tan atractiva, conseguiría créditos y ayuda económica de Occidente.[45]
Cuando Gorbachov llegó a la ONU, la amplia sala de la Asamblea General estaba abarrotada y sus mil ochocientos asientos, ocupados. Los allí presentes charlaban excitadamente. Las expectativas eran altas. Gorbachov subió al estrado enfundado en un traje oscuro de buena confección, una camisa blanca y una corbata de color bermellón. Al comienzo del discurso habló de manera pausada y reflexiva, pero fue cogiendo ritmo con creciente fluidez y autoridad. Al hacerlo, expuso su plan ideológico acerca de cómo debía evolucionar el marxismo-leninismo y cómo debía abandonar el mundo la Guerra Fría.[46]
Empezó con unos comentarios que aunaban la historia de Europa occidental y del Este en torno a la idea revolucionaria: «Dos grandes revoluciones, la francesa de 1789 y la rusa de 1917, han ejercido una gran influencia en la naturaleza del proceso histórico y han cambiado radicalmente el curso de los acontecimientos mundiales. Ambas, cada una a su manera, han infundido un estímulo gigantesco al progreso del hombre». Una vez que hubo purificado la revolución y creado un terreno común en un continente dividido, Gorbachov pasó a hablar de la universalidad de la experiencia humana («Hoy hemos entrado en una era en la que el progreso se basará en los intereses de toda la humanidad») e insistió en que solo era posible seguir progresando a través de un consenso verdaderamente global en un movimiento hacia lo que denominó «un nuevo orden mundial». De ser así, apostilló, «también merece la pena acordar los prerrequisitos y principios fundamentales y verdaderamente universales para semejantes actividades. Es evidente, por ejemplo, que la fuerza y la amenaza de utilizarla ya no son viables y no deberían ser instrumentos de la política exterior». Aquello era una renuncia explícita a la «Doctrina Brézhnev» (el derecho que se arrogaba Moscú de desplegar al Ejército Rojo en su esfera de influencia para salvar a un estado comunista amigo), que en 1968 había justificado el uso de tanques para aplastar la Primavera de Praga. En lugar de eso, teniendo en cuenta la «variedad de estructuras sociopolíticas», afirmó que la «libertad de decisión» era un «principio universal» que no conocía excepciones.[47]
Así pues, Gorbachov pensaba a lo grande e iba mucho más allá de las bipolaridades convencionales de Este contra Oeste. Tras más de cuarenta años de Guerra Fría, estaba propugnando explícitamente la «desideologización de las relaciones entre estados» y, por tanto, decretando el fin del intervencionismo en el Tercer Mundo. De hecho, ahora que el mundo entero estaba abordando con seriedad el hambre, las enfermedades, el analfabetismo y «otros males de masas», abogó por reconocer «la primacía de la idea humana universal». Aun así, no pretendía abandonar los valores soviéticos: «Lo fundamental sigue siendo que la formación del periodo pacífico tendrá lugar bajo las condiciones de la existencia y rivalidad entre ellos de varios sistemas socioeconómicos y políticos». Sin embargo, añadió, «el significado de nuestras iniciativas internacionales, y uno de los dogmas fundamentales del nuevo pensamiento, es precisamente el de impartir a esta rivalidad la cualidad de una competencia sensata en condiciones de respeto por la libertad de elección y un equilibrio de intereses». Por tanto, los dos sistemas no se fusionarían, sino que su relación consistiría en un «codesarrollo» pacífico. De este modo, las superpotencias podrían trabajar juntas para «eliminar la amenaza nuclear y el militarismo», cuya erradicación era esencial para el desarrollo mundial y la supervivencia de la especie humana.
Al margen de su ambiciosa visión, Gorbachov hizo propuestas concretas, sobre todo para poner fin a los nueve años de intervención en Afganistán, el equivalente soviético al Vietnam de Estados Unidos, y en relación con el desarme, que consideraba «el tema más importante», sin el cual no podría resolverse «ningún problema del próximo siglo». Asimismo, habló de la necesidad de un nuevo tratado de reducción de armas estratégicas (START, por sus siglas en inglés), que conllevaría recortar el arsenal de ambas superpotencias en un 50 por ciento. Y, para presionar a Estados Unidos, desveló una propuesta unilateral consistente en rebajar los efectivos militares soviéticos en Europa a medio millón en dos años. De este modo, Gorbachov pretendía dar el salto de la «economía de armamento» a una «economía de desarme».
Esa conversión era absolutamente esencial para apuntalar su proyecto de «renovación profunda» de toda la sociedad socialista, un proyecto cuya envergadura había crecido enormemente desde 1985, a medida que desarrollaba sus grandes ideas para la perestroika y la glásnost. De hecho, según explicó Gorbachov, «bajo el signo de la democratización, la perestroika se ha extendido ahora a la política, la economía, la vida intelectual y la ideología». La democracia soviética se dotaría de «una base normativa sólida» que incluiría «leyes sobre la libertad de conciencia, glásnost, asociaciones públicas y organizaciones». No obstante, para que nadie estuviera tentado a «infringir la seguridad» de la Unión Soviética y sus aliados mientras el Kremlin emprendía las tan necesarias y «osadas transformaciones revolucionarias», Gorbachov recalcó que sus capacidades defensivas debían mantenerse en un nivel que él definía como «suficiencia razonable y fiable». Ese lenguaje contrastaba sobremanera con la búsqueda de la «superioridad» que había dominado las relaciones Este-Oeste durante buena parte de la Guerra Fría. Tal como reconoció, seguían existiendo importantes diferencias y las superpotencias debían resolver problemas graves, pero, mientras contemplaba la sala de la Asamblea, se mostró optimista con respecto al futuro: «Ya hemos terminado la enseñanza primaria, en la que aprendimos a entendernos y buscar soluciones para el bien propio y el común».[48]
Hacia el final del discurso reconoció la labor del presidente Reagan y de George Shultz, su secretario de Estado, a la hora de forjar acuerdos. «Todo esto —dijo— es capital que se ha invertido en una empresa conjunta de una importancia histórica. No debe ser malgastado ni quedar fuera de circulación. La futura Administración estadounidense encabezada por el recién elegido presidente George Bush hallará en nosotros un socio dispuesto a continuar el diálogo sin pausas largas ni retrocesos, con un espíritu de realismo, apertura y buena voluntad y con un anhelo de resultados concretos siguiendo una agenda que incorpore los aspectos fundamentales de las relaciones y políticas internacionales de la Unión Soviética y Estados Unidos.»[49] Bush no estaba entre el público (vio el discurso por televisión), pero no pudo escapársele el mensaje. Tal como había mencionado Gorbachov al Politburó al salir de Moscú, con su ofensiva diplomática Bush no tendría «donde esconderse».[50]
Anatoli Cherniáiev, el asistente de Gorbachov, estaba entre el público. Puesto que lo había ayudado a redactar el discurso, esperaba que causara impresión, pero no estaba preparado para la reacción de aquella mañana. «Durante más de una hora no se movió nadie. Y entonces el público prorrumpió en ovaciones y no lo dejó marchar [a Gorbachov] durante un buen rato. Incluso tuvo que levantarse y hacer una reverencia como si estuviera sobre un escenario.»[51] Gorbachov, un gran showman, respondió con entusiasmo. Las reacciones de la prensa también fueron en su mayor parte positivas. El editorial de The New York Times decía: «Puede que, desde que Woodrow Wilson presentó sus Catorce Puntos en 1918 o desde que Franklin Roosevelt y Winston Churchill promulgaron la Carta del Atlántico en 1941, una figura mundial no haya demostrado la visión de la que hizo gala Mijaíl Gorbachov».[52] Otros, sin embargo, no solo repararon en la puesta en escena y la retórica. The Christian Science Monitor, por ejemplo, llamó la atención sobre lo que Gorbachov no había dicho. No había mencionado que el Kremlin tuviera la intención de retirarse totalmente de sus posiciones de influencia estratégica más remotas conseguidas en la Segunda Guerra Mundial, esto es, Alemania Oriental y el este de Asia. De hecho, el discurso apenas mencionó a Asia. Prometió que se reducirían las fuerzas armadas en el Asia soviética y que «gran parte» de las tropas desplegadas en la República Popular de Mongolia volverían a casa. Pero no se citaban las bases de Vietnam, protestaba The Monitor, ni tampoco las cuatro islas del norte de Japón conquistadas por Stalin en 1945 y cuyo estatus había bloqueado un tratado de paz entre Japón y la URSS para acabar formalmente con la Segunda Guerra Mundial.[53] El periódico tenía razón (la visión de Gorbachov de cara a la etapa posterior a la Guerra Fría era selectiva), pero el discurso en la ONU dejó claro que, para él, la cabina de mando de la Guerra Fría se encontraba en Europa. Era allí donde había que aliviar la tensión.
