De la ternura
No te abandonarán.
El tiempo pasará, se borrará el deseo
—esa flecha de sombra—
y los sensuales rostros, bellos e inteligentes,
se ocultarán en ti, al fondo de un espejo.
Transcurrirán los años. Te cansarás de libros.
Descenderás aún más
y perderás, también, la poesía.
El ruido de ciudad en los cristales
acabará por ser tu única música,
y las cartas de amor que hayas guardado
serán tu última literatura
No tires las cartas de amor
JOAN MARGARIT
Estamos a finales de abril! En enero, nada más pasar las fiestas, comencé el régimen: sólo he adelgazado dos kilos. ¡No puedo más! ¡He comido tanto pollo que me saldrán alas! Denunciaré al médico.
—No haces bien la dieta, Marcela. Comes cuando te apetece: el pollo y después lo que quieres: pasteles, frutos secos… Nunca adelgazarás, nunca.
—Es fácil decir eso cuando se es un saco de huesos como tú, Aurora. Demuestras poca compasión por mi problema, para ti es fácil…
—No es tanto problema: un poco de celulitis, la cadera más grande del canon actual, el culo, en fin… y los muslos flojitos. No es para tanto, Marcela, no lo es.
—Voy a operarme: culo, muslos, papada. De todo, Aurora.
Aurora y Marcela continuaron hablando durante un rato sobre los beneficios de la dieta, la inquina manifiesta de los diseñadores —todos unos homosexuales rencorosos, según Marcela—, la delgadez enfermiza de las modelos y el cutis estirado de alguna artista, hasta que fijaron la mirada en una tercera figura sentada frente a ellas.
—¿A ti qué te pasa? No hablas nada y hace una semana también estabas a régimen… y no opinas; ahora, no opinas, así que te pasa algo. ¡Canta!
—No me pasa nada, Marcela.
—Marcela tiene razón, Mónica. Algo te pasa, no abres la boca, no discutes ninguna de las frases de Marcela y eso es porque te pasa algo.
—No me pasa nada. O me pasan cosas que no quiero que me pasen y el resto es la nada. Me aburro, estoy harta.
—Eso te sucede por haberte ido al puñetero Irak, no se te había perdido nada allí; pero la señorita quería ser corresponsal de guerra y ¡ale!, a ver la miseria, la sangre y la guerra. Tus diversiones son retorcidas, Mónica.
—Ir a Irak puede ayudarte a ver otra realidad del mundo, a ver el mundo como es y no como nos lo cuentan; a contar la verdad. Y si pensamos quién está a favor de esa guerra y en esta casa, las diversiones retorcidas son las tuyas, Marcela. Pero algo te pasa, Mónica, eso se nota.
—Queridas Mónica y Aurora: tenemos el mayor televisor del mercado, el más caro, el más grande, el más plano. Se ven estupendamente los bombardeos desde el salón de casa y yo, de bombardeos, entiendo mucho. Así que algo no le funciona a tu cerebro, Mónica. Una cosa es el periodismo y otra la idiotez, amiga mía. Y no pienso discutir mis votos contigo, Aurora. Por cierto, echo de menos la voz de la modernidad de este hogar. ¿Sandra ha sido abducida por alguna fuerza maligna o duerme?
—Estoy aquí, Marcela. Buen día a todas. Ayer me acosté tarde; ya sabéis…
—¡No sabemos nada! ¡Nada! Si el saber supone que nos cuentes cómo te acostaste con alguien que te gusta y que fue estupendo, no queremos oírlo. Yo hace mucho tiempo que no paso por un trance similar, así que no me hagas sufrir más de lo debido, Sandra.
—Marcela, esta mañana estás especialmente insoportable. Muy insoportable. Come de una puñetera vez, asalta la nevera, pero déjanos en paz. Ya no puedo aguantarte.
Aurora perdía la paciencia, Marcela continuaba gritando, Sandra bebía un zumo de arándanos con cara sonriente y Mónica miraba al frente, al exterior.
En la Plaza de la Paja aún quedaban árboles, todavía no los había talado ningún alcalde con ansias arboricidas; haberlos hailos…
De vez en cuando, algún gorrión se posaba en los alféizares de las ventanas y las palomas entraban y salían de la casa a su antojo para desesperación de Marcela que intentaba espantarlas.