En cuanto hubo concluido su espectáculo en Naciones Unidas,[54] Gorbachov empezó a pensar en el siguiente acto de su apretada agenda neoyorquina: una reunión con el presidente Reagan y el vicepresidente Bush en Governors Island, frente al extremo meridional de Manhattan. Sin embargo, en la limusina rumbo al embarcadero de Battery Park, el líder soviético tuvo que atender una llamada urgente de Moscú: un gran terremoto había azotado el Cáucaso y, según los últimos partes, habían perecido unas veinticinco mil personas en Armenia. Gorbachov decidió volver a casa a la mañana siguiente sin pasar por Cuba y Londres, tal como se había planeado en un principio.[55] Controlando la ansiedad, durante el trayecto en barco pensó en la que sería su quinta y última reunión con Reagan, el hombre al que ya no consideraba un «combatiente recalcitrante de la Guerra Fría», sino alguien con quien, contra todo pronóstico, había logrado cultivar un verdadero afecto y amistad.[56]
Cuando Bush vio el ferry aproximándose por las agitadas aguas del puerto de Nueva York, percibió una tensa expectación entre las autoridades estadounidenses y soviéticas que aguardaban. Él también estaba nervioso, desde luego. Como presidente electo, a falta de unas semanas para la investidura y sin poder fijar políticas, tuvo que contraponer su futuro papel con el estatus que aún tenía como segundo de Reagan. Sabía que Gorbachov ansiaría saber cómo pretendía entablar relaciones con la Unión Soviética, pero Reagan seguía siendo el hombre del Despacho Oval. Aquel día en particular, Bush quería evitar cualquier gesto que pudiera interpretarse como una afrenta a la autoridad del presidente o limitar su propia libertad de acción en el futuro.[57]
Al desembarcar, Gorbachov saludó a los espectadores con una amplia sonrisa y Reagan, también animado, lo recibió en el muelle. Pronto, las dos delegaciones estaban sentadas en la residencia del comandante en Governors Island. La conversación fue en buena medida liviana y nostálgica; no fue una «sesión de negociaciones», tal como Gorbachov declaró a los medios de comunicación allí presentes. Sin embargo, en cierto modo fue «especial», en palabras de Bush, debido a su doble papel, con la mirada puesta tanto en el pasado como en el futuro.[58]
Cuando se ausentaron los periodistas y los fotógrafos, Reagan y Gorbachov rememoraron su primer encuentro en Suiza, que había tenido lugar tan solo tres años antes, y el presidente le ofreció un recuerdo al líder soviético, una foto del momento en que se encontraron en el aparcamiento. La imagen incluía la siguiente inscripción de Reagan: «Hemos recorrido un largo trayecto juntos para allanar el camino hacia la paz, Ginebra 1985-Nueva York 1988». Gorbachov se sintió conmovido y dijo lo mucho que valoraba el «entendimiento personal» entre ambos. Reagan opinaba lo mismo y estaba orgulloso de lo que habían «conseguido juntos»: dos líderes que tenían la «capacidad de provocar la siguiente guerra mundial» habían decidido «que imperara la paz en el mundo»,[59] así que habían puesto unos «cimientos sólidos para el futuro». Esto fue posible, aseguró, porque siempre habían sido «directos y francos» el uno con el otro. Lo que no mencionó Reagan (naturalmente, porque aquello era un agradable paseo por el ayer) fue que la cumbre celebrada en Moscú en mayo y junio no había puesto el colofón a la sucesión de reuniones, tal como esperaba Gorbachov, con START I, un tratado para reducir sus armas ofensivas estratégicas. Esto, tal como subrayó Gorbachov en su discurso en la ONU, era un asunto pendiente de suma importancia.[60]
Reagan le preguntó a Bush si deseaba añadir algo, pero el vicepresidente decidió comentar tan solo el simbolismo de la fotografía. Los dos países habían recorrido un largo camino en los tres últimos años y manifestó su esperanza de que al cabo de otros tres hubiera «una fotografía parecida con la misma relevancia». Bush dijo que quería construir a partir de lo que había hecho el presidente Reagan trabajando con Gorbachov. Nada de lo que habían logrado debía ser revertido. Pero añadió que necesitaría «un poco de tiempo para evaluarlo todo». Gorbachov quería garantías de que Bush seguiría el camino trazado por Reagan. Sin embargo, el vicepresidente no cedió, escudándose en la necesidad de crear un nuevo Gabinete. Su manera de proceder, dijo, era «revitalizar las cosas nombrando a gente nueva». Quería «formular unas políticas de seguridad nacional prudentes», pero insistió en que no quería «postergar las cosas» ni «volver atrás». Bush intentó que la conversación transcurriera por cauces imprecisos y echó mano de tópicos para mantener abiertas sus opciones.[61]
Sin embargo, el líder soviético no aflojó. Con la mirada puesta en el futuro, Gorbachov continuó sondeando a Bush durante el almuerzo y buscó reacciones de calado a su discurso en la ONU. Shultz se limitó a decir que el público había estado «muy atento» y que la salva de aplausos había sido totalmente «sincera». Aparte de comentar que, al parecer, Gorbachov «había llenado todos los asientos de la sala», Bush guardó silencio. El mandatario soviético insistió en que estaba comprometido con todo lo que había dicho en la ONU sobre la cooperación entre sus países.[62] Si bien reconoció que había «contradicciones reales» entre ellos, sobre todo en cuestiones regionales, recalcó que Washington no debía desconfiar de la Unión Soviética. Volviéndose directamente hacia Bush, dijo que era un «buen momento para mencionarlo» con el vicepresidente allí. El líder soviético repasó brevemente algunos focos de crisis que había en todo el mundo y después retomó su tema principal, esto es, la cooperación que habían logrado establecer él y el presidente. Mirando de nuevo adrede tanto a Bush como a Reagan, afirmó que «el quid de la cuestión era la continuidad» y que, por tanto, debían «poder trabajar juntos y de manera constructiva en todos los problemas regionales». Aun así, no hubo reacción por parte de Bush, de modo que Gorbachov trató de ponerlo contra las cuerdas: «Si el próximo presidente ha iniciado estudios y tiene comentarios o sugerencias que hacer sobre estas cuestiones, me gustaría oírlos». Una vez más, Bush no cedió y al final Gorbachov bromeó con que «lo importante era hacerle la vida más fácil al próximo presidente».[63]
George H.W. Bush, el hombre al margen.
George H. W. Bush con Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov, Governors Island, 7 de diciembre de 1988 (Cortesía de la Ronald Reagan Library).
Durante toda la reunión, Bush se mostró reservado y se mantuvo al margen, en ocasiones adentrándose «incómodamente en la escena», según la crónica de The New York Times.
Al hablar con la prensa aquel mismo día en Washington, el vicepresidente mantuvo su tono evasivo: «Le he dejado claro al secretario general que deseo continuar con los progresos realizados por la Administración Reagan con los soviéticos y también que necesitamos tiempo, y lo ha entendido».[64]
El 20 de enero de 1989, George H. W. Bush fue investido cuadragésimo primer presidente de Estados Unidos. Fue el primer vicepresidente en funciones en ser elegido a la Casa Blanca desde Martin van Buren en 1836. Para muchos siempre había parecido hallarse en la antesala de la historia, desempeñando labores útiles pero al filo de la grandeza: embajador ante Naciones Unidas, enviado estadounidense a China y jefe de la CIA en los años setenta. Y, cuando finalmente se la jugó en 1980 al presentarse como candidato republicano a la presidencia, se había visto sobrepasado por el telegénico Reagan (un producto de Hollywood), cuyas políticas financieras Bush tachó de «economía vudú».[65]
Al principio, Reagan esperaba poder contar con el ex presidente Gerald Ford como compañero de campaña, pero, cuando las negociaciones se rompieron a falta de menos de veinticuatro horas para que se anunciaran las listas, ofreció el puesto a Bush, quien, pese a la agresiva campaña para la nominación, aceptó de inmediato. Era conservador y cooperador. Las entradas de su diario incluyen comentarios como: «No voy a crearme un electorado propio ni hacer cosas como dar conferencias informativas para demostrar que estoy realizando un buen trabajo», y también: «El presidente debe saber que puede contar con el vicepresidente y no debe pensar que tiene que estar vigilándome».[66]
En el segundo mandato de Reagan, cuando Bush empezó a planear su campaña, aquella lealtad fue utilizada a veces en su contra como prueba de su perpetua disposición a ser el segundo violín.[67] Y, cuando le insistieron en que explicara su programa, al parecer exclamó: «¡Ah, el tema de la visión!», una frase esgrimida a menudo como crítica.[68] ¿Tenía Bush las agallas y la confianza en sí mismo necesarias para dar ese último gran paso hacia el Despacho Oval?[69] Carecía asimismo de la elocuencia accesible de Reagan y, aunque su discurso de aceptación de la candidatura republicana en julio de 1988 fue objeto de halagos, también contenía la siguiente promesa: «Leedme los labios: no habrá nuevos impuestos». Bush deslizó ese comentario para apaciguar a la derecha republicana, que lo consideraba inaceptablemente centrista en comparación con Reagan. Con el paso del tiempo aquellas palabras se volverían contra él, pero en su momento tipificaron el impulso de su carrera a la presidencia, que se concentró en cuestiones económicas y sociales y no en la política exterior.[70] Durante una campaña sumamente personalizada y en ocasiones de lo más desagradable, los republicanos arremetieron contra su oponente demócrata Michael Dukakis, ex gobernador de Massachusetts, a quien acusaban de ser un decadente liberal de Harvard que se mostraba débil en la lucha contra la delincuencia y derrochador en materia de gasto. El 8 de noviembre de 1988, el número dos se convirtió finalmente en el número uno tras anotarse una victoria aplastante en cuarenta de los cincuenta estados y cosechar el 80 por ciento del voto en los colegios electorales.[71]
Mucha gente daba por sentado que Bush continuaría básicamente con las políticas de la Administración saliente tanto en Estados Unidos como en el extranjero, pero el nuevo presidente no quería ser un mero reemplazo de Reagan durante el tercer mandato republicano. De hecho, nunca habían mantenido una relación particularmente estrecha, y en privado Bush profesaba poca estima por Reagan y lo consideraba «ingenuo y simplista en muchas cuestiones». Así pues, el traspaso del poder fue en realidad una «toma» de este último, aunque amigable. Y, al contrario de lo dado a entender durante la campaña, la política exterior no ocuparía un lugar secundario. Es más, en cuestiones diplomáticas, Bush tenía un estilo y una agenda distintos de los de su predecesor. Sería ahí donde el «auténtico» George Bush se alejaría de la sombra de Reagan.[72]
Esta nueva perspectiva de la política exterior se esbozó en el interregno de noviembre a enero. Los dos asesores principales de Bush eran James A. Baker III, el nuevo secretario de Estado, y Brent Scowcroft, que sería nombrado asesor de Seguridad Nacional. Su estrecha relación con el presidente generó una especie de tensión constructiva, ya que desempeñaban distintos papeles en la diplomacia de Bush. Ambos coincidían en que Washington tenía buenas cartas para negociar con el Kremlin, pero diferían notablemente en cómo utilizarlas.[73]
Baker era un viejo adlátere texano de Bush (nacido en Houston en 1930, era seis años más joven que este). Ambos eran íntimos desde hacía más de tres décadas; Baker era casi un hermano pequeño para él. De joven había sido marine y más tarde un próspero abogado antes de convertirse en miembro del núcleo duro de Washington. En 1976 organizaría la campaña electoral de Gerald Ford y en 1984 la de Ronald Reagan, y durante los dos mandatos de este último ejerció de jefe de Gabinete de la Casa Blanca y secretario del Tesoro. En opinión de Dennis Ross, un veterano de Washington que fue elegido director de planificación política del Departamento de Estado, Baker era un negociador excelente e instintivo con un don natural para tratar con la gente y un talento inusual para identificar prioridades. En lo tocante a la Unión Soviética, Baker era partidario de una relación diplomática constante e intensa. Quería poner a prueba la sinceridad de Gorbachov y animarlo a proseguir con las reformas en su país y fuera de él.[74]
Scowcroft era el eje de un segundo grupo de asesores que se mostraban mucho más escépticos con Gorbachov y sus reformas, ya que temían que intentara revitalizar el poder soviético. Moscú, advertía Scowcroft, podía «embelesar a Occidente» y de ese modo debilitar la determinación y la cohesión de la OTAN. Por este motivo, se oponía firmemente a una cumbre temprana entre Bush y Gorbachov en 1989 para evitar que eso alimentara la propaganda soviética. Según reflexionó más adelante, a menos que hubiera logros relevantes, por ejemplo en materia de control armamentístico, los soviéticos podrían sacar rédito del único resultado apreciable: los buenos sentimientos generados por la reunión. Aprovecharían la euforia resultante para socavar la determinación occidental, y la sensación de complacencia llevaría a algunos a pensar que Estados Unidos podía bajar la guardia. Los soviéticos en general, y Gorbachov en particular, eran maestros a la hora de crear esos ambientes enervantemente acogedores. El discurso en la ONU, con un tono en buena medida retórico, había infundido un optimismo embriagador, y Gorbachov podía esgrimir una reunión temprana con el nuevo presidente como prueba para decretar la conclusión de la Guerra Fría sin ofrecer medidas sustanciales por parte de una «nueva» Unión Soviética.[75]
Scowcroft y Bush tenían casi la misma edad. Ambos habían sido pilotos, pero el servicio de Bush se había limitado a la guerra del Pacífico, mientras que Scowcroft había sido un oficial de carrera en las fuerzas aéreas estadounidenses de posguerra, desde 1947 hasta que entró a formar parte de la Casa Blanca de Nixon en 1972, todo ello antes de convertirse en el asesor de Seguridad Nacional de Ford (1975-1977). Fue durante los años de Ford cuando conoció de cerca a Bush, que por entonces era el enviado estadounidense en China y más tarde sería el director de la CIA. Ambos compartían la misma visión del mundo, definida por la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y Vietnam. Los dos creían en el liderazgo estadounidense en el mundo, en la trascendencia de la alianza transatlántica y en la necesidad de utilizar con determinación la fuerza en caso de que ello fuera necesario. Y creían también en la eficacia de la diplomacia personal y en la enorme importancia del espionaje. Bush confiaba plenamente en Scowcroft. Lo consideraba su «mejor amigo en todos los aspectos», tanto en el campo de golf como en el Despacho Oval.[76] Scowcroft creía que en su papel como asesor personal del presidente y mediador honesto, a diferencia de Baker, no tenía que representar los intereses de un departamento gubernamental en particular. Y, como asesor de Seguridad Nacional, también era el nexo entre la política exterior y la seguridad. Al ocupar el cargo por segunda vez, Scowcroft desarrolló un «sistema» propio, un proceso de toma de decisiones sumamente eficaz. Sus sellos distintivos eran las consultas periódicas al personal del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés) y una implacable disuasión de las filtraciones que conllevaba que todo llegara al presidente a través de él. Sin embargo, a diferencia del NSC a las órdenes de Henry Kissinger o Zbigniew Brzezinski en la década de 1970, el ambiente no era conspirativo, sino eminentemente de camaradería. Asimismo, pese a sus inevitables fricciones, Scowcroft y Baker lograron desarrollar una labor productiva.[77]
Así pues, la Administración Bush poseía en general una gran experiencia en asuntos exteriores, lo cual interesaba mucho al presidente. A este le gustaba leer informes y memorándums y, a diferencia de sus tres predecesores inmediatos (Ford, Carter y Reagan), aportó al trabajo una dilatada experiencia en política exterior. Además de los cargos que había ocupado en la década de 1970, había sido vicepresidente ocho años, durante los cuales conoció a numerosas autoridades extranjeras y a la mayoría de los jefes de Gobierno. En lo personal Bush era modesto y cauteloso, pero también era muy ambicioso y tenía una gran seguridad en sí mismo. Aunque no fuera un visionario estratégico, su estilo de gobierno se guiaba por unas convicciones y objetivos básicos muy claros. Un orden mundial estable requería liderazgo y, pese al pesimismo que reinaba en los años ochenta, Bush no dudaba de que Estados Unidos podía ofrecerlo; no lo veía como un país en «declive».
En algunos círculos estadounidenses, el discurso del «declive» se sumaba a las pesimistas teorías sobre un incipiente «siglo del Pacífico» (con Japón a la vanguardia gracias a su prodigioso crecimiento económico) y una posible «Europa fortaleza» (una Comunidad Europea cada vez más proteccionista e integrada económica y políticamente). Con todo, la Casa Blanca de Bush se centró en lo que percibía como la creciente popularidad y propagación de los valores liberales estadounidenses en todo el mundo y en apoyar la creación de un sistema de comercio verdaderamente global (liderado por Estados Unidos) que sustituiría al moribundo GATT de 1947 e incluiría a la Unión Soviética, China y el Tercer Mundo.
Bush estaba convencido de que Estados Unidos estaba entrando en una nueva fase ascendente; el siglo XXI sería suyo. En unas extensas declaraciones realizadas en noviembre de 1988, justo antes de su elección, dijo que Estados Unidos había «puesto en marcha los grandes cambios» que estaba «experimentando el mundo actual: el crecimiento de la democracia, la propagación de la libre empresa y la creación de un libre mercado de productos e ideas. Por ahora, ninguna otra nación, o grupo de naciones, dará un paso al frente para asumir el liderazgo».[78]
Esos temas del cambio a escala mundial y la oportunidad estadounidense los desarrolló de manera más exhaustiva en su discurso de toma de posesión del 20 de enero, mientras miraba desde la cara oeste del Capitolio hacia el Monumento a Lincoln. Después de las habituales invocaciones a Dios y la historia nacional, Bush se posicionó en la cúspide de una nueva era todavía por definir. «Hay momentos en los que el futuro parece denso como la niebla y esperas que se disipe y muestre el camino correcto. Pero, en la época en la que vivimos, el futuro parece una puerta abierta a una habitación llamada “mañana”.» Y Bush estaba preparado para ello: «Vivimos momentos pacíficos y prósperos pero podemos mejorar, porque soplan vientos nuevos y parece haber aflorado un mundo revitalizado por la libertad. Porque, en el corazón del hombre, que no en los hechos, el día del dictador ha terminado». El nuevo presidente no hizo alusiones directas a las increíbles transformaciones que estaban experimentando el bloque soviético y la China comunista, pero todo el mundo debió de entender a qué se refería. «La época totalitaria está quedando atrás. Sus viejas ideas han sido arrastradas como hojas de un árbol ancestral e inerte [...]. Grandes naciones del mundo están avanzando hacia la democracia por la puerta a la libertad.» Y Estados Unidos era el guardián. «Sabemos qué es lo que funciona: lo que funciona es la democracia. Sabemos qué es lo correcto: lo correcto es la libertad.» El presidente explicó la misión del país: «Estados Unidos nunca es él mismo a menos que participe de elevados principios morales. Como pueblo, en la actualidad tenemos el objetivo de dar un rostro más amable a la nación y al mundo. Amigos míos, tenemos trabajo que hacer».[79] Aquel era el momento de Estados Unidos, y quería aprovecharlo.