—¡Mónicaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Mónicaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! Es sábado, no hay trabajo. Ven a pasear un rato. ¡Muy bueno tu artículo de hoy; espléndido, amor!
La voz se había colado por las ventanas de la casa y Mónica sonreía por primera vez en muchos días.
—¿La noruega desconoce la existencia del interfono? Vídeo-teléfono en este caso. Este barrio siempre me pareció especialmente extraño; os lo dije cuando compramos la casa. Mucho artisteo, mucho raro. No hay ningún científico, no sé si hemos hecho una buena inversión… Y el coche oficial no llega a la puerta, le cuesta trabajo…
—Marcela, esto no es la antigua Unión Soviética, no es un barrio medieval en el que la gente vivía agrupada por gremios. Esto es el siglo veintiuno: vivimos como nos da la gana. Deja de quejarte.
La voz de Anne Louis volvió a entrar en el salón y Mónica se despidió con la mano. Aurora preguntaba a qué articulo se refería la noruega y Sandra comenzó a leerlo en voz alta.
La vida cotidiana está llena de abismos. Te pillan de sorpresa. Cuando caminas por la montaña, vas atento, mirando. El despertar diario es más traicionero, más alevoso que la sima de una cordillera. Descuelgas el teléfono y marcas un número. Al segundo, cortas la comunicación. Te das cuenta de que ese teléfono está desconectado. El titular ha fallecido hace meses. O años. Algunas veces no ha sido muerte física: se ha muerto el amor, la amistad… Estos días me empeño en llamar a mi perro. Al levantarme de la cama lo llamo a voces, me extraña que no corra a lamerme la mano. Ése, mi perro, sí se ha muerto. Mi casa se llena de fotos de muertos. De amigos, de perros, de artistas que acompañaron mi infancia o juventud. Cada tanto, tacho nombres en mi agenda de teléfonos. Y yo me siento un poco muerta; la soledad debe de ser parecida a la muerte. Los amigos son una especie de gaya que vas colgándote en el pecho; dan color al fondo que eres tú mismo.
Verán que mi artículo de esta semana no es de opinión al uso; es de opinión sentimental. Está tan llena de violencia la vida, de tanta sangre, que de vez en cuando hay que tomarse un respiro para el sentimiento. Las líneas siguientes las escribí hace tiempo, pero nunca llegaron a publicarse. Son noticia, un anuncio así lo es: ternura hecha noticia… «CHAL EXTRAVIADO». Color rojo. Gran valor sentimental. Zona Uria Parque.» ¿Qué hay detrás de un anuncio del periódico, de un pequeño recuadro en el que se hace una llamada a la devolución de algo, en apariencia peregrino, como un chal? Podría haber misterios ocultos, secretos y mentiras inconfesables, y ser el anuncio una coartada. Para mí hay ternura, mucha ternura. Imagino a la nieta que ha sacado de un viejo baúl un chal traído de Cuba o Manila por el abuelo. Imagino a la nieta, joven, danzando ante el espejo con el chal. Pensando cómo sus amigas se quedarán heladas de envidia cuando la vean portando el chal de color rojo. Imagino la cara desolada de la nieta cuando al regresar a casa, después de la fiesta, se da cuenta de que el chal ha desaparecido de su brazo. El susto primero, después el llanto. Rabia al pensar que alguna de esas malas amigas se lo ha robado.