Pero ¿dónde debía comenzar ese trabajo? Cabía esperar que Bush le abriera la puerta a Moscú; después del crucial discurso de Gorbachov en la ONU, y con la transformación política de Polonia y Hungría, gran parte del planeta estaba obsesionado con los cambios que estaban produciéndose en la Unión Soviética y con el fermento de Europa del Este. Sin embargo, guiado por el escepticismo de Scowcroft y Baker y decidido a distanciarse de la estrecha relación que había mantenido Reagan con Gorbachov, la presidencia de Bush empezó con una «pausa» deliberada en la diplomacia entre las superpotencias.[80] Debido a los pocos elementos de la agenda que había dejado activos la Casa Blanca de Reagan (con la notable excepción de START I), Bush decidió solicitar una serie de estudios para «revisar la política existente y los objetivos por región, incluidos también análisis del control armamentístico». Averiguar cómo debían negociar con Moscú era, «obviamente, la máxima prioridad», recordó Scowcroft más tarde, pero la redacción de los informes llevaría tiempo. De hecho, el estudio del Consejo de Seguridad Nacional sobre la Unión Soviética (NSR 3) no llegó a la mesa del presidente hasta el 14 de marzo, y los análisis sobre Europa del Este (NSR 4) y Europa occidental (NSR 5, centrado en la unión más estrecha prevista para 1992) lo hicieron dos semanas después.[81]
Entretanto, Bush no solo le había abierto la puerta a China, sino que la había franqueado. El 25 y 26 de febrero se reunió con el Partido Comunista en Pekín. Era la primera vez en toda la historia de Estados Unidos que su presidente viajaba antes a Asia que a Europa.[82]
Bush, que se consideraba un experto en China, quería incluir a Pekín en una «sociedad transpacífica». «La importancia de China es muy clara para mí —le dijo a Brzezinski dos semanas después de ser elegido—. Me encantaría volver allí antes de que Deng abandone por completo el cargo. Creo que mantengo una relación especial con ese país.»[83] Deng Xiaoping era el cerebro de las políticas de «reforma y apertura», la campaña iniciada tras la muerte de Mao Zedong en 1976 para abandonar la autárquica economía planificada y entrar con cautela en el mercado global. En 1989 el diminuto Deng tenía ochenta y cuatro años, y Bush quería explotar su vieja relación personal, que se remontaba a cuando el estadounidense había sido pseudoembajador en China entre 1974 y 1975. Para Bush, China era sinónimo de Deng. La fascinación del presidente con China guardaba relación no tanto con el país en sí (su idioma, paisaje o cultura) como con su potencial socioeconómico, que Deng estaba tratando de incorporar a la economía capitalista mundial. Por su parte, los chinos calificaban a Bush de lao pengyou, el término que utilizaban para describir a un «viejo amigo» de confianza que desea entablar relaciones positivas y ejercer de interlocutor entre la República Popular China (RPC) y el resto del mundo, pero que también goza de una familiaridad especial que le permite hablar sin ambages. Los estadounidenses anteriores a Bush que se habían ganado tal distinción incluían a Nixon y Kissinger, pero ni Carter ni Reagan eran considerados unos lao pengyou.[84]
El nuevo rumbo tomado por China, fomentando por Deng a partir de 1978, fue uno de los momentos de transición del siglo XX. Bajo su liderazgo, Pekín promovió una rápida modernización por medio de una mayor intervención en un mundo cada vez más interdependiente, sobre todo con Europa occidental y Estados Unidos, dos regiones tecnológicamente avanzadas. En la propia China se aprobaron medidas para que la política fuera más receptiva a los incentivos económicos. Estas incluían la descolectivización de la agricultura —lo cual permitiría a los agricultores obtener beneficios—, recompensas a un rendimiento industrial especialmente eficiente y el fomento de empresas privadas a pequeña escala. Con la mirada puesta en la economía global y el equilibrio de poderes internacional, Deng fue relajando poco a poco los controles a la inversión y el comercio exteriores e intentó acceder a instituciones financieras globales. Según afirmaba, su objetivo era llevar a cabo, antes de que acabara el siglo, una transformación socioeconómica total de su país, que en la década de 1980 formaba parte del tercio de estados más pobres del mundo. Cuando Bush fue elegido presidente, la apuesta de Deng ya estaba dando dividendos. En poco más de una década de reformas, el PIB de China se duplicó con creces, pasando de 150.000 millones de dólares en 1978 a más de 310.000 en 1988.[85]
El país más populoso del mundo se hallaba sumido en una revolución económica que, a diferencia de la Rusia soviética de Gorbachov, era controlada de manera muy estricta por el Partido Comunista Chino (PCCh) y que también avanzaba paso a paso. No solo la liberalización económica de Gorbachov empezó mucho más tarde, en 1985 y no en 1978, sino que las reformas políticas concomitantes, que desmantelaron gradualmente el monopolio político del Partido Comunista Soviético, equivalían nada menos que a un nuevo sistema de gobierno. A su vez, este proceso desencadenó conflictos étnicos destructivos en una sociedad que era mucho menos homogénea que la china. Mientras que en el país asiático el proceso de reforma económica se estaba controlando desde arriba, en la URSS la perestroika, sumada a la glásnost, acabaría socavando al Estado soviético.[86]
Estados Unidos desempeñó un papel fundamental en esta revolución china. Aunque Deng al principio deseaba entablar relaciones con Europa occidental, Estados Unidos era su principal modelo, sobre todo desde la reveladora visita que hizo a principios de 1979, que supondría el inicio de unas relaciones diplomáticas plenas. «Lo que vio en Estados Unidos era lo que deseaba para la China del futuro.» Durante una trepidante gira de una semana de duración desde Washington D. C. hasta Seattle, las fábricas y granjas «lo dejaron boquiabierto». La tecnología y la productividad eran tan impresionantes que, según reconoció, no pudo dormir en varias semanas.[87]
La Administración Carter anhelaba que las reformas de Deng triunfaran; también quería acercar más a China y Estados Unidos en una época en que la distensión empezaba a erosionarse y la relación con Moscú había quedado congelada en plena «Nueva Guerra Fría». Carter no solo normalizó las relaciones diplomáticas con China, sino que doce meses después le concedió el estatus de «nación más favorecida» (NMF), un prerrequisito esencial para un comercio bilateral más amplio. La RPC ingresó en el Banco Mundial en abril de 1980 y ese mismo mes ocupó el lugar de Taiwan en el FMI. Aprovechando el impulso, en septiembre de 1980 la Administración Carter cerró cuatro acuerdos comerciales en materia de aviación, transportes, textiles y una mayor representación consular. Al anunciarlos, el presidente definió la relación sinoestadounidense como «una fuerza nueva y vital para la paz y la estabilidad en el escenario internacional» que entrañaba «la promesa de beneficios cada vez mayores en el comercio y otros intercambios» entre ambos países.[88]
Reagan adoptó la política de Carter y la ejecutó con más rigor aún. Una de las prioridades de su nueva «estrategia global» era la integración de la cuenca del Pacífico en la economía mundial. En ese mercado ampliado, China podía llegar a ser el actor más importante, así que una apertura exitosa brindaría oportunidades excepcionales para el comercio y la inversión estadounidenses. También había una dimensión estratégica. La campaña para la modernización económica alinearía a China con el orden capitalista y la convertiría en un bastión más fuerte contra la Unión Soviética. Así las cosas, en 1981 la Administración Reagan ofreció a Deng una «asociación estratégica» que en la práctica constituía una alianza. Por tanto, en un momento en que la Guerra Fría estaba congelándose, se amplió la cooperación de seguridad sinoestadounidense. Pekín obtuvo tecnología armamentística norteamericana al tiempo que se coordinaba con las campañas anticomunistas de Estados Unidos en Afganistán, Angola y Camboya.[89] Aunque el propio Reagan visitó China en 1984, parecía dispuesto a aprovechar al máximo la amistad de su vicepresidente con los chinos. Bush realizó dos visitas de una semana a Pekín en mayo de 1982 y octubre de 1985. En la segunda se mostró especialmente optimista acerca del comercio sinoestadounidense. «El cielo es el límite, la puerta está abierta de par en par», dijo en una rueda de prensa, y añadió que había encontrado «mucha más apertura» que tres años antes. Por supuesto, un progreso continuo dependía del Líder Primordial, que ahora tenía ochenta y un años. Los observadores eran muy conscientes de que, entre el primer viaje y el segundo de Bush a China, tres gerontócratas habían desaparecido de la escena en el Kremlin. Sin embargo, un entusiasta Bush trasladó a la prensa lo que le había dicho Deng: «Los órganos vitales de mi cuerpo funcionan muy bien».[90]
La evolución de la relación sinoestadounidense estaba siendo beneficiosa para ambas partes. En 1983 la Administración Reagan había adoptado la importante medida de liberalizar el control sobre el comercio, la tecnología y la inversión existente durante la Guerra Fría, lo cual permitió al sector privado negociar con China con un coste mínimo para el contribuyente de Estados Unidos. Por su parte, Deng estaba desesperado por aprovechar toda clase de conocimientos estadounidenses. Entre 1982 y 1984, los permisos de exportación se duplicaron y las ventas de productos de alta tecnología, como ordenadores, semiconductores, turbinas hidráulicas y material para el sector petroquímico, se multiplicaron por siete, pasando de 144 millones en 1982 a 1.000 millones en 1986.[91] De ahí nacieron empresas conjuntas entre Estados Unidos y China en ámbitos como la exploración energética, el transporte y los productos electrónicos. Los artículos de consumo eran otro sector importante para una colaboración, y en él estaban representadas empresas estadounidenses tan destacadas como Coca-Cola y Pepsi, Heinz, AT&T, Bell South, American Express y Eastman Kodak.[92] En todo ello, el Gobierno de Estados Unidos actuó como facilitador y guardián de bajo coste para las empresas privadas de su país, utilizando las fuerzas naturales del mercado para intentar sacar a China de su viejo caparazón durante los años ochenta. En doce años de reforma, Pekín y Washington se habían convertido en importantes socios comerciales; el comercio bilateral pasó de 374 millones en 1977 a casi 18.000 millones en 1989.[93]
Hacia el final de la Administración Reagan, Washington miraba a Pekín casi con una sensación de triunfo. El secretario de Estado George Shultz describió la «larga marcha [de China] hacia el mercado» como un «acontecimiento verdaderamente histórico, una gran nación abandonando doctrinas económicas desfasadas y liberando las energías de mil millones de personas con talento». Por tanto, cuando Bush ocupó el cargo parecía axiomático que las reformas económicas de Deng habían sido plenamente incorporadas y cosecharían un éxito tras otro. Ahora, la pregunta en Washington era cuánto tardaría el cambio económico en generar transformaciones políticas similares a las que había vivido el bloque soviético con Gorbachov. Al igual que toda una serie de líderes estadounidenses desde los tiempos de Franklin Roosevelt y Cordell Hull, Bush tendía a dar por sentado que una forma de cambio llevaría a la otra; por ende, la democratización de China no parecía una cuestión de «si», sino de «cuándo».[94]
No obstante, las consecuencias de las reformas económicas de Deng eran un arma de doble filo. Alimentaron el deseo popular de una sociedad más abierta, pero, a finales de los años ochenta, también generaron cada vez más descontento. Durante la Revolución Cultural de Mao, toda una generación había perdido acceso a la educación superior, y, cuando Deng situó a China en la senda necesaria para ponerse a la altura del mundo desarrollado o en vías de desarrollo, los radicales frustrados convirtieron Pekín, Shangai, Wuhan y otras ciudades universitarias en hervideros de descontento. Esto se produjo justo cuando la inflación alcanzaba unas cifras sin precedentes (un 8,8 por ciento en 1985), coincidiendo con la relajación de la economía planificada. El régimen se embarcó en reformas políticas prudentes y dio más carta blanca a los intelectuales y académicos. Fang Lizhi, astrofísico y vicerrector de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Hefei, fue elogiado en Occidente por su defensa de los derechos humanos y su apoyo a las protestas estudiantiles. Por su parte, el periodista Liu Binyan adquirió notoriedad a raíz de unas famosas declaraciones: «En China la reforma económica es una pierna muy larga, mientras que la política es muy corta. Uno no puede actuar sin tropezar con la otra». A modo de explicación añadió: «El movimiento estudiantil [...] estalló porque la reforma política apenas había empezado».[95]
Los líderes chinos no estaban preparados para la democracia. Los espasmos de apertura política iban seguidos de duras represalias cuando las protestas se descontrolaban. El problema no se circunscribía a las calles o los campus, sino que también estaba afectando al partido en una batalla entre la vieja guardia y los reformistas. En un contragolpe a la «liberalización burguesa», los veteranos conservadores expulsaron al reformista Hu Yaogang, el secretario general del partido, en enero de 1987.[96] Había otro desafío. El longevo Deng sabía que pronto tendría que ceder el testigo a la próxima generación y se aseguró de que Hu fuera sustituido por otro moderado, Zhao Zhiang, quien en el Congreso del PCCh celebrado en otoño aprobó un diluido programa de reformas políticas. Esto desembocó en la jubilación de casi la mitad de los miembros del Comité Central, un paso importante para rejuvenecer el partido. Entre ellos estaba el propio Deng, que solo conservó el importante puesto de presidente del Comité de Asuntos Militares. A partir de entonces se instaló una calma temporal entre las facciones rivales del PCCh y el vital Comité Permanente del Politburó, que oscilaba en un equilibrio incómodo entre los reformistas capitaneados por Zhao y los conservadores de Li Peng.[97]
En 1988 la inflación se situó en el 18,5 por ciento,[98] unos niveles sin precedentes, y las protestas estudiantiles por el aumento de los precios, el hacinamiento y la corrupción alcanzaron nuevas cotas. La situación se deterioró aún más en 1989. Las noticias e imágenes de la transformación política que estaba produciéndose en los estados satélite soviéticos incitaron a los manifestantes, y también se acercaba el inminente septuagésimo aniversario del legendario levantamiento estudiantil chino contra las humillaciones impuestas al país por el Tratado de Versalles de 1919 (el Movimiento del Cuatro de Mayo).[99] Tras desvelar que le preocupaba más el contagio de las reformas de Europa del Este y la Unión Soviética que las ideas políticas occidentales, Deng aseguró lo siguiente en un discurso pronunciado el 25 de abril de 1989: «Esto no es un movimiento estudiantil corriente, sino un tumulto [...]. Quienes están influidos por el liberalismo yugoslavo, polaco, húngaro y soviético han desestabilizado nuestra sociedad con el objetivo de derrocar a la cúpula comunista, lo cual pondrá en peligro el futuro de nuestro país y nuestra nación». El PCCh aún no tenía la intención de atenuar su control sobre la sociedad o permitir el pluralismo político a la manera de Gorbachov.[100]
Sin embargo, ello no parecía inquietar a George Bush. Tenía fe en Deng como líder progresista, mientras que Gorbachov seguía siendo una incógnita y la Unión Soviética, una amenaza existencial mucho mayor para Estados Unidos y la OTAN. Así pues, al ser elegido presidente, no parecía existir ningún motivo para hacer una «pausa» en las relaciones sinoestadounidenses. Por el contrario, Bush, tal como le había manifestado a Brzezinski en noviembre de 1988, quería consolidar y potenciar lo antes posible su «relación especial» con Deng y China.
Bush tenía en mente otro tema acuciante. Estados Unidos no podía plantearse nada en relación con China sin tener en cuenta los vínculos sinosoviéticos. Washington, Moscú y Pekín formaban un triángulo estratégico cuya dinámica era siempre cambiante. Bush era muy consciente de que, un año antes de asumir el poder, Mijaíl Gorbachov ya había propuesto formalmente una cumbre con los líderes chinos, la primera desde que Jrushchov y Mao se reunieron en 1959, justo antes de la ruptura sinosoviética que diez años después estuvo a punto de llevar a ambos países a la guerra.
La propuesta de Gorbachov reflejaba su deseo de unas relaciones normales entre las dos naciones comunistas más grandes del mundo, pero también estaba motivada por la necesidad de estabilidad mundial para concentrarse en las reformas en el ámbito nacional. Deng, por su parte, siempre había hablado claro sobre las condiciones de China para la celebración de la cumbre: 1) que Moscú redujera su presencia en la frontera sinosoviética, 2) que retirara sus tropas de Afganistán y 3) que dejara de apoyar la ocupación vietnamita de Camboya. A finales de 1988, los chinos estaban lo bastante satisfechos con las concesiones soviéticas y extendieron una invitación formal para que Gorbachov se reuniera con Deng en Pekín en mayo de 1989. La visita pretendía simbolizar la reconciliación sinosoviética después de tres décadas de distanciamiento e incluso antagonismo.[101]
Gorbachov no conocía personalmente a Deng. Nunca había estado en China y desde luego no era un lao pengyou. Veintisiete años más joven que Deng, Gorbachov guardaba pocos recuerdos de las relaciones sinosoviéticas antes de la ruptura, que se había producido cuando él era un veinteañero. No obstante, al igual que Bush, había otorgado prioridad a un acercamiento a China tras convertirse en secretario general. Con todo, Deng desconfiaba. Aunque veía con buenos ojos establecer unos lazos económicos más estrechos con la URSS, no le gustaba el entusiasmo de Gorbachov por las reformas políticas e incluso lo tachaba de «idiota» por anteponer la política a la economía.[102] Por su parte, el líder soviético seguía mostrándose escéptico con el programa de reformas chino sin que hubiera una gran renovación política, que a su juicio era necesaria para una perestroika completa y exitosa. Por ello, restaba importancia a las reformas chinas e incluso profetizó su fracaso. También consideraba a los chinos simples imitadores. «Ahora todos afirman que empezaron la perestroika antes que nosotros —dijo en tono jocoso—, pero están adoptando nuestros planteamientos.» La actitud arrogante de Gorbachov reflejaba los estereotipos soviéticos, tradicionalmente desdeñosos hacia la RPC, y también su ambición desmedida y casi mesiánica de que la perestroika (tal como afirmaba en la primera página de su libro Perestroika) no fuera solo para su país, sino «para el mundo entero».[103]
En realidad, Gorbachov parecía verse a sí mismo como el nuevo Lenin. Aseguraba que su país era el Estado más importante del sistema socialista y, en palabras de su ayudante Gueorgui Shajnázarov, una de las «mayores potencias o superpotencias del mundo moderno, de la cual dependía el destino del planeta». Según esta perspectiva, predominante entre los políticos del Kremlin y, sobre todo, entre el séquito de Gorbachov, China seguía siendo una potencia secundaria pese a su extraordinaria y reciente salida de la pobreza y el atraso. Moscú siempre había anhelado el reconocimiento de Occidente, al que miraba, a veces neuróticamente, como el único baremo por el que medir sus propios éxitos. Y en su búsqueda de estatus internacional, casi era necesario ridiculizar la experiencia y los logros de China.[104]
Por supuesto, en Pekín no veían la relación así. Deng insistía en que China no fuera considerada el «hermano menor» de Moscú, como trataba cínicamente Stalin a Mao. Y, con la intención de restablecer las relaciones sinosoviéticas, Gorbachov se esmeró en dejar claro que él no pensaba así; China, decía, había superado ese papel. Sin embargo, la desconfianza mutua era un recordatorio de que treinta años de enemistad no podían quedar atrás de la noche a la mañana. Además, los líderes chinos estaban observando con atención y extrayendo conclusiones de lo que parecía una situación por completo caótica en la URSS.[105]
Así pues, las relaciones sinosoviéticas se hallaban en un momento especialmente delicado a principios de 1989, y la cumbre entre Gorbachov y Deng estaba prevista para mayo. En Washington, el tercer vértice del triángulo, Bush y Scowcroft aspiraban a llegar a Pekín antes que los soviéticos. Aunque la Guerra Fría había entrado en una fase más distendida, las realidades de la competitiva triangularidad de la etapa Nixon seguían siendo un imperativo estratégico. Bush y sus asesores temían que el persuasivo Gorbachov lograra convencer a los chinos, tal como había hecho en Europa, erradicara el conflicto en sus fronteras comunes y enterrara el hacha ideológica. Tal como señaló Scowcroft: «Pensábamos que podía intentar una reconciliación entre Moscú y Pekín, y queríamos estar seguros de que no lo hacía a expensas de nosotros. Sin embargo, no había forma de justificar un viaje a China en el primer trimestre del primer año de mandato del presidente».[106]
Entonces, el destino acudió al rescate de Bush. El emperador japonés Hirohito murió el 7 de enero de 1989.