Puede que sea la abuela quien lo perdiese. La abuela que salió a pasear por Uria, camino de Rialto, a la merienda semanal con las amigas. La abuela que se ha vestido con cuidado, con primor. Se ha puesto las medias con dificultad, con mucho trabajo. Vive sola y ya no queda el servicio de antaño que ayudaba a vestir a la magnífica señora. La veo sacando el chal del baúl de sándalo, uno de los pocos muebles que pudo conservar cuando los hijos la obligaron a vender la casa de siempre. La convencieron diciéndole que sería un buen negocio, que el constructor pagaba bien y que ella no necesitaba tanto espacio. Veo a la mujer de ojos azules empañados por una zona blanquecina, seguro que cataratas, sacando el chal del baúl; la veo ponérselo ante el espejo. Se sienta en la cama y llora. Llora al recordar la primera vez que vistió el chal. El marido había regresado de Guinea, un viaje para vigilar la maderera. Antes había estado en París. A ella nunca la había llevado a París. Los hijos llegaban uno tras de otro y ella, la hoy abuela arrugada, nunca quiso abandonar la casa y dejarlos en manos de las ayas. Al regreso, él siempre le contaba lo magnífica que era aquella ciudad y, de vez en cuando, dejaba escapar detalles de cabarés que visitaba con los amigos. Ella fingía enfadarse, cuando en realidad no le importaba. Él la quería de veras. Los cabarés eran una anécdota. La hoy vieja señora siempre fue lista, amén de bella. El día que le regaló el chal de color rojo, el marido esperó a que toda la casa estuviese en silencio. Estaban solos en el dormitorio, se acercó a ella y le acarició el pelo:
—Cierra los ojos…
Y ella, con los ojos cerrados, sintió cómo el hombre dejaba caer algo sobre sus hombros. Esa noche, el marido, le hizo el amor como se lo hacía a las prostitutas de lujo parisinas; y esa noche, engendraron al último hijo. Un varón, que fue el que insistió más en la venta de la casa familiar. Un cabrón de hijo que nunca iba a verla, pensó la mujer al levantarse de la cama después de recordar a su marido. Y caminó a Rialto con el chal encima de los hombros; y caminó a Rialto sintiendo la mano del hombre enganchada a su brazo. Y caminó de regresó a casa después de la merienda, pensando que Pilita García de la Nuez era cada día más fea y más engreída. La vejez resaltaba los defectos. Y tropezó con un zopenco que iba en patinete por el Paseo de los Álamos. Casi la derriba del empujón. Era uno de sus nietos, hijo del último varón, el peor de todos. Le dio un billete de 50 euros creyendo que le daba 500 pesetas. La abuela, la mujer del chal rojo, aún no se había acostumbrado al euro. Y al llegar a casa, pensando en el tremendo aspecto de su nieto, con aquellos pantalones extraños, grandes y descoloridos, al llevar la mano a los hombros no tocó la seda del chal rojo…
Hoy, la opinión es ternura. Ojalá fuese noticia más frecuentemente…
—Ha dejado la violencia verbal a un lado: sí que le pasa algo; claro que le pasa… Y lo ha situado en Oviedo; tiene nostalgia. Yo no lo añoro en absoluto. Esa ciudad y toda la provincia se están muriendo de abandono. No volveré nunca, jamás.
Marcela empleaba un tono triste; pensar en Asturias ennegrecía su ánimo.
Aurora, Marcela y Sandra retiraban los platos del desayuno mientras comentaban el artículo de Mónica. En su amiga no era normal escribir aquellas cosas. Ella era una guerrera del siglo XXI, una mujer tremendamente dura; un supuesto ejemplo a seguir por miles de mujeres; abanderada de causas perdidas. Parecía hablar de sentimientos; en el artículo parecía hablar de amor y aquello era preocupante.
Entre tanto, la autora recibía los abrazos de Anne Louis y los lametones de León, un cocker canela que saltaba entre sus piernas, se lanzaba a una carrera, terminaba con el cráneo incrustado en el suelo de la plaza y regresaba a lamer las manos de Lu y Mónica.
—¡Tu artículo es estupendo, corazón! Me ha sorprendido, has dejado a un lado la muerte. Hace meses que nos atormentas con bombardeos, guerras injustas y torturas horrendas en Guantánamo.
—Es lo que hay, Lu, es lo que hay; alguien tiene que contarlo, supongo.
—Sí, también hay amor, sexo, sentimiento. Hay de todo en el mundo, Mónica. Hace tiempo que te empeñas en ver lo negativo de la vida, cariño. Yo lo veo en la televisión, a ser posible desde la cama y después me doy la vuelta e intento disfrutar lo que tengo al lado.
—Tienes suerte, Lu, tienes siempre a alguien al lado. Claro que es normal.
—¡No! ¡No te comportes como Marcela, darling! ¡Estás guapísima, Monique! Cada uno es como es, el físico no importa tanto como piensas; te estás dejando influenciar por esa absurda mujer, deberías vivir conmigo y no con ellas. Yo te encuentro guapísima, Monique. Deseable