La comparecencia del presidente en el funeral de Hirohito, celebrado en Tokio el 24 de febrero, significó mucho para los japoneses. Bush no solo era el jefe de Estado del gran aliado y protector de Japón, sino también un veterano de la guerra del Pacífico, en la cual Hirohito había sido el líder oficial de uno de los enemigos estadounidenses en el bando del Eje. Por tanto, la visita simbolizaba la extraordinaria reconciliación entre sus dos estados desde 1945. No obstante, también era importante en otros sentidos. La presencia del mandatario estadounidense animó a otros dignatarios internacionales a ir, lo cual dio mayor relevancia al acto y le brindó a Bush la posibilidad de participar en la diplomacia funeraria. Aparte de asistir a las ceremonias, celebró veinte reuniones privadas con figuras como François Mitterrand y Richard von Weizsäcker, los presidentes de Francia y Alemania Occidental, respectivamente. Tokio era la oportunidad perfecta para que Bush le tomara la temperatura a la política mundial sin verse envuelto en la parafernalia de las cumbres de gran resonancia.[107]
Sobre todo, el viaje imprevisto a Japón le dio el pretexto ideal para visitar China. En cuanto fue investido, Scowcroft se reunió con el embajador chino, Han Xu, para iniciar una planificación detallada. Había muy poco tiempo para organizar una visita de gala, ante lo cual se decantaron por una «visita» de trabajo, un viaje sin ninguna agenda concreta, excepto que el presidente se reencontrase de nuevo con los principales líderes chinos y reafirmara su compromiso con la región de Asia-Pacífico.[108] Justo antes de que Bush tomara el vuelo de Tokio a Pekín, él y el primer ministro japonés, Noboru Takeshita, compararon notas. Era «importante que Estados Unidos y Japón» ayudaran «en la modernización de China», dijo Takeshita, e insistió en que no cabía esperar que una mejora de las relaciones sinosoviéticas supusiera «una amenaza para Japón». Por su parte, el presidente intentó tranquilizar a Japón resaltando que, cuando finalmente desvelara sus políticas en relación con la URSS y el control armamentístico, no tendrían ningún efecto perjudicial para su país ni para China. En general, el mensaje principal de Bush fue: «No os preocupéis. Seguimos siendo un aliado incondicional».[109]
A su llegada a Pekín el 25 de febrero por la noche, Bush tuvo una cálida acogida en el Gran Salón del Pueblo por parte del presidente chino, Yang Shangkun, quien volvió a destacar la estatura del estadounidense como lao pengyou. En una charla cordial que se prolongó cuarenta y cinco minutos, Yang calificó de «muy importante» la primera visita presidencial de Bush a Pekín (y su quinto viaje a China desde que fuera el enviado de Estados Unidos en 1974 y 1975). Hubo muchos de los elogios personales que los líderes chinos dedicaban a sus «amigos especiales». El presidente Yang dijo frases como: «Ha hecho usted grandes aportaciones al desarrollo de las relaciones sinoestadounidenses y a la cooperación entre nuestros países [...]. Creo que eso demuestra que usted, señor presidente, presta mucha atención a nuestra relación bilateral [...]. Personalmente, como ya le he manifestado muchas veces al señor embajador, si pudiera votar, votaría a Bush».[110]
Pero en esas bonitas palabras también anidaba una realidad más sustanciosa. Ambas partes dejaron claro su compromiso con el avance de la relación bilateral en sí misma, y no solo para contrarrestar el poder soviético. «Creo que la relación que mantenemos ahora no se basa en una faceta de las relaciones soviéticas —afirmó Bush—, sino en sus méritos propios. Por ejemplo, hoy en día mantenemos relaciones culturales, educativas y comerciales. Todo esto no se limita a la preocupación por los soviéticos, aunque hasta cierto punto sigue existiendo.» Yang coincidió: «Somos dos grandes países situados en extremos opuestos del océano Pacífico, así que la colaboración amistosa entre ambos fomentará la cooperación en la región del Pacífico y en el mundo entero. Ello es de vital importancia para mantener la paz, la estabilidad y la seguridad mundiales».[111]
Todo esto fue un aperitivo de la reunión que Bush deseaba mantener con el diminuto Líder Primordial de China.[112] La mañana del 26 de febrero, habló una hora con Deng en una estancia del Gran Salón del Pueblo. Bush se esmeró en asegurar que no había viajado apresuradamente a Pekín para ganarle la mano a Gorbachov, pero los dos líderes se pasaron casi todo el tiempo dando vueltas al gran imponderable de adónde se dirigía la Unión Soviética. Deng habló largo y tendido de historia y subrayó que los dos países que más sufrimiento y «humillación» habían ocasionado a China en el último siglo y medio habían sido Japón y Rusia. Aunque Japón le había costado a China «decenas de millones de vidas» y unos perjuicios económicos «incalculables», el impacto soviético había sido mucho más profundo, ya que la URSS se había adueñado de tres millones de kilómetros cuadrados de territorio chino. Teniendo en cuenta esos antecedentes, aventuró Deng, aunque su cumbre con Gorbachov fuera un éxito y las relaciones se normalizaran, ¿qué ocurriría después? «Personalmente, creo que sigue siendo una incógnita —dijo—. El hecho es que existen numerosos problemas acumulados, y tienen unas raíces históricas profundas.»[113]
Bush se hizo eco de la opinión de Deng, según el cual un hombre no podía cambiar la historia. «Gorbachov es un hombre encantador y la Unión Soviética se halla en un proceso de cambio. Pero el lema de Estados Unidos es la cautela [...]. La experiencia nos dice que no pueden tomarse decisiones generales en política exterior basándose en la personalidad o las aspiraciones de un hombre. Hay que tener en cuenta la tendencia de toda la sociedad y todo el país.»[114]
Al final Deng ahondó mucho más en el tema. «En relación con los problemas a los que se enfrenta China, permítame decirle que la necesidad más apremiante es mantener la estabilidad. Sin ella todo desaparecerá; incluso los logros quedarán arruinados.» Mirando a Bush con dureza, añadió: «Esperamos que nuestros amigos extranjeros entiendan este punto». «Así es», respondió Bush sin parpadear. El mensaje de Deng estaba claro. Fuera cual fuese la idea sobre la perestroika y la glásnost, la libertad de elección en Europa del Este y las proclamas grandilocuentes sobre los valores universales, no habría Gorbachovs en China. Los derechos humanos y la reforma política no eran temas de debate adecuados, ni siquiera con un lao pengyou. Bush había captado el mensaje y no tenía la intención de cuestionarlo. Los dos líderes se entendieron. «De acuerdo —dijo Deng—, vamos a comer.»[115]
Cuando Bush abandonó Pekín, creía que habían puesto los cimientos de lo que él denominaba un «periodo productivo» en las relaciones diplomáticas pese a las turbulencias en los asuntos nacionales de China. El presidente recordó con afecto «los calurosos y sentidos apretones de mano entre viejos amigos en el Gran Salón del Pueblo en Pekín». Pero, en una nota más pragmática, también opinaba que había podido hablar con franqueza con los líderes chinos y que ambas partes podrían desarrollar una relación de trabajo práctica basada en una «confianza real».[116] Bush no se hacía ilusiones de que las cosas fueran a ser fáciles con Pekín y, por ello, presionó para que hubiera una buena comunicación en todos los sentidos, pero reconoció que no debían criticarse en público, sobre todo en lo relacionado con los derechos humanos. «Comprendí que era mejor intercambiar palabras duras y opiniones directas en privado, como en esta visita, y no en declaraciones a la prensa o durante un discurso acalorado.»[117]
A su regreso a Washington de su primer viaje al extranjero como presidente, Bush reflexionó sobre lo que había aprendido. El 27 de febrero, en la base Andrews de las fuerzas aéreas, le dijo a la prensa que su viaje relámpago a Japón, China y Corea del Sur había corroborado la categoría de Estados Unidos, tanto entonces como en el futuro, como potencia en el Pacífico. De aquellos cuatro días de debates intensos, lo que se le quedó grabado fue que el mundo miraba «a Estados Unidos en busca de liderazgo». Esto, aseguró, no obedecía solo a que fueran «fuertes en el plano militar» o a que poseyeran «la economía más importante del mundo», sino a que las ideas que defendían eran ahora las dominantes. «Libertad y democracia, apertura y prosperidad fruto de iniciativas individuales en el mercado libre —señaló—. Estas ideas que antes se consideraban estrictamente estadounidenses se han convertido en los objetivos de la humanidad en toda Asia.»[118]
Aquello fue un sorprendente toque de rebato ideológico por parte de un hombre que no era un orador nato. Transcurridos menos de tres meses desde la altilocuente actuación de Gorbachov en la ONU, el nuevo presidente de Estados Unidos estaba dejando huella. Al líder soviético le gustaba presentar su nuevo socialismo como una respuesta no solo para Rusia, sino para el mundo entero. Ahora Bush contraatacaba elogiando los valores estadounidenses, casi como si la Guerra Fría ideológica siguiera adelante. Aunque aquella noche de febrero en Andrews habló sobre todo de Estados Unidos en Asia, a mediados de abril se expresaría de manera similar en relación con Europa del Este.
El 24 de febrero, el presidente ya le había dejado claro a Weizsäcker en Tokio que no querían que Gorbachov ganara «una ofensiva propagandística». Como aliados atlánticos debían permanecer juntos, aseguró.[119] Seis semanas después, el 12 de abril, desarrolló esas ideas en una conversación con Manfred Wörner, el secretario general de la OTAN. Según dijo, tenía la intención de fortalecer la solidaridad de la Alianza adoptando un papel de liderazgo. Le preocupaba que Gorbachov hubiera copado los titulares en Europa, lo cual había provocado «tensiones por temas defensivos de la OTAN», en particular minando el apoyo de Alemania Occidental a los misiles nucleares de medio alcance. Según el presidente, había llegado el momento de cerciorarse de que la OTAN no se desmoronaba. Wörner coincidía con él, y veía la cumbre de la Alianza prevista para finales de mayo como «una oportunidad única» en una situación verdaderamente «histórica». Sin embargo, aunque lo consiguieran, la ciudadanía pensaba que era Gorbachov quien estaba escribiendo la historia. Estaba en manos de Bush «darle la vuelta a esa percepción pública». La OTAN no solo debía cuestionar a Moscú en relación con el control armamentístico, sino también «ampliar el campo de batalla político» y abogar por «una Europa de la autodeterminación y la libertad despojada del Muro de Berlín y la Doctrina Brézhnev». En esa empresa, la OTAN buscaba «ideas, conceptos y cooperación» en Estados Unidos, ya que los otros aliados no podrían «ofrecer demasiado». Bush coincidía con esa apreciación. Gorbachov había «aprovechado una ola de apoyo ciudadano como si fuera un surfista». En la siguiente cumbre de la OTAN, sería importante llegar a «acuerdos para una visión general propia».[120]
Ahora, el presidente estaba preparado para «la visión». En una serie de importantes discursos preparados meticulosamente durante abril y mayo, fue desvelando poco a poco su gran escenario para una Europa que estaba saliendo de la Guerra Fría. El primero de ellos fue organizado deliberadamente en Hamtramck, un barrio de Detroit habitado en su mayor parte por estadounidenses de origen polaco, el 17 de abril, doce días después de que Polonia presentara reformas constitucionales de gran calado: la creación del Senado y la oficina del presidente, así como la legalización del sindicato libre Solidaridad. Esos importantes cambios estructurales fueron el resultado de dos meses de mesas redondas entre el movimiento opositor y el régimen comunista del general Wojciech Jaruzelski. Aquel verano se celebrarían comicios democráticos. Las «ideas de la democracia», en palabras de Bush, estaban «regresando a Europa con un vigor renovado», y Polonia estaba a la cabeza de todo ello. De ahí la elección por lo demás inverosímil de Hamtramck.
Retomando temas de su discurso de investidura, Bush reflexionó sobre la desaparición del totalitarismo, la propagación de la libertad y el derecho a la autodeterminación. «Ahora mismo, Occidente puede ser atrevido al proponer una visión del futuro europeo —declaró—. Soñamos con el día en que no haya barreras al movimiento libre de personas, mercancías e ideas. Soñamos con el día en que los pueblos de Europa del Este sean libres para elegir su sistema de gobierno y votar al partido que elijan en unas elecciones periódicas, libres y disputadas [...]. E imaginamos una Europa del Este en la que la Unión Soviética haya renunciado a la intervención militar como instrumento político.» La letanía de Bush sobre los «sueños» y las «visiones» daba cuerpo a los comentarios que le había hecho a Wörner cinco días antes. Lo movía la creciente convicción de que Estados Unidos, como líder de Occidente, tenía una oportunidad única para aplicar su sistema de gobierno a la reformulación de Europa. «¿Qué nos ha llevado a esta apertura? —preguntó—. La unidad y la fortaleza de las democracias, sí, y algo más: el osado nuevo pensamiento de la Unión Soviética, el deseo innato de libertad que anida en el corazón de todos los hombres.» El presidente proclamó: «Si somos inteligentes, nos mantenemos unidos y estamos dispuestos a aprovechar el momento, seremos recordados como la generación que hizo libre a toda Europa».[121]
Scowcroft definió el discurso de Hamtramck como el «primer gran paso [de la Administración] en Europa del Este». Aunque reconoció que las palabras de Bush apenas habían «llamado la atención» en Estados Unidos, habían despertado mucho más interés en Europa y la URSS, donde Pravda se mostró bastante favorable a ellas y destacó la evaluación positiva que había hecho el presidente de las reformas soviéticas y las posibilidades de unas mejores relaciones entre las superpotencias.[122]
En mayo, el indolente análisis de la política soviética por parte de la Administración estadounidense empezaba a cobrar ritmo. El día 12, Bush aprovechó las ceremonias de graduación de la Universidad de Texas A&M, situada en su estado de adopción, para publicitar parte de la nueva estrategia sobre las relaciones entre las superpotencias, que resumió con el concepto clave de «más allá de la contención». En otras palabras, quería trascender la postura defensiva que había caracterizado la política de Estados Unidos en el apogeo de la Guerra Fría. Este Bush era más tajante. El testigo precavido que el mes de diciembre anterior se había apostado en los márgenes de la cumbre entre Reagan y Gorbachov en Governors Island, tenía ahora una idea clara de adónde quería ir.
Nos aproximamos a la conclusión de una histórica batalla de posguerra entre dos visiones, una de tiranía y conflicto y otra de democracia y libertad. La evaluación de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética que acaba de ultimar mi Administración delinea un nuevo camino hacia la resolución de esta pugna [...]. Nuestro análisis indica que cuarenta años de perseverancia nos han brindado una valiosa oportunidad, y ha llegado el momento de dejar atrás la contención para abordar una nueva política en los años noventa, una política que reconozca el pleno alcance del cambio que está produciéndose en todo el mundo y en la propia Unión Soviética. En resumen, Estados Unidos tiene ahora por objetivo mucho más que contener el expansionismo soviético. Aspiramos a la integración de la Unión Soviética en la comunidad de naciones.
Bush también expuso las condiciones según las cuales la URSS sería admitida de nuevo «en el orden mundial». La extraordinaria retórica de Gorbachov no era suficiente; «las promesas nunca bastan». El Kremlin debía tomar «medidas positivas concretas». Las más importantes eran reducir las fuerzas soviéticas (en proporción a necesidades de seguridad legítimas), dar apoyo a la autodeterminación, «derribar el Telón de Acero» y encontrar soluciones diplomáticas junto con Occidente para resolver disputas regionales en todo el mundo, como en Afganistán, Angola y Nicaragua. Esos pasos posibilitarían una relación cuantitativamente nueva entre las dos superpotencias.[123]
Y sin embargo, como Bush reconoció, las capacidades militares soviéticas seguían siendo «asombrosas». Por tanto, la disuasión era aún vital y ello exigía una OTAN fuerte, algo que fue el tema del discurso pronunciado por Bush el 24 de mayo en la Academia de la Guardia Costera de Estados Unidos en New London, Connecticut. Allí expuso la futura estrategia militar y la política de control armamentístico para los años noventa. «Nuestra política es aprovechar todas, repito, todas las oportunidades para entablar una relación más adecuada y estable con la Unión Soviética, así como defender los intereses estadounidenses a la luz de la perdurable realidad del poder militar soviético.» Asimismo reconoció: «En los numerosos desafíos a los que haremos frente habrá riesgos. Pero permítanme asegurarles que encontraremos oportunidades de sobra [...]. Ante nosotros se presenta la posibilidad de crear un mundo nuevo».
Ese mundo nuevo era posible, afirmó, «porque somos testigos del final de una idea: el último capítulo del experimento comunista. Se admite hoy en día que el comunismo [...] es un sistema fracasado [...]. Pero su eclipse es solo la mitad de la historia de nuestra época. La otra es el auge de la idea democrática», evidente en todo el mundo, desde los sindicalistas de Varsovia hasta los estudiantes de Pekín. «Incluso mientras pronuncio estas palabras —dijo ante los graduandos estadounidenses—, el mundo está paralizado por los dramáticos acontecimientos de la plaza de Tiananmén. En todas partes, esas voces hablan el idioma de la democracia y la libertad.»[124]
El discurso en la Academia de la Guardia Costera completó la exposición pública de la nueva estrategia de la Administración Bush con respecto a la cabina de mando europea en las relaciones entre los dos bloques antes de la cumbre de la OTAN que iba a celebrarse en Bruselas el 30 de mayo.[125] Sus declaraciones visionarias sobre la paz y la libertad, los mercados libres globales y una comunidad de democracias desmienten las acusaciones posteriores de que su política exterior carecía de rumbo y era meramente reactiva y «demasiado reacia a adentrarse en territorio desconocido». Sobre todo, puso de manifiesto el liderazgo de Estados Unidos en el mundo y reivindicó lo que la Administración solía calificar de «valores comunes de Occidente».[126] Tal como había mencionado Bush en aquel cameo en Governors Island, tenía la intención de tomarse su tiempo y actuar con prudencia en una época en la que los elementos básicos de las relaciones internacionales se habían visto sacudidos como nunca antes desde 1945. Sin duda, la palabra «prudencia» seguiría siendo la consigna de la diplomacia de Bush, pero ello no excluía la visión y la esperanza. Los discursos de abril y mayo de 1989 (a menudo obviados por los comentaristas a causa de los dramas acaecidos en la segunda mitad del año) dejan sumamente clara la ambición de su política exterior.
Pero convertir la ambición en logros era un desafío distinto, y su primera prueba fue especialmente exigente. La cumbre de la OTAN en Bruselas tendría una importancia inusual, ya que coincidía con el cuadragésimo aniversario de la Alianza Atlántica y era imperativo idear una respuesta atractiva al popurrí de espectaculares propuestas de reducción armamentística que había lanzado Gorbachov en su discurso en la ONU.
Para empeorar las cosas, los gobiernos de la OTAN habían sido incapaces de pactar de antemano una postura conjunta, debido sobre todo a disputas fundamentales en torno a las fuerzas nucleares de corto alcance (SNF, por sus siglas en inglés), esto es, aquellas con un alcance inferior a quinientos kilómetros. Y, en un nivel menos visible, cabe pensar que los argumentos que rodearon la cumbre de la OTAN marcaron un cambio sutil pero importante en las alianzas prioritarias de Estados Unidos en Europa occidental, alejándolo de Gran Bretaña y acercándolo a Alemania Occidental.[127]
Gran Bretaña, representada por la primera ministra Margaret Thatcher (la célebre Dama de Hierro), exigió la rápida aplicación de un acuerdo de la OTAN rubricado en 1985 para modernizar sus SNF (ochenta y ocho lanzamisiles Lance y unas setecientas cabezas nucleares). La fijación de Thatcher era el valor disuasorio y la capacidad defensiva de la OTAN. El Gobierno de coalición de Alemania Occidental, donde se encontraban la mayoría de esos misiles, presionó a su vez a Estados Unidos para que iniciara negociaciones con la Unión Soviética sobre la reducción de SNF, aprovechando el éxito del tratado firmado en 1987 por la superpotencia para eliminar la totalidad de sus fuerzas nucleares de alcance intermedio (INF, por sus siglas en inglés). Hans-Dietrich Genscher, ministro de Asuntos Exteriores y líder del socio menor de la coalición, el Partido Democrático Libre (FDP), incluso presionó, al igual que Gorbachov, para conseguir la abolición total de las SNF. Aquello se dio a conocer como el «tercer cero», inspirado en el acuerdo «doble cero» para la erradicación de las INF en Europa y Asia. Para Thatcher, relativamente segura en su reino insular, aquellas armas eran un instrumento de estrategia militar, pero para Genscher y la izquierda alemana eran una cuestión de vida o muerte, ya que Alemania sería el epicentro inevitable de una guerra europea. Kohl consideraba que la postura de Genscher era demasiado extrema, pero no solo necesitaba apaciguar a su socio de coalición y a la ciudadanía apoyando algún tipo de debate para la reducción armamentística, sino que también debía sortear a «aquella mujer», como denominaba a Thatcher, y mantener fuerte la Alianza.[128]
Tanto los británicos como los alemanes habían maniobrado antes de la cumbre. Thatcher se reunió con Gorbachov en Londres el 6 de abril. En el plano personal, había habido entendimiento entre ambos desde su primer encuentro en diciembre de 1984, antes de que Gorbachov fuera nombrado secretario general. En aquel momento, Thatcher afirmó que era un hombre con el que podría «hacer negocios».[129] En la reunión de 1989 la química personal fue igual de evidente, como también lo fueron sus diferencias fundamentales sobre la política nuclear. Gorbachov pronunció un apasionado discurso a favor de la abolición nuclear y «una Europa libre de armas nucleares» (algo que Thatcher rechazó de plano), y aireó sus frustraciones con respecto a Bush por no responder de manera más positiva a sus iniciativas de desarme. La primera ministra, interpretando su papel predilecto de mujer de Estado veterana, se esforzó en tranquilizarlo: «Bush es muy diferente de Reagan. Este era un idealista que defendía sus convicciones con firmeza [...]. Bush es una persona más equilibrada y que presta más atención al detalle. Pero, en general, continuará la línea de Reagan, incluidas las relaciones sovieticoestadounidenses. Intentará alcanzar acuerdos de interés común».
Gorbachov reaccionó a esas últimas palabras: «Esa es la cuestión. ¿Interés común o interés occidental?». «Estoy convencida de que interés común», respondió Thatcher. El mensaje entre líneas de la mandataria británica dejaba entrever que era ella la que podía mediar en la relación entre las dos superpotencias.[130]
Sin embargo, en privado Thatcher mostraba preocupación por el nuevo presidente de Estados Unidos. Había desarrollado un fuerte vínculo, aunque en ocasiones de índole manipuladora, con «Ronnie», y se sentía segura con la centralidad de la tan cacareada «relación especial» angloestadounidense en la política exterior de Estados Unidos.[131] Con Bush la situación no era tan clara. Parecía que la «pausa» de la nueva Administración conllevaba una revisión de las relaciones con Gran Bretaña. También creía que el Departamento de Estado de Baker tenía prejuicios contra ella y prefería favorecer a Bonn antes que a Londres.[132] Sus sospechas no eran infundadas. Al pragmático Bush le disgustaba el dogmatismo de Thatcher y, desde luego, no tenía la intención de dejarle liderar la Alianza. A él y Baker les resultaba difícil llevarse bien con ella, mientras que Kohl parecía un socio afable.[133]
El problema en Bonn no era personal sino político, debido a las profundas desavenencias en el seno de la coalición. En varias conversaciones telefónicas mantenidas en abril y mayo, Kohl intentó garantizarle a Bush su lealtad a la sociedad transatlántica y manifestó que no permitiría que la cuestión de las SNF arruinara la cumbre. Su lenguaje era casi desesperado, algo que ni siquiera ocultaba el registro oficial estadounidense de la teleconferencia. «Quería que la cumbre fuera un éxito [...]. Quería que el presidente triunfara. Sería su primer viaje a Europa como presidente. Era un amigo declarado de los europeos, y en particular de los alemanes.»[134]
Las disputas que tuvieron lugar en Europa antes de la cumbre no perturbaron a Bush. Sabía que el objetivo de Kohl era «una OTAN fuerte» y que el canciller había «vinculado su existencia política a dicho objetivo».[135] Pero los pronósticos eran particularmente desalentadores. «Bush llega a las conversaciones con una OTAN dividida», anunciaba The New York Times en su titular del 29 de mayo. El periódico afirmaba que la insistencia de Bonn en reducir la amenaza de las SNF para el territorio alemán estaba suscitando en Washington, Londres y París el temor a nada menos que la «desnuclearización» del frente central de la OTAN. La brecha era tal, señalaba el periódico, que aún no se había pactado ningún comunicado, lo cual significaba que los dieciséis líderes de la OTAN tendrían que «debatirlo largo y tendido» en la cumbre. Un delegado de la OTAN confesó: «Sinceramente, no sé si es posible un acuerdo».[136]
Sin embargo, el presidente guardaba un as bajo la manga cuando llegó a Bruselas. Presentó a sus aliados una propuesta radical para la reducción armamentística, no de las SNF sino de las fuerzas convencionales en Europa. Aquello no fue fácil de sacar adelante en Washington, pero el miedo a una crisis de la Alianza en la cumbre de Bruselas permitió que Bush se impusiera. Lo que